Kitabı oku: «La letra escarlata», sayfa 15
– No puede ser, – respondió el ministro como si se le pidiese que realizara con sueño. – No tengo las fuerzas para ir. Miserable y pecador como soy, no me ha animado otra idea que la de arrastrar mi existencia terrenal en la esfera en que la Providencia me ha colocado. Á pesar de que mi alma está perdida, continuaré haciendo todavía lo que pueda en beneficio de la salud de otras almas. No me atrevo á abandonar mi puesto, por más que sea un centinela poco fiel, cuya recompensa segura será la muerte y la deshonra cuando haya terminado su triste guardia.
– Estos siete años de infortunio y de desgracia te han abrumado con su peso, – replicó Ester resuelta á infundirle ánimo con su propia energía. – Pero tienes que dejar todo eso detrás de tí. No ha de retardar tus pasos si escoges el sendero de la selva y quieres alejarte de la población; ni debes echar su peso en la nave, si prefieres atravesar el océano. Deja estos restos del naufragio y estas ruinas aquí, en el lugar donde aconteció. Echa todo eso á un lado. Comiénzalo todo de nuevo. ¿Has agotado por ventura todas las posibilidades de acción en el fracaso de una sola prueba? De ningún modo. El futuro está aun lleno de otras pruebas, y finalmente de buen éxito. ¡Hay aun felicidad de que disfrutar! ¡Hay aun mucho bien que hacer! Cambia esta vida falsa que llevas por una de sinceridad y de verdad. Si tu espíritu te inclina á esa vocación, sé el maestro y el apóstol de la raza indígena, Ó, – pues acaso se adapta más á tu naturaleza, – sé un sabio y un erudito entre los más sabios y renombrados del mundo de las letras. Predica: escribe: sé hombre de acción. Haz cualquier cosa, excepto echarte al suelo y dejarte morir. Despójate de tu nombre de Arturo Dimmesdale, y créate uno nuevo, un nombre excelso, tal como puedes llevarlo sin temor ni vergüenza. ¿Por qué has de soportar un solo día más los tormentos que de tal modo han devorado tu existencia, – que te han hecho débil para la voluntad y para la acción, – y que hasta te privarán de las fuerzas para arrepentirte? – Ánimo; arriba, y adelante.
– ¡Oh Ester! – exclamó Arturo Dimmesdale cuyos ojos brillaron un momento, para perder el fulgor inmediatamente, á influjos del entusiasmo de aquella mujer, – ¡oh Ester! estás hablando de emprender la carrera á un hombre cuyas rodillas vacilan y tiemblan. ¡Yo tengo que morir aquí! No tengo ya ni fuerzas, ni valor, ni energía para lanzarme á un mundo extraño, inmenso, erizado de dificultades, y lanzarme solo.
Era esta la última expresión del abatimiento de un espíritu quebrantado. Le faltaba la energía para aprovecharse de la fortuna más favorable que parecía estar á su alcance.
Repitió la palabra.
– ¡Solo, Ester!
– Tú no irás solo, – respondió Ester con profundo acento.
Y con esto, todo quedó dicho.
XVIII
UN TORRENTE DE LUZ
ARTURO DIMMESDALE fijó los ojos en Ester con miradas en que la esperanza y la alegría brillaban, seguramente, si bien mezcladas con cierto miedo y una especie de horror, ante la intrepidez con que ella había expresado lo que él vagamente indicó y no se atrevió á decir.
