Kitabı oku: «Un Trono para Las Hermanas », sayfa 8

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CAPÍTULO TRECE

Sofía caminaba al lado de Sebastián, adentrándose en palacio con él. Su mano se deslizó en la suya mientras caminaban, sus delicados dedos se entrelazaron con los de él, mucho más fuertes. Nunca hubiera pensado que un momento de contacto humano tan simple pareciera tan importante.

—¿Por qué aceptaste bailar conmigo? —preguntó Sofía.

Sebastián la miró como si no lo comprendiera.

—Pareces sorprendida.

—¿No debería estarlo? —dijo, inclinado la cabeza a un lado—. Es decir, yo no soy nadie, en realidad. Y tú eres… bueno, eres tú.

Esto probablemente se acercaba más a la realidad de lo que Sofía debiera, pero ahora mismo se hacía difícil evitar decir más de lo que debía. Podría haber ido al baile con la intención de hacer algo así, pero pensar que podría tener éxito con alguien tan amable, bueno y guapo como Sebastián era más de lo que podía haber esperado.

—«Es más increíble que cualquiera que haya conocido ¿y se pregunta por qué quiero bailar con ella?

Sofía sonrió al pillar ese pensamiento, aunque no dijo nada al respecto. Imaginó que nada estropearía el estado de ánimo con tanta rapidez como hacerle saber a Sebastián lo que realmente era ella.

—Yo sencillamente me alegro de que tú quisieras bailar conmigo —dijo Sebastián, como si no fuera un príncipe, o guapo, o todo lo que Sofía imaginaba que cualquiera podía querer. ¿Realmente no lo sabía? No, Sofía veía que no, y a su manera eso solo lo hacía más deseable.

Sofía había ido allí con la intención de seducir a alguien, pero ahora empezaba a pensar que esas cosas iban en las dos direcciones.

Ese pensamiento trajo una sensación de nerviosismo que Sofía no había esperado sentir, incluso mientras miraba a Sebastián, imaginando el juego de los músculos bajo su ropa. También se sentía un poco culpable, pues todo lo que era en ese momento era una mentira y por todo lo que había ido a hacer allí.

Ahora parecía muy cínico, ir a la corte para conseguir las atenciones de algún hombre rico, o abrirse camino engatusando hacia las buenas gracias de algún amigo noble. Comparado con lo que sentía ahora, todo eso parecía ordinario y de mal gusto.

—¿En qué estás pensando? —preguntó Sebastián, estirando el brazo para tocarle la cara. Sofía reflexionó un momento sobre lo extraño que debía ser vivir tu vida teniendo que preguntar esto. Pero, por encima de todo, pensó en lo perfecta que se sentía su piel sobre la de ella.

—Solo en que todavía no puedo creer que esto esté sucediendo —dijo Sofía—. Es decir… yo no tengo nada. Yo no soy nada.

Vio que Sebastián negaba con la cabeza.

—No digas eso jamás. Puede que la guerra se haya llevado tu hogar, pero tú todavía eres… eres increíble, Sofía. Te vi en la fiesta y fue como si tú fueras el sol entre estrellas sombrías.

—¿No era tu hermano quien se suponía que era el sol? —bromeó Sofía, pero puso una mano sobre el brazo de Sebastián para que se detuviera cuando se disponía a contestar. En parte, porque no quería ir por allí y, en parte, porque sentía que Sebastián tampoco quería.

—No, no lo hagas. No quiero hablar del Príncipe Ruperto. Prefiero oír hablar de ti.

Entonces Sebastián rio de verdad.

—Normalmente, es al revés. Por el número de veces que se me han acercado mujeres solo porque quieren estar más cerca de mi hermano, pensarías que yo era su alcahuete o su mediador.

Sofía percibió una nota de amargura en ello. Imaginó que era difícil ser el hermano al que nadie prestaba atención. Continuaron caminando por pasillos forrados con paneles de madera y trofeos de caza, de cada hornacina adornada con tapices y cuadros que hacían que Sofía quisiera pararse y contemplar la gran calidad del trabajo que llevaban.

