Kitabı oku: «El dragón. De lo imaginado a lo real», sayfa 2

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Por otra parte, decidí focalizarme en las problemáticas de las imágenes dragontinas bidimensionales, y especialmente, en el vasto universo de manuscritos iluminados hispánicos, e incluir en esta línea algunas indagaciones sobre otros soportes y materialidades en pintura mural y pintura sobre tabla. Por ello, se excluyen en este trabajo análisis pormenorizados de dragones representados en medios tridimensionales (principalmente escultura), dado que también excedería los parámetros establecidos para esta pesquisa y debido a que una exploración de ese tipo merecería una investigación exhaustiva de la misma importancia. Si bien he realizado algunas menciones a piezas escultóricas y a orfebrería para comparar ciertas cuestiones materiales e iconográficas con nuestro eje de estudio puntual, es decir, las pinturas en los manuscritos, no me he explayado en esta otra interesante rama representativa, dejándola abierta para próximos trabajos e investigaciones.

Asimismo, he procurado incluir la mayor cantidad posible de manuscritos iluminados hispánicos del periodo examinado en donde detecté la presencia de componentes visuales dragontinos recurrentes, y a su vez realicé una deliberada elección de los casos y ejemplos más relevantes dentro los libros seleccionados. Dada la gran extensión del área territorial trabajada considero, sin embargo, la necesidad de volver a relevarla en el futuro y ampliar aun más el corpus de manuscritos a analizar para generar nuevas indagaciones. Tal es así que queda pendiente un estudio derivado, específico y complementario sobre las representaciones dragontinas en los códices pertenecientes al Real Monasterio de Las Huelgas, en Burgos, sitio al que por diferentes motivos no pude acceder directamente en esta ocasión.

En cuanto a las perspectivas teórico-metodológicas utilizadas en este estudio, la iconografía basada en la tradición de Aby Warburg y sus modos de pensar las genealogías de las imágenes en relación con la mitología clásica y con constelaciones culturales, religiosas, sociales y políticas, entre otras, continuó siendo un punto de partida referencial13. Repensar las trayectorias del dragón desde las visualidades antiguas a las medievales en sus diversas vertientes posibilitó entretejer interesantes conexiones entre imágenes pasadas y aquellas presentes en el lenguaje zoomorfo de estos códices. Las revisiones de las últimas décadas en materia de iconografía e iconología –en referencia también a la fuerte tradición historiográfica surgida de las teorías de Erwin Panofsky en la primera mitad del siglo XX14– posibilitaron reajustar sus bases y ofrecer nuevos instrumentos de examen al historiador del arte. En este sentido, han sido de enorme riqueza los aportes de Georges Didi-Huberman en relación a indagar la particular problemática del tiempo en el devenir de las imágenes; cómo opera en su desarrollo y cómo éstas albergan tiempos disímiles superpuestos, siempre plausibles de ser puestos en tensión a nivel material y conceptual atendiendo a las diferencias espacio-temporales históricas15. La imagen es premeditada por el investigador francés, incorporando a las estructuras warburianas elementos freudianos, en su faceta sintomática de procesos culturales diversos16. Las imágenes funcionan como receptáculos dinámicos de temporalidades que trabajan activamente: se invalidan o transforman; son motor de latencias y polaridades alternativas17. Además, la corriente de la Cultura visual y la posición de W.J.T. Mitchell en ella, resultaron una perspectiva muy interesante no sólo en lo que refiere a considerar el vasto universo de visualidades en sus contextos discursivos, de producción y consumo, sino fundamentalmente en involucrar a la imagen en términos de ideología18. El lenguaje de las imágenes es un lenguaje otro, desemejante al textual, cuyas esferas de significación, sus intercambios y negociaciones disímiles, también requieren de una consideración retórica, ideológica, de develamiento de los intereses que están por detrás de sus procesos de acción19. Por lo tanto, estos utillajes teóricos resultaron de gran importancia en el desarrollo del presente trabajo para atender a las interacciones entre lo conceptual y el aparato de imágenes de manera crítica y no unilateral. La compresión de los encadenamientos formales y significativos de las figuras dragontinas, pero al mismo tiempo, de sus transformaciones y quiebres en pos de determinadas operatorias ideológicas y persuasivas en el marco de nuestros dispositivos codicológicos, implicó una labor de indagación constante.

