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Kitabı oku: «La letra escarlata», sayfa 12

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Por lo tanto, á esta enfermedad de su espíritu atribuímos la idea de que el ministro, al dirigir sus miradas hacia el cielo, creyese contemplar en él la figura de una inmensa letra, – la letra A, – dibujada con contornos de luz de un rojo obscuro. En aquel lugar, y ardiendo opacamente, solo se había dejado ver un meteoro al través de un velo de nubes; pero no con la forma que su culpable imaginación le prestaba, ó á lo menos, de una manera tan poco definida, que otra conciencia delincuente podría haber visto en él otro símbolo distinto.

Había una circunstancia especial que caracterizaba el estado psicológico del Sr. Dimmesdale en aquel momento. Todo el tiempo que estuvo mirando al zenit, tenía la plena conciencia de que Perla estaba apuntando con el dedo en dirección del viejo Rogerio Chillingworth, que se hallaba en pie no muy distante del tablado. El ministro parecía verle con la misma mirada con que discernía la letra milagrosa. Así como á los demás objetos, la luz meteórica comunicaba una nueva expresión á las facciones del médico; ó bien pudiera suceder que éste no se cuidaba en esta ocasión, como siempre lo hacía, de ocultar la malevolencia con que miraba á su víctima. Ciertamente, si el meteoro iluminó el espacio é hizo visible la tierra con un fulgor solemne que obligó á recordar al clérigo y á Ester el día del Juicio Final, en ese caso Rogerio Chillingworth debió parecerles el gran enemigo del género humano, que se presentaba allí con una sonrisa amenazadora reclamando lo que le pertenecía. Tan viva fué aquella expresión, ó tan intensa la percepción que de ella tuvo el ministro, que le pareció que permanecía visible en la obscuridad, aun después de desvanecida la luz del meteoro, como si la calle y todo lo demás hubiera desaparecido por completo.

– ¿Quién es ese hombre, Ester? – preguntó Dimmesdale con voz trémula, sobrecogido de terror. – Me estremezco al verlo. ¿Conoces á ese hombre? Le odio, Ester.

Ella recordó su juramento y permaneció en silencio.

– Te repito que mi alma se estremece en su presencia, – murmuró el ministro de nuevo. – ¿Quién es? ¿Quién es? ¿No puedes hacer nada por mí? Ese hombre me inspira un horror indecible.

– Ministro, dijo Perlita, yo puedo decirte quién es.

– Pronto, niña, pronto, – dijo el ministro inclinando el oído junto á los labios de Perla. – Pronto, y tan bajo como te sea posible.

Perla murmuró algo á su oído que resonaba á manera de lenguaje humano, cuando no era en realidad sino la jerigonza ininteligible y sin sentido alguno que usan á veces los niños para divertirse cuando están juntos. De todos modos, no le comunicó ninguna noticia secreta acerca del viejo facultativo. Era un idioma desconocido para el erudito clérigo, que sólo sirvió para aumentar la confusión de su espíritu. La niña entonces prorrumpió en una carcajada.

– ¿Te burlas de mí ahora? – dijo el ministro.

– No has sido valiente, no has sido sincero, – respondió la niña, – no quisiste prometerme que nos tomarías de la mano á mí y á mi madre mañana al mediodía.

– ¡Digno señor! – exclamó el médico que se había adelantado hasta el pie del tablado, – piadoso Sr. Dimmesdale, ¿sóis realmente vos? Sí, sí, seguramente que sí. ¡Vaya! ¡Vaya! Nosotros, hombres de estudio, que tenemos la cabeza metida en nuestros libros, necesitamos que se nos vigile. Soñamos despiertos, y nos paseamos durmiendo. Venid, buen señor y amigo querido; dejadme que os conduzca á vuestra casa.

– ¿Cómo supiste que yo estaba aquí? – preguntó Dimmesdale con temor.

