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CAPÍTULO CUATRO
Una y otra vez, Catalina moría.
O, por lo menos, “murió”. Armas ilusorias se deslizaban en su carne, manos fantasmales la estrangulaban hasta la inconsciencia. Unas flechas parpadearon hasta la existencia y dispararon a través de ella. Las armas eran solo cosas formadas de humo, llevadas a la existencia por la magia de Siobhan, pero cada una de ellas hacía tanto daño como el que hubiera hecho un arma de verdad.
Pero no mataban a Catalina. En su lugar, cada momento de dolor solo traía un ruido de decepción por parte de Siobhan, que observaba desde la banda con lo que parecía ser una combinación de diversión y exasperación por la lentitud con la que Catalina estaba aprendiendo.
—Presta atención, Catalina —dijo Siobhan—. ¿Crees que estoy convocando estos fragmentos de sueño para entretenerme?
La silueta de un hombre con espada apareció delante de Catalina, vestido para un duelo más que para una batalla completa. La saludó, nivelando un florete.
—Este es el pase en tiempo de Finnochi —dijo con la misma monotonía plana que parecían tener los demás. Se lo clavó y Catalina fue a defenderse con su espada de madera de prácticas pues, por lo menos, había aprendido a hacer eso. Fue lo suficientemente rápida para ver el momento en que el fragmento cambiaba de dirección, pero el movimiento aún la cogió desprevenida, la espada efímera se deslizó en su corazón.
—Otra vez —dijo Siobhan—. Hay poco tiempo.
A pesar de lo que ella decía, parecía haber más tiempo del que Catalina podía haber imaginado. Los minutos parecían alargarse allí en el bosque, lleno de contrincantes que intentaban matarla y, mientras ellos lo intentaban, Catalina aprendía.
Aprendía a luchar contra ellos, derribándolos con su espada de madera porque Siobhan había insistido en que dejara a un lado su espada de verdad para evitar el peligro de una herida de verdad. Aprendió a clavar y a cortar, a bloquear y a amagar, pues cada vez que cometía un error, el contorno fantasmal de una espada se colaba dentro de ella con un dolor que parecía demasiado real.
Después de los que llevaban espadas estaban los que llevaban palos y mandarrias, arcos y mosquetes. Catalina aprendió a matar de un montón de maneras con sus manos, y a interpretar el momento en el que un enemigo le dispararía un arma, lanzándose al suelo. Aprendió a correr a través del bosque, saltando de rama en rama, huyendo de los enemigos mientras esquivaba y se escondía.
Aprendió a esconderse y a moverse en silencio, pues cada vez que hacía un ruido, los enemigos efímeros se le echaban encima con más armas que con las que ella podía corresponder.
—¿No podrías simplemente enseñarme? —exigió Catalina a Siobhan, gritando hacia los árboles.
—Te estoy enseñando —respondió al aparecer de uno de los que había por allí cerca—. Si estuvieras aquí para aprender magia, podríamos hacerlo con libros y palabras amables, pero estás aquí para convertirte en mortífera. Para esto, el dolor es el mayor maestro que existe.
Catalina apretó los dientes y continuó. Por lo menos aquí, había una razón para el dolor, a diferencia de la Casa de los Abandonados. Partió de nuevo hacia el bosque, manteniéndose en las sombras, aprendiendo a moverse sin alterar ni la hoja o ramita más pequeñas mientras se acercaba sin hacer ruido a un nuevo grupo de enemigos conjurados.
Aun así moría.
Cada vez que lo hacía bien, aparecía un nuevo enemigo, o una nueva amenaza. Cada una era más dura que la anterior. Cuando Catalina aprendió a evitar los ojos humanos, Siobhan hizo aparecer perros cuya piel parecía hincharse hasta convertirse en humo a cada paso que daban. Cuando Catalina aprendió a burlar las defensas de la espada de un duelista, el siguiente rival llevaba armadura de manera que ella solo podía atacar por los agujeros de entre las placas.
