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Kitabı oku: «La letra escarlata», sayfa 14

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XVI
UN PASEO POR EL BOSQUE

ESTER permaneció firme en su propósito de hacer que el Reverendo Sr. Dimmesdale conociera el verdadero carácter del hombre que se había apoderado de su confianza, fuesen cuales fuesen las consecuencias de su revelación. Durante varios días, sin embargo, en vano buscó la oportunidad de hablarle en uno de los paseos solitarios que el ministro acostumbraba dar, todo meditabundo, á lo largo de la costa ó en las colinas cubiertas de bosques del campo vecino. No habría habido sin duda nada de escandaloso ni de particular, ni peligro alguno para la buena reputación del ministro, si Ester le hubiera visitado en su propio estudio donde tanto penitente, antes de ahora, había confesado culpas quizás aun más graves que la que acusaba la letra escarlata. Pero sea que ella temiese la intervención secreta ó pública de Rogerio Chillingworth, ó que su conciencia le hiciera temer que se concibiese una sospecha, que ningún otro habría imaginado, ó que tanto el ministro como ella necesitaban de más amplitud de espacio para poder respirar con toda libertad mientras hablasen juntos, – ó quizás todas estas razones combinadas, lo cierto es que Ester nunca pensó en hablarle en otro lugar sino á la faz del cielo, y de ningún modo entre cuatro paredes.

Al fin, una noche que asistía á un enfermo, supo que el Reverendo Sr. Dimmesdale, á quien habían ido á buscar para que le ayudase á bien morir, había partido á visitar al apóstol Eliot, allá en su residencia entre sus indios convertidos, y que regresaría probablemente el día siguiente al mediodía. Al acercarse la hora indicada, tomó de la mano á Perla, su constante compañera, y partió en busca del Sr. Dimmesdale.

El camino no era más que un sendero que se perdía en el misterio de una selva virgen, tan espesa que apenas podía entreverse el cielo al través de las copas de los árboles. Ester la comparó á la soledad y laberinto moral en que había estado ella vagando tanto tiempo. El día era frío y obscuro: cubrían el firmamento espesas y cenicientas nubes ligeramente movidas por la brisa, lo que permitía que de cuando en cuando se vislumbrara un rayo de sol que jugueteaba en la estrecha senda. Esta tenue y vacilante claridad se percibía siempre en la extremidad más lejana, visible al través de la selva, y parece como que se desvanecía ó se alejaba á medida que los solitarios viajeros avanzaban en su dirección, dejando aun más sombríos los lugares en que brillaba, por lo mismo que habían esperado hallarlos luminosos.

– Madre, – dijo Perla, – la luz del sol no te quiere. Corre y se oculta, porque tiene miedo de algo que hay en tu pecho. Mira ahora: allí está jugando, á una buena distancia de nosotros. Quédate aquí, y déjame correr á mí para cogerla. Yo solamente soy una niña. No huirá de mí porque aun no llevo nada sobre mi pecho.

– Y espero que nunca lo lleves, hija mía, – dijo Ester.

– Y ¿por qué no, madre? – preguntó Perla deteniéndose precisamente cuando iba á emprender la carrera. ¿No vendrá eso por sí mismo cuando yo sea una mujer grande?

– Corre, hija mía, – respondió la madre, – y atrapa el rayo del sol, pues pronto se irá.

Perla emprendió la carrera á toda prisa y pronto se halló en medio de la luz del sol, riendo, toda iluminada por su esplendor, y con los ojos brillantes de alegría. Parecía como si el rayo solar se hubiera detenido en torno de la solitaria niña regocijándose en jugar con ella, hasta que la madre llegó bastante cerca para penetrar casi también en el círculo mágico.

– Ahora se irá, – dijo Perla moviendo la cabeza.

– Mira, – dijo Ester sonriendo, – ahora yo puedo alargar la mano y atrapar algo.

