Kitabı oku: «Una Canción para Los Huérfanos », sayfa 2
CAPÍTULO DOS
Sofía regresó al campamento que había hecho con las demás, sin saber qué hacer, qué pensar, incluso qué sentir. Debía concentrarse en cada paso en la oscuridad, pero lo cierto era que no podía concentrarse, no después de todo lo que había descubierto. Tropezó con unas raíces y se sujetó a unos árboles para apoyarse mientras intentaba encontrarle el sentido a la noticia. Notaba que unas hojas se le enredaban en su largo pelo rojo y la corteza dejaba tiras de musgo en su vestido.
La presencia de Sienne la detuvo. El gato del bosque le empujaba las piernas, guiándola de vuelta al lugar donde estaba la carreta, el círculo de luz de la hoguera parecía el único lugar seguro en un mundo que, de repente, no tenía fundamentos. Cora y Emelina estaban allí, la antigua sirvienta contratada de palacio y la niña abandonada con un talento para tocar las mentes miraban a Sofía como si se hubiera convertido en un fantasma.
Ahora mismo, Sofía no estaba segura de no haberlo hecho. Se sentía frágil; irreal, como si el mínimo golpe de aire pudiera hacerla estallar en un montón de direcciones diferentes, para no volverla a juntarse nunca más. Sofía sabía que el camino de vuelta a través de los árboles la habría dejado con un aspecto salvaje. Se sentó contra una de las ruedas del carro, mirando fijamente perpleja hacia delante mientras Sienne se acurrucaba contra ella, casi como lo hubiera hecho un gato doméstico en lugar del gran depredador que era.
—¿Qué sucede? —preguntó Emelina. «¿Sucedió algo?» —añadió mentalmente.
Cora fue también hacia ella y estiró el brazo para tocar el hombro de Sofía.
—¿Pasa algo?
—Yo… —Sofía rió, aunque reír fuera todo menos la respuesta adecuada a lo que ella sentía—. Creo que estoy embarazada.
A medio camino de decirlo, la risa se convirtió en lágrimas y, una vez empezó, Sofía no podía parar. Simplemente le salían y ni tan solo podía decir si eran lágrimas de felicidad o de desesperación, la ansiedad al pensar en todo lo que le podría venir o en algo completamente diferente.
Las otras fueron a abrazarla, rodeando a Sofía con sus brazos mientras el mundo se nublaba a través de aquel laberinto.
—Todo irá bien —dijo Cora—. Haremos que funcione.
Ahora mismo, Sofía no podía ver cómo algo de eso podía funcionar.
—¿Es Sebastián el padre? —preguntó Emelina.
Sofía asintió. ¿Cómo podía pensar que había habido alguien más? Entonces se dio cuenta… Emelina estaba pensando en Ruperto, preguntando si el intento de violación había ido más lejos de lo que pensaban.
—Sebastián… —consiguió decir Sofía—. Él es el único con el que me he acostado. Es su hijo.
El hijo de los dos. O lo sería, con el tiempo.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó Cora.
Sofía no tenía una respuesta para esa pregunta. Era la pregunta que amenazaba con abrumarla de nuevo y que parecía traer lágrimas con tan solo intentar pensar en ella. No podía imaginar lo que vendría a continuación. No podía ni empezar a imaginarse cómo irían las cosas.
Aun así, hizo todo lo que pudo por pensar en ello. En un mundo ideal, ella y Sebastián ahora estarían casados, y ella hubiera descubierto que estaba embarazada rodeada de gente que la ayudaría, en un lugar cálido y seguro donde Sofía podría criar bien a un hijo.
En su lugar, estaba a la intemperie con frío y humedad, enterándose de la noticia, solo con Cora y Emelina para contárselo, sin tan solo su hermana para ayudarla.
«¿Catalina?» —mandó hacia la oscuridad—. «¿Puedes oírme?»
No hubo respuesta. Tal vez era la distancia la que lo hacía, o tal vez Catalina estaba demasiado ocupada para responder. Tal vez podía ser una de entre una docena de otras cosas, pues lo cierto era que Sofía no sabía lo suficiente acerca del talento que tenían ella y su hermana para saber seguro qué podía delimitarlo. Lo único que sabía era que la oscuridad se tragó sus palabras con la misma certeza que si, sencillamente, las hubiera gritado.
—Quizás Sebastián vendrá a por ti —dijo Cora.
Emelina la miró con incredulidad.
—¿Realmente piensas que esto va a pasar? ¿Qué un príncipe irá detrás de una chica a la que ha dejado embarazada? ¿Qué incluso le importará?