Pero Ester Prynne, con un espíritu lleno de innato valor y actividad, y por largo tiempo no sólo segregada, sino desterrada de la sociedad, se había acostumbrado á una libertad de especulación completamente extraña á la manera de ser del eclesiástico. Sin guía ni regla de ninguna clase había estado vagando en una especie de desierto espiritual; tan vasto, tan intrincado, tan sombrío y selvático como aquel bosque en que estaban ahora sosteniendo un diálogo que iba á decidir del destino de ambos. El corazón y la inteligencia de Ester puede decirse que se hallaban en su elemento en los lugares desiertos que ella recorría con tanta libertad como los indios salvajes sus bosques. Durante años había contemplado las instituciones humanas, y todo lo establecido por la religión ó las leyes, desde un punto de vista que le era peculiar; criticándolo todo con tan poca reverencia como la que experimentaría el indio de las selvas por la toga judicial, la picota, el cadalso, ó la iglesia. Tanto su destino como los acontecimientos de su vida habían tendido á hacer libre su espíritu. La letra escarlata era su pasaporte para entrar en regiones á que otras mujeres no osaban acercarse. La Vergüenza, la Desesperación, la Soledad: tales habían sido sus maestras; rudas y severas, pero que la habían hecho fuerte, aunque induciéndola al error.
El ministro, por el contrario, nunca había pasado por una experiencia tal que le condujera á poner en tela de juicio las leyes generalmente aceptadas; bien que en una sola ocasión hubiera quebrantado una de las más sagradas. Pero esto había sido un pecado cometido por la pasión, no las consecuencias de principios determinados, ni siquiera de un propósito. Desde aquella malhadada época, había observado con mórbido celo y minuciosidad, no sus acciones, porque éstas eran fáciles de arreglar, sino cada emoción por leve que fuera, y hasta cada pensamiento. Hallándose á la cabeza del sistema social, como lo estaba el eclesiástico en aquella época, se encontraba por esa misma causa más encadenado por sus reglas, sus principios y aun sus prevenciones injustas. Como ministro del altar que era, el mecanismo del sistema de la institución lo comprimía inevitablemente. Como hombre que había cometido una falta una vez, pero que conservaba su conciencia viva y penosamente sensible, merced al roce constante de una herida que no se había cicatrizado, podía suponérsele más á salvo de pecar de nuevo que si nunca hubiese delinquido.
Así nos parece observar que, en cuanto á Ester, los siete años de ignominia y destierro social habían sido sólo una preparación para esta hora. Pero, ¿y Arturo Dimmesdale? Si este hombre delinquiera de nuevo, ¿qué excusa podría presentarse para atenuar su crimen? Ninguna, á menos que le valiera de algo decir que sus fuerzas estaban quebrantadas en virtud de largos é intensos padecimientos; que su espíritu estaba obscurecido y confuso por el remordimiento que lo corroía; que entre la alternativa de huir como un criminal confeso ó permanecer siendo un hipócrita, sería difícil hallar la decisión más justa; que está en la naturaleza humana evitar el peligro de muerte é infamia y las sutiles maquinaciones de un enemigo; y, finalmente, que este pobre peregrino, débil, enfermo, infeliz, vió brillar inesperadamente, en su senda desierta y sombría, un rayo de afecto humano y de simpatía, una nueva vida, llena de sinceridad, en cambio de la triste y pesada vida de expiación que estaba ahora llevando. Y dígase también la siguiente y amarga verdad: la brecha que el delito ha abierto una vez en el alma humana, jamás queda completamente cerrada mientras conservamos nuestra condición mortal. Tiene que vigilarse y guardarse, para que el enemigo no penetre de nuevo en la fortaleza, y escoja quizás otros medios de entrar que los empleados antes. Pero siempre está allí el muro abierto, y junto á él el enemigo artificioso que, con cautela y á hurtadillas, trata de obtener de nuevo una victoria más completa.
La lucha, si hubo alguna, no es preciso describirla; baste decir que Dimmesdale resolvió emprender la fuga, y no solo.
– Si en todos estos siete años pasados – pensó – pudiera yo recordar un solo momento de paz ó de esperanza, aún lo soportaría todo confiando en la clemencia del Cielo; pero puesto que estoy irremediablemente condenado, ¿por qué no gozar del solaz concedido al sentenciado antes de su ejecución? Ó si este sendero, como Ester trata de persuadirme, es el que conduce á una vida mejor, ¿por qué no seguirlo? Ni puedo vivir por más tiempo sin la compañía de Ester, cuya fuerza para sostenerme es tan vigorosa, así como lo es también su poder para calmar las angustias de mi alma. ¡Oh Tú á quien no me atrevo á levantar las miradas! – ¿me perdonarás?
