Kitabı oku: «Todo el mundo sabe que vuelves a casa», sayfa 4
Capítulo 6
Marzo de 1981
En casa la llamaban gorda. Vieja. Fea. Porque cuando tu esposo te llama así frente a todos, tú te conviertes en un chiste. Y a todo mundo le encanta ser parte de un chiste.
Le habría gustado que él pudiera verla ahora. Su cuerpo gordo, viejo y feo alejándose de él. Caminando durante kilómetros y días y semanas, cruzando montañas y ríos, poniendo entre ellos un espacio más grande que su ira. Lo único que lamentaba era no haber podido ver su cara el día que se despertó —probablemente más tarde del medio día, con la cara pegajosa de baba, su aliento y sudor goteando alcohol— y se dio cuenta de que lo había dejado.
Finalmente. Fuera. Basta.
Pero todavía le dolía. No sólo la herida en su abdomen, sino la idea de él, de ese hombre por el que había aguantado tanto. Habría sido más fácil si hubiera llegado a odiarlo, pero Marisol no podía evitar amarlo todavía. Lo que más dolía eran los momentos en que lo extrañaba. En que fantaseaba que había salido a comprar comida o flores y no a putear como siempre, metiéndosela a mujeres sucias para volver a casa y abusar de ella como si no fuera más que un juguete para él, siempre abierta. Y luego, cuando ella se había desmayado un par de veces por sus golpes, cuando pensaba que finalmente se iba a morir, deseaba que él se le uniera.
¿Qué clase de amor era éste? ¿Qué clase de mujer sueña con matar a su marido? A veces miraba a su hija con miedo a que lo que sentía por su esposo y lo que sentía por ella vinieran del mismo lugar. ¿Y si el diablo interior la consumía y no quedaba nada puro para Josselyn? Nunca se lo perdonaría. No se convertiría en la mierda insignificante que su marido decía que era.
Pero ahora, en ese camino invisible, se preguntaba si había manera de evitarlo. Durante los primeros cinco días de viaje habían tomado tres diferentes autobuses. Al sexto, cuando se dio cuenta de que necesitaba racionar su dinero, se detuvieron en una iglesia para descansar y comer algo. Las monjas las despidieron con el estómago lleno, oraciones y dos galones y medio de agua. Como ella sólo podría cargar dos, tuvo que pedirle a su hija que le ayudara con el otro medio.
En la décima noche, en el autobús en que cruzarían medio país, Marisol sintió el cuerpo de un hombre restregarse con ella, sus dedos rajados jalarle el cuero cabelludo. Todos estaban dormidos, hasta Josselyn, que estaba acurrucada debajo de la cobija que compartían. Nadie habría pensado que sus gritos estaban fuera de lugar, pero Marisol temió que el forcejeo despertara a su hija en una pesadilla de la que nunca pudiera recuperarse. Silenciosamente, como un escarabajo volteado al revés, se retorció. Al menos eso había aprendido de su esposo, la velocidad: cuando ya no puedes protegerte, haz más difícil que te atrapen, que te lastimen, que te sometan. Esto había resultado contraproducente, claro, el día en que él le encajó un machete en el estómago. Había tenido la suerte de que estuviera borracho y demasiado débil como para que el machete la atravesara más allá de la piel. Una vecina la suturó y le dijo que la próxima vez eso no bastaría para salvarla.
¿Cómo hubiera podido saber que la próxima vez el ataque no vendría de su esposo, sino de aquel monstruo del autobús?
¿Cómo hubiera podido saber que toda la fuerza que quiso tener durante años finalmente se manifestaría en la penumbra en movimiento?
Ocurrió más rápido de lo que podía procesarlo. Incluso ahora, lo único que recordaba eran los ojos de ese hombre, cómo al intentar someter su cuerpo había jalado la cobija a un lado, desplazando la hambrienta mirada hacia su hija. Y luego cómo se habían sentido esos ojos, cálidos y elásticos, cuando Marisol los empujó dentro de su cráneo. Nadie se inmutó mientras el hombre se alejaba de ellas tambaleándose, aturdido de dolor. A veces se preguntaba si lo había soñado, si era una pesadilla que aún le latía en el pecho.
Esos fueron los primeros diez días del viaje. Ahora, con el desierto desplegado frente a ella, el tiempo se empezó a hundir, a estancarse.