—Sebastián no es como la mayoría de los que hay en palacio —dijo Sofía—. Él es amable. Él es un buen hombre. Él…
—Él te hizo marchar —puntualizó Emelina.
Sofía no podía discutir con eso. A Sebastián realmente no le quedó opción cuando descubrió las formas en las que ella le había mentido, pero sí que podría haber intentado encontrar una manera de evitar los inconvenientes que su familia hubiera planteado, o podía haber venido tras ella.
Estaba bien pensar que podría estar intentando seguirla, pero ¿qué posibilidades había realmente? ¿Cómo de realista era esperar que podría atravesar el país tras alguien que lo había engañado en todo, incluso en quién era? ¿Pensaba que esta era una canción en la que el gallardo príncipe atravesaba colinas y valles haciendo un esfuerzo para encontrar a su amada? Así no funcionaban las cosas. La historia estaba llena de bastardos reales, así pues ¿qué importancia tenía uno más?
—Tienes razón –dijo—. No puedo contar con que me esté siguiendo. Su familia no lo permitiría, incluso aunque él quisiera hacerlo. Pero tengo que tener esperanzas, porque sin Sebastián… creo que no puedo hacerlo sin él.
—Hay personas que educan a sus hijos solas —dijo Emelina.
Las había, pero ¿Sofía podía ser una de ellas? Sabía que nunca, jamás podría entregar a un hijo a un orfanato después de todo lo que ella había pasado en la Casa de los Abandonados. Sin embargo, ¿cómo podía esperar criar a un hijo cuando ni tan solo podía encontrar un lugar para estar ella a salvo?
Quizás más adelante también habría respuestas para esta parte. Ahora la casa grande no se veía en la oscuridad, pero Sofía sabía que estaba allí, tirando de ella con la promesa de sus secretos. Era el lugar donde habían vivido sus padres y el lugar en cuyos pasillos todavía rondaban sus sueños de las llamas que recordaba a medias.
Iba a ir allí a descubrir la verdad sobre quién era ella y qué lugar tenía en el mundo. Quizás esas respuestas le darían suficiente estabilidad para poder criar a su hijo. Quizás le proporcionarían un lugar en el que las cosas irían bien. Quizás incluso podría llamar a Catalina y decirle a su hermana que había encontrado un lugar para todos ellos.
—Tú… tienes opciones —dijo Cora, la duda en su voz daba a entender cuáles podrían ser esas opciones incluso antes de que Sofía mirara a sus pensamientos.
—¿Quieres que me deshaga de mi hijo? —dijo Sofía. Solo pensarlo… no estaba segura de que pudiera. ¿Cómo iba a poder?
—Quiero que hagas lo que tú creas que es mejor —dijo Cora. Sacó una bolsa de su cinturón , que estaba al lado de las que contenían maquillaje.
—Esto es polvo de rakkas. Cualquier sirvienta pronto lo descubre, pues no puede decirle que no a su amo, y la esposa del amo no quiere hijos que no sean suyos.
Había una capa de dolor y amargura en ello que una parte de Sofía quería comprender. Por instinto, se metió en los pensamientos de Cora y encontró dolor, humillación, un noble que había ido a parar a la habitación equivocada durante una fiesta.
—«Hay cosas en las que incluso nosotras no debemos inmiscuirnos» —le mandó Emelina. Su expresión no dejaba ver nada de lo que ella sentía, pero Sofía podía sentir su disconformidad—. «Si Cora nos lo quiere contar, nos lo contará».
Sofía sabía que tenía razón, pero aun así, se sentía mal por no poder haber estado allí por su amiga tal y como Cora había estado por ella con el Príncipe Ruperto.
—«Tienes razón» —le devolvió—. «Lo siento».
—«Simplemente no dejes que Cora sepa que estuviste fisgando. Con algo así, sabes lo personal que puede ser».
Sofía lo sabía, pues cuando se trataba del intento de Ruperto de obligarla a ser su amante, era algo de lo que no quería hablar, o pensar, o tener que volver a tratar con ello de ninguna manera.
Pero el embarazo era algo diferente. Se trataba de ella y de Sebastián y eso era algo grande, complicado y potencialmente maravilloso. Solo que también era un desastre en potencia, para ella y para todos los que estaban a su alrededor.
—Ponlo en agua —dijo Cora, refiriéndose al polvo— y después te lo bebes. Por la mañana ya no estarás embarazada.