—Pienso que resulta difícil de creer que las mujeres te ignoren —dijo Sofía—. ¿Están ciegas?

Era demasiado, pero ahora mismo, no podía evitarlo.

—Hay algunas —confesó Sebastián—. A veces se amontonan alrededor y veo qué están planeando quién hará el siguiente movimiento.

—¿Milady D’Angelica? —preguntó Sofía.

Eso le provocó una sonrisa.

—Entre otras.

Entonces Sofía no pudo aguantarse.

—Es hermosa. Y me han dicho que tiene un gusto excelente para los vestidos.

Con eso se ganó una mirada atónita, que se esfumó rápidamente.

—Creo que estoy buscando algo más que eso —dijo Sebastián—. Y… bueno, tengo la sensación de que están esperando atraparme para casarse. Quiero ser algo más que el objeto en un juego para alguien.

La culpa de antes volvió de forma repentina pues, a su manera, ella era totalmente tan mala como lo eran las otras. Bueno, tal vez no tan mala como la chica que había planeado envenenar a Sebastián para aprovecharse de ello, pero seguía siendo cualquier cosa menos sincera con él.

—Desearía poder decir que mis intenciones eran completamente puras —dijo Sofía. No debería advertir al príncipe, pero ahora mismo sentía que se lo debía. Podía ver el tipo de hombre que era. Exactamente el tipo de sinceridad y amabilidad que lo hacían tan atractivo para ella significaban que Sofía sentía que no debería estar haciendo esto en absoluto—. Desearía estar aquí solo porque tú me gustabas.

—Pero ¿te gusto? —dijo Sebastián.

En ese momento, no había nadie más por allí, así que Sofía se permitió hacer lo que había deseado hacer desde el baile y lo besó.

Fue una experiencia extraña. La única vez que esto había sucedido en el orfanato había sido cuando un chico mayor había empujado a Sofía contra la pared, presionando su boca contra la de ella hasta que una de las monjas los separó. Después le dieron una paliza a Sofía por ello, como si hubiera tenido elección. Eso había sido brusco, breve y repugnante.

Este beso no fue ninguna de esas cosas. Resultó que Sebastián besaba con dulzura y que su boca se encontró con la de Sofía en lo que parecía una unión perfecta de las dos mitades de un todo. Sofía notaba su preocupación, no quería alejarse de ella mientras deseaba besarla más intensamente. Ella lo rodeó con sus brazos, para animarlo, y por uno o dos instantes, Sofía se dejó llevar.

—Espero que esto responda a tu pregunta —dijo Sofía—. Es solo que…

—¿Que no tienes hogar y que tienes que hacer lo que debe hacer una chica noble para sobrevivir? —sugirió Sebastián—. Lo comprendo, Sofía. Seamos claros, la mayoría de chicas que allí había no hubieran sido ni la mitad de honestas.

Sofía imaginaba que probablemente no, pero ahora mismo no quería que Sebastián pensara en las otras chicas que había en la sala de baile.

—¿Nos entendemos? —preguntó ella. No había pensado que fuera tan difícil conseguir seducir a alguien. Tal vez debería haberlo intentado con otro. Alguien a quien le pudiera hacer esto sin sentirse culpable.

Lo cierto era que Sofía no quería a nadie más.

—Creo que nos entendemos perfectamente dijo Sebastián, ofreciéndole el brazo.

Sofía lo tomó, disfrutando de la sensación de estar tan cerca de él. Esto hizo que su corazón latiera un poco más rápido solo por estar allí y vio que se estaba perdiendo la mitad de las cosas hermosas que pasaban en el palacio, sencillamente porque en su lugar pasaba el tiempo mirando fijamente a Sebastián.

Pero el palacio era impresionante. Parecía alargarse para siempre, en ondas de mármol y oro que debería haber costado una fortuna construir.

