Kitabı oku: «Una Corte para Los Ladrones », sayfa 2
CAPÍTULO DOS
Catalina estaba por encima de Ashton y observaba cómo ardía. Había pensado que estaría feliz de verla desaparecer, pero no era solo la Casa de los Abandonados o los espacios donde los trabajadores del muelle guardaban sus barcazas.
Era todo.
La madera y la paja de los tejados prendieron en llamas y Catalina podía sentir el pánico de la gente que había dentro del amplio círculo de casa. Los cañonazos rugían por encima de los gritos de los moribundos, y Catalina veía hileras de edificios caer con la misma facilidad que si estuvieran hechos de papel. Sonaban los trabucos, mientras las flechas llenaban el aire tan densamente que costaba ver el cielo a través de ellas. Caían, y Catalina caminaba a través de aquella lluvia con la extraña y distante calma que solo puede venir de estar en un sueño.
No, no en un sueño. Esto era algo más.
Cualesquiera que fueran los poderes de la fuente de Siobhan, ahora atravesaban a Catalina y ella veía la muerte por todas partes a su alrededor. Los caballos corrían por las calles, los jinetes atacaban hacia abajo con sables y espadas. Los gritos provenían de todas partes a su alrededor hasta que parecían llenar la ciudad con la misma certeza que lo hacía el fuego. Incluso el río parecía estar en llamas ahora, aunque cuando Catalina miró, vio que eran las barcazas las que llenaban su amplia extensión, el fuego saltaba de una a otra mientras los hombres luchaban por escapar. Catalina había estado en una barcaza y podía imaginar lo aterradoras que debían ser esas llamas.
Había siluetas que corrían por las calles, y era fácil distinguir a los aterrados habitantes de la ciudad de las siluetas vestidas con uniformes color ocre que los perseguían con espadas, dándoles hachazos mientras escapaban. Catalina nunca había visto saquear una ciudad, pero esto era algo horrible. Era violencia por violencia, sin señal de detenerse.
Ahora había filas de refugiados más allá de la ciudad, dirigiéndose con las posesiones que podían llevar encima en largas filas hacia el resto del país. ¿Buscarían refugio en las Vueltas o irían más lejos, hacia ciudades como Treford o Barriston?
Entonces Catalina vio que los jinetes se les echaban encima y supo que no llegarían tan lejos. Pero había fuego detrás de ellos, así que no tenían a donde correr. ¿Cómo sería estar atrapado así?
Aunque ella lo sabía, ¿no?
La escena cambió y ahora Catalina sabía que no estaba mirando a algo que podría ser, sino a algo que había sido. Conocía este sueño, pues era uno que tenía con demasiada frecuencia. Estaba en una casa vieja, una casa grande, y se acercaba el peligro.
Pero esta vez había algo diferente. Había gente allí, y Catalina alzó la vista hacia ellos desde tan abajo que sabía que debía ser diminuta. Allí había un hombre, que parecía preocupado pero fuerte, vestido con el terciopelo de un noble, puesto por encima apresuradamente, y una peluca negra rizada deshecha por las prisas de tratar la situación, que dejaba al descubierto el pelo canoso y rapado de debajo. La mujer que estaba con él era hermoso pero estaba desliñada, como si normalmente le llevara una hora vestirse con la ayuda de sirvientas y ahora lo hubiera hecho en minutos. Tenía una mirada amable y Catalina estiró el brazo hacia ella, sin entender por qué la mujer no la levantaba, cuando era lo que normalmente hacía.
—No hay tiempo —dijo el hombre—. Y si intentamos liberarnos todos, simplemente nos seguirán. Tenemos que ir por separado.
—Pero las niñas… —empezó la mujer. Sin que se lo dijeran, Catalina supo que se trataba de su madre.
—Estarán más seguras lejos de nosotros —dijo su padre. Se dirigió a una sirvienta y Catalina reconoció a su niñera—. Tienes que sacarlas de aquí, Anora. Llévalas a algún lugar seguro, donde nadie las conozca. Las encontraremos cuando esta locura haya terminado.
