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CAPÍTULO CINCO
Scarlet estaba de espaldas contra la pared al final del callejón sin salida con Ruth a su lado, mientras observaba con temor al grupo de matones soltar su perro hacia ella. El enorme perro salvaje se lanzó gruñendo directamente a su garganta. Todo estaba ocurriendo tan rápidamente que Scarlet no sabía cómo reaccionar.
Antes de que pudiera hacer algo, de repente Ruth gruñó y se lanzó hacia el perro. Saltó en el aire y a mitad de camino lo encontró y hundió sus colmillos en la garganta del perro. Ruth aterrizó sobre el animal y lo inmovilizó contra el suelo. El perro debía ser dos veces el tamaño de Ruth, pero Ruth lo sujetaba sin hacer mayor esfuerzo y no lo dejaba levantarse. Apretó los colmillos con todas sus fuerzas hasta que el perro dejó de luchar, estaba muerto.
“¡Eres una pequeña perra!" gritó el muchacho que era líder, estaba furioso.
Él se dirigió directamente hacia Ruth. Levantó un palo afilado en un extremo como una punta de lanza, y lo bajó hacia la espalda de Ruth.
Scarlet respondió a sus instintos y se lanzó a la acción. Sin siquiera pensarlo, corrió hacia el chico, levantó la mano y cazó el palo en el aire, justo antes de que tocara a Ruth. Luego, lo jaló hacia ella, se inclinó hacia atrás y le dio una patada en las costillas.
Él se desplomó, y ella lo pateó de nuevo, dándole una patada giratoria, esta vez en la cara. Él se dio vuelta y cayó de bruces sobre la piedra.
Ruth se dio vuelta y se lanzó hacia el grupo de chicos. Saltó en el aire y hundió sus colmillos en el cuello de uno de ellos, aplastándolo contra el suelo. Eso dejaba a sólo tres.
Scarlet se quedó parada frente a ellos y, de repente, un nuevo sentimiento se apoderó de ella. Ya no sentía miedo; ya no quería huir de esos muchachos; ya no quería correr y esconderse; ya no quería que su mamá y papá estuvieran allí para protegerla.
Algo cambió en su interior mientras cruzaba una línea invisible, un punto de inflexión. Por primera vez en su vida, sintió que no necesitaba a nadie. Solo se necesitaba a sí misma. En lugar de tener miedo, estaba disfrutando el momento.
Scarlet sintió que la rabia la invadía y se elevaba desde los dedos de sus pies y le atravesaba el cuerpo, hasta su cuero cabelludo. Era una emoción eléctrica que no lograba entender y que nunca había experimentado antes. Ya no quería huir de esos chicos. Tampoco quería dejarlos ir.
Ahora, quería vengarse.
Mientras los tres chicos se quedaron parados mirándola en estado de shock, Scarlet se lanzó sobre ellos. Todo sucedió tan rápido, que apenas pudo pensar lo que estaba haciendo. Sus reflejos eran mucho más rápidos que los de ellos, parecía que los chicos se estaban moviendo en cámara lenta.
Scarlet saltó en el aire, más alto de lo que jamás lo había hecho, y le dio una patada al niño en el centro, poniendo los dos pies sobre su pecho. Lo mandó volando a través del callejón como si fuera una bala hasta que el chico se estrelló contra la pared y se desplomó.
Antes de que los otros dos pudieran reaccionar, ella giró y le dio un codazo a cada uno en la cara, luego se dio vuelta y le dio una patada al otro en el plexo solar. Ambos se derrumbaron, estaban inconscientes.
Scarlet se quedó junto a Ruth, respirando con dificultad. Miró a su alrededor a los cinco muchachos tirados alrededor de ellas, ninguno se movía. Y entonces, se dio cuenta: ella los había vencido.
Ya no era la Scarlet de antes.
*
Durante horas, Scarlet vagó por los callejones con Ruth a su lado, alejándose de los chicos lo más que pudo. Bajo el calor, dobló en callejón tras callejón hasta perderse en el laberinto de las estrechas callejuelas de la vieja ciudad de Jerusalén. El sol del mediodía caía a plomo sobre ella, y estaba empezando a sentirse exhausta; también por la falta de comida y agua. Mientras serpenteaban por entre la multitud, Ruth jadeaba a su lado y también estaba sufriendo.