– Tú partirás, – dijo Ester con reposado acento al encontrar las miradas de Dimmesdale.
Una vez tomada la decisión, el brillo de una extraña alegría esparció su vacilante esplendor sobre el rostro inquieto del ministro. Fué el efecto animador que experimenta un prisionero, que precisamente acaba de librarse del calabozo de su propio corazón, al respirar la libre y borrascosa atmósfera de una región selvática, sin leyes y sin freno de ninguna especie. Su espíritu se elevó, como de un golpe, á alturas más excelsas de las que le fué dado alcanzar durante todos los años que el infortunio le había mantenido clavado en la tierra; y como era de un temperamento en extremo religioso, en su actual animación había inevitablemente algo espiritual.
– ¿Siento de nuevo la alegría? – se preguntaba, sorprendido de sí mismo. – Creía que el germen de todo contento había muerto en mí. ¡Oh Ester, tú eres mi ángel bueno! Me parece que me arrojé, enfermo, contaminado por la culpa, abatido por el dolor, sobre estas hojas de la selva, y que me he levantado otro hombre completamente nuevo, y con nuevas fuerzas para glorificar á Aquel que ha sido tan misericordioso. Esta es ya una vida mejor. ¿Por qué no nos hemos encontrado antes?
– No miremos hacia atrás, – respondió Ester, – lo pasado es pasado: ¿para qué detenernos ahora en él? ¡Mira! con este símbolo deshago todo lo hecho y procedo como si nunca hubiera existido.
Y diciendo esto, desabrochó los corchetes que aseguraban la letra escarlata, y arrancándola de su pecho la arrojó á una gran distancia entre las hojas secas. El símbolo místico cayó en la misma orilla del arroyuelo, y á poco más lo habría hecho en el agua que le hubiera arrastrado en su melancólica corriente, agregando un nuevo dolor á la historia que constantemente estaba refiriendo en sus murmullos. Pero allí quedó la letra bordada brillando como una joya perdida que algún malhadado viajero podría recoger, para verse después perseguido quizá por extraños sueños de crimen, abatimiento del corazón é infortunio sin igual.
Una vez arrojada la insignia fatal, dió Ester un largo y profundo suspiro con el que su espíritu se libró de la vergüenza y angustia que la habían oprimido. ¡Oh exquisito alivio! No había conocido su verdadero peso hasta que se sintió libre de él. Movida de otro impulso, se quitó la gorra que aprisionaba sus cabellos, que cayeron sobre sus espaldas, ricos, negros, con una mezcla de luz y sombra en su abundancia, comunicándole al rostro todo el encanto de una suave expresión. Jugueteaba en los labios y brillaba en los ojos una tierna y radiante sonrisa, que parecía tener su origen en su femenino corazón. Las mejillas, tan pálidas hasta entonces, se veían animadas de rosado color. Su sexo, su juventud, y toda la riqueza de su hermosura se diría que habían surgido de nuevo de lo que se llama el pasado irrevocable, y se agrupaban en torno de ella con su esperanza virginal y una felicidad hasta entonces desconocida, y todo dentro del mágico círculo de esta hora. Y como si la obscuridad y tristeza de la tierra y del firmamento solo hubieran sido el reflejo de lo que pasaba en el corazón de estos dos mortales, se desvanecieron también con su dolor. De pronto, como con repentina sonrisa del cielo, el sol hizo una especie de irrupción en la tenebrosa selva, derramando un torrente de esplendor, alegrando cada hoja verde, convirtiendo las amarillentas en doradas, y brillando entre los negruzcos troncos de los solemnes árboles. Los objetos, que hasta entonces habían esparcido solamente sombras, eran ahora cuerpos luminosos. El curso del arroyuelo podría trazarse, merced á su alegre murmullo, hasta allá á lo lejos en el misterioso centro de aquella selva que se había convertido en testigo de una alegría aún más misteriosa.