—Crecer en un lugar así debe de haber sido increíble —dijo Sofía, pensando en lo diferente que era todo eso del orfanato. Aquí había la cosa más valiosa de todas: espacio. Espacio sin gente gritando o dando órdenes. Espacio sin otras cien chicas obligadas a odiarse entre ellas porque tenían que competir por cada resto de cariño y comida.

—Es un edificio impresionante —dijo Sebastián—, pero sinceramente no es en el que pasé más tiempo de niño. Mi madre hizo que creciera en una de las haciendas del campo que poseemos, pues había momentos en los que la ciudad parecía demasiado peligrosa.

Sofía no había pensado en ello. Era evidente que la viuda tuviera una docena de castillos y hogares esparcidos por el reino.

—¿Solo tú? —preguntó Sofía—. ¿No tú y tu hermano, o tú con tu madre? —Entonces percibió algo de tristeza en los pensamientos de Sebastián y alargó el brazo para acariciarle la mandíbula con los dedos—. Lo siento, no quería estropear el momento.

—No, no pasa nada —respondió Sebastián—. Realmente está bien que alguien quiera saberlo. Pero no, generalmente estaba separado de Ruperto y de Madre. la idea era que no estuviéramos todos en el mismo lugar si sucedía… algo.

En otras palabras, para que uno de ellos sobreviviera si había un ataque o un incendio, una plaga o algún otro desastre. Sofía podía entenderlo en parte, pro aun así, parecía un modo duro de vivir. Cuando eran pequeñas, Catalina había sido la única que le daba fuerza para continuar.

—Bueno, me alegro de que ahora estés aquí —dijo Sofía.

—Y yo también —le aseguró Sebastián.

Subieron hacia una serie de habitaciones separada del resto del palacio por sólida una puerta de roble. Sofía esperaba que tras ella hubiera un dormitorio, pero en su lugar parecía una casa entera embutida en el espacio. Había una sala de recepción amueblada con divanes y alfombras más viejos/antiguos, pero cómodos, y había unas puertas que llevaban al sitio que Sofía esperaba que llevara a los dormitorios y vestidores.

Sebastián se separó un poco de ella.

—Sofía, hay un segundo dormitorio si lo quieres. Yo… no quiero que sientas que tienes que hacer algo, solo para conseguir mi ayuda.

Esa era una de las cosas más amables que alguien había hecho por Sofía. Ella había dado por sentado que todo el mundo quería algo. Había dado por sentado que, incluso para los nobles, la seguridad era una especie de negocio. Pero aquí estaba el príncipe, dándole la oportunidad de conseguir todo lo que quería sin tener que acercarse a su cama.

—Eres un buen hombre, Sebastián —dijo, cogiéndole las manos—. Un hombre amable.

Le besó las manos y, a continuación, lo acercó más a ella.

—Y es por eso que no quiero dormir en la habitación de al lado.

Entonces volvieron a besarse, y hubo más pasión en esta ocasión de la que había habido en la previa. Tal vez, en parte era porque Sofía tenía mucha más confianza porque ahora sabía qué hacer. Tal vez, en parte era porque Sebastián no sentía que tuviera que reprimirse.

Se agarraron, besándose mientras sus manos empezaban a explorar el uno al otro. Entonces Sofía sintió un momento de nerviosismo y Sebastián la miró.

—¿Estás bien? —preguntó.

Ella asintió.

—Solo es que… Yo no he…

—Lo comprendo —dijo Sebastián—. Pero no debes tenerme miedo.

Sofía lo besó de nuevo.

—No lo hago.

De algún modo, entre los dos, consiguieron atravesar el suelo de la recepción sin soltarse. Sofía manoseaba torpemente el corpiño de su vestido, pero suspiró cuando Sebastián empezó a desabrochárselo.

Él abrió de golpe la puerta de una de las habitaciones y Sofía vislumbró una cama con dosel de seda azul antes de que Sebastián la levantara y la tumbara encima con la suavidad de una pluma.

—¿Sí? —preguntó.