Un niño pasó junto a Ruth y acarició su espalda, tirando de ella juguetonamente, pero con demasiada fuerza. Ruth se volvió y reaccionó, gruñendo y mostrándole los colmillos. El niño gritó, lloró, y se fue corriendo. No era propio de Ruth comportarse de esa manera; por lo general, era muy tolerante. Pero el calor y el hambre la estaban afectando. También estaba canalizando la rabia y la frustración de Scarlet.
Por mucho que lo intentara, Scarlet no sabía cómo calmar la rabia que aun sentía. Era como si algo en su interior se hubiera desatado, y no pudiera controlarlo. Sentía cómo sus venas palpitaban y su ira aumentaba y, al pasar junto a los vendedores que ofrecían todo tipo de comida que ella y Ruth no podían darse el lujo de comer, su ira crecía. También se daba cuenta de que lo que estaba experimentando, sus intensos dolores del hambre, no eran por el hambre típico. Era otra cosa. Era algo más profundo, más primario. No sólo quería comida. Quería sangre. Necesitaba alimentarse.
Scarlet no sabía lo que le estaba pasando y no sabía cómo manejarlo. Olía un pedazo de carne y se metía entre la gente solo para mirarlo. Ruth se apretaba a su lado.
Scarlet se estaba abriendo paso a codazos cuando un hombre en la multitud la empujó.
“¡Hey chica, mira por dónde caminas!", espetó.
Sin siquiera pensarlo, Scarlet se volvió y empujó al hombre. Él era más de dos veces su tamaño, pero salió volando derribando varios puestos de fruta cuando cayo al suelo.
Él se puso de pie, conmocionado, y observó a Scarlet, tratando de entender cómo una niña pequeña había podido golpearlo de esa manera. Luego, con una mirada de miedo, prudentemente se volvió y se alejó.
El vendedor frunció el ceño a Scarlet, intuía que provocaría problemas.
"¿Quieres carne?", espetó. “¿Tienes dinero para pagar?"
Pero Ruth no pudo contenerse. Se lanzó hacia adelante, hundió sus colmillos en el pedazo enorme de carne, arrancó un trozo, y se la tragó. Antes de que alguien pudiera reaccionar, se lanzó de nuevo hacia otro trozo.
Esta vez, el vendedor bajó su mano lo más fuerte que pudo para golpear a Ruth en la nariz.
Pero Scarlet lo vio venir. De hecho, algo le estaba sucediendo a su sentido de la velocidad, su sentido de la oportunidad. Mientras la mano del proveedor comenzaba a descender, Scarlet se vio levantando su propia mano y agarrando la muñeca del vendedor antes de que tocara a Ruth.
Con los ojos bien abiertos, el vendedor miró a Scarlet, sorprendido de que una niña tan pequeña pudiera agarrarlo con tanta fuerza. Scarlet apretó la muñeca del hombre hasta que todo su brazo empezó a temblar. Incapaz de controlar su rabia, Scarlet lo miraba con furia.
"No te atrevas a tocar mi lobo," Scarlet gruñó al hombre.
"Yo… lo siento," dijo el hombre, agitando el brazo del dolor, con los ojos abiertos de miedo.
Finalmente, Scarlet lo soltó y se alejó del puesto con Ruth a su lado. Mientras se alejaba, oyó un silbido detrás de ella, y luego los gritos de la gente llamando a los guardias.
“Vamos, Ruth!" Scarlet dijo, y las dos se fueron corriendo por el callejón, perdiéndose en la multitud. Al menos Ruth había comido.
Pero Scarlet tenía un hambre abrumadora, y no creía poder contenerla por más tiempo. No sabía lo que le estaba pasando, pero mientras caminaba por calle tras calle, se encontró observando la garganta de las personas. Se enfocaba en sus venas, veía el pulso de la sangre. Se lamía los labios, deseando -necesitando hundir sus dientes allí. La abrumaba la idea de beber su sangre e imaginaba lo que podría sentir cuando la sangre corriera por su garganta. No lograba entenderlo. ¿Ya no era para nada humana? ¿Se estaba convirtiendo en un animal salvaje?
