Kitabı oku: «Yo, el pueblo», sayfa 4
Recurrí a la metáfora del parasitismo para describir situaciones en las cuales el populismo crece desde el interior de la democracia representativa. Para representar la naturaleza ambigua del populismo, y su relación con el fascismo y la democracia, propongo emplear también la metáfora de Wittgenstein del “parecido de familia”.75 Esta metáfora captura la identidad límite del populismo. “En vez de centrarse en los rasgos más evidentes que encontró en las fotografías” de los miembros de una familia, “Wittgenstein tomó en cuenta la presencia de los bordes borrosos, vinculados con rasgos fuera de lo común o excepcionales. Este cambio le permitió reformular ‘parecidos de familia’ en términos del complejo entrecruzado de similitudes entre miembros de una clase determinada.”76 La evolución del método compuesto de los retratos “contribuyó a articular una nueva noción del individuo: flexible, borroso, no concluyente”: el resultado de un trabajo de análisis comparativo que revela los bordes borrosos que ocasionan que los contornos parezcan fuera de foco.77 La noción de un parecido de familia, que se materializa mediante los bordes borrosos que el populismo comparte con la democracia y con el fascismo, es una metáfora útil en este estudio para colocar el fenómeno del populismo en relación con los regímenes populares modernos. Para dar sólo un ejemplo: en la Argentina de 1951, Perón afirmaba con orgullo que su régimen era una alternativa al comunismo y al capitalismo. Pocos años después, enfatizaba los vínculos con la dictadura española de Francisco Franco y se propuso representar su tercer nombramiento como una nueva resistencia, supranacional, ante el demoliberalismo.78 El populismo de Perón era similar al fascismo, mas nunca idéntico, porque no eliminó las elecciones ni les negó su papel legítimo. De hecho, la legitimidad electoral fue una dimensión definitoria de la soberanía populista de Perón, a pesar de que las elecciones se asemejaban a un plebiscito de los miembros de su partido, no a un cálculo de preferencias individuales producto de la competencia abierta entre una pluralidad de partidos.79 En suma, el fascismo destruye la democracia después de haber aprovechado sus recursos para fortalecerse. El populismo desfigura la democracia al transformarla sin destruirla.80
Como implica la metáfora del parecido de familia, el fascismo y el populismo comparten rasgos importantes, bien reconocibles. “El fascismo se ha presentado como el antipartido, ha abierto la puerta a todos los candidatos, con su promesa de impunidad ha permitido a una multitud informe cubrir con un barniz de idealismos políticos vagos y nebulosos el desbordamiento salvaje [selvaggio] de las pasiones, de los odios, de los deseos.”81 Si omitimos la alusión a la violencia (selvaggio), se puede emplear esta descripción del fascismo italiano que esbozó Antonio Gramsci en 1921 para describir el fenómeno populista de la actualidad. El populismo contemporáneo también tiene un enfoque “negativista” que precisaré en el capítulo 1. El populismo antagoniza con el sistema no sólo para oponerse a sus líderes, sino también para dar a las pasiones organizadas la oportunidad de gobernar y velar por sus intereses. En el capítulo 2 exploro cómo ocurre esto. Los gobiernos populistas pueden —y lo hacen a menudo— trazar políticas cuya retórica es violenta, que atacan a sus adversarios y que excluyen a extranjeros y migrantes. Los populistas en el poder pueden —y con frecuencia lo hacen— intimidar y rechazar a quienes no son ciudadanos: vemos que sucede esto en casi todos los países en los que gobiernan. Sin embargo, en cuanto el gobierno empieza a ejercer violencia (inconstitucional) contra sus propios ciudadanos, en el momento en que comienza a reprimir la discrepancia política, a impedir la libertad de asociación y expresión, su llamado gobierno populista se ha convertido en un régimen fascista.