Sofía lo miró sonriendo.

—Sí, Sebastián. Rotundamente sí.

***

Más tarde, Sofía estaba tumbada en la oscuridad, acurrucada contra Sebastián y escuchando su respiración mientras dormía. Podía sentir la presión de sus músculos contra la espalda, y el movimiento cuando cambiaba de posición dormido hacía que deseara despertarlo y empezar de nuevo todo lo que habían terminado.

Pero no lo hizo, aunque todo lo que había sucedido antes había sido más hermoso, más placentero, simplemente… más, de lo que ella podía haber imaginado jamás. Quería tomar todo lo que pudiera ahora, pero la verdad era que Sofía esperaba que habría el tiempo suficiente para no tener que hacerlo. Esperaba que habría una docena de noches más como esta, cien.

Toda una vida.

Sintió el peso de su brazo rodeándola mientras dormía y, ahora mismo, sentía que tenía todo lo que podría haber querido jamás.

CAPÍTULO CATORCE

Llegó la mañana y, al hacerlo, Catalina no estaba segura de haber trabajado tan duro en su vida. Ni en ninguna de las ruedas o quehaceres del orfanato y, desde luego, desde entonces. Lo más extraño de todo es que también estaba más feliz de lo que jamás había estado. Feliz por estar haciendo este trabajo, golpeando metal y trabajando en el fuelle.

Ayudaba que Tomás fuera un maestro paciente. Mientras en el orfanato le habrían dado una paliza, él la corregía enseñándole maneras mejores de hacer las cosas y recordándoselas cuando se olvidaba.

—Tenemos que trabajar más el metal —dijo—. Una guadaña tiene que ser fina y afilada. Debes golpear con efecto cortado, no con impacto.

Catalina asintió, esperando mantener inmóvil la palanqueta mientras él golpeaba y bombeando después el fuelle para conseguir que las llamas tuvieran la temperatura correcta. Había mucho que aprender en la forja, muchas pequeñas sutilezas que iban más allá de simplemente calentar el metal y golpearlo. Hoy ya había aprendido el arte de soldar metal en la forja, las capas que se formaban en el hierro si se trabajaba demasiado y conocer la diferencia entre hierro bueno y malo.

—Quiero cubrir la mitad posterior de la espada con arcilla cuando la endurezcamos –dijo Tomás— ¿por qué…?

—¿Porque eso significará que se enfría más lentamente que la punta? —adivinó Catalina.

—Muy bien —dijo Tomás—. Eso significará que la punta está más dura, mientras el resto es menos frágil. Lo estás haciendo bien, Catalina.

Catalina no estaba segura de que alguien la hubiera animado antes. A día de hoy, en su vida solo había habido castigos cuando se había equivocado.

Algunas lecciones eran más fáciles que otras. El trabajo en metal necesitaba una paciencia que Catalina no había desarrollado. Siempre quería hacer lo siguiente, cuando a veces lo único que tenía que hacer era esperar mientras el metal se calentaba o enfriaba.

—Hay cosas para las que no puedes tener prisa —dijo Tomás—. tienes tiempo, Catalina. Saborea tu vida, no te quedes esperando los momentos.

Catalina hacía todo lo que podía, pero aun así no era fácil. Ahora que había encontrado algo que disfrutaba haciendo, no quería desperdiciar ni un momento. Sin embargo, había muchos desperdiciados, la mayoría los pasaba mirando la forja o buscando cosas que necesitaban en el cobertizo de allí cerca. A pesar de los evidentes talentos de Tomás como herrero, estaba claro que la organización no era una de ellas.

—Voy a buscar algo de comida para nosotros —dijo Tomás—. Winifred ha hecho pan. No intentes forjar nada tú solo mientras yo no estoy.

Salió hacia la casa y Catalina se quedó fastidiada por el peso de su instrucción. Si no le hubiera dicho que no lo hiciera, probablemente se hubiera lanzado y se hubiera puesto a trabajar en un cuchillo o en un trozo de hierro forjado. Probablemente en un cuchillo, pues Catalina veía su utilidad en un modo que no lo hacía con un soporte decorativo o la reja de un portón.

