Kitabı oku: «Yo, el pueblo», sayfa 6

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1. De antisistema a antipolítica

…ocupan posiciones desde las cuales sus decisiones tienen consecuencias importantes. El que tomen o no esas decisiones importa menos que el hecho de que ocupen esas posiciones centrales

C. WRIGHT MILLS, La élite del poder1

El argumento central de todos los movimientos populistas es deshacerse de “el sistema” o aquello que, según plantean, se interpone entre “nosotros” (el pueblo que está afuera) y el Estado (el aparato de personas, elegidas o no, que toman decisiones y que están adentro).2 Fue el tema central en el discurso inaugural de Donald Trump:

Durante demasiado tiempo, un pequeño grupo en la capital de nuestro país ha cosechado las recompensas del gobierno, mientras el pueblo ha pagado el precio. Washington floreció, pero la gente no compartió sus riquezas. Los políticos prosperaron, pero los empleos desaparecieron y las fábricas cerraron. El sistema se protegió, pero no a los ciudadanos de nuestro país. Sus victorias no han sido tus victorias, sus triunfos no han sido tus triunfos y, mientras ellos celebraban en la capital de nuestro país, las familias con dificultades a lo largo y lo ancho de nuestro territorio tenían poco qué celebrar.3

Como veremos en este capítulo, esta retórica antisistema no se refiere a las élites socioeconómicas, ni alude a la clase social o al dinero. Ross Perot, Silvio Berlusconi y el propio Trump eran (y son) parte de la súper élite económica. Pero esto parecía ser algo aceptable para sus electores, quienes en última instancia buscaban a alguien que fuera exitoso pero que de todas formas compartiera sus valores: alguien “como” ellos. Supuestamente, tal como hacen los ciudadanos comunes, Trump intentó acomodar la ley en su beneficio personal; sin embargo, fue lo suficiente inteligente como para proteger sus intereses y aprovecharse de los vacíos en las leyes fiscales. Durante su campaña, confesó con orgullo que empleó todos los recursos legales a su disposición para eludir el pago de impuestos o para pagar lo mínimo posible. Los votantes de Perot también se sintieron animados frente a alguien “que la hizo” y que mostraba ser competente y hábil.4 Ser parte de “el pueblo” no implica ser puro en sentido moral. Berlusconi era parecido a muchos hombres comunes en su país y, como ellos, practicaba lo que en la campaña de Trump se denominó “pláticas de vestidor”. Ser “un hombre del pueblo” también fue el es-logan de Alberto Fujimori, cuya campaña de 1990 se desarrolló a partir de un eslogan no elitista: “Un presidente como tú”.5 Y la lista podría seguir y seguir.6 Los votantes populistas no querían que Berlusconi, Fujimori o Trump fueran puros o santos, porque ellos mismos no lo eran. El problema no es la inmoralidad subjetiva, tampoco la desigualdad de clase. El problema es el ejercicio del poder. “Cuando los partidarios de Perot decían ‘nosotros’ contra ‘ellos’, querían decir el pueblo —toda la gente— contra los políticos.”7

En este capítulo, argumento que el populismo dirige su hostilidad hacia el sistema político, porque este sistema tiene el poder de vincular a las diversas élites sociales y socavar la equidad política. El populismo se aprovecha del descontento con la actitud dominante de la minoría privilegiada sobre la gente, un aspecto endógeno de la democracia. Sin duda, la crítica hacia las élites políticas (o hacia la aristocracia) fue la fuente de la democracia moderna en el siglo XVIII y resurgió durante las distintas transformaciones del gobierno representativo en el transcurso de su historia, entre ellas el surgimiento de la democracia partidista, que nació de un grito antisistema en contra del parlamentarismo liberal y su gobierno de notables.8 El objetivo de la polémica populista contra “el sistema” es poner a prueba a los partidos políticos. No busca recuperar la prioridad del pueblo soberano sobre sus partes, sino más bien establecer que sólo una parte del pueblo es el soberano legítimo.