Tal fué la simpatía de la Naturaleza con la felicidad de estos dos espíritus. El amor, ya brote por vez primera, ó surja de cenizas casi apagadas, siempre tiene que crear un rayo de sol que llena el corazón de esplendores tales, que se esparcen en todo el mundo interior. Si la selva hubiera conservado aun su triste obscuridad, habría parecido sin embargo brillante á los ojos de Ester, y brillante igualmente á los de Arturo Dimmesdale.
Ester le dirigió una mirada llena de la luz de una nueva alegría.
– Tienes que conocer á Perla, – le dijo, – ¡nuestra Perlita! Tú la has visto, – sí, yo lo sé, – pero la verás ahora con otros ojos. Es una niña singular. Apenas la comprendo. Pero tú la amarás tiernamente, como yo, y me aconsejarás acerca del modo de manejarla.
– ¿Crees que la niña se alegrará de conocerme? – preguntó el ministro visiblemente inquieto. – Siempre me he alejado de los niños, porque con frecuencia demuestran cierta desconfianza, una especie de encogimiento en entrar en relaciones familiares conmigo. ¡Yo he temido siempre á Perla!
– Eso era triste, – respondió la madre, – pero ella te amará tiernamente y tú la amarás también. No se encuentra muy lejos. Voy á llamarla. ¡Perla! ¡Perla!
– Desde aquí la veo, – observó el ministro. – Allí está, en medio de la luz del sol, al otro lado del arroyuelo. ¿De modo que crees que la niña me amará?
Ester sonrió y llamó de nuevo á Perla que estaba visible á cierta distancia, como el ministro había dicho, y semejaba una brillante visión iluminada por un rayo de sol que caía sobre ella al través de las ramas de los árboles. El rayo se agitaba de un lado á otro, haciendo que la niña pareciera más ó menos confusa, ya como una criatura humana, ora como una especie de espíritu, á medida que el esplendor desaparecía y retornaba. Oyó la voz de su madre, y se dirigió á ella cruzando lentamente la selva.
Perla no había hallado largo ni fastidioso el tiempo, mientras su madre y el ministro estuvieron hablando. La gran selva, que tan sombría y severa se presentaba á los que allí traían la culpa y las angustias del mundo, se convirtió en compañera de los juegos de esta solitaria niña. Se diría que, para divertirla, había adoptado las maneras más cautivadoras y halagüeñas: le ofreció bayas exquisitas de rojizo color, que la niña recogió, deleitándose con su agreste sabor. Los pequeños moradores de aquella soledad apenas se apartaban del camino de la niña. Cierto es que una perdiz, seguida de diez perdigones, se adelantó hacia ella con aire amenazador, pero pronto se arrepintió de su fiereza y se volvió tranquila al lado de su tierna prole, como diciéndoles que no tuvieran temor. Un pichón de paloma, que estaba solo en una rama baja, permitió á Perla que se le acercase, y emitió un sonido que lo mismo podía ser un saludo que un grito de alarma. Una ardilla, desde lo alto del árbol en que tenía su morada, charlaba en són de cólera ó de alegría, porque una ardilla es un animalito tan colérico y caprichoso que es muy difícil saber si está iracundo ó de buen humor, y le arrojó una nuez á la cabeza. Una zorra, á la que sobresaltó el ruido ligero de los pasos de la niña sobre las hojas, miró con curiosidad á Perla como dudando qué sería mejor, si alejarse de allí, ó continuar su siesta como antes. Se dice que un lobo, – pero aquí ya la historia ha degenerado en lo improbable, – se acercó á Perla, olfateó el vestido de la niña é inclinó la feroz cabeza para que se la acariciara con su manecita. Sin embargo, lo que parece ser la verdad es que la selva, y todas estas silvestres criaturas á que daba sustento, reconocieron en aquella niña un sér humano de una naturaleza tan libre como la de ellas mismas.