Pero al intentarlo, el rayo de sol desapareció; ó, á juzgar por la brillantez con que irradiaba el rostro de Perla, su madre podía haberse imaginado que la niña lo había absorbido, y lo devolvería luego iluminando la senda por donde iban, cuando de nuevo penetrasen en los parajes sombríos de la selva. Ninguno de los atributos de su tierna hija le causaba á la madre tanta impresión como aquella vivacidad constante de espíritu, reflejo quizás de la energía con que Ester había luchado combatiendo sus íntimos dolores antes del nacimiento de Perla. Era ciertamente un encanto dudoso, que comunicaba al carácter de la niña cierto brillo metálico y duro. Necesitaba un dolor profundo para humanizarse y hacerse capaz de sentir compasión. Pero Perla tenía tiempo sobrado para ello.

– Ven, hija mía, – dijo Ester; – vamos á sentarnos en el bosque y á descansar un rato.

– Yo no estoy cansada, madre, – replicó la niña; pero tú puedes sentarte si quieres, y entretanto contarme un cuento.

– Un cuento, niña, – dijo Ester, – y ¿qué clase de cuento?

– ¡Ah! algo acerca de la historia del Hombre Negro, – respondió asiéndola del vestido y mirándola con expresión entre seria y maliciosa. – Díme cómo recorre este bosque llevando bajo el brazo un libro grande, pesado, con broches de hierro; y como este Hombre Negro y feo ofrece su libro y una pluma de hierro á todos los que le encuentran aquí entre los árboles, y como también todos tienen que escribir sus nombres con su propia sangre. Y entonces les hace una señal en el pecho. ¿Has encontrado alguna vez al Hombre Negro, madre?

– Y ¿quién te ha contado esta historia, Perla? – preguntó la madre reconociendo una superstición muy común en aquella época.

– Aquella señora vieja que estaba sentada en un rincón junto á la chimenea en la casa donde estuviste velando anoche, – dijo la niña. Ella me creía dormida mientras estaba hablando de eso. Dijo que mil y mil personas lo habían encontrado aquí, y habían escrito en su libro, y tenían su marca en el pecho. Y una de las que lo han visto es esa mujer de tan mal genio, la anciana Señora Hibbins. Y, madre, dijo también que esa letra escarlata que tú tienes es la señal que te puso el Hombre Negro, y que brilla como una llama roja cuando lo ves á media noche, aquí, en este bosque obscuro. ¿Es verdad, eso, madre? ¿Y es verdad que tú vas á verle de noche?

– ¿Te has despertado alguna vez sin que me hayas visto junto á tí? – le preguntó Ester.

– No lo recuerdo, – dijo la niña. – Si temes dejarme sola en nuestra choza, debes llevarme contigo. Mucho me alegraría acompañarte. Pero, madre, dime ahora, ¿existe semejante Hombre Negro? ¿Y lo has visto alguna vez? ¿Y es ésta su señal?

– ¿Quieres dejarme en paz, si te lo digo de una vez? – le preguntó su madre.

– Sí, si me lo dices todo, – respondió Perla.

– Pues bien, una vez en mi vida encontré al Hombre Negro, – dijo la madre. – Esta letra escarlata es su señal.

Conversando así, penetraron en el bosque lo bastante para ponerse á cubierto de las miradas de algún transeunte casual, y se sentaron en el tronco carcomido de un pino que en otros tiempos habría sido un árbol gigantesco y ahora era tan solo una masa de musgo. El lugar en que se sentaron era una pequeña hondonada, atravesada por un arroyuelo que se deslizaba sobre un lecho de hojas de árboles. Las ramas caídas de estos árboles interrumpían de trecho en trecho la corriente del arroyuelo, que formaba pequeños remolinos aquí y allí, mientras en otras partes se deslizaba á manera de un canal sobre un lecho de piedrecitas y arena. Siguiendo con la vista el curso del agua se veía á veces en su superficie el reflejo de la luz del sol, pero pronto se perdía en medio del laberinto de árboles y matorrales que crecían á lo largo de sus orillas: aquí y allí tropezaba con alguna gran roca cubierta de liquen. Todos estos árboles y estas rocas de granito parecían destinados á hacer un misterio del curso de este arroyuelo, temiendo quizás que su incesante locuacidad revelase las historias de la antigua selva. Constantemente, es verdad, mientras el arroyuelo continuaba deslizándose hacia adelante, dejaba oir un suave, apacible y tranquilo murmurio, aunque lleno de dulce melancolía, como el acento de un niño que pasara los primeros años de su vida sin compañeros de su edad con quienes poder jugar, y no supiese lo que fuera estar alegre, por vivir entre tristes parientes y aun más tristes acontecimientos.