– En realidad de verdad, respondió el médico, no sabía nada de esto. Gran parte de la noche la he pasado á la cabecera del digno Gobernador Winthrop haciendo en su beneficio lo que mi poca habilidad me permitía. Á un mundo mejor ha partido, y yo me dirigía á mi morada, cuando brilló esa luz extraordinaria. Os ruego que vengáis, reverendo señor; de otro modo no os hallaréis en estado de cumplir vuestros deberes mañana domingo. ¡Ah! ¡Ved cómo los libros perturban el cerebro! ¡Estos libros, estos libros! Debéis estudiar menos, buen señor, y procuraros algún recreo, si no queréis que estas cosas se repitan.

– Iré con vos á mi casa, – dijo el Sr. Dimmesdale. Completamente abatido, con una sensación de frío, como el que despierta de una pesadilla, acompañó al médico, y partieron juntos.

El día siguiente, domingo, predicó sin embargo un sermón que se consideró el mejor, el más vigoroso y más lleno de unción celeste que hasta entonces hubieran pronunciado sus labios. Se dijo que más de un alma se sintió regenerada con la eficacia de aquel discurso, y que fueron muchos los que juraron eterna gratitud al Sr. Dimmesdale por el bien que les había hecho. Pero, cuando bajó del púlpito, le detuvo el anciano sacristán presentándole un guante negro que el ministro reconoció por suyo.

– Se encontró esta mañana, – dijo el sacristán, – en el tablado en que se expone á los malhechores á la vergüenza pública. Satanás lo dejó caer allí deseando sin duda jugar una mala pasada á su Reverencia. Pero ha procedido con el mismo desacierto y ligereza de siempre. Una mano limpia y pura no necesita guante que la cubra.

– Gracias, buen amigo, – dijo el ministro con gravedad, pero muy sobresaltado, pues tan confusos eran sus recuerdos, que casi creía que los acontecimientos de la noche pasada eran solo un sueño. – Sí, agregó, parece que es mi guante.

– Y puesto que Satanás ha creído conveniente robároslo, en adelante Vuestra Reverencia debe tratar á ese enemigo sin miramientos de ninguna clase. Duro con él; – dijo el anciano sacristán con horrible sonrisa. Pero, ¿ha oído Vuestra Reverencia hablar del portento que se vió anoche? Se dice que apareció en el cielo una gran letra roja, la letra A, que hemos interpretado significa Ángel. Y como nuestro buen Gobernador Winthrop falleció también anoche, y fué convertido en ángel, de seguro que se creyó conveniente publicar la noticia de algún modo.

– No; nada he oído acerca de ese particular, – contestó el ministro.

XIII
OTRO MODO DE JUZGAR Á ESTER

EN su última y singular entrevista con el Sr. Dimmesdale, se quedó Ester completamente sorprendida al ver el estado á que se hallaba reducido el ministro. Sus nervios parecían del todo arruinados: su fuerza moral era la de un niño: andaba arrastrando los pasos, aun cuando sus facultades intelectuales conservaban su prístina fuerza, ó habían adquirido acaso una mórbida energía, que solamente pudo haberles comunicado la enfermedad. Conociendo ella toda la cadena de circunstancias que eran un profundo secreto para los otros, podía inferir que, además de la acción legítima de su propia conciencia, se había empleado, y se empleaba todavía contra el reposo y bienestar del Sr. Dimmesdale, una maquinaria terrible y misteriosa. Conociendo también lo que había sido en otros tiempos este pobre hombre, ahora caído, su alma se llenó de compasión al recordar el hondo sentimiento de terror con que le pidió á ella, – la mujer despreciada, – que lo protegiese contra un enemigo que instintivamente había descubierto; y decidió que el ministro tenía el derecho de esperar de su parte todo el auxilio posible. Poco acostumbrada, en su largo aislamiento y estado de segregación de la sociedad, á medir sus ideas de lo justo ó de lo injusto según el rasero común, Ester vió, ó creyó ver, que había en ella una responsabilidad respecto á Dimmesdale, superior á la que tenía para con el mundo entero. Los lazos que á este último la ligaron, cualquiera que hubiese sido su naturaleza, estaban todos destruídos. Por el contrario, respecto al ministro existía el férreo lazo del crimen mutuo, que ni él ni ella podían romper, y que, como todos los otros lazos, traía aparejadas consigo obligaciones ineludibles.