Si hablamos de operatividad visual y de materialidades como cuerpos de las imágenes según los términos de Hans Belting20, las aristas metodológicas basadas en la capacidad agente de las imágenes y en su dimensión antropológica han desempeñado sin lugar a duda un papel fundamental en esta investigación. Es menester considerar que las imágenes medievales tuvieron múltiples círculos y redes de acción en tanto vehículos necesarios para desarrollar diversos usos y ritos21. Implicaron objetos y materialidades22 activos y performativos23 con roles esenciales para la propagación de la doctrina cristiana en el contexto idiosincrático de gestación y consumo de estos manuscritos. Todo ello invita a reflexionar entonces sobre la importancia del poder y los efectos que estas imágenes acapararon en los entornos monásticos de su recepción y consumo, bajo claros propósitos tanto pedagógicos como persuasivos24.

En base a estos lineamientos, los códices en tanto objetos portadores de imágenes bidimensionales implican corporalidades específicas puestas en juego en sus diversos usos monásticos. Este carácter objetual propio de las imágenes medievales con frecuencia determinó el desarrollo de distintos usos y ritos, al ser utilizadas y manipuladas de manera restringida o revelada, para la oración, la lectio monástica o las actividades litúrgicas25. Como ha indicado Jean-Claude Schmitt, las diversas funciones de las imágenes medievales en la cotidianeidad de sus usos posibilitaron que sus contenidos universales se desarrollaran de distinta manera en ámbitos locales26. Así, estas consideraciones en torno a los ámbitos de acción e incidencia de las imágenes, en particular en las prácticas monásticas, han sido igualmente elementos nodales para la presente pesquisa.


El estudio de la figura dragontina en manuscritos iluminados elaborados durante la Plena Edad Media en el contexto ibérico cristiano no cuenta al momento con investigaciones específicas. Si bien algunos primeros trabajos históricos de Manuel Gómez-Moreno27 y catálogos de Jesús Domínguez Bordona28 habían ofrecido una visión general sobre miniaturas de códices hispánicos medievales en relación con otras expresiones artísticas del periodo, éstos no realizaron ningún examen particular sobre las representaciones de dragones configurados en sus folios.

Por otra parte, dentro de la vertiente iconográfica más tradicional no podemos dejar de mencionar los importantes aportes de Jurgis Baltrušaitis, quien en sus estudios sobre seres imaginarios y fauna fantástica medieval incluyó la caracterización de dragones y demonios con alas de murciélagos y crestas dentadas en manifestaciones visuales del siglo XIII tardío29.

En cuanto a trabajos generales sobre manuscritos iluminados hispánicos de ese periodo en los cuales se hizo alternativamente alguna alusión a las figuras de dragones, hallamos algunas obras de gran utilidad y valor escritas hacia la década de 1980. El libro de Antonio Viñayo y Etelvina Fernández sobre los diseños fitomorfos y zoomorfos incorporados a las obras de Santo Martino de León reveló la gran variedad de seres dragontinos ubicados en las letras capitales y en los márgenes de estos códices del área leonesa30. Asimismo, cabe destacar el sustancial catálogo de exposición realizado en Cataluña sobre la temática del dragón medieval dirigido por Lambert Botey y Victoria Cirlot, el cual presenta un amplísimo y completo panorama de las diferentes manifestaciones dragontinas en fuentes textuales e iconográficas medievales, incluyendo la intervención de variados académicos31. Esta obra resulta un precedente fundamental en los estudios sobre el dragón medieval, pues además de ser una importante guía genérica sobre este tópico, sentó las bases para que surja un sinfín de aristas no abordadas y de problemáticas a desarrollar en nuevas investigaciones. Por otro lado, para el área castellano-burgalesa, ha sido de gran valor el trabajo de Sonsoles Herrero González sobre los códices miniados del Real Monasterio de Las Huelgas, en particular por sus minuciosas descripciones sobre los diseños pictóricos de un considerable conjunto de letras capitales, algunas de ellas portantes de dragones en esos manuscritos32.

