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Kitabı oku: «La letra escarlata», sayfa 11

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XI
EL INTERIOR DE UN CORAZÓN

DESPUÉS del suceso últimamente referido, las relaciones entre Dimmesdale y el médico, aunque en apariencia las mismas, eran en realidad de un carácter distinto al que habían tenido antes. El médico veía ahora una senda bien sencilla que seguir, aunque no precisamente la que él se había trazado. Á pesar de lo tranquilo, apacible y frío que parecía, era de temerse que existiera en él un fondo de malignidad, hasta entonces latente, pero ahora activa, que le impulsaba á imaginar una venganza más íntima que la que ningún otro mortal hubiera tomado jamás de su enemigo. Aspiró á convertirse en el amigo fiel á cuyo corazón se confiara todo el temor, el remordimiento, la agonía, el arrepentimiento inútil, la repetida invasión de ideas pecaminosas que en vano había querido rechazar. Todo aquel dolor culpable, oculto á las miradas del mundo y del que éste se habría compadecido y le habría perdonado, debía revelársele á él, el Implacable, á él, que no perdonaría jamás. ¡Todo aquel tenebroso secreto tenía que mostrarse precisamente al hombre á quien ninguna otra cosa podría colmar, como esta y de una manera tan completa, el deseo de venganza!

La natural reserva y esquivez del joven ministro había sido un obstáculo para este plan. El médico, sin embargo, no estaba dispuesto á darse por satisfecho con el aspecto que, casi providencialmente, tomó el asunto en sustitución á los negros planes que él se trazara. Podía decir que se le había hecho una revelación; y poco le importaba que su procedencia fuera celestial ó infernal. Gracias á esa inesperada revelación, en todas sus relaciones subsecuentes con el Sr. Dimmesdale, parecía que lo más recóndito del alma del joven ministro estaba visible á los ojos del médico para que pudiese observar y estudiar sus más íntimas emociones. Desde entonces se convirtió, no sólo en espectador, sino también en actor principal de lo que pasaba en lo más recóndito del pecho del pobre ministro. Podía hacer de él lo que quisiera. Si se le antojaba despertarle con una sensación de agonía, ahí estaba su víctima sobre el potro del tormento. Sólo necesitaba mover ciertos resortes de su alma, que el médico conocía perfectamente. ¿Quería estremecerle con un súbito temor? Como si obedeciese á la varilla de un mágico prodigioso, surgían mil visiones de formas diferentes, que giraban en torno del infeliz eclesiástico con los dedos apuntando á su pecho.

Todo esto lo ejecutaba con tan perfecta sutileza, que el ministro, aunque constantemente con una vaga percepción de que algo maligno le estaba vigilando, nunca pudo darse cuenta exacta de su verdadera naturaleza. Es cierto que miraba con duda y temor, y aun á veces con espanto é intensa aversión, al viejo médico. Sus gestos, sus movimientos, su barba gris, sus acciones más insignificantes é indiferentes, hasta el corte y la moda de su traje, le eran odiosos: señal todo de una antipatía en el corazón del ministro más profunda de lo que él se hallaba dispuesto á confesarse á sí mismo. Y como era imposible asignar una causa á tal desconfianza y aversión, el Sr. Dimmesdale, con la conciencia de que el veneno de algún punto mórbido en su espíritu le estaba inficionando todo el corazón, atribuía á esto todos sus presentimientos. Se empeñó, pues, en curarse de sus antipatías hacia el viejo médico, y sin parar mientes en lo que debía haber deducido de ellas, hizo cuanto pudo para extirparlas. Siéndole imposible conseguirlo, continuó sus hábitos de relaciones familiares con el anciano, proporcionándole de este modo oportunidades constantes para que el vengativo médico, – pobre y mísera criatura más infeliz que su víctima, – consiguiese el fin á que había dedicado toda su energía.