Cada vez que paraba, parecía que Siobhan estaba allí, con consejos o pistas, ánimos o la especie de entretenimiento exasperante que animaba a Catalina a hacerlo mejor. Ahora era más rápida, y más fuerte, pero parecía no ser suficiente para la mujer que controlaba la fuente. Tenía la sensación de que Siobhan la estaba preparando para algo, pero la mujer no lo decía, ni contestaba ninguna pregunta que no fuera sobre lo que Catalina tenía que hacer a continuación.
—Tienes que aprender a usar el talento con el que naciste —dijo Siobhan—. Aprende a ver la intención de un enemigo antes de que ataque. Aprende a distinguir la localización de los enemigos antes de que te encuentren.
—¿Cómo voy a practicar eso si estoy luchando contra ilusiones? —exigió Catalina.
—Yo las dirijo, así que dejaré mirar a una fracción de mi mente —dijo Siobhan—. Pero ten cuidado. Hay lugares a los que no querrás mirar.
Aquello captó el interés de Catalina. Ya se había topado con los muros que la mujer tenía para evitar que mirara dentro de su mente. ¿Ahora iba a poder dar un vistazo? Cuando notó que los muros de Siobhan se movían, Catalina se lanzó dentro hasta donde los nuevos límites le permitieron.
No fue muy adentro, pero aun así fue lo suficiente para hacerse una idea de una mente ajena, tanto como la de cualquier persona normal que Catalina hubiera visto antes. Catalina retrocedió por su rareza, retirándose. Lo hizo justo a tiempo para que un enemigo efímero le atravesara el cuello con una espada.
—Te dije que fueras con cuidado —dijo Siobhan mientras Catalina tenía arcadas—. Ahora, inténtalo de nuevo.
Había otro hombre con una espada delante de Catalina. Se concentró y esta vez pilló el momento en el que Siobhan le dijo que atacara. Se agachó, derribándolo.
—Mejor —dijo Siobhan. Esto se acercaba todo lo que ella podía a un elogio, pero el elogio no detuvo las pruebas constantes. Solo significaba más enemigos, más trabajo, más entrenamiento. Siobhan empujaba a Catalina hasta igualar la nueva fuerza que tenía, ella sentía que estaba a punto de desplomarse por el agotamiento.
—¿No he aprendido lo suficiente? —preguntó Catalina—. ¿No he hecho lo suficiente?
Vio que Siobhan sonreía, pero no por diversión.
—¿Piensas que estás preparada, aprendiz? ¿Realmente estás tan impaciente?
Catalina negó con la cabeza.
—Es solo que…
—Que piensas que ya has aprendido lo suficiente por un día. Piensas que sabes lo que está por venir, o lo necesario. —Tal vez tengas razón. Tal vez ya dominas lo que yo quiero que aprendas.
Entonces Catalina notó el punto de enojo. Siobhan no tenía la misma paciencia como maestra que Tomás había mostrado con ella.
—Lo siento —dijo Catalina.
—Es demasiado tarde para sentirlo —dijo Siobhan—. Quiero ver lo que has aprendido. —Dio una palmada—. Una prueba. Ven conmigo.
Catalina quería discutir, pero vio que no tenía sentido hacerlo. En su lugar, siguió a Siobhan hasta un lugar donde el bosque se abría hacia un claro más o menos circular rodeado por majuelos y zarzas, rosas silvestres y ortigas. En medio de esto, había una espada, puesta en equilibrio a través del tocón de un árbol.
No, no era simplemente una espada. Catalina reconoció al instante la espada que Tomás y Will le habían hecho.
—¿Cómo…? —empezó.
Siobhan hizo una señal con la cabeza hacia ella.
—Tu espada no estaba acabada, como no lo estabas tú. La he terminado, igual que estoy intentando mejorarte a ti.
Ahora la espada tenía un aspecto diferente. Tenía una empuñadura de madera oscura y clara en espiral, que Catalina imaginaba que encajaría a la perfección en su mano. Tenía marcas a lo largo de la hoja que no estaban en ningún idioma que hubiera visto antes, mientras el filo de la espada ahora brillaba con un aspecto diabólico.
—Si piensas que estás preparada —dijo Siobhan—, lo único que debes hacer es ir hasta allí y coger tu arma. Pero si lo haces, debes saber esto: allí el peligro es real. No es ningún juego.