Scarlet no quería hacerle daño a nadie. Racionalmente, trató de detenerse.
Pero físicamente, algo se estaba apoderando de ella. Estaba creciendo, desde los dedos de sus pies, las piernas, a través de su torso, hasta la coronilla de la cabeza y hasta la punta de sus dedos. Era un deseo. Un deseo insaciable e imparable. Estaba controlando sus pensamientos, diciéndole qué pensar, cómo actuar.
De repente, Scarlet detectó algo: a lo lejos, detrás de ella, un grupo de soldados romanos la estaba persiguiendo. Su oído, ahora hiper-sensible, la alertó con el sonido de sus sandalias golpeando la piedra. Lo sabía a pesar de que estaban a unas cuadras de distancia.
El sonido de sus sandalias golpeando contra la piedra la irritó aún más; el ruido se mezclaba en su cabeza con el sonido de los gritos de los vendedores, los niños riendo, los perros ladrando .... Era demasiado para ella. Su oído se estaba volviendo demasiado fuerte y le molestaba la cacofonía del ruido. El sol también se sentía más fuerte, como si estuviera brillado justo encima de su cabeza. Todo era demasiado. Sentía como si estuviera bajo el microscopio del mundo, y estaba a punto de explotar.
Rebosante de rabia, Scarlet se recostó y, de repente, sintió una nueva sensación en sus dientes. Sintió que su dos dientes incisivos crecían y le sobresalían unos colmillos afilados cada vez más grandes. No sabía lo que estaba experimentando, pero sabía que estaba cambiando a algo que no podía reconocer ni controlar. De repente, vio a un hombre gordo, grande, borracho, tambalearse por el callejón. Scarlet supo que tenía que alimentarse, o moriría. Y algo dentro de ella quería sobrevivir.
Cuando Scarlet se escuchó gruñir, se sorprendió. Por lo primigenio, el ruido la asombró con creces. Sentía que estaba fuera de su cuerpo mientras se abalanzaba y saltaba por el aire directamente hacia el hombre. Vio en cámara lenta como él se volvía hacia ella con los ojos muy abiertos por el miedo. Y sintió cuando sus dos dientes delanteros se hundieron en la carne, en las venas de su garganta. Y un instante después, sintió la sangre caliente del hombre vertirse en su garganta llenando sus venas.
Oyó el grito hombre, que duró sólo un momento. Un segundo más tarde, él cayó sobre el suelo, ella estaba encima de él, chupando toda su sangre. Poco a poco, empezó a sentir una nueva vida, una nueva energía fluir por su cuerpo.
Quería detenerse y soltar al hombre. Pero no podía. Lo necesitaba. Lo necesitaba para sobrevivir.
Necesitaba alimentarse.
CAPÍTULO SEIS
Ardiendo de rabia, Sam corría gruñendo por las callejuelas de Jerusalén. Quería destruir, destrozar todo a la vista. Cuando pasó junto a una fila de vendedores, se acercó y derribó sus stands que cayeron uno sobre otro como si fueran fichas de dominó. Golpeaba a la gente a propósito, tan fuerte como podía, y los enviaba volando en todas direcciones. Se lanzó por el callejón como una bola de demolición fuera de control, derribando todo a su paso.
Sobrevino el caos; se escuchaban más y más gritos. No bien la gente se daba cuenta, huía para salir de su camino. Era como un tren de destrucción.
El sol lo estaba volviendo loco. Caía a plomo sobre su cabeza como si fuera un ser vivo, aumentando su rabia. Nunca había sabido lo que era la verdadera rabia hasta ahora. Nada parecía satisfacerlo.
Vio un hombre alto y delgado y se lanzó sobre él, hundiendo los colmillos en su cuello. Lo hizo en una fracción de segundo, succionó la sangre, y luego se apresuró a hundir los colmillos en el cuello de otra persona. Iba de persona en persona, hundiendo sus colmillos y chupándoles la sangre. Se movía tan rápidamente que nadie tenía tiempo para reaccionar. Uno tras otro caía al suelo, y Sam iba dejando un rastro a su paso. Él estaba en un frenesí por alimentarse y sentía como su cuerpo comenzaba a hincharse de sangre. Aún así, no le era suficiente.