Mientras padecía corporalmente, con el alma corroída y atormentada por alguna causa tenebrosa, y entregado por completo á las maquinaciones de su más mortal enemigo, el Reverendo Sr. Dimmesdale había ido alcanzado una brillante popularidad en su sagrado ministerio. En gran parte la obtuvo seguramente merced á sus padecimientos. Sus dotes intelectuales, sus percepciones morales, su facultad de comunicar á otros las emociones que él mismo experimentaba, le mantenían en un estado de actividad sobrenatural debido á la angustia é inquietud de su vida diaria. Su fama, aunque todavía en constante ascenso, había dejado ya en la sombra las reputaciones menos brillantes de algunos de sus colegas, entre los cuales se contaban hombres que habían empleado en adquirir sus conocimientos teológicos muchos más años que los que tenía de edad el Sr. Dimmesdale, y que por lo tanto deberían de hallarse mucho más llenos de sólida ciencia que su joven compañero. Había otros dotados de más tenaz empeño, de mayor peso y gravedad, cualidades que, unidas á cierta dosis de conocimientos teológicos, constituye una variedad eficiente y altamente digna de respeto, aunque poco amable, de la especie clerical. Otros había, verdaderos Santos Padres, cuyas facultades se habían desenvuelto con el paciente, constante é infatigable estudio de los libros, y cuya pureza de vida puede decirse que los había puesto en comunicación espiritual con un mundo superior. Pero todos estos hombres carecían de aquel don divino que descendió sobre los discípulos del Señor en lenguas de llamas el día de Pentecostés, simbolizando, no solo la facultad de hablar en idiomas extraños y desconocidos, sino la de dirigirse á todo el género humano en el idioma propio del corazón. Todos estos ministros, por lo demás muy apostólicos, carecían de ese don divino de una lengua de llamas. Vanamente habrían procurado, dado el caso que lo intentaran, expresar las verdades más sublimes por medio de voces é imágenes familiares.

Probablemente que á esta clase pertenecía el Sr. Dimmesdale tanto por temperamento como por educación. Se habría remontado á las altas cimas de la fe y de la santidad, á no habérselo impedido el peso del crímen, de la angustia, ó de lo que fuere, que le arrastraba hacia abajo. Este peso, – no obstante ser él un hombre de etéreos atributos cuya voz hubieran escuchado tal vez los mismos ángeles, – le mantenía al nivel de los más humildes; pero al mismo tiempo le ponía en más íntima relación con la humanidad pecadora, de modo que su corazón vibraba al unísono del de ésta, comprendiendo sus dolores, y haciendo compartir los suyos propios á millares de corazones, por medio de su elocuencia melancólica y persuasiva, aunque á veces terrible. El pueblo culpable conocía el poder que de tal modo lo conmovía. Las gentes pensaban que el joven ministro era un milagro de santidad: se imaginaban que por su boca hablaba el cielo, ya para consolarlas, ya para reprobarlas ó bien para decirles palabras de amor ó de sabiduría. Á sus ojos, el terreno que pisaba estaba santificado. Las jóvenes doncellas de su iglesia se volvían cada vez más pálidas en torno suyo, víctimas de una pasión tan llena de sentimiento religioso, que imaginaban ser todo solamente religión, y la ofrecían públicamente al pie de los altares como el más aceptable de los sacrificios. Los miembros ancianos de su feligresía, contemplando la delicada constitución física del Sr. Dimmesdale, y comparándola con el vigor de las suyas, á pesar de la diferencia de edad, creían que les precedería en su viaje á la región celestial, y recomendaban á sus hijos que enterrasen sus viejos restos junto á la santa fosa del joven ministro. Y mientras tanto, cuando el infortunado Sr. Dimmesdale pensaba en su sepultura, se preguntaba si sería posible que la hierba creciera sobre ella, puesto que allí había de enterrarse una cosa maldecida.