Pero no podía quedarse quieta, descansando simplemente, a pesar del calor y de lo cerca que estaba la forja. Ante la falta de algo mejor que hacer, Catalina se puso a reorganizar las cosas. No tenía sentido que las pinzas estuvieran en revoltijo aleatorio de objetos de hierro, así que Catalina las colgó en un gancho. No tenía sentido que los trozos de metal estuvieran en un montón revuelto en el que no se distinguía el latón del hierro, el acero duro del blando.

Catalina empezó a clasificarlo todo, colocándolo en claros montones. Colocó las herramientas en los lugares que parecían ser lógicos, basándose en dónde probablemente podría necesitarlas Tomás. De la forja fue al cobertizo, con sus barriles y sus montones, lo puso todo en su lugar, intentando poner algo de orden a todo ese caos.

Le llevó un rato, pero Catalina veía cómo hacerlo. Se imaginaba a sí misma moviéndose por el cobertizo y la forja, escogiendo las cosas que necesita. Entonces ponía las cosas donde tenían que estar para hacer que eso funcionara. Barrió el suelo, recogiendo los trozos de metal que habían caído por allí y la arena que había caído al arrojar dentro latón y bronce.

—Parece que has estado ocupada—dijo Tomás cuando volvió.

En aquel momento, el miedo se apoderó del corazón de Sofía. ¿Y si se había equivocado? ¿Y si la castigaba por ello? ¿Y si le decía que se fuera y Catalina tuviera que buscarse la vida de nuevo en las calles de Ashton? No estaba seguro de poder volver a ello, tan poco después de haber encontrado un lugar en el que estar a salvo.

—No estás enfadado, ¿verdad? —preguntó Catalina.

—¿Enfadado? —dijo Tomás riéndose—. Hace años que intento ordenar este lugar. Winifred no para de decírmelo, pero entre una cosa y otra… bueno, nunca me he puesto a ello. Parece que también lo has hecho muy bien.

Entonces Tomás le pasó una barra de pan, llena de queso y jamón. Era más comida de la que Catalina estaba acostumbrada a que le dieran en el orfanato y, desde luego, más de la que había conseguido robar para ella en las calles. Quería pensar que hubo un tiempo de pequeña en el que la habían alimentado y cuidado bien, pero lo cierto era que Catalina no podía recordarlo. Costaba creer que fuera posible que todo eso fuera para ella.

Aun así, Catalina comió, pues no iba a dejar que la comida se echara a perder. En particular, no iba a hacerlo porque estaba muerta de hambre después de trabajar tanto tiempo en la forja. Devoró el pan a una velocidad que hizo que Tomás levantara la ceja.

—Si hubiera sabido que tenías tanta hambre, hubiéramos parado antes.

Catalina se limpió la boca, pensó que tal vez no parecía muy civilizada entonces y no le importó. Eso era algo por lo que podría haberse preocupado su hermana, pero no era algo que a ella le afectara.

Miró a su alrededor y esperó que su hermana hubiera encontrado algo tan bueno como esto para ella. Catalina no estaba segura de que esto durara para siempre, pues ahora mismo no podía imaginar que algo durara para siempre, pero si esto lo hacía, no le importaría. Esto era lo más cercano a la perfección que hubiera podido esperar.

Cuando terminó su comida, parecía que Tomás tenía más lecciones para ella.

—Quieres saber sobre armas más que cualquier otra cosa, ¿verdad? —preguntó él.

Catalina asintió.

—Antes de saber forjarlas, debes conocer las diferencias entre ellas. ven conmigo.

Se dirigió hacia el cobertizo, llevando a catalina hasta dentro. Gracias a su reorganización, no le costó mucho encontrar lo que estaba buscando. Catalina estaba realmente un poco orgullosa de ello.