Hacía que pareciera muy sencillo mientras se lo pasaba a Sofía. Aun así, Sofía dudaba si coger el polvo. Estiró el brazo y solo tocarlo le pareció una traición a algo entre ella y Sebastián. De todas formas, lo cogió y sopesó la bolsa en su mano, mirándola fijamente como si eso le diera, de algún modo, las respuestas que necesitaba.
—No tienes que hacerlo —dijo Emelina—. Tal vez tengas razón. Tal vez vendrá ese príncipe tuyo. O tal vez encontrarás otro camino.
—Tal vez —dijo Sofía. Ahora mismo no sabía qué pensar. La idea de que tendría un hijo con Sebastián podría ser algo maravilloso bajo otras circunstancias, podría llenarla de la alegre perspectiva de subir una familia, echar raíces, estar segura. Sin embargo, aquí parecía un reto que, como mínimo, era tan grande como cualquiera de las cosas a las que se habían enfrentado de camino al norte. No estaba segura de que este fuera un reto al que pudiera enfrentarse.
¿Dónde podría criar a su hijo? No tenía un lugar en el que vivir. Ni tan solo tenía una tienda de campaña propia en ese momento, solo el refugio parcial del carro que la protegía de la fina llovizna que caía en la oscuridad y que humedecía el pelo de Sofía. Habían robado el carro, así que tenían que sentirse un poco culpables cada vez que comían o bebían por el modo en que lo habían conseguido. ¿Podía Sofía pasar toda su vida robando? ¿Podía hacerlo mientras criaba a su hijo?
Tal vez llegaría hasta la gran casa en el corazón de Monthys, que estaba justo más adelante. ¿Y entonces, qué? Estaría en ruinas, inadecuada para que la habiten los humanos, y en absoluto sería un lugar en el que criar a un hijo. O eso, o ya habría gente allí y Sofía necesitaría todas sus fuerzas para demostrarles quién era.
Y después de esto, ¿qué? ¿Creía que la gente aceptaría a una chica con la máscara de la diosa tatuada en la pantorrilla que demostraba que era una de los Abandonados? ¿Creía que la gente la acogería, le daría un lugar en el que criar a su hijo, o la ayudaría de alguna forma? No era lo que la gente hacía con los que eran como ella.
¿Podía traer un hijo a un mundo como este? ¿Era correcto traer algo tan indefenso como un niño a un mundo en el que había tanta crueldad? Sofía tampoco sabía nada sobre ser madre, ni tenía nada útil que enseñar a su descendencia. Todo lo que había aprendido de niña había sido la crueldad que viene de la desobediencia, o la violencia que solo algo tan malvado como un huérfano podía esperar.
—Todavía no tenemos que tomar ninguna decisión —dijo Emelina—. Esto puede esperar hasta mañana.
Cora negó con la cabeza.
—Cuanto más esperes, más difícil será. Es mejor que…
—Parad —dijo Sofía, cortando antes de tiempo la posible discusión—. No hablemos más. Ya sé que las dos estáis intentando ayudar, pero esto no es algo que podáis decidir por mí. Ni tan solo es algo que yo esté segura de poder decidir, pero voy a tener que hacerlo y debo hacerlo sola.
Estas eran el tipo de cosas que deseaba poder hablar con su hermana, pero todavía no había respuesta cuando la llamaba en la noche en sus pensamientos. En cualquier caso, lo cierto era que Catalina era probablemente mejor con los problemas que tenían que ver con enemigos contra los que luchar, o perseguidores de los que escapar.
Sofía se fue al otro lado del carro y se llevó el polvo de Cora con ella. No les dijo lo que iba a hacer a continuación pues, ahora mismo, no estaba segura ni de saberlo ella. Sienne se levantó para seguirla, pero Sofía apartó al gato del bosque con un destello de pensamiento.
Nunca se había sentido tan sola como en aquel momento.
CAPÍTULO TRES
La última vez que Angelica había ido a los aposentos de la Viuda había sido porque la habían convocado. Entonces estaba bastante preocupada. Ahora, entrando por su propia cuenta, estaba aterrorizada, y Angelica odiaba eso. Odiaba la sensación de impotencia que la seguía, a pesar de que era una de las más grandes nobles del reino. Podía hacer lo que se le antojaba con los sirvientes, los supuestos amigos, con la mitad de los nobles del reino, pero la Viuda aún podía hacer que la mataran.