¿Cómo debemos evaluar el argumento antisistema en términos normativos? Los “movimientos” populistas compiten por escaños en parlamentos o congresos, y buscan ser la mayoría. Sin embargo, ni sus críticos ni sus simpatizantes los consideran partidos establecidos. ¿Por qué son diferentes, dado que cuando se postulan para un cargo corren el riesgo de convertirse en el sistema? Estas preguntas guían mi lectura del populismo como proyecto que busca sustituir el todo por una de sus partes. Para diseccionar las distintas ambigüedades relacionadas con la dialéctica entre la(s) parte(s) y el todo (el pueblo), sugiero que estudiemos la muy poblada constelación populista de los antis (antielitismo, antipartidismo, antiintelectualismo) como ejemplos de un anti central: el antisistemismo. El populismo es una teología política en virtud de este paradigma. Transforma el poder constitucional de la democracia de partidos en un nuevo sistema que es verdaderamente particrático (esto es, el poder de una parte). La lógica excluyente del sistema revela el enigma del populismo: aunque es crucial para la democracia partidista, el populismo crea partidos; y aunque es crucial para la democracia representativa, el populismo no fomenta la democracia directa, sino que presiona para que surja una nueva clase de representación, fundamentada en la relación directa que vincula al pueblo con su líder.9 Como veremos en capítulos subsecuentes, los populistas emplean las elecciones para celebrar “a su gente” a partir de la victoria del campeón de ese pueblo. Y emplean el apoyo del público en general (que dirigen con cuidado y de forma continua) para “purificar” las elecciones de su carácter cuantitativo y formalista. El objetivo es llenar el vacío entre el afuera y el adentro del Estado y, al hacerlo, cumplir la promesa de deshacerse del sistema para siempre. Para lograrlo, los populistas en el poder construyen un nuevo modelo de soberanía popular que incrementa la inclusión (de sus partidarios) a expensas del juego abierto de la impugnación y la competencia por el poder. En síntesis, lo hace a expensas de las dos condiciones que producen la democracia constitucional. Sin duda, estos sacrificios “no son inevitables”.10 No obstante, la posibilidad de que ocurran está en la lógica del populismo antisistema desde el primer momento.

LAS FACCIONES Y EL “ESPÍRITU” DEL POPULISMO

Con frecuencia observamos que se clasifica a los partidos populistas a partir de la división tradicional entre izquierda y derecha que adoptamos para los partidos consolidados.11 Este enfoque es engañoso porque oculta lo que diferencia a los partidos populistas del resto, esto es: que dependen de un concepto de antisistemismo que engendra hostilidad no sólo contra los partidos consolidados sino contra las divisiones partidistas y el modelo partidista de representación política en general (sobre todo porque ésta no promete llegar a un consenso sino a una mayoría autónoma).12 Como afirmó Matteo Salvini el día en que asumió el cargo de ministro del Interior de Italia el 1 de junio de 2018: “Estamos frente al derrocamiento absoluto de todas las perspectivas políticas. El tema hoy es la gente contra las élites, no la derecha contra la izquierda.”13 Margaret Canovan identificó este fenómeno con precisión quirúrgica hace algunos años:

La noción de que “el pueblo” es uno, que las diferencias entre quienes lo integran no son conflictos de interés genuinos sino que se trata de facciones egoístas, y que al pueblo le conviene un liderazgo apolítico e individual que sabrá anteponer sus intereses a los propios: estas ideas son antipolíticas; no obstante, son elementos esenciales en una estrategia política que se ha empleado en varias ocasiones para llegar al poder.14

En la cita de Canovan, tenemos los principales ingredientes del enigma del populismo: un partido que no sólo quiere defender algunos intereses o argumentos, sino que busca movilizar energías sociales para crear una unidad enorme contra sus opositores y así gobernar como si la voluntad de su mayoría fuera la voluntad del pueblo soberano. Este enigma se puede interpretar como sigue. Aunque los líderes populistas se comportan como los líderes de cualquier otro partido, el populismo no se puede reducir a un partido; de hecho, se resiste a que se le clasifique a partir de las líneas partidistas tradicionales, precisamente porque quiere fomentar una política que va en contra de las divisiones entre partidos.