—Mamá, estoy aburrida —dijo su hija, jalándose la playera que se había atado en la cintura.
Ésa había sido la queja principal de Josselyn desde el principio. No "¿falta mucho?", no "tengo sed" ni "tengo miedo", no "¿cuándo vamos a comer?" Josselyn apenas tenía ocho años y ya era sabia para su edad. Su mayor dolor no venía del hambre o del peligro, sino de no tener nada que hacer. Quizá su hija tenía razón. Quizá la falta de sentido era lo más riesgoso para su vida. Vivir, pero sin propósito. Existir sin ser visible. Dejar todo atrás y que todo te dejara a ti.
Bajó la mirada al piso. Sus tobillos y pantorrillas se estaban hinchando. Sus pies se sentían como si estuvieran a punto de desparramarse de sus zapatos de tela. Lo único que podía oír era su propia respiración y jadeos.
—Ya sé —le dijo a Josselyn—. Vamos. A. Jugar. A. Ver. Qué. Nopal. Me. Quiere. Más.
Cada palabra la sofocaba.
La cara de su hija se iluminó con la mención de su juego favorito. Hasta la mujer que caminaba cerca de ellas, la que se había unido al grupo unos días antes, sonrió. Ya no se acordaba de su nombre, pero la generosidad en sus ojos se había vuelto conocida.
—Yo primero, yo primero —dijo Josselyn.
Los pasos de la niña se convirtieron en saltos a medida que se aproximaba al nopal más cercano. Era una cosa pequeña y rechoncha. No como esos nopales altos, como árboles, que aparecen en las caricaturas. Los espinosos discos verdes brotaban en grupo. Señaló uno que era asimétrico: dos medios círculos unidos como siameses. Uno había crecido más alto y delgado, como tratando de alejarse de su gordo compañero.
—Éste me quiere un poquito —dijo Josselyn.
Esperó a que su mamá la alcanzara unos pasos más adelante. El resto del grupo les llevaba bastante ventaja; estaban lo suficientemente cerca para poder verlos, pero no escucharlos.
—Éste —se acercó a uno más bonito. La forma era casi perfecta, pero su piel era café y agrietada—... me quiere más.
—Éste no me quiere nada —dijo unos segundos después.
Habían llegado a uno que parecía atropellado. Estaba partido a la mitad, cada parte torcida en direcciones opuestas.
Marisol sonrió y le dijo a su hija que siguiera buscando.
Josselyn dio un alarido tan fuerte que el coyote volteó a verlas y les gritó que guardaran silencio. El sol había empezado a salir y el cielo estaba ya entre la luz y la oscuridad, no lo suficientemente luminoso como para poder ver demasiado, pero sí para que sus figuras se proyectaran en el horizonte.
—¡Éste es el que más me quiere! —dijo Josselyn, victoriosa en su susurro.
El nopal que había escogido tenía la forma perfecta, intacta de un corazón.
Capítulo 7
Eduardo durmió. A pesar de que había dicho no necesitarlo, su cuerpo fue más sabio que él. Isabel dejó la puerta entreabierta y caminó silenciosamente hasta su habitación, donde encontró a Martín en la cama, con su laptop. Volteó a verla cuando se sentó junto a él, sorprendido de encontrarla ahí.
—Gracias por cuidarlo —Martín puso una mano sobre las suyas y se cubrió la cara con la otra, estirando sus mejillas y párpados inferiores—. Lamento que hayas tenido que lidiar con esto.
—Estamos lidiando con esto —corrigió ella, pensando en el comentario que él había hecho antes sobre sus familias. Su agradecimiento no era el mejor sustituto de una disculpa, pero él también había dejado pasar el hecho de que ella reaccionara bruscamente un par de minutos antes—. Ha sido un día largo. ¿Por qué no apagas eso y nos dormimos?
Negó con la cabeza y volteó la pantalla hacia ella. La luz blanca le lastimó los ojos, pero cuando se ajustaron pudo ver que tenía varias pestañas abiertas: en su mayoría recursos sobre migración, pero también el consultorio de un pediatra y la página de su antigua preparatoria.
—Esto es cosa de papeleo y abogados y —dijo burlón e incrédulo— el mismo miedo constante otra vez.
Isabel pensó que estaba exagerando y sintió como si se hubiera tomado una decisión en su ausencia.
—No es permanente. Hay que esperar hasta que hayamos hablado con los vecinos. Mañana.