Entonces Catalina vio a Sofía, con un aspecto mucho más joven pero, al parecer, también dispuesta a discutir. Catalina conocía esa mirada demasiado bien.
—No —dijo su madre—. Debéis iros, las dos. No hay tiempo. Corred, queridas mías. —Hubo un estruendo en algún otro lugar de la casa—. Corred.
A continuación, Catalina estaba corriendo, cogiendo de la mano a Sofía con firmeza. Hubo un estruendo, pero ella no miró hacia atrás. Simplemente continuó, a lo largo de los pasillos, solo parando para esconderse cuando pasaban unas siluetas oscuras. Corrieron hasta que encontraron una serie abierta de ventanas, que llevaban fuera de la casa, a la oscuridad…
Catalina parpadeó, volviendo en sí. La luz de la mañana que había allá arriba parecía demasiado luminosa, su brillo era cegador. Intentó aferrarse al sueño al despertar, intentó ver lo que había sucedido a continuación, pero ya estaba huyendo más rápido de a lo que ella podía atenerse. Catalina se quejó de ello, pues sabía que la última parte no había sido un sueño. Había sido un recuerdo, y era un recuerdo que Catalina quería ver más que todos los demás.
Aun así, ahora tenía las caras de sus padres en la mente. Las mantuvo allí, obligándose a no olvidar. Se incorporó lentamente, su cabeza flotaba como consecuencia de lo que había visto.
—Deberías tomarla lentamente —dijo Siobhan—. Las aguas de la fuente pueden tener consecuencias.
Estaba sentada en el borde de la fuente, que ahora parecía de nuevo destrozada, no brillante y nueva como había sido cuando Siobhan había sacado agua de ella para que Catalina bebiera. Ella tenía exactamente el mismo aspecto que tenía lo que debía ser una noche atrás, incluso las flores entrelazadas en su pelo parecían intactas, como si no se hubieran movido en todo ese tiempo. Estaba observando a Catalina con una expresión que no decía nada acerca de lo que estaba pensando, y los muros que tenía alrededor de su mente significaban que era un espacio en blanco completo, incluso para el poder de Catalina.
Catalina intentó levantarse simplemente porque esta mujer no iba a detenerla. A su alrededor, el bosque parecía flotar cuando lo hizo, y Catalina vio una neblina de colores alrededor de los filos de los árboles, las piedras, las ramas. Catalina tropezó y tuvo que apoyar la mano contra una columna rota para sujetarse.
—Tendrás que aprender a escucharme si vas a ser mi aprendiz —dijo Siobhan—. No puedes pretender sencillamente ponerte de pie tras tantos cambios en tu cuerpo.
Catalina apretó los dientes y esperó a que pasara la sensación de mareo. No tardó mucho. A juzgar por su expresión, incluso Siobhan se sorprendió cuando Catalina se apartó de la columna en la que se apoyaba.
—No está mal —dijo—. Te estás adaptando más rápido de lo que hubiera pensado. ¿Cómo te sientes?
Catalina negó con la cabeza.
—No lo sé.
—Entonces tómate un tiempo para pensar —respondió bruscamente Siobhan con una pizca de enfado—. Yo quiero una alumna que piense acerca del mundo, en lugar de simplemente reaccionar ante el mismo. Creo que eres tú. ¿Quieres demostrar que me equivoco?
Catalina negó de nuevo con la cabeza.
—Estoy… el mundo parece diferente cuando lo miro.
—Estás empezando a verlo tal y como es, con las corrientes de la vida —dijo Siobhan—. Te acostumbrarás a él. Intenta moverte.
Catalina dio un paso indeciso, después otro.
—Puedes hacerlo mejor que eso —dijo Siobhan—. ¡Corre!
Estaba un poco demasiado cerca de los sueños de comodidad de Catalina, y ella se preguntaba hasta dónde de ellos había visto Siobhan. Había dicho que ella y Catalina no eran lo mismo, pero si estaban los suficientemente cerca para que la mujer quisiera enseñarle, entonces tal vez también estaban lo suficientemente cerca para que Siobhan viera en sus sueños.