¡Es inconcebible la angustia de que le llenaba esta veneración pública! Adorar la verdad era en él un impulso genuino, así como considerar vacío, vano y completamente desprovisto de todo peso y valor, lo que no estaba vivificado por la verdad. ¿Qué era él, pues? ¿Algo corpóreo, ó la más impalpable de las sombras? Anhelaba, por lo tanto, hablar una vez por todas desde lo alto de su púlpito, y decir en alta voz, ante todo el mundo, lo que él en realidad era: – "Yo, á quien veis vestido con este negro traje del sacerdocio; – yo, que asciendo al sagrado púlpito y levanto hacia el cielo el rostro pálido tratando de ponerme en relación, en nombre vuestro, con el Todopoderoso; – yo, en cuya vida diaria creéis discernir la santidad de Enoch; – yo, cuyas pisadas, como suponéis, dejan una huella luminosa en mi sendero terrenal, que servirá á los peregrinos que vengan después de mí para guiarlos á la región de los bienaventurados; – yo, que he puesto el agua del bautismo sobre la cabeza de vuestros hijos; – yo, que he repetido las últimas preces por las almas de los que han partido para siempre; – yo, vuestro pastor, á quien tanto reverenciáis y en quien tanto confiáis, yo no soy más que una mentira y una profanación."

Más de una vez el Reverendo Dimmesdale había subido al púlpito con el firme propósito de no descender hasta haber pronunciado palabras como las anteriores. Más de una vez se había limpiado la garganta, y tomado largo, profundo y trémulo aliento para librarse del tenebroso secreto de su alma. Más de una vez, – no, más de cien veces, – había realmente hablado. ¡Hablado! Pero ¿cómo? Había dicho á sus oyentes que él era un sér completamente abyecto, el más abyecto entre los abyectos, el peor de los pecadores, una abominación, una cosa de iniquidad increíble; y que lo único digno de sorpresa era que no viesen su miserable cuerpo calcinarse en su presencia por la ardiente cólera del Todopoderoso. ¿Podía darse un lenguaje más claro que éste? ¿No se levantarían los oyentes de sus asientos, por impulso simultáneo, y le harían descender del púlpito que estaba contaminando con su presencia? No; de ningún modo. Todos oyeron eso, y todos le reverenciaron mucho más. No tenían la menor sospecha del terrible alcance de estas palabras con que él mismo se condenaba. "¡El excelente joven! – se decían unos á otros. ¡El santo sobre la tierra! ¡Ay! si en la pureza de armiño de su alma puede él percibir semejante iniquidad, ¡qué horrible espectáculo no verá en la tuya ó en la mía!"

Bien sabía Dimmesdale, – hipócrita sutil, aunque lleno de remordimientos, – de qué modo se consideraría esta vaga confesión. Había tratado de forjarse una especie de ilusión, exponiendo al público el espectáculo de una conciencia culpable, pero consiguió solamente recargarse con un nuevo pecado, y agregar una nueva vergüenza á la antigua, sin obtener siquiera el momentáneo consuelo de engañarse á sí mismo. Había hablado la pura verdad, transformándola sin embargo en la falsedad más completa. Y no obstante esto, por instinto, por educación, por principios, amaba la verdad y aborrecía la mentira como pocos hombres. Pero ante todas cosas, y más que todo, se detestaba á sí propio.

Sus angustias íntimas le habían llevado á adoptar prácticas más en armonía con las de la iglesia católica, que no con las de la protestante en que había nacido y se había educado. Encerrándose en su alcoba, bajo llave, se entregaba al empleo de la disciplina en su enfermo cuerpo. Con frecuencia este ministro protestante y puritano se las había aplicado á las espaldas, riéndose amargamente de sí mismo al mismo tiempo, y fustigándose aun más implacablemente á causa de esta risa amarga. Como otros muchos piadosos puritanos tenía por costumbre ayunar; aunque no como ellos para purificar el cuerpo y hacerlo más digno de la inspiración celestial, sino de una manera rigorosa, hasta que le temblaban las rodillas, y como un acto de penitencia. Pasaba también en vela noche tras noche, algunas veces en completa obscuridad; otras alumbrado sólo por la luz vacilante de una lámpara; y otras contemplándose el rostro en un espejo iluminado por la luz más fuerte que le era posible obtener, simbolizando de este modo el constante examen interior con que se torturaba, pero con el cual no podía purificarse.