Él tomó un respiro hondo y sostuvo el aire adentro.
—La línea de los vecinos está muerta. No quise decir nada frente a Eduardo.
—Pues intentamos con los otros números —dijo ella, sentada sobre sus rodillas—. ¿Y todos los demás primos y tías y tíos en tu directorio? He visto lo grueso que es. No me digas que el número de Sabrina es el único.
—La mayoría son direcciones y números del lado de mi mamá. Del de mi papá sólo tengo el teléfono del restaurante de Sabrina. Casi todos trabajaban ahí. Si de verdad cerró, no tengo idea a dónde fueron. No sé por qué nadie me dijo nada.
—¿Cuándo fue la última vez que hablaste con alguno de ellos? Se quitó los lentes y se dio un masaje en el puente nasal.
—El hecho es que no tiene a nadie más. Sólo a nosotros.
Era como si hubieran estado jugando un cruel juego de "tú las traes" y de pronto todo mundo se hubiera ido, cansado de jugar.
—Lo siento, Isa. Pero no podemos darle la espalda.
—Nunca dije algo así.
—¿Entonces qué? Yo sé que esto no estaba en nuestros planes. — Isabel no podía soportar su tono un segundo más.
—Vamos a esperar un par de días. Las cosas siempre terminan por acomodarse.
Cuando Martín se quedó callado —simplemente volvió a su computadora— ella se acurrucó en su lado de la cama y esperó una pausa en el tecleo que nunca llegó.
No importó que Eduardo estuviera dormido casi todo el día siguiente. Les dio una ilusión de calma que duró hasta la tarde, cuando Isabel y Martín se dieron cuenta de que tenían que ir a trabajar el lunes temprano y no podrían dejarlo solo.
Llamaron a Elda, esperando que dijera que no. Pensaron que mandaría a Omar y a su familia entera al infierno, pero le ganó la curiosidad.
—¿Sabrina lo mandó? ¿Después de tanto tiempo?
—Me lo dijo como si no me creyera —dijo Martín, contándole la conversación a Isabel—. Como si jurara que recogí al niño equivocado.
—¿Pero lo va a cuidar?
—Mi hermana y ella van a llegar temprano en la mañana.
Isabel sintió el estómago hecho nudo. Así se quedó toda esa noche y hasta la mañana siguiente, cuando todos se saludaron, amontonados en el pasillo.
—Mírate nada más, más alto que tu mamá —dijo Elda sin formalidades. Abrazó a Eduardo con cuidado, como preocupada de no asustarlo. Cuando Claudia sólo le tendió su mano derecha, Elda dijo:
—La última vez que viste a Eduardo era apenas un bebé. Gordito, siempre riéndose. Lloraste a la hora de irnos.
—No me acuerdo.
Claudia le dio la mano y les lanzó a los demás una sonrisa sarcástica, con los labios apretados. Algunas cosas no cambiaban con los años.
En cambio Elda era una revelación diaria. Por primera vez, Isabel la estaba viendo como una persona y no como la mamá de su amiga o de su esposo. Tenía una energía ágil, urgente; nunca se detenía más de uno o dos segundos para tomar una decisión. A punto de llegar a los sesenta, se vestía con una variación del mismo conjunto todos los días (amplios pantalones negros y una blusa gris con un suéter combinado) y se pasaba los días entre semana en el cine con amigas o dando clases gratis de finanzas básicas en la biblioteca. Desde que se había jubilado de la escuela, las únicas invitaciones que rechazaba eran las de hombres interesados en algo más que amistad.
—El amor es demasiado complicado —le dijo a Isabel una vez—. Es para la gente joven.
Elda había llegado con una bolsa llena de rompecabezas, botanas y libros que puso en la mesa de la sala.
—Para después. Pero primero, dime —condujo a Eduardo al sillón—. ¿Cómo está Sabrina?
Isabel notó que su suegra no mencionó a ninguno de los cinco hermanos de Omar.
—No sé —dijo Eduardo—. ¿Han sabido algo de ella últimamente?
Todos negaron con la cabeza y Martín le ofreció volver a intentar llamarla por la tarde. Elda miró fijamente al chico sentado frente a ella, buscando algo en su cara (Isabel no supo qué). La hizo sentir como una niña, una extraña intentando encajar en la familia.