Ya en la década de 1990, en España, Ignacio Malaxecheverría escribió un importante trabajo sobre la fauna ibérica. En él incluyó un capítulo dedicado al dragón-serpiente incorporando ejemplos a través de diferentes fuentes visuales, como imágenes de algunos seres serpentino-dragontinos procedentes de ciertos Beatos y de los códices de Santo Martino de León, en lo que respecta a parte de nuestro corpus trabajado. Sin embargo, no se detuvo en examinar los usos y funciones de esta iconografía al interior particular de los folios. Su trabajo ofrece un panorama general y rico sobre este tipo de representaciones en variados ejemplos de fuentes textuales y visuales –incluyendo arcos y capiteles– dentro de una extensa franja temporal que abarca del siglo XI al XVI, desarrollando mayormente casos bajomedievales33. Con posterioridad, realizó un compendio de gran cantidad de fuentes animalísticas escritas y visuales, incluyendo material de bestiarios en donde en algunos extractos mencionan de manera ocasional al dragón34.

De igual modo, es menester señalar los relevantes estudios realizados por Miguel Ángel Elvira Barba sobre las características y el desarrollo iconográfico del dragón en Bizancio y en la Edad Media en general35. Sus aportes han permitido conocer aspectos específicos dragontinos en el contexto bizantino y sus formas particulares de representación en diferentes manifestaciones visuales medievales provenientes de Irlanda, Inglaterra, Francia, Italia y España. Además, para la zona leonesa en concreto, la tesis doctoral de Fernando Galván Freile brindó significativa información sobre los manuscritos miniados del siglo XIII confeccionados en esa área. Los tres tomos que la componen aportaron una exhaustiva investigación codicológica e iconográfica general a modo de gran catálogo, apareciendo en algunos casos la alusión a diversas figuras dragontinas36.

No podemos dejar de mencionar, por otra parte, la extensa producción bibliográfica existente en torno a los dragones en las sagas de la Escandinavia medieval y en la literatura anglosajona general del periodo, destacándose el épico dragón custodio de tesoros presente en Beowulf37. En consonancia, dentro de la historiografía anglosajona sobre el dragón en la Antigüedad, Clavert Watkins realizó en los noventa un completo estudio literario filológico sobre el tópico mítico de la matanza del dragón-serpiente en la poesía indoeuropea38. Posteriormente, Daniel Ogden publicó dos obras esenciales sobre el dragón y sus implicancias en la narrativa y las fuentes literarias históricas clásicas y temprano medievales en general. Por un lado, se concentró en el concepto griego de drakōn y en su trasposición latina a draco en tanto gran serpiente protagonista de mitos antiguos grecolatinos, analizando los diferentes modos de interactuar de esta criatura con héroes, dioses e incluso con otros especímenes dragontinos39. Dedicó el Capítulo 11 a examinar el traspaso del tópico de batalla contra el drakōn antiguo a los relatos hagiográficos construidos durante los primeros siglos del cristianismo, que luego derivaron en historias como las de san Patricio o san Jorge, pensándolos como discursos de campaña contra los cultos paganos vinculados a las serpientes40. Su otro libro vuelve sobre estos mismos tópicos, tanto del dragón clásico como del temprano dragón cristiano, incluyendo gran cantidad de extractos de fuentes literarias que revelan la progresiva construcción del tópico de combate y aniquilación del dragón41.

Asimismo, es posible encontrar investigaciones que incluyeron al dragón en el marco general de otros animales de carácter bestial, con el objeto de dirimir determinadas concepciones medievales relativas a los seres deformes y monstruosos. Alixe Bovey, en un estudio particular sobre criaturas grotescas, mencionó en varios ejemplos a los dragones que adoptan posiciones contorsionadas en las letras y que se deslizan en los márgenes al final de los párrafos42. Bovey se concentró en dragones plasmados en bestiarios ingleses de la segunda mitad del siglo XIII y en algunas escenas apocalípticas en donde se desarrolla la lucha entre san Miguel y el dragón en diferentes manuscritos, incluyendo el Beato de Silos43. Resulta interesante su alusión a la presencia de lo grotesco en los márgenes y a la consideración medieval de las formas dragontinas, reptilianas y serpentinas en vínculo con lo deforme y lo monstruoso y, por ende, con lo diabólico, el pecado y la tentación44. Continuando con esta perspectiva, Elizabeth Morrison relacionó a los dragones con los demonios y con las bestias infernales45, a partir del análisis de representaciones en manuscritos franceses e ingleses medievales. La curadora del departamento de manuscritos del J. Paul Getty Museum aludió a la creación de configuraciones muy imaginativas de los seres dragontinos tanto en bestiarios como en el mismo relato bíblico46.