En estas prolongadas vigilias su cerebro se turbaba, y entonces creía ver visiones que flotaban ante sus ojos; quizás las percibía confusamente á la débil luz que de ellas irradiaba, en la parte más remota y obscura de su habitación, ó más distintamente, y á su lado, reflejándose en el espejo. Ya era una manada de formas diabólicas que hacían visajes al pálido ministro, mofándose de él é invitándole á seguirlas; ya un grupo de brillantes ángeles que se remontaban al cielo, llenos de dolor, tornándose más etéreos á medida que ascendían. Ó eran los amigos de su juventud, ya muertos, y su padre, de blanca barba, frunciendo piadosamente el entrecejo, y su madre, que le volvía el rostro al pasar por su lado. ¡Espíritu de una madre! Creo que habría arrojado una mirada de compasión á su hijo. Y luego, al través de la habitación que hacían tan horrible estas visiones espectrales, se deslizó Ester Prynne, llevando de la mano á Perlita, en su traje color de escarlata, y señalando con el índice, primeramente la letra que brillaba en su seno, y luego el pecho del joven eclesiástico.

Ninguna de estas visiones le engañó jamás por completo. En cualquier instante, con un esfuerzo de su voluntad, podía convencerse de que no eran sustancias corpóreas sino creaciones de su inquieta imaginación; pero á pesar de todo, en cierto sentido, eran las cosas más verdaderas y reales con que el pobre ministro tenía ahora que hacer. En una vida tan falsa como la suya, el dolor más indecible consistía en que las realidades que nos rodean, destinadas por el cielo para sustento y alegría de nuestro espíritu, se veían privadas de lo que constituye su propia vida y esencia. Para el hombre falso, el universo entero es falso, impalpable, y todo lo que palpa se convierte en nada. Y él mismo, mostrándose bajo un falso aspecto, se convierte en una sombra, ó acaso cesa de existir. La única verdad que continuaba dando al Sr. Dimmesdale una existencia real en este mundo, era la agonía latente en lo más recóndito de su alma, y la no disfrazada expresión de la misma en todo su aspecto exterior. Si hubiera hallado una vez la facultad de sonreir, y presentar un rostro alegre, no habría sido el hombre que era.

En una de esas terribles noches que hemos tratado vanamente de describir, el ministro se levantó sobresaltado de su asiento. Una nueva idea se le había ocurrido. Podría haber un momento de paz en su alma. Vistiéndose con el mismo esmero que si fuera á desempeñar su sagrado ministerio, y precisamente de la misma manera, descendió las escaleras sin hacer ruido, abrió la puerta y salió á la calle.

XII
LA VIGILIA DEL MINISTRO

ANDANDO como en un sueño, y quizá realmente bajo la influencia de una especie de sonambulismo, el Sr. Dimmesdale llegó al lugar en que, años atrás, Ester había sufrido las primeras horas de su ignominia pública. El mismo tablado, negro y percudido por las lluvias, soles y tormentas de siete largos años, con los escalones gastados por las pisadas de los muchos reos que desde aquella época los habían subido, se elevaba allí bajo el balcón de la iglesia ó casa de reunión. El ministro ascendió los escalones.