En otra situación, Catalina podría haber dado un paso atrás. Podría haberle dicho a Siobhan que no le interesaba y haber esperado un poco más. Dos cosas la frenaban. Una era la insoportable sonrisa que nunca parecía irse del rostro de Siobhan. Se burlaba de Catalina con la insolencia de que todavía no era lo suficientemente buena. De que nunca sería lo suficientemente buena para estar a la altura del nivel que Siobhan le había fijado. Era una expresión que le recordaba demasiado el desprecio que las monjas enmascaradas le habían mostrado.
Ante aquella sonrisa, Catalina sentía que su rabia crecía. Quería borrar la sonrisa de la cara de Siobhan. Quería demostrarle que cualquiera que fuera la magia que la mujer del bosque poseyera, Catalina estaba al nivel de los trabajos que le preparara. Quería una pequeña cantidad de satisfacción por todas las espadas fantasmales que le habían clavado.
La otra razón era más sencilla: aquella espada era suya. Había sido un regalo de Will. Siobhan no tuvo que mandarle para que Catalina fuera a buscarla.
Catalina cogió carrerilla y saltó hasta una rama, a continuación saltó por encima de un círculo de espinas que rodeaba el claro. Si esto era lo mejor que podía ingeniar Siobhan, ella cogería la espada y volvería en desbandada con la misma facilidad que si anduviera por un camino del campo. Cayó en cuclillas sobre el suelo, mirando hacia la espada que la esperaba al otro lado.
Pero ahora había una silueta que la sujetaba y Catalina se quedó mirándola. Mirándose a ella misma.
Indudablemente era ella, hasta el último detalle. El mismo pelo corto y pelirrojo. La misma agilidad vigorosa. Sin embargo, la versión de ella llevaba ropa diferente, iba vestida con los verdes y los marrones del bosque. Sus ojos también eran diferentes, verde hoja de punta a punta y cualquier cosa menos humanos. Mientras Catalina miraba, la otra versión de ella desenvainó la espada de Will, dando golpes con ella al aire como si la estuviera probando.
—Tú no eres yo —dijo Catalina.
—Tú no eres yo —dijo su otro yo, exactamente con la misma entonación, exactamente con la misma voz—. Tan solo eres una copia barata, ni la mitad de buena.
—Dame la espada —exigió Catalina.
Su otro yo negó con la cabeza.
—Creo que me la quedaré. Tú no la mereces. Solo eres escoria del orfanato. No es de extrañar que las cosas no salieran bien con Will.
Entonces Catalina fue corriendo hacia ella, blandiendo su espada de prácticas con toda la fuerza y la furia que pudo reunir, como si pudiera hacer pedazos aquella cosa con el poder de su ataque. En su lugar, vio cómo su espada de prácticas se encontraba con el acero de la que estaba viva.
Clavaba y atacaba, hacía amagos y golpeaba, atacando con todas las habilidades que había desarrollado a través de la despiadada instrucción de Siobhan. Catalina iba hasta el límite de la fuerza que la fuente le había concedido, usando toda la velocidad que poseía para intentar abrirse camino entre las defensas de su contrincante.
Su otra versión bloqueaba cada ataque a la perfección, parecía conocer cada movimiento cuando Catalina lo hacía. Cuando contraatacaba, Catalina apenas evitaba los golpes.
—No eres lo suficientemente buena —dijo su otra versión—. Nunca serás lo suficientemente buena. Eres débil.
Las palabras repiqueteaban en el interior de Catalina casi tanto como el impacto de los golpes de espada contra su arma de prácticas. Dolían, y dolían sobre todo porque todo lo que Catalina sospechaba que podría ser la verdad. ¿Cuántas veces lo habían dicho en la Casa de los Abandonados? ¿No le habían mostrado la verdad los amigos de Will en su círculo de entrenamiento?
Catalina sacó su rabia con un grito y atacó de nuevo.
—No hay control —dijo su otro yo mientras esquivaba los golpes—. No hay reflexión. Nada a excepción de una niña pequeña que juega a ser guerrera.