Desde Francia, destaca el trabajo sustancial sobre el motivo específico de San Jorge y el dragón de Georges Didi-Huberman, Ricardo Garbetta y Manuela Morgaine, en el cual se exploran las transformaciones y migraciones de esta iconografía partiendo de obras pictóricas producidas en la Edad Media y en siglos modernos posteriores47. Dentro la historiografía vinculada a la problemática animalística y la zoohistoria medieval hallamos algunos apartados que Michel Pastoureau dedicó al dragón, en el marco de sus estudios generales sobre bestiarios ingleses y franceses, así como en torno a la operatoria de lo simbólico en el Medioevo. En este sentido, definió al dragón como un animal directamente vinculado al mal demoníaco, muy arraigado en la idiosincrasia medieval y frecuente en múltiples representaciones culturales48. Igualmente, expuso las diferentes concepciones e ideas sobre el dragón condensadas en bestiarios franco-anglosajones, sus características físicas, sus hábitos y las diferentes interpretaciones exegéticas y moralizantes sobre su figura, siempre sujetas al mal y al pecado49.

Además, Sara Kuehn dedicó un libro completo a las diferentes manifestaciones culturales y materiales del dragón, aunque centrándose en el área medieval del este de Europa y de Asia central, así como en el universo islámico-medieval50. Igualmente, Sara Arroyo Cuadra, en un artículo académico realizó un interesante estudio mediante un análisis sobre su iconografía en paralelo a la del grifo, observando puntos en común y continuidades, así como discrepancias formales y conceptuales51. Por lo demás, el desarrollo de esta investigación hará mención y cita de otros trabajos que, si bien refieren a los códices trabajados en nuestro corpus, no hacen ningún examen puntual y pormenorizado de su fauna dragontina.

Por todo ello, al no existir al momento ninguna obra exhaustiva ni particular que interrelacione las expresiones pictóricas del dragón con sus funciones en manuscritos hispánicos pertenecientes a la Plena Edad Media, este estudio pretende contribuir a este campo de estudio específico, y al mismo tiempo, ampliar horizontes hacia nuevos debates.


Así, nuestro recorrido por el universo dragontino se desarrollará a través de los tres capítulos que conforman este libro. El primero plantea un condensado panorama de los diferentes scriptoria en donde estos códices fueron producidos dentro del contexto histórico-artístico hispánico del siglo XII y de principios del siglo XIII. Se hace referencia a la situación política y al importante rol de la Iglesia en este periodo, de igual manera que al florecimiento del Estilo 1200 en el momento de mayor apogeo del románico ibérico.

En el segundo capítulo nos adentraremos en indagar los orígenes iconográficos de la figura dragontina desde la Antigüedad hasta la Edad Media; sus tradiciones, sus continuidades y sus cambios graduales. Sumado a ello, se ofrece una disquisición teórica sobre la estructuración de lo dragontino en base a los conceptos de bestialidad e hibridez dentro de la cultura medieval.

Finalmente, el capítulo tercero expone un análisis pormenorizado sobre las diferentes manifestaciones del dragón en los manuscritos iluminados correspondientes al corpus elegido. Se presentan las características fundamentales de cada género codicológico tratado, del mismo modo que las diferentes posibilidades y recursos pictóricos aplicados en sus figuras dragontinas. Tanto las miniaturas centrales, como todo el aparato paratextual (letras capitales y marginalia), son examinados en sus variadas resoluciones plásticas de dragones. Se incluyen, además, algunos ejemplos de imágenes dragontinas en pinturas murales y pinturas sobre tabla elaboradas en ese periodo. Además de mapas históricos georreferenciados y de reproducciones a color de puntuales representaciones, se incluye a lo largo del libro un verdadero catálogo de los esquemas iconográficos correspondientes a las imágenes dragontinas tratadas52.