También la niña desplegaba aquí un carácter más suave y dulce que en las calles herbosas de la población, ó en la morada de su madre. Las flores parecían conocerla, y en un susurro le iban diciendo cuando cerca de ellas pasaba: "Adórnate conmigo, linda niña, adórnate conmigo;" – y para darles gusto, Perla cogió violetas, y anémonas, y columbinas, y algunos ramos verdes, y se adornó los cabellos, y se rodeó la cintura, convirtiéndose en una ninfa infantil, en una tierna dríada, ó en algo que armonizaba con el antiguo bosque. De tal manera se había adornado cuando oyó la voz de su madre y se dirigía á ella lentamente.
Lentamente, sí, porque había visto al ministro.
XIX
LA NIÑA JUNTO AL ARROYUELO
– TÚ la amarás tiernamente, – repitió Ester mientras en unión de Dimmesdale contemplaban á Perla. – ¿No la encuentras bella? Y mira con qué arte tan natural ha convertido en adorno esas flores tan sencillas. Si hubiera recogido perlas, y diamantes, y rubíes en el bosque, no le sentarían mejor. ¡Es una niña espléndida! Pero bien sé á qué frente se parece la suya.
– ¿Sabes tú, Ester, – dijo Arturo Dimmesdale con inquieta sonrisa, – que esta querida niña, que va siempre dando saltitos á tu lado, me ha producido más de una alarma? Me parecía… ¡oh Ester!.. ¡qué pensamiento es ese, y qué terrible la idea!.. Me parecía que los rasgos de mis facciones se reproducían en parte en su rostro, y que todo el mundo podría reconocerlas. ¡Tal es su semejanza! ¡Pero más que todo es tu imagen.
– No, no es así, – respondió la madre con una tierna sonrisa. Espera algún tiempo, no mucho, y no necesitarás asustarte ante la idea de que se vea de quién es hija. ¡Pero qué singularmente bella parece con esas flores silvestres con que se ha adornado el cabello! Se diría que una de las hadas que hemos dejado en nuestra querida Inglaterra la ha ataviado para que nos salga al encuentro.
Con un sentimiento que jamás hasta entonces ninguno de los dos había experimentado, contemplaban la lenta marcha de Perla. En ella era visible el lazo que los unía. En estos siete años que habían transcurrido, fué la niña para el mundo un jeroglífico viviente en que se revelaba el secreto que ellos de tal modo trataron de ocultar: en este símbolo estaba todo escrito, todo patente de un modo sencillo, á haber existido un profeta ó un hábil mago capaces de interpretar sus caracteres de fuego. Sea cual fuere el mal pasado, ¿cómo podrían dudar que sus vidas terrenales y sus futuros destinos estaban entrelazados, cuando veían ante sí tanto la unión material como la idea espiritual en que ambos se confundían, y en que habían de morar juntos inmortalmente? Pensamientos de esta naturaleza, – y quizás otros que no se confesaban ó no describían, – revistieron á la niña de una especie de misteriosa solemnidad á medida que se adelantaba.
– Que no vea nada extraño, nada apasionado, ni ansiedad alguna en tu manera de recibirla y dirigirte á ella, – le dijo Ester al ministro en voz baja. – Nuestra Perla es á veces como un duende fantástico y caprichoso. Especialmente no puede tolerar las fuertes emociones, cuando no comprende plenamente la causa ni el objeto de las mismas. Pero la niña es capaz de afectos intensos. Me ama y te amará.
– Tú no tienes una idea, – dijo el ministro mirando de soslayo á Ester, – de lo que temo esta entrevista, y al mismo tiempo cuánto la anhelo. Pero la verdad es, como ya te he dicho, que no me gano fácilmente la voluntad de los niños. No se me suben á las rodillas, no me charlan al oído, no responden á mi sonrisa; sino que permanecen alejados de mí y me miran de una manera extraña. Aun los recién nacidos lloran fuertemente cuando los tomo en brazos. Sin embargo, Perla ha sido cariñosa para conmigo dos veces en su vida. La primera vez… ¡bien sabes cuando fué! La última, cuando la llevaste contigo á la casa del severo y anciano Gobernador.