Ahora mismo no había tiempo para pensar en ello, pues Catalina estaba demasiado ocupada corriendo. Corría a toda velocidad entre los bosques, sus pies rozaban el musgo y el barro, las hojas caídas y las ramas rotas. Hasta que no vio los árboles azotados por ello, no se dio cuenta de lo rápido que se estaba moviendo.
Catalina brincó y, de repente, estaba saltando sobre las ramas más bajas de uno de los árboles de su alrededor, con la misma facilidad que si hubiera saltado de un barco a un muelle. Catalina mantenía el equilibrio sobre la rama, parecía sentir cada soplo del viento que la movía antes de que pudiera sacudirla. Saltó de nuevo al suelo y, sin pensarlo, se fue hacia una pesada rama caída que no antes no podría haber esperado levantar. Catalina sintió la aspereza de la corteza contra sus manos al agarrarla, y la levantó sin sobresaltos, alzándola por encima de su cabeza como uno de los hombres fuertes de las ferias que venían a Ashton cada cierto tiempo. La lanzó, observando cómo la rama desaparecía entre los árboles hasta ir a parar al suelo con un estruendo.
Catalina lo oyó y, por un instante, oyó todos los otros ruidos que había a su alrededor en el bosque. Oyó el crujido de las hojas unas cosas pequeñas se movían debajo de ellas, el piar de los pájaros en las ramas. Oyó el sonido de unos pies diminutos contra el suelo y supo el lugar donde iba a aparecer una liebre antes de que lo hiciera. El simple abanico de sonidos era demasiado al principio. Catalina tuvo que apretar las manos contra los oídos para no dejar entrar el goteo del agua de las hojas, el movimiento de los insectos por la corteza. Lo reprimía del modo en que había aprendido a hacerlo con su talento para oír pensamientos.
Regresó al lugar donde estaba la fuente destrozada y allí estaba Siobhan, sonriendo con lo que parecía ser cierto orgullo.
—¿Qué me está pasando? —preguntó Catalina.
—Solo lo que pediste —dijo Siobhan—. Querías fuerza para vencer a tus enemigos.
—Pero todo esto… —empezó Catalina. La verdad es que nunca había creído que le pudiera pasar tanto a ella.
—La magia puede tomar muchas formas —dijo Siobhan—. No echarás una maldición sobre tus enemigos o adivinarás su futuro desde la distancia. No lanzarás rayos o convocarás a los espíritus de los muertos turbados. Estos son caminos para otros.
Catalina levantó una ceja.
—¿Algo de esto es posible?
Vio que Siobhan encogía los hombros.
—Ni importa. Ahora la fuerza de la fuente corre por tu interior. Serás más rápida y más fuerte, tus sentidos serán más agudos. Verás cosas que la mayoría de personas no pueden ver. Combinado con tus propios talentos, serás formidable. Te enseñaré a golpear en la batalla o desde las sombras. Te haré mortífera.
Catalina siempre había deseado ser fuerte, pero aun así, todo esto la asustaba un poco. Siobhan ya le había dicho que habría un precio por todo esto, y cuanto más maravilloso parecía, mayor sospechaba que iba a ser el precio. Pensó de nuevo en lo que había soñado y esperaba que no fuera una advertencia.
—Vi algo —dijo Catalina—. Lo soñé, pero no parecía un sueño.
—¿Qué parecía? —preguntó Siobhan.
Catalina estaba a punto de decir que no lo sabía, pero captó la expresión de Siobhan y se lo pensó mejor.
—Parecía la verdad. Aunque espero que no. En mi sueño, Ashton estaba a medio ser arrasada. Estaba en llamas y estaban masacrando a la gente.
Medio esperaba que Siobhan se riera de ella tan solo por mencionarlo, o tal vez lo esperaba. En cambio, Siobhan parecía meditabundo, asintiendo para sí misma.
—Debería haberlo esperado —dijo la mujer—. Las cosas se mueven más rápido de lo que yo pensaba que lo harían, pero el tiempo es una cosa que ni tan solo yo puedo hacer nada al respecto. Bueno, no para siempre.