Ester no ocupaba ya precisamente la misma posición que en los primeros tiempos de su ignominia. Los años se habían ido sucediendo, y Perla contaba ya siete de edad. Su madre, con la letra escarlata en el pecho, brillando con su fantástico bordado, era ahora una figura muy conocida en la población; y como no se mezclaba en los asuntos públicos ó privados de nadie, en nada ni para nada, se había ido formando una especie de consideración general hacia Ester. En honra de la naturaleza humana puede decirse que, excepto cuando interviene el egoísmo, está más dispuesta á amar que á odiar. El odio, por medio de un procedimiento silencioso y gradual, se puede transformar hasta en amor, siempre que á ello no se opongan nuevas causas que mantengan vivo el sentimiento primero de hostilidad. En el caso de Ester Prynne, no había ocurrido nada que lo agravase, porque jamás ella se declaró en contra del público, sino que se sometió, sin quejarse, á todo lo que éste quiso hacer, sin demandar nada en recompensa de sus sufrimientos. Hay que agregar la pureza inmaculada de su vida durante todos estos años en que se había visto segregada del trato social y declarada infame, y esa circunstancia influyó mucho en favor suyo. No teniendo ahora nada que perder para con el mundo, y sin esperanzas, y acaso tampoco sin deseos de ganar alguna cosa, su vuelta á la senda austera del deber sólo podría atribuirse á un verdadero amor de la virtud.

Se había notado igualmente que si bien Ester jamás reclamó la más mínima participación en los bienes y beneficios del mundo, excepto respirar el aire común á todos y ganar el sustento para Perlita y para ella misma con la labor de sus manos, – sin embargo, siempre se hallaba dispuesta á servir á sus semejantes, cuando la ocasión se presentaba. No había nadie que con tanta prontitud y buena voluntad compartiera sus escasas provisiones con el pobre, aun cuando éste, en recompensa de los alimentos llevados con toda regularidad á su puerta, ó de los vestidos trabajados por aquellos dedos que habrían podido bordar el manto de un monarca, le pagase con un sarcasmo ó una palabra ofensiva. En tiempos de calamidad general, de epidemia, ó de escasez, nadie había tan llena de abnegación como Ester: en los hogares invadidos por la desgracia, allí entraba ella, no como huésped intruso é inoportuno, sino como quien tiene pleno derecho á hacerlo; cual si las sombras que esparce el dolor fueran el medio más adecuado para poder tratar con sus semejantes. Allí brillaba la letra escarlata á manera de luz que derrama consuelo y bienestar: símbolo del pecado en todas partes, en la cabecera del enfermo era emblema de caridad y conmiseración. En casos tales, la naturaleza de Ester se mostraba con todo el calor que le era innato, y con aquella ternura y suavidad que nunca dejaban de producir el efecto deseado en los afligidos que á ella acudían. Su seno, con el signo de ignominia que en él lucía, puede decirse que era el regazo donde podía reposar en calma la cabeza del infortunado. Era una hermana de la caridad, ordenada por sí misma, ó mejor dicho, ordenada por la ruda mano del mundo, cuando ni éste, ni ella, podían prever semejante resultado. La letra escarlata fué el símbolo de su vocación. Ester se volvió tan útil, desplegó tal facultad de hacer el bien y de identificarse con los dolores ajenos, que muchas personas se negaron á dar á la A escarlata su significado primitivo de "Adúltera," y decían que en realidad significaba – "Abnegación." ¡Tales eran las virtudes manifestadas por Ester Prynne!