Incluso a pesar de reconocer esta importante distinción, el descenso al fascismo siempre se vislumbra en el horizonte. En el siglo pasado, la historia de la democracia se ha caracterizado por intentos constantes de separarse del fascismo y materializarse como alternativa del fascismo.82 Este divorcio se concretó de manera permanente cuando los gobiernos democráticos adoptaron la idea de que, en los hechos, a la democracia no le corresponde ninguna representación holística del pueblo y de que ningún partido individual puede representar las distintas exigencias de los ciudadanos. En este sentido, la división de “el pueblo” en grupos parciales fue la escisión más poderosa de la democracia respecto del fascismo. Con esta división se infería que “el pueblo” es tanto un criterio de legitimación como la seña de una generalidad incluyente que no coincide con ningún grupo social en particular ni con una mayoría electa. Sin duda, la democracia posfascista valora la libre acción política, la competencia plural entre partidos y la alternancia en el gobierno. Renuncia a la mezcla del poder con la posesión (por ejemplo, de las masas o de la mayoría) y mantiene sus procedimientos al margen de los actores políticos que los emplean. Por otra parte, cuando en el fascismo el líder apela a la gente, ésta no puede refutarlo ni confrontarlo con apelaciones en sentido contrario. Esto es una realidad incluso si el gobierno apoya su legitimidad en algún tipo de consentimiento orquestado. (Ni siquiera la dictadura más violenta puede sobrevivir si su poder depende de forma exclusiva de la represión.) El verdadero legado del divorcio entre la democracia y el fascismo es la dialéctica entre la mayoría y la oposición, no en la celebración de la unidad colectiva de las masas.
A la inversa, el fascismo evidencia el problema más complicado de la democracia: no el problema de cómo decidir en un colectivo sino qué hacer con la disidencia y con los disidentes. Como explico en los capítulos 1 y 2, el proceso democrático no excluye la posibilidad de un espacio para el liderazgo, pero el liderazgo que gesta está fragmentado. Por ello, las elecciones son ese espacio en el que se produce una diferencia radical entre la democracia y el populismo. La unión del pueblo bajo el mando de un líder es una verdadera violación del espíritu democrático, incluso si el método que se emplee para llegar a dicha unión (las elecciones) es democrático. Por último, esto sugiere que la representación por sí sola no es una condición suficiente para que se suscite la democracia. (Como la historia lo demuestra de forma rotunda, los líderes autocráticos pueden recurrir a ella.) Como describo en el capítulo 3, para comprender la transformación populista de la democracia debemos contemplar cómo se practica la representación.
También es preciso analizar la misma ambigüedad con respecto al principio de la mayoría, cosa que hago en el capítulo 3. Es bien sabido que el Gran Consejo Fascista, o sea el gobierno fascista, era un órgano colegiado que adoptó la mayoría absoluta para tomar decisiones.83 Pero el principio democrático de la mayoría no se limita a regular la toma de decisiones en un colectivo compuesto por más de tres personas. Lo más importante es que está diseñado para garantizar que la toma de decisiones se haga de manera abierta, que los disidentes siempre formen parte del proceso, que no se les silencie ni se les someta, que no se les oculte a la vista del público. Sin duda, a los líderes y a los partidos populistas les interesa lograr la mayoría absoluta, pero, siempre que mantengan viva la posibilidad de celebrar elecciones y se abstengan de suspender o limitar la libertad de opinión o de asociación, sus intentos de conseguir esa mayoría absoluta seguirán siendo una ambición frustrada. Por eso el populismo está a medio camino entre la democracia y el fascismo.
Para resumir, si consideramos los dos sistemas de poder corruptos que caen dentro del fascismo —la demagogia y la tiranía—, queda claro que el populismo tiene que ver con el primero, mas no con el segundo. El populismo es un sistema democrático siempre y cuando su fascismo latente permanezca en las sombras, frustrado. El fascismo también solía legitimarse a partir del apoyo entusiasta de las masas. Pero sería un error absoluto clasificar el fascismo como modelo democrático porque, si bien busca cautivar a las masas mediante la demagogia, también rechaza radicalmente todo tipo de consentimiento que implique que los ciudadanos individuales puedan expresarse con autonomía, asociarse y exigir con libertad, y disentir si quieren. La democracia asume una mayoría que es sólo una posible mayoría, la cual actúa en todo momento junto a una oposición que con toda legitimidad aspira, y que sabe que bien podría lograrlo, a desplazar a la mayoría actual.