—¿Sabes lo que está sucediendo? —preguntó Catalina.
Aquello le valió una sonrisa que no pudo descifrar.
—Digamos que estaba esperando acontecimientos —respondió Siobhan—. Hay cosas que yo había previsto y cosas que deben hacerse en poco tiempo.
—Y no vas a contarme lo que está sucediendo, ¿verdad? —dijo Catalina. Intentaba que no se notara la frustración en su voz, centrándose en todo lo que había ganado. Ahora era más fuerte, y más rápida, así que ¿debería importar que no lo supiera todo? Sin embargo, así era.
—Ya estás aprendiendo —respondió Siobhan—. Sabía que no me equivocaba al escogerte como aprendiz.
¿Al escogerla? Había sido Catalina la que había buscado la fuente, no una vez, sino dos. Había sido la que había pedido poder y la que había decidido aceptar las condiciones de Siobhan. No iba a permitir que la mujer la convenciera de que había sido al revés.
—Yo vine aquí —dijo Catalina—. Yo escogí esto.
Siobhan encogió los hombros.
—Sí, lo hiciste. Y ahora es el momento de que empieces a aprender.
Catalina miró a su alrededor. Esto no era una biblioteca como la de la ciudad. Era un campo de entrenamiento con maestros de espada como en el que había sido humillada por el regimiento de Will. ¿Qué podía aprender aquí, en este lugar salvaje?
Aun así, se preparó, quedándose frente a Siobhan y esperando.
—Estoy preparada. ¿Qué tengo que hacer?
Siobhan inclinó la cabeza hacia un lado.
—Esperar.
Se dirigió hacia un lugar donde se había preparado un pequeño fuego para encenderlo dentro de un círculo. Siobhan lanzó un titileo de llama sin problema con sílex y acero y, a continuación, susurró unas palabras que Catalina no pudo pillar mientras salía humo del mismo.
El humo empezó a dar vueltas y a retorcerse, adoptando formas mientras Siobhan lo dirigía como un director de orquesta podría haber dirigido a los músicos. El humo se fusionó en una forma que era ligeramente humana, para finalmente consumirse y acabar en algo que parecía un guerrero de un tiempo muy lejano. Allí estaba, sujetando una espada que parecía extremadamente afilada.
Tan afilada, de hecho, que Catalina no tuvo tiempo para reaccionar cuando se la clavó en el corazón.
CAPÍTULO TRES
Dejaron a Sofía colgando allí toda la noche, sujeta solo por las cuerdas que habían usado para atarla al poste de castigo. La misma inmovilidad era casi tanta tortura como su castigada espalda, mientras sus extremidades ardían por la falta de movimiento. No podía hacer nada para aliviar el dolor de su paliza, o la pena de que la hubieran dejado allí fuera bajo la lluvia como una especie de aviso para los demás.
Entonces Sofía las odiaba, con el tipo de odio por el que siempre reprendía a Catalina por tener demasiado cerca. Quería verlas morir y el desearlo era una especie de dolor también, pues no existía un modo en el que Sofía pudiera estar en posición de hacer que eso sucediera. Ni tan solo podía liberarse a sí misma ahora.
Tampoco podía dormir. El dolor y la postura incómoda se encargaban de ello. A lo que más se podía acercar Sofía era a una especie de delirio medio en sueños, en el que el pasado se mezclaba con el presente mientras la lluvia continuaba pegándole el pelo a la cabeza.
Soñaba con la crueldad que había visto en Ashton, y no solo en el infierno viviente del orfanato. Las calles habían sido casi igual de malas con sus depredadores y su cruel falta de preocupación por aquellos que acababan en ellas. Incluso en el palacio, por cada alma bondadosa, había otra como Milady d’Angelica que parecía gozar del poder que su posición le daba para ser cruel con los demás. Pensaba en un mundo que estaba lleno de guerras y crueldad provocada por los humanos, preguntándose cómo podía haberse convertido en un lugar tan desalmado.