Académicos que han estudiado el gobierno de Hugo Chávez y otros gobiernos populistas en Latinoamérica describen un modelo de política cuyo objetivo es identificar el “poder popular” de forma directa con el gobierno en todas sus instancias, pero sin partidos. La postura antipartidista del populismo reafirma la soberanía de la gente común. Los declara creadores de una “participación protagónica” que convierte a los ciudadanos en voceros y representantes de sus problemas, e incluso en administradores de sus propias prestaciones sociales. Lo social (entendido como la suma total de varias instancias de “pertenecer a la sociedad civil”) adquiere mayor importancia que lo político. Lo social se gestiona de manera directa, mediante instituciones municipales, regionales y nacionales, como leemos en el gobierno de Chávez y en documentos de propaganda. No necesita otras organizaciones intermediarias, como los partidos, a quienes considera cómplices en la reproducción de un sistema que no ha sabido solucionar los problemas de la sociedad.15 Chávez hizo campaña en medio de un sistema político corrupto e impermeable, entró a la política creando su propio movimiento social, sus “comités bolivarianos” comunitarios y diversos grupos cívicos que desarrollaron propuestas para varias reformas constitucionales. Pero cuando llegó al poder, poco a poco institucionalizó esos movimientos en una organización partidista dentro del Estado, con lo cual transformó su “antipartido” en un modelo de cómo las instituciones podían absorber un partido holístico y avalar un nuevo sistema.16 Esto indica que los movimientos populistas son expresiones de una política antagonista y promotores de una sociedad movilizada que debería evitar la politización en general (pues se supone que se dedica a administrar las necesidades del pueblo). El “populismo del político”, o el populismo en el poder, es por lo tanto un proyecto consciente de un gobierno pospartidista que quiere satisfacer los intereses de la mayoría ordinaria sin producir un nuevo sistema.17

La trayectoria del populismo ejemplifica su ambigüedad. El populismo surge como una facción opositora e intensa cuando hace campaña en contra de los partidos en el poder, pero su ambición inherente es captar a la mayor cantidad posible de personas para convertirse en el único partido de la gente y así borrar las afiliaciones que existían antes de él. En su análisis de los ejemplos de antipartidismo, como el “partido de la virtud” y el “partido holístico”, Nancy Rosenblum demuestra que, sin importar su hostilidad ante los partidos políticos, los no partidistas de hoy y siempre son facciosos. Son partidarios de un modelo de partido, y sólo uno: aquel capaz de vencer al sistema partidista por completo y salvar al único partido “bueno” que existe.18 Como veremos en el capítulo 3, el “partidismo de un solo partido” está relacionado con el antipartidismo, pues ambos forman parte del poderoso mito con el cual nació la democracia. Se trata del mismo mito que el sistema representativo intentó reproducir, en la ficción, en los niveles simbólico e indirecto: el mito de la unidad perfecta del colectivo soberano que comparte una voluntad única. Ni la adopción del principio de mayoría ni el pluralismo de los partidos políticos que el sistema electoral exalta han tenido el poder suficiente para borrar este mito de unanimidad. Por lo tanto, es apropiado que lo empleemos para evaluar el antisistemismo populista.19

Este enfoque me permite enmendar la aguda idea de Peter Mair en torno a que el éxito del antisistemismo de los populistas en las sociedades contemporáneas es un indicador de la tendencia pospartidista de la democracia sin partidos. Es “un medio para vincular a un electorado indiferenciado y apolítico con un sistema de gobernanza en gran medida neutro y apartidista”. Mair afirma: “La democracia partidista tiende, ante todo, hacia la democracia sin partidos.”20 Para Mair, el antisistemismo revela un proyecto que es radical —crear una ciudadanía “indiferenciada”, “apolítica” y “neutra”— y que encaja en la esfera pública de opinión como si estuviera compuesta por un público indistinto y no por ciudadanos divididos por sus preferencias partidistas.