– ¡Oh arroyuelo! ¡Oh loco y fastidioso arroyuelo! – exclamó Perla después de prestar oído un rato á sus murmullos. – ¿Por qué estás tan triste? ¡Cobra ánimo y no estés todo el tiempo suspirando y murmurando!

Pero el arroyuelo, en el curso de su existencia entre los árboles de la selva, había pasado por una experiencia tan solemne que no podía menos sino expresarla con el rumor de sus ondas, y parecía que no tenía otra cosa que decir. Perla se asemejaba al arroyuelo, en cuanto á que la corriente de su vida había brotado de una fuente también misteriosa, y se había deslizado entre escenas harto sombrías. Pero, todo lo contrario del arroyuelo, la niña bailaba, y se divertía y charlaba á medida que su existencia transcurría.

– ¿Qué dice este arroyuelo tan triste, madre? – preguntó la niña.

– Si tuvieras algún pesar que te abrumara, el arroyuelo te lo diría, – respondió la madre, – así como me habla á mí del mío. Pero ahora, Perla, oigo pasos en el camino y el ruido que forma el apartar las ramas de los árboles; vete á jugar y déjame que hable un rato con el hombre que viene allá á lo lejos.

– ¿Es el Hombre Negro? – preguntó Perla.

– Vete á jugar, – repitió la madre, – pero no te internes mucho en el bosque, y ten cuidado de venir en el instante que te llame.

– Sí, madre, – respondió Perla, – pero si fuere el Hombre Negro, ¿no quieres permitirme que me quede un rato para mirarlo con su gran libro bajo el brazo?

– Vete á jugar, tontuela, – dijo la madre impaciente, – no es el Hombre Negro. Ahora puedes verlo por entre los árboles. Es el ministro.

– Sí, él es, – dijo la niña. – Y tiene la mano sobre el corazón, madre. Eso es porque cuando el ministro escribió su nombre en el libro, el Hombre Negro le puso la señal en el pecho. Y ¿por qué no la lleva como tú fuera del pecho?

– Ve á jugar ahora, niña, y atorméntame después cuanto quieras, – exclamó Ester. – Pero no te alejes mucho. Quédate donde puedas oir la charla del arroyuelo.

La niña se alejó cantando á lo largo de la corriente del arroyuelo, tratando de mezclar algunos acentos más alegres á la melancólica cadencia de sus aguas. Pero el arroyuelo no quería ser consolado y continuó, como antes, refiriendo su secreto ininteligible de algo muy triste y misterioso que había sucedido, ó lamentándose proféticamente de algo que iba á acontecer en la sombría floresta; pero Perla que tenía harta sombra en su breve existencia, se alejó del arroyuelo gemidor, y se puso á recoger violetas y anémonas y algunas florecillas color de escarlata que encontró creciendo en los intersticios de una alta roca.