– Y cuando tú abogaste tan valerosamente en favor de ella y mío, – respondió la madre. – Lo recuerdo perfectamente, y también deberá recordarlo Perla. ¡No temas nada! Al principio podrá parecerte singular y hasta huraña, pero pronto aprenderá á amarte.
Ya Perla había llegado á la orilla del arroyuelo, y allí se quedó contemplando silenciosamente á Ester y al ministro, que permanecían sentados juntos en el tronco musgoso del viejo árbol, esperando que viniese. Precisamente donde la niña se había detenido, el arroyuelo formaba un charco tan liso y tranquilo que reflejaba una imagen perfecta de su cuerpecito, con toda la pintoresca brillantez de su belleza, que realzaba su adorno de flores y hojas, si bien más espiritualizada y delicada que en la realidad. Esta imagen, casi tan idéntica á lo que era Perla, parecía comunicar algo de su cualidad intangible y flotante á la niña misma. La manera en que Perla permanecía allí, mirándoles fijamente al través de la semi-obscuridad de la selva, era realmente extraña; iluminada ella, sin embargo, por un rayo de sol atraído allí por cierta oculta simpatía. Ester misma se sentía de un modo vago y misterioso como alejada de su hija; como si ésta, en su paseo solitario por la selva, se hubiera apartado por completo de la esfera en que tanto ella como su madre habitaban juntas, y estuviese ahora tratando de regresar, aunque en vano, al perdido hogar.
Y en esta sensación había á la vez verdad y error: hija y madre se sentían ahora mutuamente extrañas, pero por culpa de Ester, no de Perla. Mientras la niña se paseaba solitariamente, otro sér había sido admitido en la esfera de los sentimientos de la madre, modificando de tal modo el aspecto de las cosas, que Perla, al regresar de su paseo, no pudo hallar su acostumbrado puesto y apenas reconoció á su madre.
– Una singular idea se ha apoderado de mí, – dijo el enfermizo ministro. – Se me figura que este arroyuelo forma el límite entre dos mundos, y que nunca más has de encontrar á tu Perla. ¿Ó acaso es ella una especie de duende ó espíritu encantado á los que, como nos decían en los cuentos de nuestra infancia, les está prohibido cruzar una corriente de agua? Te ruego que te apresures, porque esta demora ya me ha puesto los nervios en conmoción.
– Ven, querida niña, – dijo Ester animándola y extendiendo los brazos hacia ella. – Ven: ¡qué lenta eres! ¿Cuándo, antes de ahora, te has mostrado tan floja? Aquí está un amigo mío que también quiere ser tu amigo. En adelante tendrás dos veces tanto amor como el que tu madre sola puede darte. Salta sobre el arroyuelo y ven hacia nosotros. Tú puedes saltar como un corzo.
Perla, sin responder de ningún modo á estas melosas expresiones, permaneció al otro lado del arroyuelo, fijando los brillantes ojos ya en su madre, ya en el ministro, ó incluyendo á veces á entrambos en la misma mirada, como si quisiera descubrir y explicarse lo que había de común entre los dos. Debido á inexplicable motivo, al sentir Arturo Dimmesdale que las miradas de la niña se clavaban en él, se llevó la mano al corazón con el gesto que le era tan habitual y que se había convertido en acción involuntaria. Al fin, tomando cierto aspecto singular de autoridad, Perla extendió la mano señalando con el dedo índice evidentemente el pecho de su madre. Y debajo, en el cristal del arroyuelo, se veía la imagen brillante y llena de flores de Perla, señalando también con su dedito.
– Niña singular, ¿por qué no vienes donde estoy? – exclamó Ester.