El sol lo estaba llevando al borde de la locura. Necesitaba sombra, y rápido. Vio un gran edificio a lo lejos, un elaborado palacio construido de piedra caliza, con pilares y enormes puertas arqueadas. Sin pensarlo, se lanzó al otro lado de la plaza y abrió las puertas de una patada.
Allí estaba fresco y Sam pudo respirar. Que ya no sintiera el sol sobre su cabeza era toda una diferencia. Pudo abrir los ojos que lentamente se adaptaron a la luz.
Decenas de personas lo miraban con sus rostros asustados. La mayoría estaba sentada en el interior de pequeñas piscinas y baños individuales mientras que otros caminaban descalzos sobre el piso de piedra. Todos estaban desnudos. Sam se dio cuenta que estaba en una casa de baños. Una casa de baños romana.
Los techos eran altos y arqueados y dejaban entrar la luz, y había grandes columnas arqueadas por todos lados. Los pisos eran de mármol brillante y estaba lleno de pequeñas piscinas. La gente holgazaneaba relajándose.
Es decir, hasta que lo vieron. Rápidamente se levantaron y sus expresiones de tranquilidad se transformaron en una de temor.
Sam no soportaba ver a esas personas -esos ricos ociosos, descansando como si no les importara el mundo. Los haría pagar. Echó la cabeza hacia atrás y rugió.
La mayoría de la gente tuvo el buen tino de irse y apresurarse a tomar sus toallas y batas para tratar de salir tan pronto como podían.
Pero Sam no les dio tiempo para huir. Sam se lanzó hacia ellos, se abalanzó sobre la mujer más cercana, y hundió los dientes en su cuello. Chupó la sangre y ella cayó al suelo rodando en un baño, tiñéndolo de rojo.
Sam hizo lo mismo una y otra vez, saltando de una a otra víctima, hombres y mujeres por igual. Pronto la casa de baños se llenó de cadáveres, los cuerpos flotaban por todas partes y las piscinas se teñían de rojo.
Se escuchó algo en la puerta, y Sam giró para ver de qué se trataba.
Allí, en la puerta, había docenas de soldados romanos. Vestían los uniformes típicos -túnicas cortas, sandalias romanas, cascos emplumados y llevaban escudos y espadas cortas. Otros sostenían arcos y flechas. Las sacaron y apuntaron a Sam.
“¡Quédate donde estás!", el líder gritó.
Sam gruñó mientras se volvía, se irguió revelando toda su estatura, y comenzó a caminar hacia ellos.
Los romanos hicieron fuego. Decenas de flechas volaron por el aire hacia él. Sam las vio moverse en cámara lenta, sus relucientes puntas de plata se dirigían hacia él.
Pero él fue más rápido que sus flechas. Antes de que pudieran llegar hasta él, Sam estaba en el aire, saltando por sobre todos ellos. Fácilmente cubrió toda la habitación de unos cuarenta pies – incluso antes de que los arqueros relajaran sus manos.
Sam bajó con los pies delante y golpeó al soldado en el centro de la formación en el pecho con tanta fuerza que éste golpeó a los demás que cayeron como una fila de fichas de dominó. Una docena de soldados se desplomaron.
Antes de que los demás pudieran reaccionar, Sam arrebató dos espadas de las manos de dos soldados. Giró y los atacó en todas direcciones.
Su puntería era perfecta. Cortó cabeza tras cabeza, luego se volvió y clavó la espada en el corazón de los sobrevivientes. Se movía a través de la multitud como si fuera mantequilla. En cuestión de segundos, decenas de soldados estaban sobre el suelo, sin vida.
Sam se dejó caer de rodillas y hundió sus colmillos en el corazón de cada uno, bebió y bebió. Se arrodilló en cuatro patas y, encorvado como una bestia, se hartó de sangre, tratando de saciar su rabia que no tenía límites.
Sam terminó, pero aún no estaba satisfecho. Sentía como si necesitara pelear con ejércitos enteros, matar a masas de humanos de una sola vez. Necesitaba atiborrarse durante semanas. Y aun así, no sería suficiente.