Lo peor era que Angelica le había dado ese poder. Lo había hecho en el instante en el que había intentado envenenar a Sebastián. Este no era un reino en el que la reina podía simplemente chasquear los dedos y ordenar una muerte, pero con ella… no había un jurado de compañeros nobles que llamarían lo que ella había hecho otra cosa que no fuera traición, si la Viuda elegía llevarlo a este punto.
Así que se obligó a detenerse cuando llegó a las puertas de los aposentos de la Viuda para tranquilizarse. Los guardias que había allí no decían nada, simplemente esperaban a que Angelica expusiera sus argumentos para entrar. Si hubiera tenido más tiempo, hubiera mandado a un sirviente a solicitar esta audiencia. Si hubiera tenido más confianza en el poder que tenía aquí, hubiera regañado a los hombres por no mostrarle la deferencia adecuada.
—Necesito ver a su majestad —dijo Angelica.
—No se nos informó de que nuestra reina esperara ver a alguien —dijo uno de los guardias.
No hubo ninguna disculpa por ella, nada de la cortesía que Angelica merecía. En silencio, Angelica decidió hacer que el hombre pagara por ello con el tiempo. Tal vez podría encontrar la forma de volverlo a mandar a la guerra.
—No sabía que sería necesario hasta hace muy poco —dijo Angelica—. Pregúntale si me recibirá, por favor. Se trata de su hijo.
El guardia asintió al oír eso y fue disparado hacia dentro. Mencionar a Sebastián fue suficiente para motivarlo aunque la posición de Angelica no pudiera. Tal vez sencillamente sabía lo que la Viuda ya le había dejado claro a Angelica: que cuando se trataba de sus hijos, había pocas cosas que no haría.
Eso es lo que daba esperanzas a Angelica de que esto podría funcionar, pero también era lo que lo hacía peligroso. La Viuda podría acabar evitando que Sebastián se fuera, pero con la misma facilidad podría hacer que mataran a Angelica por fracasar en seducirlo tal y como le había dicho. Haz que sea feliz, le había dicho la vieja bruja, no permitas que piense en otra mujer. Lo que quiso decir había resultado bastante evidente.
El guardia volvió a aparecer con bastante rapidez y abrió la puerta para que Angelica pudiera pasar. No inclinó la cabeza como debería haber hecho, ni la anunció con su título completo.
—Milady d’Angelica —exclamó en cambio.
Aunque pensándolo bien, ¿qué títulos tenía Angelica que pudieran hacer frente a los de una reina? ¿Qué poder tenía ella que no palideciera hasta la insignificancia al lado del de aquella mujer que estaba en la sala de estar de sus aposentos, con la cara hecha una máscara cuidadosamente serena.
Angelica hizo una reverencia, pues no se atrevía a hacer otra cosa. La Viuda hizo un gesto impaciente para que se levantara.
—Una visita repentina —dijo sin sonreír— y noticias sobre mi hijo. Creo que podemos prescindir de eso.
Y si Angelica no hubiera hecho la reverencia, sin duda la madre de Sebastián la hubiera regañado por ello.
—Me dijo que le trajera cualquier noticia sobre Sebastián, Su Majestad —dijo Angelica.
La Viuda asintió y se dirigió hacia su silla de aspecto cómodo. No le ofreció asiento a Angelica.
—Sé lo que dije. También sé lo que dije que te sucedería si no lo hacías.
Angelica también recordaba las amenazas. La Máscara de Plomo, el castigo tradicional para los traidores. Solo pensar en eso la hacía temblar.
—¿Y bien? —preguntó la Viuda—. ¿Has conseguido hacer a mi hijo el futuro marido más feliz alrededor de la tierra?
—Dice que se marchará —dijo Angelica—. Se enfadó por haber sido manipulado y declaró que iba a ir tras la zorra a la que amaba.
—¿Y tú no hiciste nada para detenerlo? —exigió la Viuda.
Angelica apenas podía creerlo.
—¿Qué quería que hiciera? ¿Derribarlo en la puerta? ¿Encerrarlo en sus aposentos?
—¿Tengo que deletreártelo? —dijo la Viuda—. Puede que Sebastián no sea Ruperto, pero aun así es un hombre.
—¿Piensa que no lo intenté? —replicó Angelica. Esa parte le escocía más que todo lo demás. Nadie la había rechazado antes. Cualquiera que ella deseaba, ya fuera por auténtico deseo o simplemente para demostrar que podía, había venido corriendo. Sebastián había sido el único que la había rechazado—. está enamorado.
La Viuda estaba allí sentada y pareció calmarse un poco.