Sofía intentaba llevar sus pensamientos a cosas más agradables, pero no era fácil. Empezó a pensar en Sebastián, pero lo cierto era que eso le dolía demasiado. Las cosas parecían perfectas entre ellos y después de descubrir quién era ella… se había hecho pedazos tan rápidamente que ahora su corazón parecía ceniza. Ni tan solo había intentado hacer frente a su madre y quedarse con Sofía. Simplemente la había despachado.
En su lugar, pensó en Catalina y, pensando en ella, vino la necesidad de gritar para pedir ayuda una vez más. Mandó otra llamada en los primeros destellos de la luz del amanecer, pero aun así, no hubo nada. Peor aún, pensar en su hermana sobre todo traía consigo recuerdos de los tiempos difíciles en el orfanato, o de otras cosas anteriores.
Sofía pensó en el fuego. En el ataque. Era tan pequeña cuando esto había sucedido que apenas recordaba nada de ello. Podía recordar las caras de su madre y de su padre, pero no sus voces gritando las pocas instrucciones para que corrieran. Recordaba tener que huir, pero tan solo podía juntar los más débiles destellos del tiempo anterior a esto. Había un caballito mecedor de madera, una casa grande donde era fácil jugar a perderse, una niñera:
Sofía no podía sacar nada más que eso de su memoria. La Casa de los Abandonados la había cubierto casi por completo con un miasma hecho de dolor, de manera que era difícil pensar más allá de los azotes y de las ruedas de moler, la sumisión forzosa y el temor que venía de saber hacia donde llevaba todo esto.
Lo mismo que ahora aguardaba a Sofía: ser vendida como un animal.
¿Cuánto tiempo estuvo allí colgada, sin poderse mover por mucho que intentara escapar? Por lo menos, el tiempo suficiente para que el sol estuviera en el horizonte. El tiempo suficiente para que cuando vinieran las monjas enmascaradas para cortar las cuerdas, las extremidades de Sofía cedieran, haciendo que se desplomara sobre las piedras del patio. Las monjas no hicieron ni un movimiento para ayudarla.
—Levántate —ordenó una de ellas—. No querrás vender tu deuda con este aspecto.
Sofía continuó allí tumbada, apretando los dientes para aguantar el dolor mientras la sensibilidad trepaba de nuevo a sus piernas. Solo se movió cuando la monja la atacó, pateándola.
—Levanta, te dije —dijo bruscamente.
Sofía se obligó a ponerse de pie y las monjas enmascaradas la tomaron por los brazos del mismo modo que Sofía imaginaba que un prisionero podría ser escoltado hacia su ejecución. Ella no se sentía mucho mejor ante la expectativa de lo que le esperaba.
La llevaron hasta una pequeña celda de piedra, donde había cubos esperando. Entonces la restregaron y, de alguna manera, las monjas enmascaradas consiguieron convertir incluso esto en una especie de tortura. Parte del agua estaba tan caliente que escaldó la piel de Sofía mientras le limpiaba la sangre, haciéndola gritar con todo el dolor que había sufrido cuando la Hermana O’Venn la había azotado.
Había más agua que estaba fría como el hielo, de un modo que hizo tiritar a Sofía. Incluso el jabón que utilizaban las monjas escocía, quemándole en los ojos mientras le fregaban el pelo y se lo ataban atrás en un nudo irregular que no tenía nada que ver con los elegantes diseños del palacio. Le quitaron sus enaguas blancas y le dieron la indumentaria gris del orfanato para que se la pusiera. Después de las ropas elegantes que Sofía había llevado los días anteriores, esta hacía que le picara la piel junto con la promesa de mordeduras de insectos. No le dieron de comer. Presuntamente, no valía la pena, ahora que su inversión en ella llegaba al final.
Así era este lugar. Era como una granja para niños, engordándolos justo lo suficiente y con las habilidades y el miedo para convertirlos en aprendices útiles o sirvientes para después venderlos.
—Saben que esto está mal —dijo Sofía mientras la llevaban hacia la puerta—. ¿No ven las cosas que están haciendo?