Entonces su reflejo atacó y Catalina sintió el dolor de la espada cortándole la cadera. Por un instante, no parecía diferente de las espadas fantasmales que la habían apuñalado tantas veces, pero esta vez el dolor no disminuía. Esta vez, había sangre.
—¿Qué se siente al saber que vas a morir? —preguntó su contrincante.
Terror. Se sentía terror, pues lo peor de todo es que Catalina sabía que era cierto. No podía esperar derrotar a su contrincante. Ni tan solo podía esperar sobrevivir a ella. Iba a morir aquí, dentro de este círculo de espinas.
Entonces Catalina corrió hacia el borde, dejando a un lado su espada de madera, que la hacía ir más lenta. Saltó hacia el borde del círculo, mientras oía la risa de su reflejo tras ella mientras se lanzaba hacia él. Catalina se cubrió la cara con las manos, cerrando los ojos al ir contra las espinas y esperando que eso fuera suficiente.
La desgarraban mientras se zambullía a través de ellas, rasgando su ropa y la piel de debajo. Catalina sentía que las gotas de sangre la cubrían mientras las espinas la desgarraban, pero se obligaba a atravesar aquella maraña, atreviéndose solo a abrir los ojos cuando salió al otro lado.
Miró hacia atrás, medio convencida de que su reflejo la estaría siguiendo, pero cuando Catalina miró, su otra versión había desaparecido, dejando la espada colocada en el tocón del árbol como si ella nunca hubiera estado allí.
Entonces se desplomó, su corazón latía con fuerza por el esfuerzo de todo lo que acababa de hacer. Ahora sangraba por un montón de sitios, por los rasguños de las espinas y por la herida de la cadera. Dio la vuelta para ponerse sobre su espalda, mirando fijamente al follaje del bosque, mientras el dolor venía en tandas.
Siobhan apareció en su campo de visión, bajando la vista hacia ella con una mezcla de decepción y de pena. Catalina no sabía lo que era peor.
—Te dije que no estabas preparada —dijo—. ¿Estás lista para escuchar ahora?
CAPÍTULO CINCO
“Lady Emelina Constancia Ysalt d’Angelica” —decía la nota—, Marquesa de Sowerd y Lady de la Orden de la Banda”. A Angelica le impresionó menos que se usara su nombre completo que el origen de la nota: la Viuda la había citado para una audiencia privada.
Oh, no lo había dicho así. Había expresiones como estar “encantada de solicitar el placer de su compañía” y “esperar que le resultara oportuno”. Angelica sabía igual de bien que cualquiera que una solicitud de la Viuda equivalía a una orden, incluso aunque la Asamblea de los Nobles hiciera las leyes.
Se forzó para no mostrar su preocupación mientras se acercaba a los aposentos de la Viuda. No comprobó su aspecto ansiosamente ni se movía de forma nerviosa sin necesidad. Angelica sabía que tenía un aspecto perfecto, pues cada mañana pasaba un rato delante del espejo con sus sirvientas, para asegurarse de que así fuera. Nos e movía de forma nerviosa porque estaba en perfecto control de sí misma. Además, ¿de qué tenía que preocuparse? Iba a reunirse con una mujer mayor, no a entrar en la guarida de un gato de las sombras.
Angelica intentaba recordar esto mientras se acercaba a las puertas de los aposentos de la anciana, mientras un sirviente las abría de par en par y la anunciaba.
—¡Milady d’Angelica!
Debería haberse sentido segura, pero la verdad era que esta era la reina del reino y la madre de Sebastián, y Angelica había hecho demasiado en su vida para sentir alguna vez la certeza de que evitaría la desaprobación. Aun así, caminó hacia delante, obligándose a proyectar una máscara de confianza cuidadosamente confeccionada.
Nunca antes había tenido un motivo para estar en los aposentos privados de la Viuda. A decir verdad, eran algo decepcionantes, diseñados con una especie de sencilla majestuosidad que por la menos estaba veinte años pasada de moda. Para el gusto de Angelica, había demasiados entrepaños de madera oscura y, aunque el dorado y las sedas del resto del palacio estaban presentes a trozos, todavía no se acercaba ni de lejos a la extravagancia que Angelica hubiera escogido.