—¿O sea que me estás diciendo que no puedes ser la esposa que necesito para mi hijo? ¿Qué no puedes hacerlo feliz? ¿Qué eres inútil para mí?
Demasiado tarde, Angelica vio el peligro que había en eso.
—Yo no dije eso —dijo—. Solo vine porque…
—Porque querías que yo te solucionara tus problemas y porque tenías miedo de lo que te pasaría si no lo hacías —dijo la Viuda. Se levantó y le clavó el dedo en el pecho a Angelica.
—Bueno, estoy preparada para darte un pequeño consejo. Si está siguiendo a la chica, el sitio más probable al que ella irá es Monthys, en el norte. Ya lo tienes, ¿te basta o tengo que dibujarte un mapa?
—¿Cómo lo sabe? —preguntó Angelica.
—Porque yo sé de qué va todo esto –respondió bruscamente la Viuda—. Vamos a dejarlo claro, Milady. Yo ya he hecho algo para controlar a mi hijo. Te he mandado a ti para que lo distrajeras. Ahora, si es necesario, descartaré esa opción, pero entonces no habría matrimonio y yo me… decepcionaría mucho contigo.
No hacía falta que diera los detalles de la amenaza. En el mejor de los casos, a Angelica la mandarían lejos de la corte. En el peor de los casos…
—Lo arreglaré —prometió—. Me aseguraré de que Sebastián me quiera a mí, y solo a mí.
—Hazlo —dijo la Viuda—. Te cueste lo que te cueste, hazlo.
***
Angelica no tenía tiempo para los detalles habituales del viaje de un noble. Este no era el momento para deambular en un carruaje, acorralada por una manada de parásitos y rodeada de suficientes sirvientes como para ir lo tan lentos como para que ella caminara. En su lugar, hizo que sus sirvientes desempolvaran ropa de montar y, con sus propias manos, hizo una pequeña bolsa con las cosas que podría necesitar. Incluso se recogió el pelo con un estilo mucho más sencillo que sus habituales complejas trenzas, a sabiendas de que no habría tiempo para esas cosas durante el camino. Además, había cosas que sería mejor que nadie te reconocieran haciéndolas.
Partió hacia Ashton envuelta en una túnica para asegurarse de que nadie veía quién era. También se llevó una media máscara y, en la ciudad, esa era una señal bastante común de fervor religioso que nadie cuestionaba. Primero llegó a las puertas del palacio, se detuvo al lado de los guardias e hizo girar una moneda entre sus dedos.
—El Príncipe Sebastián —dijo—. ¿Hacia dónde se fue?
Sabía que no podía ocultar su identidad a los guardias, pero probablemente ellos tampoco harían preguntas. Sencillamente supondrían que iba tras el hombre al que amaba y con el que tenía intención de casarse. Incluso era la verdad, a su manera.
—Por allí, Milady —dijo uno de los hombres, señalando con el dedo—. Por donde se fueron las mujeres cuando escaparon de palacio hace unos días.
Angelica debería haber imaginado todo esto. Él señaló y Angelica se fue. Siguió a Sebastián por la ciudad como un sabueso de caza, con la esperanza de poderlo alcanzar antes de que fuera demasiado lejos. Casi se sentía como un espíritu atado a la ciudad. En su casa, era poderosa. Aquí conocía a la gente y sabía con quién hablar. Cuanto más lejos se fuera, más tendría que fiarse de su ingenio. Hizo las mismas preguntas que Sebastián debería haber hecho cuando se fue y recibió las mismas respuestas.
Unas cuantas personas del pueblo, tan sucias que en otras circunstancias ni las hubiera visto, le contaron la huida de Sofía y la sirvienta por la ciudad. Lo recordaban porque había sido lo más emocionante que había pasado en sus monótonas vidas durante semanas. Tal vez Sebastián y ella se convertirían en otro chisme para ellos. Angelica esperaba que no. Por una pescadera chismosa que le hizo una genuflexión al pasar, Angelica oyó hablar de una persecución por las calles de la ciudad. Por un golfillo tan mugriento que no podía ver si era chico o chica, supo que se habían escondido dentro de los barriles de una carreta.
—Y después la mujer de la carreta les dijo que fueran con ella —le dijo la sucia criatura—. Se fueron todas juntas.
Angelica le lanzó una pequeña moneda.
—Si me estás mintiendo, haré que te lancen de uno de los puentes.