Era una obscura noche de principios de Mayo. El cielo estaba cubierto en toda su extensión con un manto espeso de nubes. Si la misma multitud que presenció el castigo de Ester Prynne hubiera podido ser convocada ahora, no le habría sido posible distinguir las facciones de rostro alguno en el tablado, ni apenas los contornos de una forma humana en las profundas tinieblas de la media noche. Pero la población toda estaba entregada al sueño. No había peligro de que pudieran sus moradores descubrir nada. El ministro podía permanecer allí de pie, si así le agradaba, hasta que la mañana tiñera de rojo el oriente, sin correr otro riesgo sino el daño que el aire frío y húmedo de la noche pudiera ocasionar á su organismo. Ningún ojo alcanzaría á verle, excepto Aquél, siempre alerta y despierto, que le había visto cuando estaba encerrado en su alcoba retirada azotándose con las sangrientas disciplinas. ¿Por qué, pues, había ido allí? ¿Era aquello acaso una parodia de penitencia? Sí, una parodia, pero en la cual su alma se engañaba á sí misma mientras los ángeles vertían triste llanto y el enemigo de los hombres se regocijaba. Había ido allí arrastrado á impulsos del Remordimiento, que donde quiera le acosaba, y cuya compañera era aquella Cobardía que invariablemente le hacía retroceder en el momento mismo en que iba á desplegar los labios. ¡Pobre, infeliz hombre! ¿Qué derecho tenía de abrumar bajo el peso del delito hombros tan flacos como los suyos? El crimen es para los fuertes que ó pueden soportarlo en silencio, ó librarse de él descargando de una vez su conciencia si encuentran el peso demasiado grave. Pero esta alma tan extremadamente débil y sensible no podía hacer ni lo uno ni lo otro, sino vacilar contínuamente entre los dos extremos, enredándose cada vez más en los lazos inextricables de la agonía de un inútil arrepentimiento y de un oculto delito.

Y así, mientras se hallaba en el tablado, ocupado en la tarea de esta vana muestra de expiación, se vió Dimmesdale sobrecogido de un gran horror, como si el universo entero estuviera contemplando una marca escarlata en su seno desnudo, precisamente encima de la región del corazón. Y en aquel lugar, en verdad, estaba, y allí había estado desde hace largo tiempo, el roedor y emponzoñado diente del dolor físico. Sin esfuerzo ninguno de su voluntad para impedirlo, y sin poder dominarse, lanzó un grito agudo penetrante, que fué repercutiendo de casa en casa, y que devolvieron las colinas lejanas, como si una comparsa de espíritus malignos, conociendo cuanto horror y miseria encerraba aquel grito, se hubiera divertido en hacer rebotar el sonido de un lado á otro.

¡Ya no hay remedio! – exclamó el eclesiástico cubriéndose el rostro con las manos, – la ciudad toda se despertará y saldrá á la calle apresuradamente y me hallará aquí.

Pero no fué así. El gritó resonó tal vez en sus asustados oídos con mayor fuerza de la que realmente tuvo. La población no se despertó; ó si algunos se despertaron, lo atribuyeron á algo horrible que pasó en un sueño, ó al ruido de las brujas ó hechiceras cuyas voces, en aquella época, se oían con frecuencia en los lugares solitarios cuando cruzaban el aire en compañía de Satanás. El Sr. Dimmesdale, por lo tanto, no oyendo nada que indicase una alarma general, separó las manos del rostro y miró en torno suyo. En una de las ventanas de la casa del Gobernador, que estaba á cierta distancia, vió la figura del anciano magistrado envuelta en una blanca bata de dormir, con una lámpara en la mano y un gorro de noche en la cabeza. Parecía una fantasma evocada en mal hora. El grito evidentemente le había asustado. En otra ventana de la misma casa apareció la vieja Señora Hibbins, hermana del Gobernador, también con una lámpara que, aun á la distancia en que se encontraba, dejaba ver la expresión displicente y dura del rostro de la señora. Esta asomó la cabeza por el postigo y miró hacia arriba con cierta ansiedad. Seguramente la venerable hechicera había oído también el grito del Sr. Dimmesdale y creyó que era, con la multitud de sus ecos y repercusiones, el clamor de los demonios y de las brujas nocturnas con quienes, como es sabido, tenía la costumbre de hacer excursiones á la selva.

Al notar la luz de la lámpara del Gobernador, la anciana señora apagó prontamente la suya y desapareció probablemente entre las nubes. El ministro no la volvió á ver. El magistrado, después de una escrupulosa observación de las tinieblas, en las que por otra parte nada le habría sido posible distinguir, se retiró de la ventana.