Dejaron a Eduardo con Claudia y Elda en la sala mientras terminaban su rutina de la mañana, preparando el desayuno y la comida apresuradamente. A través del muro de separación de la cocina, Martín le contó a Eduardo sobre la nueva preparatoria. La cantidad de estudiantes había crecido más que el campus, así que los grados más altos se mudarían a un nuevo espacio este año y los grados intermedios permanecerían en los edificios originales.
—El nuevo campus es muy bonito, ya verás.
Todo mundo parecía confundido, sin saber qué hacer con esta información.
Martín dirigió la vista hacia su termo de café.
—El problema es que, con los campus tan lejos uno del otro, los autos de papás que pasan por sus hijos hacen filas larguísimas. Pronto habrá tráfico todo el día. ¿Lo notaste cuando recogimos a Eduardo, Isa? Están construyendo más condominios frente al H-E-B .
Había estado demasiado distraída escuchando una y otra vez los mensajes de voz de Eduardo como para notar cualquier cosa, y le sorprendió que Martín lo mencionara ahora.
—¿Quién te dejó ahí? —preguntó Elda con la dulce autoridad con la que sólo una educadora puede hablar.
—Un tipo. Un amigo pasó a recoger a otro de los chicos con los que crucé.
Elda sonrió delicadamente.
—¿Y antes de eso? ¿Alguien te trajo?
—¿O sea, un coyote? —negó con la cabeza— . Mi mamá dijo que no teníamos dinero para eso, pero que no importaba porque Omar conocía el camino. Al menos hasta el punto donde nos separamos.
—¿Omar? —dijo Claudia.
Pronunció su nombre como si fuera una acusación.
Isabel apagó la llave del agua y dejó los trastes en la tarja, notando que Martín también se había quedado callado. Todo este tiempo y Omar no lo había mencionado una sola vez. Isabel se lo imaginó sonriendo de la manera traviesa que hacía parecer que sabía más que ella.
Elda cruzó las piernas, hundiéndose más en el sillón.
—¿Cuándo fue eso? La última vez que lo viste.
—La verdad es que... no me acuerdo. Fue hace tiempo. Nos separamos. Intenté encontrarlo. Hasta me bajé del tren para regresar.
—Está bien —dijo Isabel. Se había acercado más a él, pero no se atrevió a ponerle la mano en el hombro—. No fue tu culpa.
Elda aclaró la garganta y se disculpó, balbuceando algo sobre el baño mientras Claudia la seguía. Pero las paredes eran muy delgadas. Escucharon a Claudia preguntarle a Elda si estaba bien y ni siquiera se molestaron en bajar la voz cuando empezaron a discutir en inglés.
—Se me pasará. Sólo que no me esperaba todo esto, nada más.
—No tienes que hacer esto, mamá. No le debes nada.
—No podemos dejarlo solo.
—¿Por qué? —una voz, una versión diferente de ella, tomó a todos por sorpresa—. Me puedo cuidar solo —dijo Eduardo.
Hablaba más fuerte en inglés, como compensando por todo el tiempo que se lo había guardado.
—No sabía que... ¿cuándo aprendiste a hablar inglés? —preguntó Martín.
—Omar me enseñó. Cuando empecé la escuela, me dijo que sería bueno para mí.
Tenía bastante acento pero hablaba con fluidez.
—¿Estuvo contigo todo el tiempo? —dijo Claudia.
—Desde que era niño —se encogió de hombros como si no fuera la gran cosa—. No toda mi vida, pero casi.
Elda regresó a la sala con la cara roja y se puso a guardar los libros que había traído.
—Claro, tiene sentido. Asumo que también te enseñó a leer.
Él asintió. Isabel y Martín intercambiaron miradas silenciosas de pánico. Ya iban tarde y no había manera de que ninguno de ellos pudiera pedir el día libre tan de último momento.
—Muy bien —dijo Elda, preparando su bolsa—. Vamos a la librería por algunos libros en inglés para ti.¿Y ustedes dos? ¿Por qué no se han ido? Van a llegar tarde a trabajar. Fuera de aquí.
Isabel se sintió aturdida toda la mañana. En el hospital no pudo dejar de pensar en Elda, Omar y Eduardo. Eran como una luz que intentaba apagar mientras corría por el área de emergencias —concentrada en el papeleo y asegurándose de no escribir Cama A cuando debía escribir Cama B— y luego volvía a prender en momentos entre el caos. Para mediodía ya había cometido dos errores en los reportes de medicinas y una compañera le sugirió que saliera a comer temprano. Isabel llamó por teléfono a Elda desde la cafetería.