—No solo hay espadas, puñales y hachas —dijo, levantando chapas de espada y un par de espadas de madera que, evidentemente, servían de modelo—. Un florete no es un sable. Una improvisada trampa no es un estilete. Tienes que aprender las diferencias en equilibrio y peso, la forma en que deben usarse y los lugares en los que se espera que sean fuertes.

—Quiero aprenderlo todo —le aseguró catalina. No había nada que quisiera más que eso.

Tomás asintió.

—Lo sé. Por eso quiero que pases el resto del día probando espadas y grabando una que pienses que te va mejor. Cuando hayas acabado esto, calcularemos qué has hecho bien y qué tienes que trabajar más.

—¿Por qué grabarla? —preguntó Catalina—. ¿Por qué no simplemente forjarla?

Tomás la miró a la espera.

—Ya conoces la respuesta a eso, Catalina.

—Porque la madera cambia con más facilidad que el acero —dijo Catalina.

—Exactamente —. Le entregó un cuchillo de tallar—. Ahora ponte a ello y veremos con qué nos sorprendes. Si es lo suficientemente bueno, incluso dejaré que la forjes.

Esta expectativa le entusiasmaba más que todo el resto junto. Haría un buen trabajo con esto. No recordaba a su padre, pero ahora mismo, Tomás parecía uno para ella.

Iba hacer que se sintiera orgulloso de ella.

***

Catalina pasó el resto del día aprendiendo que la madera no cambiaba ni de cerca tan fácilmente como ella había pensado que lo hacía. Desde luego, no cambiaba de la misma manera que lo hacía el acero y las habilidades que había aprendido de Tomás no resultaban muy útiles cuando se trataba de grabar su arma de madera.

la madera no fluía como el agua cuando la calentabas. La madera no se doblaba de la misma manera. No cedía para adoptar nuevas formas. Lo único que se podía hacer era hacer láminas de ella, sacando más material para ver lo que queda. Llevaba un tiempo acostumbrarse a esto, y Catalina sopesaba cada golpe de cuchillo mientras buscaba crear el arma que fuera perfecta para ella.

En la esquina del jardín, su caballo robado resoplaba. Para Catalina, sonó como si se estuviera divirtiendo.

—Para ti es fácil —dijo—. Nunca nadie te ha hecho diseñar una espada.

Tenía que ser esbelta y ligera, por supuesto, pues ella no era tan grande ni tan fuerte como podría haber sido un chico. Pero aun así debía tener fuerza en la empuñadura, para que Catalina pudiera bloquear sin que se partiera. Necesitaría una empuñadura que le protegiera la mano, mientras continuara siendo suficientemente ligera para mantener bien el equilibrio. No podía ser demasiado corta, pues Catalina no quería luchar contra contrincantes más altos sin el inconveniente añadido de una espada más corta que la de ellos.

Tallaba y reflexionaba, daba forma y le volvía a dar hasta que, por fin, tuvo una espada que pensó que podría ser lo suficientemente buena. A ella le recordaba más a un florete que a los otros tipos de espada, solo que con las curvas más delicadas para poder cortar eficazmente. Era el tipo de arma que podría haber salido si se hubiera diseñado un sable para luchar en duelos más que para dar machetazos a caballo.

Catalina la levantó y ahora la empuñadura encajaba bien en su mano, perfectamente adaptada a sus dedos. El peso de la espada era exactamente lo que había esperado que fuera, lo suficientemente ligera que fluía con la misma facilidad que la respiración cuando cortaba el aire.

Intentó imaginar rivales frente a ella y los atacó, practicando estocadas y cortes, bloqueos y embrollos. En su mente, luchaba con los chicos del orfanato y con rivales de montones de tierras. Atacaba y daba un salto atrás, protegiéndose de golpes imaginarios.

Entonces Catalina sintió que la necesidad de venganza crecía en su interior. Se puso a imaginar a toda la gente que quería atacar con esa espada, desde los chicos que la habían atacado hasta las monjas que las habían mantenido a ella y a las demás como prisioneras virtuales. Si tuviera la ocasión, los derribaría a hachazos a todos, uno a uno.