Ahora que sabía lo de la carreta, era fácil seguir el rastro de su avance. Se habían dirigido hacia la salida más al norte de la ciudad y eso parecía dejar claro hacia dónde se dirigían: Monthys. Angelica aceleró, esperando que la información de la Viuda fuera cierta aunque se preguntara lo que la anciana le estaba escondiendo. No le gustaba ser un peón en un juego ajeno. Un día, la vieja bruja pagaría por ello.
Por hoy, tenía que adelantarse a Sebastián.
Angelica no tenía pensamientos de intentar hacerle cambiar de intención, todavía no. Todavía estaría ardiendo por la necesidad de encontrar a esa… esa… A Angelica no se le ocurrían palabras suficientemente duras para una de las Sirvientas vendidas que fingió ser quien no era, que sedujo al príncipe que tenía que ser para Angelica y que no había sido más que un impedimento desde que llegó.
No podía permitir que Sebastián la encontrara, pero él no abandonaría la búsqueda sencillamente porque ella se lo pidiera. Aquello quería decir que tenía que actuar, y actuar rápido, si iba a hacer que esto acabara bien.
—¡Fuera del camino! —gritaba, antes de espolear a su caballo para que avanzara con la velocidad que aseguraba una caída aplastante a cualquiera que fuera tan estúpido como para meterse en su camino. Salió de la ciudad, imaginando la ruta que debía haber seguido el carro. Tomó un atajo por los campos, saltando tan de cerca los setos que podía sentir cómo las ramas rozaban sus botas. Cualquier cosa que le permitiera adelantar a Sebastián antes de que estuviera demasiado lejos.
Finalmente, vio un cruce más adelante y a un hombre apoyado sobre el letrero que había allí con una jarra de sidra en una mano y el aspecto de alguien que no tiene intención de moverse.
—Tú —dijo Angelica—. ¿Estás aquí cada día? ¿Viste pasar un carro con tres chicas en dirección al norte hace unos días?
El hombre dudó, mientras contemplaba su bebida.
—Yo…
—No importa —dijo Angelica—. Levantó un monedero, el tintineo de los Reales dentro era inconfundible—. Ahora sí. Un joven llamado Sebastián te preguntará y, si quieres estas monedas, dirás que las viste. Tres mujeres jóvenes, una pelirroja y una vestida como una sirvienta de palacio.
—¿Tres mujeres jóvenes? —dijo el hombre.
—Una pelirroja —repitió Angelica con lo que esperaba que fuera un nivel de paciencia adecuado—. Te preguntaron por el camino a Barriston.
Evidentemente, era la dirección equivocada. Aun más, era un viaje que mantendría ocupado a Sebastián durante un rato y que enfriaría su estúpido deseo por Sofía cuando no consiguiera encontrarla. Le daría la oportunidad de recordar su deber.
—¿Todo eso hicieron? —preguntó el hombre.
—Lo hicieron si quieres el dinero —respondió bruscamente Angelica—. La mitad ahora y la otra mitad cuando lo hagas. Repítemelo, para saber que no estás demasiado borracho para decirlo cuando llegue el momento.
Consiguió decirlo y esto fue suficiente. Tenía que serlo. Angelica le dio su moneda y se fue, preguntándose cuánto tardaría en darse cuenta de que ella no iba a volver con la otra mitad. Con suerte, no se daría cuenta hasta después de que Sebastián pasara por allí.
Por su parte, ella tenía que estar ya lejos a estas alturas. No podía permitirse que Sebastián la viera, o descubriría lo que había hecho. Además, necesitaba toda la ventaja que pudiera conseguir. Había un largo camino hacia el norte hasta Monthys, y Angelica tenía que terminar todo lo que debía hacer mucho antes de que Sebastián se diera cuenta de su error y fuera tras ella.
—Habrá tiempo suficiente —Angelica se calmaba a sí misma mientras se dirigía hacia el norte—. Lo terminaré y estaré de vuelta en Ashton antes de que Sebastián se de cuenta de que algo no va bien.
Terminarlo. Una manera muy sutil de expresarlo, como si todavía estuviera en la corte, fingiendo conmoción mientras exponía las indiscreciones de alguna noble menor para que entraran en el hervidero de rumores. ¿Por qué no decir lo que quería decir? Que, en cuanto encontrara a Sofía, solo había una cosa que iba a asegurar que ella nunca más se metería en su vida y en la de Sebastián; solo una cosa dejaría claro que Sebastián era suyo y demostraría a la Viuda que Angelica estaba dispuesta a hacer lo que se le pidiera para asegurar su posición. Solo había una cosa que haría que Angelica se sintiera segura.
Sofía iba a tener que morir.