El ministro entonces se tranquilizó algo. Pronto distinguió, sin embargo, el brillo de una luz lejana que se iba acercando gradualmente, y que le permitía reconocer allá un objeto, más acá otro, tales como la puerta arqueada de una casa, con aldabón de hierro, una bomba de agua, etc., que fijaban su atención, á pesar de que estaba firmemente convencido de que á medida que se aproximaba aquella luz, que pronto daría de lleno en su rostro, se iba también acercando el momento en que su suerte quedaría decidida y revelado el funesto secreto oculto por tanto tiempo. Cuando la luz estuvo más cerca, pudo distinguir la figura de su hermano en religión, ó para hablar con más propiedad, de su padre espiritual al mismo tiempo que muy estimado amigo, el Reverendo Sr. Wilson quien, como el Sr. Dimmesdale conjeturaba con razón, había estado rezando á la cabecera de un moribundo. El bueno y anciano ministro venía precisamente de la alcoba mortuoria del Gobernador Winthrop, que acababa de pasar á mejor mundo, y se dirigía ahora á su casa alumbrándose con una linterna. El brillo de ésta había hecho imaginar al Sr. Dimmesdale que veía al buen padre Wilson rodeado de un halo ó corona radiante como la de los santos varones de otros tiempos, lo que le daba un aspecto de gloriosa beatitud en medio de esta noche sombría del pecado. Dimmesdale se sonrió, mejor dicho, se echó á reir ante tales ideas sugeridas por la luz de la linterna, y se preguntó si se había vuelto loco.

Cuando el Reverendo Sr. Wilson pasó junto al tablado, envolviéndose muy bien en los pliegues de su manto genovés con una mano, mientras sostenía con la otra la linterna, el Sr. Dimmesdale apenas pudo reprimir el deseo de hablar.

– Buenas noches, venerable padre Wilson; os ruego que subáis y que paséis un rato en mi compañía.

¡Cielos! ¿Había hablado realmente el Sr. Dimmesdale? Así lo creyó él mismo un instante; pero esas palabras fueron pronunciadas sólo en su imaginación. El venerable padre Wilson continuó lentamente su camino, teniendo el mayor cuidado en evitar mancharse con el lodo de la calle, y sin volver siquiera la cabeza hacia el fatídico tablado. Cuando la luz de su linterna se hubo desvanecido á lo lejos por completo, el joven ministro se dió cuenta, por la especie de desmayo que le sobrecogió, de que los últimos momentos habían sido para él una crisis de terrible ansiedad, aunque su espíritu había hecho un esfuerzo involuntario para salir de ella con la especie de apóstrofe semijocoso dirigido al Sr. Wilson.

Poco después se deslizó nuevamente en Dimmesdale el sentimiento de lo grotesco en medio de las solemnes visiones que se forjaba su cerebro. Creyó que las piernas se le iban poniendo rígidas con el frío de la noche, y empezó á imaginarse que no podría descender los escalones del tablado. La mañana se acercaba entretanto y allí se encontraría él: los vecinos empezarían á levantarse. El más madrugador, saliendo en la semiobscuridad del crepúsculo, percibiría una vaga figura de pie en el lugar consagrado á expiar los crímenes y delitos; y casi fuera de juicio, movido de susto y de curiosidad, iría llamando de puerta en puerta á todo el pueblo para que viniese á contemplar el espectro, – pues así se lo figuraría, – de algún difunto criminal. En esto, la luz de la mañana iría creciendo cada vez en intensidad: los ancianos patriarcas de la población se irían levantando apresuradamente, cada uno envuelto en su bata de franela, y las respetables matronas sin detenerse á cambiar su traje de dormir. Toda la congregación de personas decentes y decorosas, que jamás hasta entonces se habían dejado ver con un solo cabello despeinado, se presentarían ahora con la cabellera y el vestido en el mayor desorden. El viejo Gobernador Bellingham saldría con severo rostro llevando sus cuellos de lechuguilla al revés; y la Señora Hibbins, su hermana, vendría con algunos ramitos de la selva prendidos á su traje, y con rostro más avinagrado que nunca, como que apenas había podido dormir un minuto después de su paseo nocturno; y el buen padre Wilson se presentaría también, después de haber pasado la mitad de la noche junto á la cabecera de un moribundo, sin que le hubiera agradado mucho que le turbaran el sueño tan temprano. Vendrían igualmente los dignatarios de la iglesia del Sr. Dimmesdale y las jóvenes vírgenes que idolatraban á su pastor espiritual y le habían erigido un altar en sus puros corazones. Todos llegarían apresuradamente, dando tumbos y tropiezos, y dirigiendo con espanto y horror las miradas hacia el tablado fatídico. ¿Y á quién percibirían allí á la luz rojiza de la aurora? ¡Á quién, sino al Reverendo Arturo Dimmesdale, medio helado de frío, abrumado de vergüenza, y de pie donde había estado Ester Prynne!