“¡SANSON!" gritó una extraña voz femenina.
Congelado en seco, Sam se detuvo. Era una voz que no había escuchado en siglos. Era una voz que casi había olvidado, una que nunca había esperado oír de nuevo.
Sólo una persona en este mundo lo llamaba Sansón.
Era la voz de su creador.
Allí, de pie junto a él, mirando hacia abajo con una sonrisa en su hermoso rostro, estaba el primer amor verdadero de Sam.
Era Samantha.
CAPÍTULO SIETE
Caitlin y Caleb volaban por el cielo claro y azul del desierto hacia el norte de Israel, hacia el mar. Debajo, se extendía la tierra y Caitlin observaba los cambios en el paisaje. Había enormes extensiones de desierto, de tierra quemada por el sol, rocas, piedras, montañas y cuevas. Casi no había gente, excepto por algún pastor vestido de pies a cabeza de blanco con una capucha que le cubría la cabeza para protegerse del sol, su rebaño lo seguía de cerca.
Pero más al norte, el terreno empezó a cambiar. El desierto dio paso a colinas, y el color cambió también, pasando de un marrón seco y polvoriento a un verde vibrante. Los olivares y viñedos salpicaban el paisaje. Pero aún así, se veían pocas personas.
Caitlin pensó en lo que había descubierto en Nazaret. En el interior del aljibe, le había sorprendido encontrar un objeto que ahora aferraba en su mano: una estrella de David de oro del tamaño de la palma de su mano. A lo largo había grabada una pequeña inscripción antigua con una sola palabra: Capernaum.
Era claro que era un mensaje que les indicaba dónde ir. Pero, ¿por qué Cafarnaum? Caitlin se preguntó.
Caleb le había dicho que Jesús había pasado un tiempo allí. ¿Significaba que los estaba esperando? ¿Y su padre también estaría allí? ¿Y, posiblemente Scarlet?
Caitlin escudriñó el paisaje debajo. Le sorprendió lo poco poblado que Israel estaba en esa época. Volaba sobre una que otra casa ya que las viviendas eran muy pocos y estaban separadas entre si. Todavía era una tierra vacía con mucho campo. Las únicas ciudades se parecían a pueblos y se veían primitivas, con edificios de arquitectura sencilla de uno o dos pisos y construidos de piedra. Tampoco se veía ningún camino pavimentado.
Mientras volaban, Caleb se puso a su lado y estiró su mano. Era agradable sentirlo tan cerca. Caitlin se preguntaba por enésima vez, por qué habían aterrizado en esa época y en ese lugar. Tan atrás en el tiempo. Tan lejos. En un lugar tan diferente a Escocia y a todo lo que sabía.
Podía sentir que esta era la última parada en su viaje. Allí. Israel. Era un lugar y una época tan poderosos, que sentía la energía irradiar de todo. Todo parecía dirigirse espiritualmente hacia ella, como si estuviera caminando y viviendo y respirando dentro de un campo de energía gigante. Sabía que la estaba esperando algo trascendental. Pero no sabía qué. ¿Estaba su padre allí? ¿Podría encontrarlo alguna vez? Era muy descorazonador. Tenía las cuatro llaves. Él debería estar allí, Caitlin pensó, esperándola. ¿Por qué tenía que seguir buscando?
Lo que más le preocupaba era Scarlet. Miraba hacia abajo por todos los lugares que pasaban, buscando algún rastro de ella y de Ruth. Por un momento se preguntó si no había logrado regresar, pero rápidamente sacó esa idea de su mente, evitando tener esos malos pensamientos. No podía concebir su vida sin Scarlet. Si supiera que Scarlet ya no estaba con ella, sabía que no tendría la fuerza para seguir adelante.
Caitlin sentía la estrella de David arder en su mano, y volvió a pensar en el lugar a dónde se dirigían. Deseaba saber más sobre la vida de Jesús; deseaba haber leído la Biblia más cuidadosamente durante su niñez. Trató de recordar algo, pero solamente sabía lo básico: Jesús había vivido en cuatro lugares: Belén, Nazaret, Cafarnaún, y Jerusalén. Ellos acababan de abandonar Nazaret y ahora estaban en camino a Capernaum.