Sólo las moradas en que el infortunio había arrojado un velo sombrío, eran las que podían retenerla; desde el instante en que comenzaban á iluminarlas los rayos de la felicidad, Ester desaparecía. El huésped caritativo y servicial se alejaba, sin dar siquiera una mirada de despedida en que recoger el tributo de gratitud que le era debido, si es que existía alguna en los corazones de aquellos á quienes había servido con tanto celo. Al encontrarlos en la calle, jamás levantaba la cabeza para recibir su saludo; y si alguno se dirigía á ella resueltamente, entonces indicaba en silencio la letra escarlata con un dedo, y continuaba su camino. Esto podría atribuirse á orgullo, pero se asemejaba tanto á la humildad, que producía en el espíritu del público todo el efecto conciliador de esta virtud. El temperamento del público es en lo general despótico, y capaz de denegar la justicia más evidente, cuando se demanda con demasiada exigencia como de derecho; pero concede frecuentemente más de lo que se pide, si, como sucede con los déspotas, se apela enteramente á su generosidad. Interpretando la conducta de Ester como una apelación de esta naturaleza, la sociedad se hallaba inclinada á tratar á su antigua víctima con mayor benignidad de la que ella misma deseaba ó tal vez merecía.

Los gobernantes de aquella comunidad tardaron más tiempo que el pueblo en reconocer la influencia de las buenas cualidades de Ester. Las preocupaciones que compartían en común con aquel, adquirían en ellos mayor fuerza merced á una serie de razonamientos que dificultaba en extremo la tarea de desentenderse de dichas prevenciones. Sin embargo, día tras día, sus rostros avinagrados y rígidos se fueron desarrugando y adquiriendo algo que, con el transcurso de los tiempos, se podría tomar por una expresión de benevolencia. Así acontecía también con los hombres de alto copete, que se consideraban los guardianes de la moralidad pública. Los individuos privados habían perdonado ya completamente á Ester Prynne su fragilidad; aún más, habían empezado á considerar la letra escarlata, no como el signo que denunciaba una falta, tan larga y duramente expiada, sino como el símbolo de sus muchas y buenas acciones. "¿Véis esa mujer con la divisa bordada?" – decían á los extraños. "Es nuestra Ester, la Ester de nuestra población, tan compasiva con los pobres, tan servicial con los enfermos, tan consoladora para los afligidos." Cierto es que entonces la propensión de la naturaleza humana á referir lo malo cuando se trata de otro, les impelía también á contar en voz baja el escándalo de otros tiempos. Y á pesar de todo, era un hecho real que á los ojos de las mismas personas que así hablaban, la letra escarlata producía un efecto parecido al de la cruz en el pecho de una monja, comunicando á la que la llevaba una especie de santidad, que le permitía atravesar con toda seguridad por en medio de cualquier clase de peligro. Si hubiera caído entre ladrones, la habría protegido. Se decía, y muchos lo creían, que un indio disparó una vez una flecha contra la letra, y que, al tocarla, cayó la flecha al suelo hecha pedazos, sin haberle causado el menor daño á la letra.

El efecto de la divisa, ó mejor dicho, de la posición que ésta indicaba con respecto á la sociedad, fué poderoso y peculiar en el ánimo de Ester. Toda la gracia y ligereza de su espíritu habían desaparecido á influjos de esta funesta letra, dejando solamente algo ostensiblemente rudo y tosco, que habría podido hasta ser repulsivo para sus amigas ó compañeras, á haberlas tenido. Los atractivos físicos de su persona habían experimentado un cambio igual; quizá debido en parte á la seriedad de su traje, y en parte á la sequedad de sus maneras. También fué una triste transformación la que experimentó su hermosa y espléndida cabellera que, ó había sido cortada, ó estaba tan completamente oculta bajo su gorra, que ni siquiera se alcanzaba á ver uno solo de sus rizos. En consecuencia de todas estas causas, pero aun mucho más debido á algo desconocido, parecía que no había ya en el rostro de Ester nada que pudiera atraer las miradas del amor; nada en la figura de Ester, aunque majestuosa y semejante á una estatua, que despertara en la pasión el anhelo de estrecharla entre sus brazos; nada en el corazón de Ester que pudiera responder á los latidos amorosos de otro corazón. Algo había desaparecido en ella, algo completamente femenino, como acontece con frecuencia cuando la mujer ha pasado por pruebas de una severidad peculiar: porque si ella es toda ternura, esto le costará la vida; y si sobreviviere á estas pruebas, entonces esa ternura ó tiene que extinguirse por completo, ó reconcentrarse tan hondamente en el corazón, que jamás se podrá mostrar de nuevo. Tal vez esto último sea lo más exacto. La que una vez fué una verdadera mujer, y ha cesado de serlo, puede á cada instante recobrar sus atributos femeninos, si solamente viene el toque mágico que efectúe la transfiguración. Ya veremos si Ester Prynne recibió más tarde ese toque mágico y quedó transfigurada.