El factor crucial es que, en la democracia de audiencias, los canales de comunicación pública […] son en buena medida apolíticos, esto es, no partidistas […] Entonces parecería que la percepción de los temas y los problemas públicos (distintos, repito, de los juicios que se emiten sobre ellos) es más hegemónica y depende menos de las preferencias de los partidos, a diferencia de la democracia partidista.21

En el capítulo 3 ahondaré en la que pregunta que plantea Mair, sobre si el populismo inaugura una democracia sin partidos o si consiste en una celebración del poder de una parte (y, por lo tanto, legitima la política de facciones). En este capítulo preparo el terreno para el argumento faccionalista diseccionando la fobia que tiene el populismo por ese sector de la sociedad al que denomina “el sistema”.

Hace algunas décadas, Raymond Polin y Norberto Bobbio acuñaron el término merecracia —el kratos del méros, o “el poder de la parte”— para explicar (Bobbio) y criticar (Polin) la condición estructural de la democracia representativa como democracia partidista.22 El mito de la unidad orgánica de la soberanía popular que se niega a que los partidos la fragmenten es el mito que radica en el núcleo del ataque populista contra el sistema, y forma el centro del proyecto de construir un partido de otra índole. Para parafrasear a Pierre Rosanvallon, si bien en la democracia representativa la organización de la vida política “recae en la ficción” que se considera necesaria —“la asimilación de la mayoría con unanimidad”—, en una democracia populista la misma ficción se consolida y se vuelve una realidad social. se identifica con un sector puntual de la sociedad, con algunas exigencias y grupos, o bien con un bloque de movimientos.23 El populismo representa la redirección de la noción del pueblo hacia ese mito ancestral de la asimilación, pero con un giro. Es una sustitución fenomenológica del todo con una de sus partes, en la cual se esfuma la “ficción” de la universalidad. Su éxito implicaría reemplazar el sentido jurídico de “el pueblo” y reemplazar la generalidad de los principios de la ley. En el siguiente capítulo explico estos conceptos con detalle.

Examinar el enigma de “las partes” y “el todo” que el populismo encarna me lleva a plantear, en lo que sigue, que el populismo no representa el argumento de que “la parte” representa “el todo” (pars pro toto) —que sería la sinécdoque de la representación política en general—, sino más bien un argumento mucho más radical: encarna una sola parte, la “auténtica”, y por este motivo merece gobernar por su bien contra la parte que no es auténtica, la excluida.24 Queda claro que la clave de la política de facciones es la categoría de antisistemismo, el cual en palabras de Montesquieu, conforma el “espíritu” del populismo en todos los aspectos.

UNA VOLONTÉ GÉNÉRALE PUESTA DE CABEZA

Al analizar el antisistemismo surge una pregunta muy razonable que nos debemos plantear: ¿el populismo les tiene fobia a todas las élites o sólo a algunas? En primer lugar, es evidente que el populismo respalda la idea de que la política inevitablemente es de facciones. Esto se debe a que considera que la política es un concurso por la supremacía entre dos grupos, esto es, entre el hombre común y las élites. Los analistas de los movimientos populistas coinciden en que el ataque del populismo contra los “enemigos del pueblo” responde al supuesto de que los dos grupos que se expresan en las elecciones son homogéneos y mutuamente excluyentes. Por una parte, está el grupo de los “incorruptibles” y, por otra, el de “el sistema”.25 Este dualismo irreducible es el motor del sentimiento antipartidista por dos motivos. Primero, porque afirma que sólo un sector es el “bueno” y, segundo, porque excluye, a priori, cualquier posibilidad de que la política pueda albergar ideales o ambiciones universalistas. El movimiento populista más democrático de todos fue el Partido del Pueblo. Los activistas de ese partido, relacionados con movimientos sindicales, buscaron aliarse con afroamericanos que compartían sus intereses económicos. No obstante, el lenguaje de descontento de la “gente común [blanca, que] nunca se sintió cómoda con los afroamericanos”. El People’s Party decía querer purificar “la república” de corrupción y de las grandes fortunas, pero no se animaba a hacer las paces con los nuevos migrantes porque no podía “darse el lujo de admitir a animales ignorantes dentro de sus fronteras”, como los migrantes europeos y asiáticos.26 Este caso es importante porque no es excepcional en la historia del populismo. El hecho de que el populismo sea distinto de todas las demás ideologías estructuradas, puesto que no pretende moldear a la gente a partir de una visión específica de bondad, no quiere decir que carezca de algún plan “perfeccionista”. Tampoco supone que el populismo esté conforme con dejar intacta la categoría de “el pueblo” y darle el papel protagónico en la política, tal como ésta es.