Movido por el grotesco horror de este cuadro, el ministro, olvidándose de su inquietud y alarma infinitas, prorrumpió en una carcajada, que fué respondida inmediatamente por una risa ligera, aérea, infantil, en la que con un estremecimiento del corazón – que no sabía si era de intenso dolor, ó de placer extremo, – reconoció el acento de la pequeña Perla.

– ¡Perla! ¡Perlita! – exclamó después de un momento de pausa; y luego, con voz más baja, agregó: – Ester, Ester Prynne, ¿estáis ahí?

– Sí; es Ester Prynne, – replicó ella con acento de sorpresa; – y el ministro oyó sus pisadas que se iban acercando. – Soy yo y mi pequeña Perla.

– ¿De dónde venís, Ester? – preguntó el ministro. ¿Qué os ha traído aquí?

– He estado velando á un moribundo, – respondió Ester, – he estado junto al lecho de muerte del Gobernador Winthrop, he tomado las medidas para su traje, y ahora me dirijo á mi habitación.

– Sube aquí, Ester; ven tu con Perlita, dijo el Reverendo Sr. Dimmesdale. Ambas habéis estado aquí antes de ahora, pero yo no me hallaba á vuestro lado. Subid aquí una vez más, y los tres estaremos juntos.

Ester subió en silencio los escalones, y permaneció de pie en el tablado, asiendo á Perla de la mano. El ministro tomó entre las suyas la otra mano de la niña. No bien lo hizo, parece como si una nueva vida hubiera penetrado en su sér, invadiendo su corazón á manera de un torrente y esparciéndose por sus venas. Se diría que madre é hija estaban comunicando su calor vital á la naturaleza medio congelada del joven eclesiástico. Los tres formaban una cadena eléctrica.

– ¡Ministro! – susurró la pequeña Perla.

– ¿Qué deseas decir, niña? – le preguntó el Sr. Dimmesdale.

– ¿Quieres estar aquí mañana al mediodía con mi madre y conmigo? – preguntó Perla.

– No; no así, Perlita mía, – respondió el ministro; porque con la nueva energía adquirida en aquel instante, se apoderó de él todo el antiguo temor de revelación pública que por tanto tiempo fué la agonía de su vida, y ya estaba temblando, aunque con una mezcla de extraña alegría, al fijarse en la situación en que se encontraba en la actualidad. – No, no así, niña mía, continuó. Estaré de pie contigo y con tu madre otro día; sí, otro día; pero no mañana.

Perla se rió é intentó desasir la mano que le tenía asida el ministro, pero éste la mantuvo firme.

– Un instante más, niña mía, – dijo.

– Pero ¿quieres prometerme que mañana al mediodía nos tomarás de la mano á mi madre y á mí? – le preguntó Perla.

– No, no mañana, Perla, – dijo el ministro, – pero otro día.

– ¿Qué día? – persistió la niña.

– En el gran día del Juicio Final, – murmuró el eclesiástico, que se vió como obligado á responder de este modo á la niña en su carácter sagrado de ministro del altar. – Entonces, y allí ante el Juez Supremo, continuó, tendremos que comparecer tu madre, tú y yo, al mismo tiempo. Pero la luz del sol de este mundo no habrá de vernos reunidos.