—¿Esperabas algo más elaborado, querida? —preguntó la Viuda. Estaba sentada al lado de una ventana que daba a los jardines, en una silla de madera oscura y piel verde. Entre ella y otro asiento, sutilmente más bajo, había una mesa de marquetería. Llevaba un vestido de día relativamente sencillo en lugar de ir vestida completamente con galas, y una diadema en lugar de una corona, pero aun así no había duda sobre la autoridad de la anciana.
Angelica se dejó caer en una reverencia. Una reverencia propia de la corte, no una de las cosas sencillas con las que un sirviente se podría haber molestado. Incluso en cosas como esta, las sutiles gradaciones de estatus importaban. Los segundos se alargaban mientras Angelica esperaba el permiso para levantarse.
—Por favor, acompáñame, Angelica —dijo la Viuda—. Así es cómo prefieres que te llamen, ¿verdad?.
—Sí, su majestad. —Angelica sospechaba que sabía muy bien cómo debería llamarla. También se dio cuenta de que no hubo un correspondiente indicio de informalidad por parte de la madre de Sebastián.
Aun así, fue bastante agradable, ofreciéndole una tisana de frambuesa de una tetera que evidentemente se acaba de hacer y sirviendo a Angelica un trozo de pastel de frutas con sus propias manos delicadamente cubiertas con guantes.
—¿Cómo está tu padre, Angelica? —preguntó—. Lord Robert siempre fue leal a mi esposo mientras vivió. ¿Todavía tiene mala respiración?
—El aire del campo le va bien, su majestad —dijo Angelica, pensando en las extensas haciendas de las que tanto se alegraba de estar lejos—. Aunque ya no sale a cazar tanto como lo hacía.
—Los hombres jóvenes van al frente de la cacería —dijo la Viuda—, mientras que las almas más sensatas se esperan detrás y se toman las cosas al ritmo que les va bien. Cuando yo he asistido a cacerías ha sido con un halcón, no con una jauría de perros de caza que van al ataque. Son menos temerarios y ven más.
—Una buena elección, su majestad —dijo Angelica.
—Y tu madre, ¿continúa cultivando sus flores? —preguntó la Viuda, dando sorbos a su bebida—. Siempre he envidiado los tulipanes estrellados que produce.
—Creo que está trabajando en una nueva variedad, su majestad.
—Empalmando líneas, sin duda —cavilaba la Viuda, mientras dejaba su taza.
Angelica empezaba a preguntarse la razón de todo esto. Sinceramente dudaba de que la dirigente del reino la hubiera llamado aquí para hablar de las minucias de la vida de su familia. Si fuera ella quien gobernara, desde luego que no se preocuparía por algo tan inútil. Angelica apenas prestaba atención cuando llegaban cartas de las haciendas de sus padres.
—¿Te estoy aburriendo, querida? —preguntó la Viuda.
—No, por supuesto que no, su majestad —dijo Angelica apresuradamente. Gracias a las guerras civiles, los días en que la realeza del reino simplemente podía encarcelar a los nobles sin juicio habían desaparecido, pero aun así no era buena idea arriesgarse a insultarlos.
—Porque yo tenía la impresión de que tú pensabas que mi familia era fascinante —continuó la Viuda—. Mi hijo pequeño en particular.
Angelica se quedó helada, sin saber qué decir a continuación. Debería haber imaginado que una madre se daría cuenta de su interés por Sebastián. ¿Entonces se trataba de eso? ¿De una sugerencia cortés para que lo dejara en paz?
—No estoy segura de a qué se refiere —contestó Angelica, decidiendo que su mejor opción era hacer el papel de la joven noble falsamente modesta—. Evidentemente, el Príncipe Sebastián es bien parecido, pero…
—¿Pero tu intento de sedarlo y reclamarlo para ti no salió como estaba planeado? —preguntó la Viuda y ahora su voz era como el acero—. ¿Pensabas que no me enteraría de esta pequeña estratagema?
Ahora Angelica notaba que el miedo crecía en su interior. Puede que la Viuda no pudiera simplemente ordenar su muerte, pero eso era lo que un ataque a una persona de la realeza podía significar, incluso con un juicio de sus compañeros nobles. Tal vez especialmente con ellos, pues sin duda estarían aquellos que querrían fijar un ejemplo, o sacarla de en medio, o ajustar cuentas con su familia.