Otra de las monjas le dio un coscorrón detrás de la cabeza, que hizo tropezar a Sofía.
—Proporcionamos la misericordia de la Diosa Enmascarada a aquellos que la necesitan. Ahora, cállate. Te venderás por un precio peor si tienes la cara amoratada por haberte pegado.
Sofía tragó saliva al pensar en ello. No había pensado en lo cuidadosamente que habían escondido las marcas de sus azotes bajo el gris apagado de su indumentaria. De nuevo, se puso a pensar en los granjeros, aunque ahora se trataba del tipo de comerciante de caballos que podría teñir el pelaje de un caballo para venderlo mejor.
La llevaban por los pasillos del orfanato, pero ahora no había caras observando. No querían que los niños que había allí vieran esta parte, probablemente porque a demasiados les recordaría el destino que les esperaba. Los alentaría a escapar, mientras los azotes de la noche anterior probablemente los habían aterrorizado para que no lo hicieran nunca.
En cualquier caso, ahora se dirigían a las secciones de la Casa de los Abandonados donde ahora no iban los niños, hacia los espacios reservados para las monjas y sus visitas. En su mayoría era sencillo, aunque había notas de riqueza por todas partes, en candelabros bañados de oro, o en el brillo de la plata alrededor de los bordes de una máscara ceremonial.
La habitación a la que llevaron a Sofía era casi lujosa para el nivel del orfanato. Parecía un poco la sala de recepción de una casa noble, con sillas colocadas alrededor de los lados, cada una con una pequeña mesa en la que había una copa de vino y un plato con dulces. En un extremo de la sala había una mesa, tras la que estaba la Hermana O’Venn, con un trozo de vitela doblada a su lado. Sofía imaginó que sería la cuenta de su venta. ¿Le harían saber la cantidad antes revenderla?
—Formalmente —dijo la Hermana O’Venn—, debemos preguntarte, antes de venderte, si tienes los medios para devolver tu deuda a la diosa. Aquí está la cantidad. Ven, cosa inútil, y descubre lo que en realidad vales.
Sofía no tuvo elección; la llevaron hasta la mesa y miró. No se sorprendió al ver que había anotada cada comida, cada noche de alojamiento. Subía tanto que Sofía retrocedió por instinto.
—¿Tienes los medios para pagar esta deuda? —repitió la monja.
Sofía la miró fijamente.
—Sabe que no los tengo.
Había un taburete en medio de la sala, tallado de madera dura y que completamente con el resto de la sala. La Hermana O’Venn señaló hacia él.
—Entonces te sentarás allí, y lo harás recatadamente. No hablarás a menos que se te pida. Obedecerás cualquier instrucción al instante. Falla y habrá castigo.
Sofía estaba demasiado herida para desobedecer. Fue hacia el taburete bajo y se sentó, bajando lo suficiente la mirada para no atraer la atención de las monjas. Aun así, observó cómo entraban unos tipos en la sala, hombres y mujeres, todos rodeados por una sensación de riqueza. Sin embargo, Sofía no pudo ver mucho más que eso, pues llevaban velos que no eran diferentes a los de las monjas, evidentemente para que nadie pudiera ver a quién le interesaba comprarla esclava.
—Gracias por venir avisándolos con tan poca antelación —dijo la Hermana O’Venn, y ahora su voz tenía la afabilidad de un comerciante ensalzando las virtudes de una seda o un perfume buenos.
—Espero que piensen que vale la pena. Por favor, tómense un momento para examinar a la chica y, a continuación, hagan sus apuestas conmigo.
Entonces rodearon a Sofía, mirándola fijamente del modo que un cocinero podría haber examinado un trozo de carne en el mercado, preguntándose para qué serviría, intentando ver algún rastro de putrefacción o exceso de nervio. Una mujer ordenó a Sofía que la mirara y Sofía hizo todo lo que pudo por obedecer.
—Tiene buen color —dijo la mujer—, y supongo que debe ser lo suficientemente bonita.