Perla empezó á reir de nuevo.

Pero antes de que el Sr. Dimmesdale hubiera terminado de hablar, brilló una luz en toda la extensión del obscuro horizonte. Fué sin duda uno de esos meteoros que el observador nocturno puede ver á menudo, que se inflaman, brillan y se extinguen rápidamente en las regiones del espacio. Tan intenso fué su esplendor, que iluminó por completo la densa masa de nubes entre el firmamento y la tierra. La bóveda celeste resplandeció de tal modo, que dejó ver la calle como si estuviera alumbrada por la luz del mediodía, pero con la extrañeza que siempre comunica á los objetos familiares una claridad no acostumbrada. Las casas de madera, con sus pisos que sobresalían y sus curiosos caballetes rematados en punta; las escaleras de las puertas y los quicios con las primeras hierbas de la primavera que empezaban á brotar en las cercanías; los bancos de tierra de los jardines que parecían negros con la tierra removida recientemente; – todo se volvió visible, pero con una singularidad de aspecto que parecía darle á los objetos una significación diferente de la que antes tenían. Y allí estaba el ministro con la mano puesta sobre el corazón; y Ester Prynne, con la letra bordada brillando en su seno; y la pequeña Perla que era en sí misma un símbolo y el lazo de unión entre aquellos dos seres. Allí estaban de pie al fulgor de aquella extraña y solemne luz, como si ésta fuera la que había de revelar todos los secretos, y fuera también la alborada que había de reunir todos los que mutuamente se pertenecían.

En los ojos de Perla había cierta expresión misteriosa, y en su rostro, cuando lo alzó para mirar al ministro, aquella sonrisa maliciosa que la hacía comparar á un trasgo. Retiró su mano de la del Sr. Dimmesdale, y señaló al otro lado de la calle. Pero él cruzó las manos sobre el pecho y levantó las miradas hacia el cielo.

Nada era tan común en aquellos tiempos como interpretar todas las apariciones meteóricas, y todos los otros fenómenos naturales, que ocurren con menos regularidad que la salida y la puesta del sol y de la luna, como otras tantas revelaciones de origen sobrenatural. Así es que una lanza brillante, una espada de llamas, un arco, ó un haz de flechas, pronosticaban una guerra con los indios. Era sabido que una lluvia de luz carmesí indicaba una epidemia. Dudamos mucho que haya acontecido algo notable en la Nueva Inglaterra, desde los primeros días de su colonización hasta el tiempo de la guerra de la Independencia, de que los habitantes no hubieran tenido un previo aviso merced á un espectáculo de esta naturaleza. Á veces había sido visto por la multitud; pero con mucha mayor frecuencia, todo reposaba en el mero dicho de un solitario espectador que había contemplado el maravilloso fenómeno al través del trastornador vidrio de aumento de su imaginación, dándole más tarde una forma más precisa. Era sin duda una idea grandiosa pensar que el destino de las naciones debía revelarse en estos sorprendentes geroglíficos en la bóveda celeste. Entre nuestros antepasados era una creencia muy extendida, indicando que su naciente comunidad estaba bajo la custodia especial del cielo. Pero ¿qué diremos cuando un individuo descubre una revelación en ese mismo libro misterioso dirigida á él solamente? En ese caso, sería únicamente el síntoma de una alteración profunda del espíritu, si un hombre, en consecuencia de un dolor prolongado, intenso y secreto, y de la costumbre mórbida de estarse estudiando constantemente, ha llegado á asociar su personalidad á la naturaleza entera, hasta el extremo de que el firmamento no venga á ser sino una página adecuada para la historia del futuro destino de su alma.

Yaş sınırı:
12+
Litres'teki yayın tarihi:
22 ekim 2017
Hacim:
320 s. 1 illüstrasyon
Telif hakkı:
Public Domain
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