Por lo tanto, en vez de usar el fascismo como punto de partida, los lineamientos que sigo para descifrar la dinámica del populismo en el poder se inspiran en el recuento de Bernard Manin, de las etapas históricas del gobierno representativo. Manin identifica tres etapas en la evolución del gobierno representativo:84
1.gobierno de notables: sufragio restringido, limitados derechos individuales, constitucionalismo, partido y política parlamentarias, centralidad del Ejecutivo.
2.democracia partidista: sufragio universal, partidos dentro y fuera del parlamento como organizaciones de opinión y participación, sistema de medios y comunicación vinculado a las afiliaciones partidistas, constitucionalismo, centralidad del parlamento o congreso.
3.democracia de audiencias: involucra a la ciudadanía como un público indistinto y desorganizado, opiniones horizontales y cambiantes que actúan como tribunales autorizados en un juicio, declive de los partidos y las lealtades partidistas, medios autónomos de afiliaciones partidistas, ciudadanos que no se involucran en la elaboración de la agenda política ni en la vida del partido, personalización de la competencia política, centralidad del Ejecutivo, declive del papel del congreso o parlamento.
La fase tres de Manin contiene las condiciones en las que el populismo puede florecer y llegar al poder. Como explico en el capítulo 4, el uso masivo de internet —una vía asequible y revolucionaria de interactuar y compartir información en manos de los ciudadanos comunes— ha supuesto la drástica transformación horizontal del público y lo ha convertido en el único actor político existente fuera de las instituciones surgidas de la sociedad civil. Este público se opone a ultranza a la organización partidista o a cualquier “organización heredada” que dependa de la estructura de toma de decisiones no directa.85 Denomino a este fenómeno de desintermediación como una “revuelta contra los cuerpos intermediarios” y planteo que facilita la representación directa en manos del líder, quien interpreta y encarna las múltiples exigencias de su gente.86 Aunque la democracia de audiencias se presenta como un avance respecto de la participación directa, ésta es el modelo de gobierno representativo en el que el populismo puede encontrar oxígeno y muchas veces recurre a ella. Un gobierno populista es una democracia antipartidista pero no necesariamente se reconfigura para ser una democracia más directa y participativa.87
Los procesos diárquicos de la democracia —como el gobierno representativo— no son estáticos ni están inmóviles en el tiempo, sino que pasan por distintas etapas. Asimismo, el populismo ha pasado por distintas etapas y sus diferentes manifestaciones en el transcurso de la historia parecen reflejar las transformaciones del gobierno representativo. Con Manin podemos decir que el gobierno representativo ha experimentado varias metamorfosis desde su creación en el siglo XVIII y que las respuestas y las manifestaciones populistas se suscitaron sobre todo en tiempos de transición de una etapa de gobierno representativo a otra. Mi intención no es proponer una grandilocuente “filosofía de la historia del gobierno representativo” (y del populismo). Tampoco esbozar un resumen histórico de varios modelos populistas que se manifestaron durante las transiciones ocurridas en la historia del gobierno representativo. Me preocupa y me interesa el populismo del siglo XXI.
Propongo que situemos el éxito contemporáneo del populismo en la transición de la “democracia partidista” a la “democracia de audiencias” (o “democracia del público”). El resquebrajamiento de las lealtades y las membresías partidistas ha beneficiado a la política de la personalización y a los candidatos que cortejan al público en forma directa a partir de vínculos personales. Como explico en los capítulos 3 y 4, la representación como encarnación (del pueblo y del líder) se resiste a confiar en actores colectivos intermediarios, como los partidos políticos. Por lo tanto, una democracia populista contemporánea parece una democracia que gira en torno de sus líderes, más que en torno de partidos estructurados, y parece una democracia en la que los partidos son más escurridizos y a la vez más capaces de expandir su fuerza de atracción porque dependen menos de argumentos partidistas y más de una identificación emocional con el líder y sus mensajes. Como explico en el capítulo 3, los partidos populistas son movimientos holísticos con poca organización. Como tales, son capaces de reunir muchas atribuciones en un solo líder representativo. Un público indiferenciado —la audiencia— es el humus en el cual se enraíza el modelo populista de la democracia. En la democracia partidista ya están surgiendo modelos partidistas nuevos o cambiados, como han documentado las ciencias políticas. Estos nuevos modelos utilizan polos de atracción capaces de acrecentar el consenso, gracias a un líder popular que ya no está del todo enganchado a la estructura del partido y a quien las instituciones del partido han desinhibido y predispuesto a emplear la maquinaria partidaria para cortejar a una audiencia (y un electorado) que, no sólo es más amplia que los miembros del partido (como ocurre en la democracia electoral), sino que también es, de algún modo, apartidista, en el sentido de que es capaz de catalizar diversos intereses e ideas bajo la figura del líder popular.