Ella no podía evitar preguntarse si al seguir sus huellas, iban tras el tesoro, si tal vez él tenía alguna pista, o si alguno de sus seguidores tenía alguna idea de dónde estaba su padre y también el escudo. De nuevo se preguntó cómo podrían estar conectados. Pensó en todas las iglesias y monasterios que había visitado a lo largo de los siglos, y sentía que todo se conectaba. Pero no sabía cómo.
Lo único que sabía de Capernaum era que se trataba de un pequeño pueblo de pescadores humildes en la Galilea sobre la costa noroeste de Israel. Pero no habían pasado ningún pueblo en horas -de hecho no había ni un alma a la vista, y no había ninguna señal de un mar- y mucho menos agua.
Entonces, justo cuando lo estaba pensando, volaron sobre la cima de una montaña, y ante ella se abrió el otro lado del valle. La vista le quitó el aliento. Allí, se extendía un mar brillante. Era del azul más profundo que jamás había visto en su vida, y brillaba bajo la luz del sol, parecía el cofre de un tesoro. Lo bordeaba una magnífica costa de arena blanca, y las olas se estrellaban contra la costa que parecía interminable.
Caitlin sintió un estremecimiento de emoción. Se dirigían en la dirección correcta; la costa debía llevarlos a Cafarnaúm.
"Allí," dijo la voz de Caleb.
Entrecerrando los ojos hacia el horizonte, ella miro hacia donde él señalaba, y apenas pudo distinguirlo: a lo lejos se veía un pequeño pueblo. No era una ciudad, casi ni un pueblo. Tal vez, había dos docenas de casas y una gran estructura junto a la costa. A medida que se acercaban, Caitlin entrecerró los ojos para observar con mayor precisión pero no vio a a nadie: sólo unos pocos aldeanos caminaban por las calles. Se preguntó si era por el sol del mediodía, o porque el pueblo estaba deshabitado.
Caitlin miró hacia abajo buscando alguna señal del mismísimo Jesús pero no vio nada. Más importante aún, no lo percibía. Si lo que le había dicho Caleb era cierto, ella podría sentir su energía desde lejos. Pero no percibía ninguna energía fuera de lo común. Una vez más, comenzó a preguntarse si estaban en la época y el lugar adecuados. Tal vez ese hombre había estado equivocado: tal vez Jesús había muerto muchos años antes. O tal vez ni siquiera había nacido.
De repente, Caleb se lanzó hacia abajo, hacia el pueblo y Caitlin lo siguió. Encontraron un lugar escondido fuera de la muralla, en un bosque de olivos. Luego, atravesaron la puerta de la ciudad
Caminaron por la pequeña aldea polvorienta, hacía mucho calor, el sol lo quemaba todo. Los pocos aldeanos que deambulaban apenas los notaban; sólo parecían interesados en encontrar una sombra o en abanicarse. Una anciana se acercó al aljibe, levantó una cuchara grande, bebió, y luego se limpió el sudor de la frente con la mano.
Por las callejuelas, el lugar parecía completamente desierto. Caitlin observaba con cuidado buscando alguna señal, cualquier cosa que pudiera conducirlos a alguna pista, una señal de Jesús, o su padre, o el escudo, o Scarlet, pero no veía nada.
Se volvió hacia Caleb.
"¿Y ahora qué?", le preguntó.
Caleb la miró sin responder. Estaba tan perdido como ella.
Caitlin se volvió para observar las paredes del pueblo, su arquitectura humilde y, cuando miró a través de la ciudad, notó un camino estrecho, muy transitado que descendía hacia el mar. Al seguir su rastro a través de una puerta de la ciudad, a lo lejos vio el brillo del mar.
Le dio un codazo a Caleb, y él también lo vio y la siguió mientras salían de la ciudad.
Al acercarse a la costa, Caitlin vio tres pequeños botes de pesca de colores brillantes, gastados medio varados en la arena, flotando en las olas. Había un un pescador sentado en uno, y junto a los otros dos había dos pescadores de pie con el agua hasta los tobillos. Eran hombres de edad avanzada con barba y cabello de color gris, sus rostros se veían tan gastados como sus barcos, estaban bronceados y llenos de arrugas. Vestían túnicas blancas y capuchas blancas para protegerse del sol.