Mucha parte de la frialdad marmórea de que parecía estar dotada Ester, debe atribuirse á la circunstancia de que se había operado un gran cambio en su vida, reinando ahora el pensamiento donde antes reinaban la pasión y los sentimientos. Estando sola en el mundo, sola en cuanto á depender de la sociedad, y con la pequeña Perla á quien guiar y proteger, – sola y sin esperanzas de mejorar su posición, aunque no hubiera desdeñado semejante idea, – arrojó lejos de sí los fragmentos de una cadena hecha pedazos. La ley universal no era la ley de su espíritu. Vivía además en una época en que la inteligencia humana, recientemente emancipada, había desplegado mayor actividad y entrado en una esfera más vasta de acción que lo que había hecho durante muchos siglos. Nobles y tronos habían sido derrocados por los hombres de la espada; y antiguas preocupaciones habían sido destruídas por hombres aun más atrevidos que aquellos. Ester se había penetrado de este espíritu puramente moderno, adoptando una libertad de especulación, común entonces al otro lado del Atlántico, pero que, á haber tenido noticia de ello nuestros antepasados, lo habrían juzgado un pecado más mortal que el que estigmatizaron con la letra escarlata. En su cabaña solitaria, á orillas del mar, la visitaban ideas y pensamientos tales, como no era posible que se atrevieran á penetrar en otra morada de la Nueva Inglaterra: huéspedes invisibles, que habrían sido tan peligrosos para los que les daban entrada en su espíritu, como si se les hubiera visto en trato familiar con el enemigo del género humano.

Es digno de notarse que las personas que se entregan á las más atrevidas especulaciones mentales, son con frecuencia también las que más tranquilamente se conforman á las leyes externas de la sociedad. El pensamiento les basta, sin que traten de convertirlo en acción. Así parece que pasaba con Ester. Sin embargo, si no hubiera tenido á Perla, las cosas habrían sido muy diferentes. Entonces tal vez su nombre brillaría hoy en la Historia como la fundadora de una secta religiosa á par de Ana Hutchinson:16 quizás habría sido una especie de profetisa; pero probablemente los severos tribunales de la época la habrían condenado á muerte por intentar destruir los fundamentos en que descansaba la colonia puritana. Pero en la educación de su hija, la osadía de sus pensamientos había abatido en gran parte su entusiasta vuelo. En la persona de su niñita, la Providencia le había asignado á Ester la tarea de hacer que germinaran y florecieran, en medio de grandes dificultades, los más dignos atributos de la mujer. Todo estaba en contra de la madre: el mundo le era hostil; la naturaleza misma de la niña tenía algo perverso en su esencia, que hacía recordar continuamente que en su nacimiento había presidido la culpa, – el resultado de la pasión desordenada de la madre, – y repetidas veces se preguntaba Ester con amargura si esta criaturita había venido al mundo para bien ó para mal.