En las últimas páginas de su libro, Manin sugiere que el tipo de democracia representativa que surgiría cuando la esfera pública ya no esté compuesta por partidos políticos y por periódicos partidistas estará más en armonía con la metáfora del teatro (la representación escenificada) que con la metáfora del parlamento (la asamblea discursiva). En esta nueva esfera pública, las propuestas de ley ya no serán resultado del arte de la coalición, el sacrificio, el regateo y la oposición entre los representantes de la mayoría y la minoría. Manin confiesa que no sabe cómo denominar este “nuevo modelo de representación”, que, en sus palabras, se centra en personalidades representativas, ya no en partidos colectivos que representan las líneas partidistas. A su parecer, esto involucra a representantes que “ya no son voceros” de ideas, clases o programas políticos, sino “actores que buscan y exponen escisiones” fuera de los partidos y las líneas partidistas.88 Yo propongo que denominemos populismo a este nuevo modelo de representación.
INTERPRETACIONES
¿De qué forma mi interpretación del populismo como nuevo modelo de gobierno representativo se relaciona con la bibliografía académica que aborda este fenómeno? La cantidad y la calidad de la bibliografía que se ha producido últimamente en torno al populismo es intimidante para cualquiera que decida embarcarse en escribir un libro al respecto.89 Las cosas se complican aún más por el contexto específico de los movimientos y los gobiernos populistas, así como por la variedad de populismos presentes y pasados, que es extraordinaria y que rebasa la capacidad de cualquier individuo de incluirlas en una teoría general. Con la excepción de dos proyectos de investigación globales fundamentales que se remontan a finales de los años sesenta y los años noventa, y a algunas monografías posteriores, en términos generales el populismo se ha estudiado a partir de sus contextos específicos.90 Las variaciones contextuales entre países y dentro de ellos, así como los usos polémicos del término en la política cotidiana, han entorpecido los intentos de la academia por generar definiciones conceptuales. No obstante, se ha llegado a un acuerdo básico con respecto al carácter ideológico y retórico del populismo, sobre su relación con la democracia y su estrategia para llegar al poder.91 Recurro a este nutrido conjunto de obras en este libro, pero mis exploraciones serán en esencia teóricas. Mencionaré movimientos y regímenes populistas concretos sólo con fin ilustrativo.
La bibliografía contemporánea en torno al populismo se puede dividir en dos grandes bloques. El primero se inscribe en el campo de la historia política y las ciencias sociales comparativas; el segundo en el campo la teoría política y la historia conceptual. Las obras en el primer campo se centran en las circunstancias o las condiciones sociales y económicas del populismo. Se ocupan del entorno histórico y los desarrollos puntuales del populismo y se muestran escépticos al momento de teorizar a partir de esos casos empíricos.92 Por el contrario, las obras en el segundo bloque se centran en el populismo en sí: su naturaleza política y sus características. Al igual que el primer campo, acepta que la experiencia sociohistórica es esencial para entender las distintas manifestaciones del populismo, tal como lo es para entender las distintas manifestaciones de la democracia. Sin embargo, a diferencia de los estudios en torno a ésta, en las obras del primer bloque no hay consenso sobre la categoría a la que pertenece el populismo porque, como he señalado, éste es un concepto ambiguo que no corresponde a ningún régimen político específico. Esto quiere decir que las subcategorías del populismo, producto del análisis histórico, conllevan el riesgo de atrapar a los académicos en el contexto específico que están estudiando y el riesgo de hacer de cada subcategoría un caso individual. El resultado final son muchos populismos, pero no un populismo. Todo lo que el análisis sociohistórico gana al estudiar en profundidad algunas experiencias específicas lo pierde en generalización y en los criterios normativos para juzgar dichas experiencias. Esto quiere decir que necesitamos un marco teórico en el cual podamos incorporar esos análisis contextuales. De lo contrario, nos quedamos con análisis contextuales que concluyen con “tibias alusiones” a la idea de un concepto exportable de populismo.93