Contrario al argumento de Mudde de que los populistas “no quieren cambiar al pueblo, sino su estatus dentro del sistema político”, el objetivo populista de proteger a los buenos (“nuestra república” o “nuestra nación”) de la contaminación de individuos externos o de las élites nacionales es un proyecto perfeccionista.27 Como tal, implica ciertas aspiraciones educativas: sin duda quiere cambiar la mentalidad del pueblo y la cultura cívica, e impermeablizar a la mayoría ante (lo que identifica como) la cultura “extranjera” o elitista (de ahí su ataque contra “los intelectuales”, la gente con educación universitaria y todos aquellos que no son como “nosotros”). Pese a que, cuando el movimiento populista está en la oposición, actúa como un “partido negativo” o un “no partido”, tiene dos metas concretas. La primera, derrocar a la clase política; la segunda, emplear el Estado para materializar el proyecto de consolidar su colectivo (ya sea el pueblo o la nación). Canovan sugiere esta interpretación cuando propone que el proyecto para acercar la política a la gente y la gente a la política —el designio de los líderes populistas— no busca purificar al pueblo (pues ya es “puro”), sino más bien limpiar la política de los políticos que tienen el poder.28

Por consiguiente, la política populista es excluyente, igual que la política partidista, sólo que es más radical. Por tradición, la política partidista ha podido legitimarse cuando logra no identificarse con la política de facciones. Sin embargo, el antisistemismo del populismo reorganiza la democracia de acuerdo con la política de facciones.29 Algunos politólogos han demostrado que el objetivo de los partidos políticos es resolver el desequilibrio en la política electoral mediante la unificación de ciertas porciones del electorado según su clase, sus intereses o su ideología. Su función es unificar a los ciudadanos, animarlos a participar, reunir información, ejercer su juicio sobre temas públicos, así como apoyar o impugnar propuestas y la agenda política.30 La política partidista fomenta el pluralismo. Por ello, cuando el populismo identifica a los partidos con el “sistema”, los acusa de ser parciales. Como observan Steven Levitsky y James Loxton, “Fujimori, Chávez y Correa aseguraban que sus países no eran democracias sino ‘partidismos’ (esto es, un sistema ‘gobernado por los partidos’ en lugar de por ‘el pueblo’), y durante sus campañas todos ellos prometieron destruir a las viejas élites en nombre de la democracia ‘auténtica’ o ‘verdadera’.”31

No obstante, el uso del antisistemismo con fines políticos demuestra que lo opuesto a la democracia de partidos no es reinstaurar el todo en su integridad. Experiencias del populismo en el poder demuestran que, en general, el asalto a los partidos políticos se ha traducido en la destrucción del sistema institucional, en donde el sistema se entiende como una estructura de reglas y procedimientos administrativos que deberían funcionar con autonomía respecto de la mayoría y garantizarle una continuidad estable al orden legal y burocrático.32 En el transcurso de la historia, la democracia partidista se estabilizó cuando los partidos fueron capaces de trazar límites en el Estado que la política partidista no tenía permitido traspasar. El sistema de derechos, el Estado de derecho y las operaciones imparciales de la burocracia eran condiciones que los partidos acordaron no explotar: esto ocurrió a tal grado que, en la democracia partidista, violar estas reglas (que no sólo son jurídicas sino éticas) se considera corrupción política y se denomina partidocracia.33 El populismo surge como fuerza de oposición, como reacción frente a la corrupción política y en defensa de “las reglas del juego”, que el sistema manipula. Como vemos en el caso de Chávez que mencioné en párrafos anteriores, el paradigma del antisistemismo reclama la prioridad hegemónica de lo político como en el tropo de Carl Schmidt de “amigo-enemigo”.34