La puerta al mundo de los dragones en imágenes de la España Plenomedieval está abierta. Sólo resta que las miremos con la misma inteligente curiosidad con la que las observaban seguramente los monjes en sus lecturas y oficios monásticos cotidianos.

Capítulo I
Los scriptoria en el contexto histórico-artístico hispánico de los siglos XII-XIII


1. Situación político-religiosa general

Los significativos cambios en la configuración de la escena territorial y política hispánica en el periodo que aquí tratamos no podrían haber sucedido sin las acciones desarrolladas en gran parte durante la segunda mitad del siglo XI por Alfonso VI, principalmente en sus dominios castellano-leoneses. Su reinado, el cual tuvo lugar entre 1065 y 1109, dio continuidad y concreción a determinadas iniciativas comenzadas por Fernando I, entre ellas, su empresa de extensión de sus dominios sobre la Península Ibérica (incluyendo los territorios invadidos por los musulmanes) y de estrechar mayores lazos con el exterior franco. Siguiendo como premisa el ideal modélico visigótico y la renovación de su tradición de poder en su propia figura, ancestros y descendientes, Alfonso VI logró efectuar así un proyecto imperial contundente.

Esta situación no había sido alcanzada al momento por Navarra ni por la zona catalana: territorios emplazados en las áreas pirenaicas ibéricas. El escenario político navarro –sector denominado durante los siglos altomedievales como reino de Pamplona– se caracterizó por su permanente inestabilidad, no sólo a causa de las ofensivas francas (entre las más destacadas y tempranas, la Batalla de Roncesvalles de 778), y por sus continuas luchas contra los musulmanes53, sino también por sus enfrentamientos con el resto de los reinos cristianos ibéricos54. Entre la segunda mitad del siglo XI y la primera del XII, su destino estuvo intrínsecamente relacionado con Castilla y con Aragón. Con este último permaneció unido entre 1073 y 1134, produciéndose un momento de gran impulso económico, cultural y social55. Asimismo, en 1134 logró restaurar su reino, en gran parte gracias al peso sustancial que tuvieron los mismos territorios navarros que habían sido agregados a Aragón56.

La situación político-territorial fue igualmente vacilante en lo que refiere a los condados catalanes. Éstos gradualmente comenzaron a establecer sus dinámicas patrimoniales propias respecto de sus lazos con el Imperio Carolingio, en particular a través de las acciones llevadas a cabo hacia finales del siglo IX por Wilfredo el Velloso X, quien promovió un sistema hereditario local de los feudos, reuniendo este régimen sucesorio en la casa condal de Barcelona. Al margen de la considerable cantidad de territorios de la Marca Hispánica que estaban bajo su potestad, incluyendo Girona, Cerdaña y Besalú entre sus principales puntos de control, también recuperó del dominio musulmán las zonas de Ripoll, Vich y Monserrat57. Así, este periodo de reasentamiento y consolidación territorial continuó fortaleciéndose poco a poco. Entre fines del siglo XI y la primera mitad del siglo XII, fueron recobradas Lleida, Tarragona y Tortosa, y a partir de 1137, Cataluña pasó a formar parte de Aragón como consecuencia del matrimonio entre Ramón Berenguer IV (conde de Barcelona) y Petronila de Aragón (heredera al trono aragonés)58. En este sentido, durante los siglos XII y XIII, la zona catalana continuó perteneciendo al reino de Aragón.

En cuanto a Castilla y León, como asevera Bernard F. Reilly, Alfonso VI había hecho propicio que su “(…) deseo de restauración se convirtiese en un plan de acción conducente a su plena realización”59. Dicho monarca estrechó aun más los vínculos con Cluny, posicionando al territorio hispánico en una mayor integración política, económica y religiosa con el mundo transpirenaico. De esta manera, la orden cluniacense logró instalarse progresivamente en los reinos hispanocristianos, no sólo a través de una mayor movilidad de eclesiásticos procedentes de Borgoña, sino en particular gracias a la contundente política de donaciones implementadas por el monarca, las cuales impulsaron la conformación de una importante red de prioratos en el área ibérica60.