Mientras Caitlin los observaba, dos elevaron una red de pesca y la arrastraron lentamente hacia las olas. La jalaban mientras luchaban con las olas, y un niño pequeño saltó de uno de los barcos y corrió hacia ellos para ayudarlos a jalar la red. Cuando regresaron a la orilla, Caitlin vio que habían capturado decenas de peces que se retorcían y tiraban contra el suelo. El niño gritaba de alegría mientras que los ancianos permanecían serios.
Caitlin y Caleb se habían acercado en silencio -sobre todo por el romper de las olas- y los pescadores no se habían dado cuenta de que estaban allí. Caitlin se aclaró la garganta para no asustarlos.
Todos se dieron vuelta y los miraron, se veían sorprendidos. Ella no los culpaba: debían dar un espectáculo impactante, los dos vestidos de negro de pies a cabeza, con cuero y equipo de batalla. Debían verse como si hubieran caído del cielo.
"Lamentamos molestarlos," comenzó Caitlin, “pero, ¿es aquí Cafarnaum?", le preguntó al hombre que tenía más cerca.
Él la miró y luego a Caleb, y nuevamente a ella. Él asintió lentamente con la cabeza.
"Estamos buscando a alguien", continuó Caitlin.
"¿Y a quién?", preguntó el otro pescador.
Caitlin estaba a punto de decir "mi padre", pero luego se detuvo, dándose cuenta de que no serviría. ¿Cómo iba a describirlo? Ni siquiera sabía quién era o qué aspecto tenía.
Así que, en su lugar, nombró a la única persona que se le vino a la mente, la única persona que ellos podrían reconocer: "Jesús."
Casi esperaba que se burlarían de ella, se reirían y la mirarían como si estuviera loca, como si no tuviera idea de quién era Jesús.
Pero, para su sorpresa, su pregunta no pareció sorprenderlos; la tomaron en serio.
"Se fue hace dos semanas", dijo uno de ellos.
El corazón de Caitlin dio un vuelco. Entonces. Era cierto. Él estaba realmente vivo. Estaban en su misma época. Y realmente él había estado allí, en ese pueblo.
"Y todos sus seguidores", dijo el otro. "Sólo los viejos como nosotros y los niños no lo seguimos."
“¿Así que él es real?", preguntó Caitlin, en estado de shock. Todavía podía creerlo; era demasiado para que pudiera comprenderlo.
El chico se levantó y se acercó a Caitlin.
“Él curó la mano de mi abuelo", dijo el muchacho. "Míralo. Él era un leproso. Ahora ha sanado. Muéstrale abuelo ", dijo el muchacho.
El anciano se volvió lentamente y echó la manga hacia atrás. Su mano se veía perfectamente normal. De hecho, cuando Caitlin miró de cerca, vio que la mano se veía mucho más joven que la otra. Era extraño. Tenía la mano de un muchacho de 18 años. Rosada, color de rosa y de aspecto saludable, era como si le hubieran dado una mano nueva.
Caitlin no lo podía creer. Jesús era real. Realmente sanaba a las personas.
Al ver la mano de ese hombre, ese hombre que había sido un leproso, perfectamente curado, sintió un escalofrío por la espalda. Todo se hizo uno. Por primera vez, tuvo la esperanza de que realmente lo podría encontrar, y también a su padre y el Escudo. Y que podrían conducirla con Scarlet.
"¿Sabe a dónde se fue?", preguntó Caleb.
“A Jerusalén, por lo que oímos," otro pescador gritó por sobre el sonido de las olas.
Jerusalén, pensó Caitlin. Sentía que estaba muy lejos. Habían volado hasta allí, a Cafarnaúm. Y ahora sentía que había sido una búsqueda inútil. Después de todo eso, tendrían que regresarse e irse con las manos vacías.
Pero ella sentía la estrella de David quemándole la mano, y estaba segura de que había una razón por la que los habían enviado a Cafarnaúm. Sentía que había algo más, algo que necesitaban encontrar.
"Uno de sus discípulos está todavía aquí", dijo un pescador. "Pablo. Puedes preguntarle. Puede ser que sepa exactamente a dónde fueron.”