Uno de los primeros intentos por combinar el análisis contextual con la generalización conceptual surge en la taxonomía de las variantes de tipos y subtipos de populismo en relación con las condiciones culturales, religiosas, sociales, económicas y políticas, producto de autores como Ghiţa Ionescu y Ernest Gellner, o Margaret Canovan, verdadera pionera en el estudio del populismo.94 Ella recurrió a un amplio espectro de análisis sociológicos inspirados en Gino Germani y Torcuato di Tella, dos académicos argentinos (el último exiliado del fascismo italiano) cuyo objetivo era trazar una categoría descriptiva del populismo.95 Los sociólogos políticos Germani y di Tella postularon que en las sociedades carentes de un núcleo nacionalista, consistentes en grupos étnicos heterogéneos, surge la necesidad de “construir el pueblo”. Desde su punto de vista, gracias a esta labor el populismo es un proyecto funcional de construcción de un Estado nación y es lo que lo hace un espacio de la “política paradójica”: el desafío de constituir al sujeto de la democracia —el pueblo— mediante medios democráticos, o de forma más sucinta, el desafío de “resolver quién constituye al pueblo”.96 Para Canovan, estos dos factores —la relación con los regímenes políticos y la concepción del pueblo— son los puntos de referencia básicos que necesitan los académicos que quieran interpretar las condiciones y las circunstancias de los populismos concretos. Canovan importó la bibliografía sociohistórica en torno al populismo a un campo exquisitamente teórico y normativo, y lo vinculó con temas de legitimidad política.
Las teorías del populismo que dominan la bibliografía en la actualidad pertenecen a dos categorías generales: teorías minimalistas y teorías maximalistas. Las minimalistas buscan afilar las herramientas interpretativas que nos permitirán reconocer el fenómeno cuando lo vemos. Buscan extraer, para fines analíticos, las condiciones mínimas de varios casos de populismo. Por el contrario, las maximalistas quieren desarrollar una teoría del populismo como construcción representativa con algo más que una función analítica. Dichas teorías pretenden brindar a los ciudadanos un formato que éstos pueden seguir para armar un sujeto colectivo capaz de conquistar la mayoría y llegar a gobernar. El proyecto maxima-lista, sobre todo en épocas de crisis institucional y decadencia de la legitimidad entre los partidos tradicionales, puede tener un papel político y ayudar a reestructurar el orden democrático existente.
En la categoría minimalista incluyo todas aquellas interpretaciones del populismo que analizan sus tropos ideológicos (Cas Mudde y Cristóbal Rovira Kaltwasser) y su estilo de hacer política en relación con el aparato retórico y la cultura nacional (Michael Kazin y Benjamin Moffitt), así como las estrategias que trazan sus líderes para llegar al poder (Kurt Weyland y Alan Knight). El objetivo de estos estudios es eludir los juicios normativos en beneficio de un análisis sin prejuicios y ser lo más incluyentes posibles de todas las experiencias de populismo. Dentro de este minimalismo no normativo, Mudde ha formulado el marco ideológico más característico. Plantea que una concepción maniquea y “moral” del mundo da pie a los dos campos opuestos del populismo: el pueblo, asociado con una entidad indivisible y moral, y las élites, a quienes se les concibe como una entidad corrupta sin remedio. El populismo parece “una ideología débil que identifica en la sociedad una división fundamental entre dos grupos homogéneos y antagónicos […] y que postula que la política debe expresar la voluntad general del pueblo”.97 Los movimientos populistas tienen la capacidad de sortear la división izquierda-derecha y son populistas porque hacen una valoración moral que ensalza la volonté générale y degrada el respeto liberal por los derechos civiles en general y los derechos de las minorías en particular. No obstante, más allá de la presencia de esta ideología que distingue a los muchos “honestos” de los pocos “corruptos”, el populismo tiene pocos aspectos definitorios. Para Mudde y Rovira Kaltwasser, los partidos populistas ni siquiera necesitan liderazgo específico: “Parece haber una afinidad electiva entre el populismo y los líderes fuertes. Sin embargo, el primero puede existir sin los últimos.”98 Más aún, ni la representación ni la radicalización de la mayoría figura en su representación minimalista del populismo. El primer paso del enfoque que adopto en este estudio consiste en una reflexión crítica de esta interpretación minimalista. Desarrollo tres observaciones críticas sobre este enfoque: dos corresponden a su incapacidad de distinguir el populismo de otros sistemas políticos y otra, a sus implicaciones normativas.