También tuvieron mucha influencia los itinerarios cada vez más concurridos del camino a Santiago provenientes del sur francés, que hicieron que a fines del siglo XI, Astorga, León y Burgos se transformaran en concurridas ciudades en pleno crecimiento61. De hecho, entre 1070 y 1080, la monarquía hispánica realizó un activo fomento del peregrinaje proveniente de más allá de los Pirineos, con el objetivo de sostener su poder político interno, además de atraer nuevos asentamientos poblacionales y fomentar ganancias comerciales en sus dominios62. Lo cierto es que a partir del supuesto “descubrimiento” de la tumba del apóstol Santiago en 813, las rutas de peregrinaje a Compostela destinadas a la veneración de sus reliquias se desarrollaron en un continuo in crescendo hasta consolidarse con fuerza hacia el siglo XII63.

Durante la monarquía alfonsina también se intentaron establecer renovadas relaciones con la Santa Sede, especialmente en lo que refiere a la concreción final del cambio de rito a través del Concilio de Burgos celebrado en 1080; iniciativa que ya se había comenzado a tratar durante el reinado de su padre, Fernando I, en el Concilio de Coyanza de 105564. Es necesario subrayar la importancia que tuvo esta decisión político-religiosa, pues estableció nuevos lazos entre los reinos hispánicos y el papado. Como ha explicado Carlos de Ayala Martínez, ya la Crónica del obispo don Pelayo establece que Alfonso VI había enviado legados a Roma dirigidos al papa Gregorio VII y, como respuesta, éste había consignado a España al cardenal Ricardo, abad de Marsella, quien se hizo presente en el Concilio de Burgos. Allí se promulgó el cambio del rito litúrgico mozárabe al gálico-romano, esto es, la sustitución de la liturgia hispana por la gregoriana: una transacción que beneficiaba tanto al rey como al mismo papa65. Este proceso implicó, por ende, una amplia renovación en las conexiones entre los reinos hispanocristianos con el exterior. Las repercusiones en el norte peninsular fueron de lo más variadas, pues mientras que este cambio tuvo una aceptación bastante extensa en León y Castilla, obtuvo ciertas resistencias iniciales en Navarra y Aragón66.

Al mismo tiempo, Alfonso VI efectuó una enérgica ofensiva contra los almorávides y, en el marco de sus campañas militares, logró ocupar la ciudad de Toledo en 1085. Con el apoyo pontificio directo, esta “guerra santa” conjugó dos aspectos sustanciales. Por un lado, permitió demostrar y afianzar su contribución con el proyecto papal en su plan de consolidar una cristiandad universal e íntegra67 y, por el otro, significó una rotunda señal de legitimación cristiana del poder de la monarquía castellano-leonesa basada en la recuperación de los territorios ocupados por el enemigo musulmán. Sin embargo, el último periodo de su reinado implicó una grave crisis tanto política como sucesoria. Al margen de las disputas territoriales, la derrota en la Batalla de Uclés en 1108 y una serie de alianzas matrimoniales controvertidas que procuraron asegurar su poder, el monarca tuvo que enfrentar inconvenientes sucesorios causados por la defunción de su hijo Sancho68. En 1109, a causa de su fallecimiento repentino, ascendió a la corona su hija Urraca I, fruto de su unión en segundas nupcias con Constanza de Borgoña, quien reinó hasta 112669.