Si el antisistemismo populista triunfara, implicaría cambiar la “política partidista” por la “política de facciones”, no por la “democracia sin partidos”, como sugiere Mair. Esto se debe a que su lectura del pueblo es tan sólo la sombra de una de sus partes. No es del todo general ni por completo incluyente. La estrategia del populismo para cumplir este objetivo implica atribuir una naturaleza facciosa a los partidos existentes al acusarlos de subordinar la voluntad del pueblo a las élites partidistas. Mientras tanto, adopta por completo la lógica de “la parte”, cuando predefine a grupos antagonistas según la posición que ocupan respecto del Estado: sitúan al pueblo “afuera” (“puro”) y a la minoría “adentro” (“impuro”).35 Como escribe Andrea Schedler, los populistas “trazan un espacio simbólico triangular en torno a tres actores y sus relaciones: el pueblo, la clase política y ellos mismos”. El primero de estos actores representa “la víctima inocente”; el segundo, “el canalla malicioso”, y el tercero, “el héroe redentor”.36

Así podemos explicar la paradoja que surge a partir de la fobia del populismo hacia los partidos políticos. Como he mencionado, esta fobia fomenta un proyecto cuyo fin es sustituir al soberano (el todo) con una de sus partes. Esta parte puede ser la más numerosa o la menos involucrada de manera directa en el poder, pero sigue siendo una parte en todos los sentidos. Entonces la partidofobia se convierte en una idolatría del partido “correcto” y supone el rechazo de cualquier partido que no corresponda con el antisistemismo populista. Ésta parece ser la fenomenología del populismo: de un movimiento de oposición (en donde un partido hace campaña contra otros partidos, igual que en las democracias electorales) a una posición en la que se ejerce el poder (en donde un partido desenmaraña el kratos de la parte triunfadora). En este sentido, he propuesto que el antisistemismo no se limita a legitimar a una parte porque ésta represente a un todo. No es una lógica de pars pro toto, sino una de pars pro parte. Las palabras que Maximilien Robespierre pronunció dos días antes de ser ejecutado nos dan una idea de esa sustitución: “¡Ustedes, el pueblo —nuestros principios—, son esa facción! Una facción de la que soy devoto, ¡y contra la cual toda la infamia del día se une!”37

Para recuperar uno de los ejemplos más notables de Robert Michels, la lógica de facciones del populismo se asemeja al modelo bélico que los primeros partidos socialistas adoptaron en la Europa de fines del siglo XIX. Aquellos socialistas proclamaban que “su partido [era] específicamente un partido de clases”, pero Michels observó con pesar que traicionaron esa osada declaración cuando añadieron que, “tras un análisis definitivo, los intereses de su partido coincidieron con los de todo el pueblo”. Para Michels, esta “adenda” resultó una concesión desafortunada a la lógica representativa.38 Por otra parte, los partidos populistas no decepcionarían a Michels, pues están dispuestos a hacer osadas declaraciones a propósito de su faccionalismo, sin añadir en este caso una adenda de universalidad o generalidad. Cuando los partidos populistas se oponen al sistema, afirman que su parte, y solo ella, merece gobernar: no pretenden aspirar a la universalidad, como hacen los partidos ideológicos tradicionales. El relativismo de la política populista se predica a partir de una perspectiva del sistema como condición irredimible que justifica la contramovilización permanente del pueblo. Como explica Laclau, una declaración populista puede referirse a una variedad de personas y puede cambiar la configuración de su mensaje político a partir del contexto y la oportunidad (ambos factores son variables y específicos).39 Sobre la universalidad, Laclau coincide con Michels, ya que afirma que la universalidad no puede ser una razón política, pues todas las batallas políticas para llegar al poder implican cierta “retirada”. Tales batallas exigen identificarse con contenidos “con cierta particularidad”.40 El populismo no otorga concesiones al pueblo como idea de ciudadanía universal. Por lo tanto, asociar este movimiento con la volonté générale de Jean-Jacques Rousseau es por completo incorrecto.41 La raíz del populismo es el pueblo no elitista, o las masas menos las élites: es el antisistema.42

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