Para empezar, la contraposición ideológica entre la mayoría “honesta” y la minoría “corrupta” no es exclusiva de los partidos populistas y su retórica. Se deriva de una tradición influyente que se remonta a la antigua República romana, cuya estructura se fundamenta en el dualismo entre “los pocos” y “los muchos”, los “patricios” y los “plebeyos”. La proverbial desconfianza en las élites gobernantes alentaba esta tradición, en la que el pueblo asumía el papel de quien las vigila de manera permanente. La misma contraposición ideológica se volvió un tema central en el republicanismo e identificamos ciertos rasgos en la obra de Maquiavelo y otros humanistas.99 No obstante, la lectura minimalista del populismo no es útil para entender por qué éste no es sencillamente una subespecie de la política republicana, incluso a pesar de que se estructura a partir de la misma lógica binaria.
En segundo lugar, el dualismo “nosotros somos buenos”/“ellos son malos” es el motor de todas las manifestaciones de grupos partidistas, aunque con distintas intensidades y estilos. Pero no podemos registrar a todos los grupos partidistas como subespecies del populismo a menos que queramos postular que toda la política es populista. Como explicaré en el capítulo 1, desconfiar de y criticar a los gobernantes es un componente esencial de la democracia. En contextos democráticos, la mayoría absoluta y los cambios regulares en la dirigencia implican que los partidos de la oposición pueden —y a eso se dedican— tildar a los partidos en el poder de élites corruptas, desfasadas y no representativas. Describir el populismo como “estilo político”, como hacen Kazin y Moffitt, no resuelve el problema. Incluso si este enfoque nos permite transitar por “una variedad de contextos políticos y culturales”, no ayuda a detectar las peculiaridades del populismo frente a la democracia.100 Las limitaciones esenciales de estos enfoques ideológicos y estilísticos radican en que no se centran lo suficiente en los aspectos institucionales y procedimentales que describen la democracia, a partir de los cuales el populismo surge y funciona. Estos planteamientos diagnostican el surgimiento de la polarización entre la mayoría y la minoría, pero no explican cómo se diferencia, por un lado, el enfoque antisistema propio del populismo y, por otro, el paradigma republicano o la política opositora tradicional, incluso el partidismo democrático.
La tercera objeción que planteo se refiere a los argumentos no dichos (normativos) que sostienen este enfoque en apariencia no normativo. Estos supuestos pertenecen a la interpretación de la democracia misma. El marco ideológico minimalista evita ser normativo —esto es, no define el populismo en términos positivos o negativos— para ser receptivo a todas las instancias empíricas de este fenómeno.101 Para “llegar a una postura no normativa sobre la relación entre el populismo y la democracia” y para “postular que el populismo puede ser tanto un correctivo como una amenaza para la democracia”, Mudde y Rovira Kaltwasser basan su descriptivismo en el argumento de que existe una diferencia entre la democracia y la democracia liberal. Esto les permite concluir que el populismo sostiene una relación ambigua con la democracia liberal, mas no con la democracia en general. “En nuestra opinión, la democracia (sin adjetivos) se refiere a la combinación de soberanía popular y la regla de la mayoría; nada menos y nada más. Por lo tanto, la democracia puede ser directa o indirecta, liberal o iliberal.”102 Para mí, esta definición no evita los sesgos, pues sugiere que, de no ser por el liberalismo, la democracia correría todos los riesgos que le atribuimos al populismo. Se plantea esta premisa en interés de respaldar un enfoque estrictamente descriptivo, pero su efecto es por fuerza normativo, pues el concepto liberal, que atribuye al cuerpo de la democracia, tiene el objetivo de velar por que la democracia proteja y fomente el bien de la libertad (la libertad individual y los derechos fundamentales), y se entiende que es una función propia del liberalismo, no de la democracia. La decisión de atribuir el valor de la libertad al liberalismo, en lugar de a la democracia en sí, no explica el proceso democrático como tal. Más aún, la teoría minimalista del populismo implica una perspectiva de la democracia que incluye una división entre la libertad y el poder. Afirma que la democracia no es una teoría de la libertad, sino una teoría del poder: el poder que ejerce la mayoría en nombre de la soberanía popular, cuyo control y contención provienen de afuera, es decir, del liberalismo (que es una teoría de la libertad). En este sentido, la democracia es un sistema sin restricciones del poder del pueblo, muy similar al populismo, y las verdaderas diferencia y tensión son entre el populismo y el liberalismo.