En consecuencia, los inicios del siglo XII prolongaron en Castilla y León un periodo de contiendas y disputas políticas entre los mismos integrantes de su monarquía, provocando un marcado ambiente de inestabilidad interna. Ante la crisis dinástica, Urraca contrajo matrimonio por segunda vez el mismo año de su coronación, con Alfonso I el Batallador, rey de Aragón y Navarra. Contrariamente a conducir a la unión entre los reinos de León y Castilla con los de Aragón y Navarra, este enlace trajo aparejados nuevos enfrentamientos. Sumada a la posición adusta impartida por los condes de Portugal, principalmente la Iglesia manifestó poco a poco su oposición ya que este vínculo hacía peligrar la sucesión de Alfonso Raimúndez y, en consecuencia, el poder borgoñón en los círculos de la corte; sector aristocrático apoyado por los influyentes Diego Gelmírez y Bernardo de Toledo70. Este último mostró su entero desacuerdo y rechazo al matrimonio, al poner en tela de juicio problemas de consanguineidad, pues la pareja tenía en común como bisabuelo a Sancho el Grande de Navarra (ca. 992/996-1035) e, igualmente, Urraca había compartido también como bisabuelo con su primer esposo Raimundo, a Roberto el Piadoso de Francia (972-1031)71.

Las pugnas internas comenzaron a hacerse cada vez más evidentes. Con posterioridad a la Batalla de Candespina del año 1111, en la cual se enfrentaron las huestes de ambos esposos, en 1114 Alfonso I repudió a Urraca y bajo el aval de Pascual II se procedió a la anulación del matrimonio. A partir de esa instancia y con el acompañamiento de bulas papales que pretendían coaccionar la invalidación del enlace, la posición de los prelados castellano-leoneses pasó a ser claramente contraria a Aragón72. También, durante su disputado gobierno, Urraca tuvo que confrontar difíciles enfrentamientos con su hijo Alfonso, quien reinaba en esos momentos sobre el territorio de Galicia. En el marco del gradual debilitamiento de su poder y un año antes de su muerte se celebró el Concilio compostelano de 1125, en el cual adquirió un notable protagonismo el arzobispo Diego Gelmírez. Además de tratarse allí la proclamación de paz entre ellos, fue promovido una invocación a las armas contra el enemigo musulmán andalusí73, también como un claro acto propagandístico de la figura del mismo Gelmírez74, quien pugnaba por transformarse en el nuevo líder ideológico que desde la Iglesia alentara la cruzada contra el islam, prácticamente abandonada durante el reinado de Urraca75.

Todas estas acciones estuvieron destinadas a crear un potente aparato de promoción y legitimización de la figura de Alfonso VII, quien reinaría entre 1126 y 1157, y se autoproclamaría rex imperator en León hacia 1135. No obstante, su situación primera fue distinta a la esperada, pues obtuvo un apoyo muy intermitente de los sectores aristocráticos más poderosos –como los condes de Lara–, e incluso tuvo que contener una rebelión contra la corona que irrumpió en 113076. Dado este complejo panorama interno, el monarca se vio obligado a generar constantemente dispositivos diplomáticos y de negociación progresivos para obtener (y tratar de mantener) la sin embargo vacilante fidelidad de la aristocracia, incluso llegando a contiendas militares77. Otras amenazas a su gobierno fueron las milicias leales a Alfonso I de Aragón, las cuales aún se mantenían posicionadas en cuantiosas ciudades castellanas, y recién luego de la muerte de este rey acontecida en 1134 pudieron ser aplacadas al recobrar Alfonso VII territorios como La Rioja, temporalmente Zaragoza, y otros puntos de Castilla78. Por otra parte, la sucesión al trono de Pamplona por parte del rey García Ramírez era bastante inestable debido a que, aunque contaba con el apoyo de los navarros, también tenía otros frentes enemigos importantes: Aragón y Castilla. Como ha sostenido José María Lacarra:

García Ramírez tenía que jugar hábilmente con los intereses muchas veces encontrados de Aragón y de Castilla, pero sin indisponerse seriamente con Alfonso VII (…) toda la historia de Navarra en el siglo XII será un prodigio de habilidad diplomática y de energía guerrera para asegurar su independencia frente a los dos reinos vecinos79.

Esto condujo a la necesidad de asegurar las buenas relaciones con Alfonso VII. Tal como indicó Lacarra, en 1135, en Nájera, ambos monarcas establecieron un acuerdo de paz, aunque Pamplona quedó bajo la dependencia de Alfonso VII persistiendo las antiguas relaciones de vasallaje que Sancho Ramírez y Pedro I habían proporcionado con anterioridad a Alfonso VI80.

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