Cuando la niña hubo partido, Ester dió un par de pasos hacia el sendero que atravesaba la selva, aunque permaneciendo todavía bajo la espesa sombra de los árboles. Vió al ministro que avanzaba solitario apoyándose en una rama que había cortado en el camino. Su aspecto era el de una persona macilenta y débil, y se revelaba en todo su sér un abatimiento, que nunca se había notado en él en tanto grado, ni en sus paseos por la población, ni en ninguna otra oportunidad en que creyera que se le pudiese observar. Aquí, en la intensa soledad de la selva, era penosamente visible. En su modo de andar había una especie de cansancio, como si no viera razón alguna para dar un paso más, ni experimentase el deseo de hacerlo, sino que con sumo placer, si es que algo pudiera causarle placer, habría preferido arrojarse al pie del árbol más cercano y tenderse allí á descansar para siempre. Podrían cubrirle las hojas, y el terreno elevarse gradualmente y formar un montecillo sobre su cuerpo, sin importar nada que éste estuviera animado ó no por la vida. La muerte era un objeto demasiado definido para que pudiese anhelarla ó desease evitarla.

Para Ester, á juzgar por lo que ella podía ver, el Reverendo Arturo Dimmesdale no presentaba síntoma ninguno visible de un padecimiento real y profundo, excepto que, como Perla ya había notado, siempre se llevaba la mano al corazón.

XVII
EL PASTOR DE ALMAS Y SU FELIGRESA

Á pesar de lo lentamente que caminaba el ministro, había éste pasado casi de largo, antes de que á Ester le hubiera sido posible hacerse oir y atraer su atención. Al fin lo consiguió.

– ¡Arturo Dimmesdale! – dijo al principio con voz apenas perceptible, pero que fué creciendo en fuerza, aunque un tanto ronca, – ¡Arturo Dimmesdale!

– ¿Quién me llama? – respondió el ministro.

Irguiéndose rápidamente, permaneció en esa posición, como un hombre sorprendido en una actitud en que no quisiera haber sido visto. Dirigiendo las miradas con ansiedad hacia el lugar de donde procedía la voz, percibió vagamente bajo los árboles una forma vestida con traje tan obscuro, y que se destacaba tan poco en medio de la penumbra que reinaba entre el espeso follaje, que casi no daba paso á la luz del mediodía, que apenas pudo distinguir si era una sombra ó una mujer.

Se adelantó un paso hacia ella y descubrió la letra escarlata.

– ¡Ester! ¡Ester Prynne! – exclamó, – ¿eres tú? ¿Estás viva?

– Sí, – respondió, – ¡con la vida con que he vivido estos siete últimos años! Y tú, Arturo Dimmesdale, ¿vives aún?

No debe causar sorpresa que se preguntaran mútuamente si estaban realmente vivos, y que hasta dudasen de su propia existencia corporal. De tan extraña manera se encontraron en el crepúsculo de aquella selva, que parecía como si fuese la primer entrevista que tuvieran más allá del sepulcro dos espíritus que habían estado íntimamente asociados en su vida terrestre, pero que ahora se hallaban temblando, llenos de mutuo temor, sin haberse familiarizado aún con su condición presente, ni acostumbrado á la compañía de almas desprovistas de sus cuerpos. Cada uno era un espíritu que contemplaba, lleno de asombro, al otro espíritu. Igualmente experimentaban respecto de sí mismos una extraña sensación, porque en aquel momento á cada cual se le representó, de una manera viva é intensa, toda su íntima historia y toda la amarga experiencia de la vida, como acontece tan solo en tales instantes en el curso de nuestra existencia. El alma se contempla en el espejo de aquel fugitivo momento. Con temor pues, y trémulamente, cual si lo hiciera impulsado por necesidad ineludible, extendió Arturo Dimmesdale su mano, fría como la muerte, y tocó la helada mano de Ester Prynne. Á pesar de lo frígido del contacto de aquellas manos, se sintieron al fin habitantes de la misma esfera, desapareciendo lo que había de extraño y misterioso en la entrevista.