La última variante del enfoque minimalista entiende el populismo, ante todo, como un movimiento estratégico: el populismo no es más que un capítulo en la estrategia en curso para sustituir a las élites y por ello el contenido político se vuelve mucho menos relevante. Entendido de esta forma, el populismo tiene la capacidad de cambiar entre neoliberal y proteccionista, por lo que atrae ideologías de izquierda y derecha en la misma medida, por lo menos en teoría. No obstante, en su influyente artículo “Neoliberal Populism in Latin America and Eastern Europe” [Populismo neoliberal en América Latina y Europa del Este], Weyland muestra que lo que en teoría se sostiene puede no sostenerse en la práctica. En efecto, las políticas populistas varían según las circunstancias, de modo que en ocasiones los líderes populistas (como Alberto Fujimori y Carlos Menem en América Latina o Lech Walesa en Europa) se aprovechan de su apoyo popular para promulgar reformas neoliberales perniciosas. El problema es que el populismo puede ser inadecuado para consolidar el neoliberalismo porque, como observa Knight, no es común que los líderes populistas, que se esmeran por mantenerse en el poder, deleguen en las instituciones que permitirían que el neoliberalismo perdurara.103
En este sentido, Weyland propone que el populismo es “mejor definirlo como una estrategia política mediante la cual un líder personalista busca o ejerce el poder en el gobierno a partir del apoyo directo, sin mediación y no institucionalizado, de masas de seguidores, en su mayoría no organizados”.104 Pese a su discurso de política comunitaria, para Weyland el populismo se reduce a la manipulación de las masas por parte de las élites. Más todavía, pese a que se presenta como un golpe contra la corrupción de la mayoría vigente, puede incluso acelerar la corrupción en vez de curarla, pues una vez llegado al poder necesita repartir favores y emplear los recursos del Estado para proteger a su coalición o a su mayoría a lo largo del tiempo.105 A partir de esta lectura, el populismo en el poder resulta ser una maquinaría de corrupción y favores nepotistas que recurre a la propaganda para demostrar lo difícil que resulta cumplir sus promesas debido a la conspiración en curso (tanto exterior como interior) de una cleptocracia todopoderosa y global. El aspecto más importante de esta lectura estratégica consiste en que observa que la política personalista imita a los partidos populistas, que por lo tanto funcionan más como movimientos que como partidos organizados a la usanza tradicional. Gracias a este rasgo están más dispuestos a ser manipulados según la voluntad del líder, quien “es un vehículo personal con poca institucionalización”.106 Esta caracterización da un paso significativo en la dirección que tomaré en este libro. Recalca el papel de la organización estratégica, la cual, sobre todas las cosas, sirve para satisfacer el deseo de poder de una nueva élite y, al hacerlo, transforma las instituciones y los procedimientos democráticos en instrumentos como si fueran propiedades en manos de la mayoría o del ganador. Las obras clásicas de Gaetano Mosca, Robert Michels, Vilfredo Pareto y C. Wright Mills nos brindan algunas revelaciones sobre cómo funciona el populismo, cuál es su objetivo y cuáles son sus resultados una vez que llega al poder. En resumen, ofrecen revelaciones sobre el efecto que tiene en la democracia constitucional representativa.