Perla tenía extendido aun el dedo índice, y frunció el entrecejo, lo que le comunicaba una significación más notable, atendidas las facciones infantiles que tal aspecto tomaban. Como su madre continuaba llamándola, lleno el rostro de inusitadas sonrisas, la niña golpeó la tierra con el pie con gestos y miradas aun más imperiosos, que también reflejó el arroyuelo, así como el dedo extendido y el gesto imperioso de la niña.
– Apresúrate, Perla, ó me incomodaré, – gritó Ester, quien, acostumbrada á semejante modo de proceder de parte de su hija en otras ocasiones, deseaba, como era natural, un comportamiento algo mejor en las circunstancias actuales. – Salta el arroyuelo, traviesa niña, y corre hacia aquí: de lo contrario yo iré á donde tú estás.
Pero Perla no hizo caso de las amenazas de su madre, como no lo había hecho de sus palabras afectuosas, sino que rompió en un arrebato de cólera, gesticulando violentamente y agitando su cuerpecito con las más extravagantes contorsiones, acompañando esta explosión de ira de agudos gritos que repercutió la selva por todas partes; de modo que á pesar de lo sola que estaba en su infantil é incomprensible furor, parecía que una oculta multitud la acompañaba y hasta la alentaba en sus acciones. Y en el agua del arroyuelo se reflejó una vez más la colérica imagen de Perla, coronada de flores, golpeando el suelo con el pie, gesticulando violentamente y apuntando con el dedo índice al seno de Ester.
– Ya sé lo que quiere esta niña, – murmuró Ester al ministro, y palideciendo, á pesar de un gran esfuerzo para ocultar su disgusto y su mortificación, dijo: – los niños no permiten el más leve cambio en el aspecto acostumbrado de las cosas que tienen diariamente á la vista. Perla echa de menos algo que siempre me ha visto llevar.
– Si tienes algún medio de apaciguar á la niña, – le dijo el ministro, – te ruego que lo hagas inmediatamente. Excepto el furor de una vieja hechicera, como la Sra. Hibbins, – agregó tratando de sonreir, – nada hay que me asuste tanto como un arrebato de cólera cual éste en un niño. En la tierna belleza de Perla, así como en las arrugas de la vieja hechicera, tiene ese arrebato algo de sobrenatural. Apacíguala, si me amas.
Ester se dirigió de nuevo á Perla, con el rostro encendido, dando una mirada de soslayo al ministro, y exhalando luego un hondo suspiro; y aun antes de haber tenido tiempo de hablar, el color de sus mejillas se convirtió en mortal palidez.
– Perla, – dijo con tristeza, – mira á tus pies… Ahí… frente á tí… al otro lado del arroyuelo.
La niña dirigió las miradas al punto indicado, y allí vió la letra escarlata, tan cerca de la orilla de la corriente, que el bordado de oro se reflejaba en el agua.
– Tráela aquí, – dijo Ester.
– Ven tú á buscarla, – respondió Perla.
– ¡Habráse visto jamás niña igual! – observó Ester aparte al ministro. – ¡Oh! Te tengo que decir mucho acerca de ella. Pero á la verdad, en el asunto de este odioso símbolo, tiene razón. Debo sufrir este tormento todavía algún tiempo, unos cuantos días más, hasta que hayamos dejado esta región y la miremos como un país con que hemos soñado. La selva no puede ocultarla. El océano recibirá la letra de mis manos, y la tragará para siempre!
Diciendo esto se adelantó á la margen del arroyuelo, recogió la letra escarlata y la fijó de nuevo en el pecho. Un momento antes, cuando Ester habló de arrojarla al seno del océano, había en ella un sentimiento de fundada esperanza; al recibir de nuevo este símbolo mortífero de la mano del destino, experimentó la sensación de una sentencia irrevocable que sobre ella pesaba. La había arrojado al espacio infinito, – había respirado una hora el aire de la libertad, – y de nuevo estaba aquí la letra escarlata con todo su suplicio, brillando en el lugar acostumbrado. De la misma manera una mala acción se reviste siempre del carácter de ineludible destino. Ester recogió inmediatamente las espesas trenzas de sus cabellos y las ocultó bajo su gorra. Y como si hubiera un maleficio en la triste letra, desapareció su hermosura y todo lo que en ella había de femenino, á manera de rayo de sol que se desvanece, y como si una sombra se hubiera extendido sobre todo su sér.