—Es una lástima que no nos la dejen ver con un chico —dijo un hombre gordo con un rastro de acento que indicaba que venía del otro lado del Puñal-Agua. Sus caras sedas estaban manchadas por un viejo sudor, su hedor disfrazado con un perfume que probablemente era mejor para una mujer. Echó una mirada a las monjas como si Sofía no estuviera allí—. A no ser que hayan cambiado su opinión sobre ello, hermanas.
—Este todavía es un lugar de la Diosa —dijo la Hermana O’Venn, y Sofía distinguir la auténtica disconformidad en su voz. Era extraño que se opusiera a ello, cuando no lo hacía a tantas otras cosas, pensó Sofía.
Extendió su talento, intentando distinguir lo que podía de las mentes de aquellos que estaban allí. Pero no sabía lo que esperaba conseguir, pues no se le ocurría el modo en el que podía influir en sus opiniones sobre ella de un modo u otro. En su lugar, solo le dio una oportunidad de ver las mismas crueldades, los mismos finales duros, una y otra vez. Lo mejor que podía esperar era la servidumbre. Lo peor la hacía temblar de miedo.
—Mmm, tiembla de forma hermosa cuando está asustada —dijo un hombre—. Demasiado bella para las minas, imagino, pero haré mi oferta.
Fue hasta la Hermana O’Venn y le susurró una cantidad. Uno a uno, los demás hicieron lo mismo. Cuando acabaron, ella miró alrededor de la sala.
—En este momento, Meister Karg tiene la oferta más alta —dijo la Hermana O’Venn—. ¿Alguien desea subir su oferta?
Un par parecieron pensárselo. la mujer que había querido mirar a los ojos a Sofía fue hacia la monja enmascarada y, presuntamente, le susurró otra cantidad.
—Gracias a todos —dijo al fin la Hermana O’Venn—. Nuestro negocio ha concluido. Meister Karg, ahora el contracto de esclavitud le pertenece. Debo recordarle que, en caso que sea redimido, la chica será libre para marcharse.
El hombre gordo resopló bajo su velo y, al apartarlo, dejó al descubierto una cara rojiza, con demasiada papada, que no mejoraba la presencia de un espeso bigote.
—¿Y cuándo ha pasado esto con mis chicas? —respondió bruscamente. Levantó una mano rechoncha. La Hermana O’Venn cogió el contrato y lo dejó en su mano.
Los demás que allí había hacían pequeños ruidos de enfado, aunque Sofía notaba que varios de ellos ya estaban pensando en otras posibilidades. La mujer que había subido su oferta estaba pensando que era una pena que hubiera perdido, pero solo en el modo que la enojaba que uno de sus caballos perdiera una carrera contra los de sus vecinos.
Al mismo tiempo, Sofía estaba sentada, sin poderse mover ante el pensamiento que toda su vida se le entregara a alguien con tanta facilidad. Unos días atrás, había estado a punto de casarse con un príncipe, y ahora… ¿ahora estaba a punto de convertirse en la propiedad de este hombre?
—Solo está la cuestión del dinero —dijo la Hermana O’Venn.
El hombre gordo, Meister Karg, asintió.
—Me encargaré de esto ahora. Es mejor pagar con monedas que con promesas de banqueros cuando hay que coger un barco.
¿Un barco? ¿Qué barco? ¿Dónde tenía pensado llevarla este hombre? ¿Qué iba a hacer con ella? Las respuestas a eso eran fáciles de arrancar de sus pensamientos, y solo aquella idea era suficiente para hacer que Sofía se levantara a medias, dispuesta a correr.
Unas manos fuertes la cogieron, las monjas la agarraron fuerte por los brazos una vez más. Meister Karg la miraba con desprecio distraído.
—¿Podéis llevarla a mi carreta? Yo arreglaré las cosas aquí y después…
Y después, Sofía veía que su vida se convertiría en una cosa de un horror aún peor. Quería pelear, pero no había nada que pudiera hacer mientras se la llevaban. Nada en absoluto. En la intimidad de su cabeza, gritaba para que su hermana la ayudara.
Pero parecía que su hermana tampoco la había oído –o no le importaba.