—¿Cómo van? —intentó hablar en voz baja.
Pues acá andamos. Creo que vamos a ir por una hamburguesa o algo.
Supo de inmediato que algo estaba mal. Elda jamás hablaba en términos ambiguos.
—¿Y cómo está?
—Muy bien. Apenas estamos... nos vamos a tardar otras dos horas, más o menos.
Soltó un pequeño suspiro de exasperación, un momento de duda.
—¿Elda, quépasa? ¿Todo bien?
Es que... Isabel, no sé dónde está. Fuimos a la biblioteca, luego dejamos a Claudia en el trabajo y fuimos por hamburguesas. Me paré un minuto a recoger la comida y cuando regresé ya no estaba. El cerebro de Isabel iba a toda velocidad mientras corría del hospital al lugar de hamburguesas. Lo habían secuestrado. El ICE 1 lo había arrestado. Había decidido huir. Se había distraído y estaba perdido, sin saber cómo volver a casa. Había sido asesinado y pronto sólo podrían aspirar a encontrar su cuerpo. Podía imaginarse a los perros y a los vecinos voluntarios buscándolo, y ellos no tenían siquiera una foto de Eduardo para guiarlos.
Llegó al mismo tiempo que Martín y decidieron separarse, bajo el supuesto de que no llegaría demasiado lejos a pie. Isabel se encargaría de buscar en las tiendas cercanas mientras él revisaba las oficinas del otro lado de la calle. Elda iría a recorrer el vecindario en su auto.
—Todo va a estar bien —le dijo Martín.
—Perdemos el tiempo hablando del tema.
—Dios mío. Y ni siquiera podemos llamar a la policía —dijo él, apretando su mano mientras se despedían.
Durante la siguiente hora y 45 minutos, Isabel recorrió los pasillos de Marshalls y luego se asomó a cada tienda de campaña y bolsa de dormir que había en la tienda de deportes. Atravesó corriendo las puertas automáticas de Michaels y salió con las manos vacías, más allá del olor del aromatizante atravesado en la garganta. Para la tarde, ya sólo podía pensar en un lugar en el que había esperanza.
Isabel manejó hacia allá sin decirles a los demás. Se estacionó en el garaje vacío, conteniendo lágrimas que convertían sus palabras en gemidos.
—Estás bien, estás bien —se dijo a sí misma, a Eduardo, a Omar por si la estaba escuchando.
La casa tenía una soledad pesada, y mientras se dirigía al patio de atrás tuvo la sensación de que ya no les pertenecía sólo a ella y a Martín. Por fin pudo respirar cuando vio la silueta encorvada de Eduardo en un pequeño cuadro de pasto. Estaba abrazando sus rodillas, con la cabeza entre los brazos cruzados.
—¡Oye! —Se apresuró hacia donde estaba y le tocó el hombro, pero él simplemente la miró con una expresión que había visto muchas veces en Claudia, como si Isabel se hubiera vuelto ligeramente loca y él no pudiera entender por qué—. ¿Estás bien?
Se recorrió un poco a la izquierda y ella se sentó a su lado.
—Pensé que habías ido con Elda a comer.
Él asintió con la cabeza.
—¿ Ya regresó?
—¿Cuánto tiempo llevas esperando aquí?
No podía creer que no se percatara de lo que los había hecho pasar.
—Diez, quince minutos.
—¿Por qué no regresaron juntos?
Arrancó un poco de pasto y lo rompió hasta convertirlo en confeti con sus manos.
—Porque llegó la policía —dijo sin dudarlo.
—¿Y? ¿Te hicieron algo? Otra vez esa mirada.
—No. ¿Pero por qué esperaría hasta que lo hicieran?
Estudió su cara, intentando darle sentido a lo que estaba diciendo.
—En México —le dijo, escogiendo con cuidado sus palabras—, ¿siempre te vas cuando llega la policía?
—Casi siempre. No es bueno estar por ahí cuando empiecen los problemas.
—Es cierto. Pero si estás con amigos o familia, y se separan, ¿cómo le hacen para encontrarse después?
—Todo el mundo sabe que vuelves a casa.
1 Servicio de Inmigración y Control de Aduanas de Estados Unidos (ICE, por sus siglas en inglés).