—Su majestad… —empezó Angelica, pero la Viuda la cortó levantando un solo dedo. Pero, en lugar de hablar, se tomó su tiempo para vaciar su taza y, a continuación, la tiró a la chimenea y la porcelana se hizo añicos con un chasquido que hizo pensar a Angelica en huesos rotos.
—Un ataque a mi hijo es traición —dijo la Viuda—. Un intento de manipularme, y de robarme a mi hijo para casarse con él, es traición. Tradicionalmente, esto se recompensa con la Máscara de Plomo.
A Angelica se le contrajeron los intestinos al pensarlo. Era un castigo espantoso de otro tiempo y ella no había visto jamás que se llevara a cabo. Se decía que la gente se mataba a sí misma solo pensarlo.
—¿Te resulta familiar? —preguntó la Viuda—. Se encierra al traidor dentro de una máscara de metal y se vierte plomo fundido en el interior. Una muerte terrible, pero a veces el terror es útil. Y, por supuesto, permite tomar un molde de sus rostros para exponerlo más tarde ante todos a modo de recordatorio.
Cogió algo de al lado de su silla. Parecía ser una de las muchas máscaras que siempre estaban por toda la corte como adoración de la Diosa Enmascarada. Pero esta podía haber sido el molde de una cara. Una cara aterrorizada, agonizante.
—Alan de Courcer decidió alzarse contra la corona —dijo la Viuda—. Colgamos a la mayoría de sus hombres de manera limpia, pero con él dimos un ejemplo. Todavía recuerdo los gritos. Es gracioso cómo perduran estas cosas.
Angelica cayó de rodillas de la silla casi como un pollo deshuesado, alzando la vista hacia la otra mujer.
—Por favor, su majestad —suplicó, pues en ese momento, suplicar parecía ser su única opción—. Por favor, haré cualquier cosa.
—¿Cualquier cosa? —dijo la Viuda—. Cualquier cosa son palabras mayores. ¿Y si quisiera que entregaras las tierras de tu familia, o que sirvieras como espía en las cortes de este Nuevo Ejército que parece que proviene de las guerras continentales? ¿Y si decidiera que debes ir a cumplir tu penitencia en una de las Colonias Lejanas?
Angelica miró a a aquella aterrorizada máscara de la muerte y supo que solo había una respuesta.
—Cualquier cosa, su majestad. Pero eso no, por favor.
Odiaba estar así. Era una de las nobles más importantes en el país, pero aquí y ahora se sentía tan desamparada como el más bajo de los siervos.
—¿Y si quisiera que te casaras con mi hijo? —preguntó la Viuda.
Angelica la miró fijamente, perpleja, las palabras no tenían sentido. Si la mujer le hubiera dicho que le ofrecía un cofre de oro y la dejaba marchar hubiera tenido más sentido que esto.
—¿Su majestad?
—No te quedes allí de rodillas, abriendo y cerrando la boca como un pez —dijo la mujer—. De hecho, vuelve a sentarte. Por lo menos, intenta parecer el tipo de joven refinada con la que mi hijo debería casarse.
Angelica se forzó a sentarse de nuevo en la silla. Aun así, se sentía débil—. No estoy segura de entenderlo.
La Viuda juntó las manos por las puntas de los dedos.
—No hay mucho que entender. Yo necesito a alguien adecuado para casarse con mi hijo. Tú eres lo suficientemente hermosa, de una familia con un estatus adecuado, bien relacionada en la corte, y resulta suficientemente evidente por tu pequeña trama que te interesa el papel. Es un acuerdo que parece sumamente beneficioso para todos los afectados, ¿no crees?
Angelica consiguió recomponerse un poco.
—Sí, su majestad. Pero…
—Definitivamente, es preferible a las alternativas —dijo la Viuda, acariciando la máscara con el dedo—. En todos los sentidos.
Visto así, Angelica no tenía elección.
—Me haría muy feliz, su majestad.