Sin hablar una sola palabra, sin que uno ni otro sirviera de guía á su compañero, pero con silencioso y mutuo acuerdo, se deslizaron entre las sombras del bosque de donde había salido Ester, y se sentaron en el mismo tronco de árbol cubierto de musgo en que ella y Perla habían estado sentadas antes. Cuando al fin pudieron hallar una voz con que hablarse, emitieron al principio solo las observaciones y preguntas que podrían haber hecho dos conocidos cualesquiera, acerca de lo sombrío del cielo, del mal tiempo que amenazaba, y luego de la salud de cada uno. Procedieron después, por decirlo así, paso á paso, y con muchos rodeos, á tratar de los temas que más profundamente les interesaban y más á pecho tenían. Separados tan largo tiempo por el destino y las circunstancias, necesitaban algo ligero, casual, casi indiferente en que ocuparse, antes de comenzar á dar salida á las ideas y pensamientos que realmente llenaban sus almas.

Después de un rato, el ministro fijó los ojos en los de Ester.

– Ester, dijo, ¿has hallado la paz del alma?

Ella sonrió tristemente dirigiéndose una mirada al pecho.

– ¿La has hallado tú? – le preguntó ella á su vez.

– No: no; solamente desesperación, – contestó el ministro. – ¿Ni qué otra cosa podía esperar, siendo lo que soy, y llevando una vida como la que llevo? Si yo fuera ateo, si fuera un hombre desprovisto de conciencia, un miserable con instintos groseros y brutales, ya habría hallado la paz hace tiempo: mejor dicho, nunca la habría perdido. Pero tal como es el alma mía, cualquiera que fuese la capacidad que originalmente pudiera existir en mí para el bien, todos los dones de Dios, los más selectos y escogidos, se han convertido en otros tantos motivos de tortura espiritual. Ester, ¡yo soy inmensamente infeliz!

– El pueblo te reverencia, – dijo Ester, – y ciertamente producen mucho bien entre el pueblo tus palabras. ¿No te proporciona esto consuelo?

– Más padecimientos, Ester, solo más padecimientos! – contestó Dimmesdale con una amarga sonrisa. – En cuanto al bien que yo pueda aparentemente hacer, no tengo fe en él. ¿Qué puede realizar un alma perdida como la mía, en pro de la redención de otras almas? ¿Ni qué puede un alma manchada hacer en beneficio de la purificación de otras almas? Y en cuanto á la reverencia del pueblo, ¡ojalá que se convirtiera en odio y desprecio! ¿Crees tú, Ester, que pueda servirme de consuelo tener que subir á mi púlpito, y allí exponerme á las miradas de tantos que dirigen á mí sus ojos, como si resplandeciera en mi rostro la luz del cielo? ¿Ó tener que contemplar mi rebaño espiritual sediento de verdad y oyendo mis palabras como si fueran vertidas por uno de los escogidos del Eterno, y luego contemplarme yo á mí mismo para no ver sino la triste y negra realidad que ellos idolatran? ¡Ah! me he reído con intensa amargura y agonía de espíritu ante el contraste que existe entre lo que parezco y lo que soy verdaderamente! ¡Y Satanás se ríe también!

– Tú eres injusto contigo mismo en esto, – dijo Ester con dulzura. – Tú te has arrepentido profunda y amargamente. Tu falta ha quedado relegada á una época que hace tiempo ha pasado para siempre. Tu vida presente no es menos santa, en realidad de verdad, de lo que aparece á la vista de los hombres. ¿No tiene por ventura fuerza alguna la penitencia á que han puesto un sello y de que dan testimonio tus buenas obras? ¿Y por qué no han de traer la paz á tu espíritu?