"¿Dónde está?", preguntó Caitlin
"Donde todos pasan el tiempo. En la antigua sinagoga ", dijo el hombre. Se dio vuelta y señaló por encima del hombro con su pulgar.
Caitlin se volvió y miró por encima de su hombro, y allí, sobre una colina, mirando el mar, vio un hermoso templo pequeño de piedra caliza. Incluso en esa época, se veía antiguo. Adornado con columnas intrincados, miraba hacia el mar. Incluso desde esa distancia, Caitlin sintió de que se trataba de un lugar sagrado.
“Era la sinagoga de Jesús," uno de los hombres dijo. “Era donde pasaba todo el tiempo."
"Gracias", dijo Caitlin, comenzando a caminar hacia allí.
El hombre se acercó y la agarró del brazo con su nueva mano, la mano sana. Caitlin se detuvo y lo miró. Pudo sentir la energía pulsar a través de su mano, en el brazo. No se parecía a nada de lo que jamás había sentido. Era una energía que curaba, consolaba.
“No eres de aquí, ¿verdad?", preguntó el hombre.
Caitlin sintió cómo el la miraba a los ojos, y estaba segura que estaba sintiendo algo. Se dio cuenta de que no tenía sentido mentirle.
Lentamente, ella negó con la cabeza. "No, no lo soy."
Él la miró por un largo tiempo, y luego asintió lentamente con la cabeza, satisfecho.
"Vas a encontrarlo," él le dijo. "Puedo sentirlo."
*
Caitlin y Caleb caminaron hasta la orilla, las olas rompían junto a ellos, el olor pesado de la sal se sentía en el aire. Las brisas eran refrescantes, sobre todo después de haber estado tanto tiempo en el calor del desierto. Se volvieron y subieron una pequeña colina, en la cima estaba la antigua sinagoga.
Caitlin alzó la vista mientras se acercaban: estaba construida de una piedra caliza desgastada, parecía como si hubiera estado allí durante miles de años. Podía sentir la energía emerger del lugar; era un lugar sagrado, podía afirmarlo. Su gran puerta arqueada estaba entreabierta y crujió mientras se balanceaba con el viento, mecida por la brisa del mar.
A medida que caminaban por la colina, pasaron macizos de flores silvestres que crecían aparentemente de la roca, en la gama de colores brillantes propia del desierto. Eran las flores más hermosas que Caitlin jamás había visto en su vida, tan inesperadas, tan improbables en ese lugar desolado.
Llegaron a la cima de la colina y caminaron hasta la puerta. Caitlin sentía la estrella de David quemándole dentro su bolsillo y supo que era el lugar indicado.
Caitlin levantó la vista y sobre la puerta vio una gran estrella de David de oro incrustada en la piedra y rodeada de letras hebreas. Era increíble pensar que ella estaba a punto de entrar en un lugar donde Jesús había pasado tanto tiempo. De alguna manera, había esperado entrar a una iglesia pero, por supuesto, como lo había pensado, no tenía sentido porque las iglesias no se construyeron hasta después de su muerte. Parecía extraño pensar en Jesús en una sinagoga pero, después de todo, él había sido judío y un rabino, así que tenía todo el sentido.
Pero, ¿qué importancia tenía todo esto para la búsqueda de su padre? ¿Para encontrar el escudo? Cada vez más, sentía que todo estaba conectado, todos los siglos y las épocas y los lugares, toda la búsqueda por todos los monasterios e iglesias, todas las llaves, todos los cruces. Sintió que había un hilo conductor allí, justo delante de sus ojos. Sin embargo, aún no sabía qué era.
Era evidente que había algo sagrado, espiritual en lo que fuera que tenía que encontrar. Lo que también le pareció extraño porque, después de todo, éste era un mundo de vampiros. Pero, mientras lo pensaba, se dio cuenta de esta también era una guerra espiritual entre las fuerzas sobrenaturales del bien y el mal, los que querían proteger a la raza humana y los que querían perjudicarla. Y claramente, lo que fuera a encontrar tendría enormes consecuencias no sólo para la raza de los vampiros sino también para la raza humana.
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