—Tu felicidad no es mi principal preocupación —replicó la Viuda—. El bienestar de mi hijo y la seguridad de este reino sí. No pondrás en peligro ninguno de los dos, o habrá ajuste de cuentas.
Angelica no tuvo que preguntar sobre el ajuste de cuentas. Ahora mismo, sentía que el hilo del terror la recorría. Odiaba eso. Odiaba que esta vieja bruja pudiera hacer que incluso algo que deseaba pareciera una amenaza.
—¿Qué sucede con Sebastián? —preguntó Angelica—. Por lo que vie en el baile, sus interese están… en otro sitio.
En la chica pelirroja que aseguraba ser de Meinhalt, pero que nos e comportaba como ninguna noble que Angelica hubiera conocido.
—Eso ya no será un problema —dijo la Viuda.
—Aun así, si todavía le duele…
La mujer la miró fijamente.
—Sebastián cumplirá con su deber, tanto hacia el reino como hacia su familia. Se casará con quien se le exija que se case y haremos que sea un acontecimiento feliz.
—Sí, su majestad —dijo Angelica, bajando la mirada recatadamente. Una vez casada con Sebastián, tal vez no tendría que inclinarse y pasar estos apuros. Pero, por ahora, se comportaba como tenía que hacerlo—. Escribiré a mi padre enseguida.
La Viuda hizo un gesto de rechazo con la mano.
—Ya lo he hecho yo y Roberto ha aceptado encantado. Los preparativos para la boda ya están en marcha. Tengo entendido por los mensajeros que tu madre se desmayó al oír la noticia, pero ha tenido tendencia a la fragilidad. Confío en que este no sea un rasgo que pases a mis nietos.
Hizo que sonara como una enfermedad que debía eliminarse. Angelica estaba más enojada por el modo en que todo se había llevado a la práctica sin que ella lo supiera. Aun así, hacía todo lo que podía para mostrar la gratitud que sabía que se esperaba de ella.
—Gracias, su majestad —dijo—. Me esforzaré por ser la mejor nuera que pudiera esperar.
—Solo recuerda que al convertirte en mi hija política no adquieres ningún favor especial —dijo la Viuda—. Has sido escogida para realizar un trabajo, y lo harás para mi satisfacción.
—Me esforzaré por hacer feliz a Sebastián —dijo Angelica.
La Viuda se puso de pie.
—Procúralo. Hazlo tan feliz que no pueda pensar en nada más. Hazlo lo suficientemente feliz como para sacar los pensamientos… de otras de su mente. Hazlo feliz, dale hijos, haz lo que la esposa de un príncipe debe hacer. Si haces todo esto, tu futuro también será feliz.
La irascibilidad de Angelica no iba a dejar pasar eso.
—¿Y si no lo hago?
La Viuda la miró como si no fuera nada, en lugar de una de las más grandes nobles del país.
—Estás intentando ser fuerte con la esperanza de que te respete como a un igual —dijo—. Tal vez esperas que vea algo de mí misma en ti, Angelica. Tal vez incluso lo haga, pero eso apenas es algo bueno. Quiero que recuerdes una cosa desde este momento: me perteneces.
—No, tú…
La bofetada no fue fuerte. No le dejaría una marca que se viera. Apenas escocía, excepto en lo referente al orgullo de Angelica. Allí, quemaba.
—Me perteneces con la misma certeza que si hubiera comprado a una chica como esclava —repitió la Viuda—. Si me fallas de algún modo, te destrozaré por lo que intentaste hacerle a mi hijo. La única razón por la que estás aquí y no en una celda es porque me eres más útil así.
—Como una esposa para su hijo —puntualizó Angelica.
—Como eso, y como una distracción para él —respondió la Viuda—. Dijiste que harías cualquier cosa. Hazme saber si has cambiado de opinión.
Y, entonces, Angelica podía imaginar que habría la muerte más espantosa.
—No, imaginaba que no. Serás la esposa perfecta. Con el tiempo, serás la madre perfecta. Me contarás cualquier problema. Obedecerás mis órdenes. Si fallas en alguna de estas cosas, la Máscara de Plomo parecerá aburrida en comparación con lo que te sucederá.
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