Verdad es que la misma pregunta se hacía respecto al género humano en general. ¿Valía la pena aceptar la existencia, aun á los más felices entre los mortales? Por lo que á ella misma tocaba, tiempo hacía que la había contestado por la negativa, dando el punto por completamente terminado. La tendencia á la especulación, aunque puede verter la calma en el espíritu de la mujer, como sucede con el hombre, la vuelve sin embargo triste, pues acaso vé ante sí una tarea irrealizable. Primeramente, todo el edificio social tiene que derribarse, y reconstruirse todo de nuevo; luego, la naturaleza del hombre tiene que modificarse esencialmente antes de permitírsele á la mujer que ocupe lo que parece ser una posición justa y adecuada; y, finalmente, aun después de allanadas todas las otras dificultades, la mujer no podrá aprovecharse de todas estas reformas preliminares hasta que ella misma haya experimentado un cambio radical, en el cual, quizá, la esencia etérea, que constituye el alma verdaderamente femenina, se habría evaporado por completo. Una mujer nunca resuelve estos problemas con el mero uso del pensamiento: son irresolubles, ó solamente pueden resolverse de una manera. Si por casualidad prepondera el corazón, los problemas se desvanecen. Ester, cuyo corazón, por decirlo así, había perdido su ritmo regular y saludable, vagaba errante, sin luz que la guiase, en el sombrío laberinto de su espíritu; y á veces se apoderaba de ella la duda terrible de si no sería mejor enviar cuanto antes á Perla al cielo, y presentarse ella también á aceptar el destino á que la Eterna Justicia la creyese acreedora. La letra escarlata no había llenado el objeto á que se la destinó.

Ahora, sin embargo, su entrevista con el Reverendo Sr. Dimmesdale en la noche de la vigilia de éste, la había proporcionado nueva materia de reflexiones, presentándole en perspectiva un objeto digno de toda clase de esfuerzos y sacrificios para conseguirlo. Había presenciado el suplicio intenso bajo el cual luchaba el ministro, ó, para hablar con más propiedad, había cesado de luchar. Vió que se encontraba al borde de la locura, si es que ya su razón no se había hundido. Era imposible dudar que, por mucha que fuese la eficacia dolorosa de un punzante y secreto remordimiento, un veneno mucho más mortífero le había sido administrado por la misma mano que pretendía curarle. Bajo la capa de amigo y favorecedor médico, había constantemente á su lado un secreto enemigo que se aprovechaba de las oportunidades que así se le presentasen para tocar, con malvada intención, todos los resortes de la naturaleza delicada del Sr. Dimmesdale. Ester no podía menos de preguntarse si no fué desde el principio una falta de valor, de sinceridad y de lealtad de parte suya, permitir que el ministro se encontrara en una situación de la que nada bueno, y sí mucho malo, podría esperarse. Su única justificación era la imposibilidad en que había estado de hallar otro medio de librarle de una ruina aun más terrible de la que á ella le había caído en suerte. Lo único posible fué acceder al plan del disfraz de Rogerio Chillingworth. Movida de esta idea, se decidió, entonces, como ahora lo comprendía, por el partido peor que pudiera haber adoptado. Determinó, por lo tanto, remediar su error hasta donde le fuera posible. Fortalecida por años de rudas pruebas, ya no se sentía tan incapacitada para luchar con Rogerio como la noche aquella en que, abatida por el pecado, y medio loca por la ignominia á que acababa de ser expuesta, tuvo con él la entrevista en el cuarto de la prisión. Desde entonces, su espíritu se había ido remontando á mayores alturas; mientras que el anciano médico había ido descendiendo al nivel de Ester, ó quizás muy por debajo de ella, merced á la idea de venganza de que se hallaba poseído.

En una palabra, Ester resolvió tener una nueva entrevista con su antiguo marido, y hacer cuanto estuviera en su poder para salvar á la víctima de que evidentemente se había apoderado. La ocasión no tardó en presentarse. Una tarde, paseándose con Perla en un sitio retirado en las cercanías de su cabaña, vió al viejo médico con un cesto en una mano, y un bastón en la otra, buscando hierbas y raíces para confeccionar sus remedios y medicinas.

16.Véase acerca de Ana Hutchinson la nota en la página 59. nota 13
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Litres'teki yayın tarihi:
22 ekim 2017
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