En medio de todo esto, se puso a fantasear con una época diferente. Con su hermana levantándola y corriendo por una casa donde había unos enemigos que ella no había pensado. Catalina entrevió unas llamas…

Dio un traspié y tropezó en la hierba del pequeño jardín delantero de la forja.

—¿Estás bien? —exclamó una voz, y Catalina se puso de pie de un salto, avergonzada, mirando con hostilidad alrededor pensando que alguien pudiera haberla visto caer. Casi por instinto, levantó su espada de madera, a la altura del recién llegado.

—Me alegro mucho de que no sea una espada de verdad –dijo él.

Era más alto que Catalina con el pelo rubio y cortado de una forma que insinuaba que estaba pensada para que no molestara. No podía ser mucho mayor de lo que era Catalina, su cuerpo empezaba a rellenarse con los músculos que tendría cuando fuera mayor. Por ahora, era esbelto, dando una sensación de ser robusto que a Catalina le gustó.

Llevaba el uniforme de una de las compañías mercenarias, con una túnica gris que evidentemente había sido remendada después de algún episodio de lucha. Catalina no estaba segura de si debía preocuparse por eso o no.

No estaba para nada segura de lo que sentía hacia él, pues ahora mismo parecía estar intentando sentir un montón de cosas a la vez. Por lo que debía ser la primera vez en su vida, Catalina se sentía nerviosa al estar cerca de un chico.

—No tienes pinta de estar aquí para robar a mi padre —dijo el chico.

—No lo estoy —dijo Catalina—. O sea… es decir… Me llamo Catalina.

¿Qué le pasaba? Esto se acercaba más a la manera que ella esperaba que reaccionara su hermana estando cerca de un chico guapo. Y el mero hecho que estuviera pensando que este chico era guapo indicaba todo tipo de cosas que Catalina no estaba segura de estar preparada para pensar.

Las monjas de la Casa de los Abandonados no habían ni tan solo intentado enseñar sus obligaciones en el amor, o en el matrimonio, o en cualquier cosa que tuviera que ver con esto. Se suponía que si las chicas acababan con un hombre, sería porque las habían comprado para ello, y nada más.

—Me llamo Will —dijo, extendiendo una mano para que ella la cogiera. Catalina consiguió a duras penas no tirar la espada de madera al hacerlo.

—Pensaba que te habías unido a una de las compañías mercenarias —dijo Catalina—. Quiero decir, es evidente que lo has hecho. Llevas un uniforme.

¿Cómo podía haberse convertido en algo tan estúpido? Catalina no lo sabía y no le gustaba. Pero podía ver los pensamientos de este chico y no ayudaban.

«Me gusta. Es un poco… quisquillosa».

—Y me he unido —dijo Will—, pero hemos vuelto a formarnos y a buscar más reclutas. Las guerras al otro lado del mar cada vez son más graves. Me alegro de conocerte, Catalina. ¿Estás ayudando a mi padre?

Ella asintió.

—Me deja quedarme aquí mientras le ayude con la forja. Estoy aprendiendo de él.

Vio que Will sonreía al escuchar eso.

—Me alegro de oír eso —dijo—. Cuando me alisté, estaba preocupado. Pensé que él no podría hacerlo todo. Ahora tendría que entrar, pero… me alegro de que estés aquí, Catalina.

—Yo también me alegro de que tú estés aquí —dijo Catalina y, a continuación, se maldijo a sí misma por decirlo. ¿Quién dice cosas así? Afortunadamente, Will ya iba camino a la casa. Catalina observaba cómo se marchaba, intentando no admitir para sí misma lo mucho que disfrutaba de hacerlo, o lo que sentía entonces por él.

Le gustaba.

Yaş sınırı:
16+
Litres'teki yayın tarihi:
10 ekim 2019
Hacim:
241 s. 3 illüstrasyon
ISBN:
9781640293557
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