Efectuado el terrible cambio, extendió la mano á Perla.
– ¿Conoces ahora á tu madre, niña? – le preguntó con acento de reproche, aunque en un tono moderado. ¿Quieres atravesar el arroyo, y venir á donde está tu madre, ahora que se ha puesto de nuevo su ignominia, – ahora que está triste?
– Sí, ahora quiero, – respondió la niña atravesando el arroyuelo, y estrechando á su madre contra su pecho. Ahora eres realmente mi madre, y yo soy tu Perlita.
Y con una ternura que no era común en ella, atrajo hacia sí la cabeza de su madre y la besó en la frente y en las mejillas. Pero entonces, – por una especie de necesidad que siempre la impulsaba á mezclar en el contento que proporcionaba una parte de dolor, – Perla besó también la letra escarlata.
– Eso no es bueno, – dijo Ester, – cuando me has demostrado un poco de amor, te mofas de mí.
– ¿Por qué está sentado el ministro allí? – preguntó Perla.
– Te está esperando para saludarte, – replicó su madre. – Vé y pídele su bendición. Él te ama, Perlita mía, y también ama á tu madre. ¿No lo amarás tú igualmente? Vé: él desea acariciarte.
– ¿Nos ama realmente? – dijo Perla mirando á su madre con expresión de viva inteligencia. – ¿Irá con nosotros, dándonos la mano, y entraremos los tres juntos en la población?
– Ahora no, mi querida hija, – respondió Ester. – Pero dentro de algunos días iremos juntos de la mano, y tendremos un hogar y una casa nuestra, y te sentarás sobre sus rodillas, y te enseñará muchas cosas y te amará muy tiernamente. Tú también lo amarás, ¿no es verdad?
– ¿Y conservará siempre la mano sobre el corazón?
– ¿Qué pregunta es esa, locuela? – exclamó la madre: ven y pídele su bendición.
Pero sea que influyeran en ella los celos que parecen instintivos en todos los niños mimados, en presencia de un rival peligroso, ó que fuese un capricho de su naturaleza singular, Perla no quiso dar muestras de afecto alguno á Arturo Dimmesdale. Solamente, y á la fuerza, la llevó su madre hacia el ministro, y eso quedándose atrás y manifestando su mala gana con raros visajes, de los cuales, desde su más tierna infancia, poseía numerosa variedad, pudiendo transformar su móvil fisonomía de diversas maneras, y siempre con una expresión más ó menos perversa. El ministro, – penosamente desconcertado, pero con la esperanza de que un beso podría ser una especie de talismán que le ganara la buena voluntad de la niña, – se inclinó hacia ella y la besó en la frente. Inmediatamente Perla logró desasirse de las manos de su madre, y corriendo hacia el arroyuelo, se detuvo en la orilla y se lavó la frente en sus aguas, hasta que creyó borrado completamente el beso recibido de mala gana. Después permaneció á un lado contemplando en silencio á Ester y al ministro, mientras éstos conversaban juntos y hacían los arreglos sugeridos por su nueva posición y por los propósitos que pronto habían de realizar.
Y ahora esta fatídica entrevista quedó terminada. Aquel lugar donde se encontraban, permanecería abandonado en su soledad entre los sombríos y antiguos árboles de la selva que, con sus numerosas lenguas, susurrarían largamente lo que allí había pasado, sin que ningún mortal fuera por eso más cuerdo. Y el melancólico arroyuelo agregaría esta nueva historia á los misteriosos cuentos que ya conocía, y continuaría su antiguo murmullo, no por cierto más alegre de lo que había sido durante siglos y siglos.