– ¡No, Ester, no! – replicó el ministro. – No hay realidad en ello: es frío, inanimado y no puede producirme bien alguno. Padecimientos, he tenido muchos; penitencia, ninguna. De lo contrario, hace tiempo que debería haberme despojado de este traje de aparente santidad, y presentarme ante los hombres como me verán el día del Juicio Final. ¡Feliz tú, Ester, que llevas la letra escarlata al descubierto sobre el pecho! ¡La mía me abrasa en secreto! Tú no sabes cuán gran alivio es, después de un fraude de siete años, mirar unos ojos que me ven tal como soy. Si tuviera yo un amigo, – ó aunque fuese mi peor enemigo, – al que, cuando me siento enfermo con los elogios de todos los otros hombres, pudiera abrir mi pecho diariamente para que me viese como al más vil de los pecadores, creo que con eso recobraría nuevas fuerzas. Aun esa parte de verdad, con ser tan poca, me salvaría… Pero ahora, ¡todo es mentira! – ¡todo es vanidad! – ¡todo es muerte!

Ester le dirigió una mirada, quiso hablar, pero vaciló. Sin embargo, al dar el ministro rienda suelta á sus emociones largo tiempo reprimidas, y con la vehemencia que lo hizo, sus palabras ofrecieron á Ester la oportunidad de decir aquello para lo cual le había buscado. Venció sus temores, y habló.

– Un amigo como el que ahora has deseado, – dijo, – con quien poder llorar sobre tu falta, lo tienes en mí, la cómplice de esa falta. Vaciló de nuevo, pero al fin pronunció con un gran esfuerzo estas palabras: – en cuanto á un enemigo, largo tiempo lo has tenido, y has vivido con él, bajo un mismo techo.

El ministro se puso en pie, buscando aire que respirar, y llevándose la mano al corazón como si quisiera arrancárselo del pecho.

– ¡Cómo! ¿Qué dices? – exclamó. – ¡Un enemigo! ¡Y bajo mi mismo techo! ¿Qué quieres decir, Ester?

Ester Prynne comprendió ahora perfectamente el mal inmenso hecho á este hombre desgraciado, y de que era ella responsable, al dejarle permanecer por tantos años, más aun, por un solo momento, á la merced de un hombre cuyo propósito y objeto no podían ser sino perversos. La sola proximidad de este enemigo, bajo cualquiera máscara que quisiera ocultarse, era ya suficiente para perturbar un alma tan delicadamente sensible como la de Arturo Dimmesdale. Hubo cierto tiempo en que Ester no se dió bastante cuenta de todo esto; ó quizás, en la profunda contemplación de su propia desgracia, dejó que el ministro soportara lo que ella podría imaginarse que era un destino más tolerable. Pero últimamente, desde la noche aquella de su vigilia, sintió profunda compasión hacia él, pues podía leer ahora con más acierto en su corazón. No dudaba que la continua presencia de Rogerio Chillingworth, – infectando con la ponzoña de su malignidad el aire que le rodeaba, – y su intervención autorizada, como médico, en las dolencias físicas y espirituales del ministro, no dudaba, no, que todas esas oportunidades las había aprovechado para fines aviesos. Sí, esas oportunidades le habían permitido mantener la conciencia de su paciente en un estado de irritación constante, no para curarle por medio del dolor, sino para desorganizar y corromper su sér espiritual. Su resultado en la tierra sería indudablemente la locura; y más allá de esta vida, aquel eterno alejamiento de Dios y de la Verdad, del que la locura es acaso el tipo terrestre.

¡Á tal estado de infortunio y miseria había ella traído al hombre que en otro tiempo, – y, ¿por qué no decirlo? – que aun amaba apasionadamente! Ester comprendió que el sacrificio del buen nombre del eclesiástico y hasta la muerte misma, como se lo había dicho á Rogerio Chillingworth, habrían sido infinitamente preferibles á la alternativa que ella se había visto obligada á escoger. Y ahora, más bien que tener que confesar este funesto error, hubiera querido arrojarse sobre las hojas de la selva y morir allí á los pies de Arturo Dimmesdale.

– ¡Oh Arturo! – exclamó Ester, – ¡perdóname! En todas las cosas de este mundo he tratado de ser sincera y atenerme á la verdad. La única virtud á que podía haberme aferrado, y á la que me aferré fuertemente hasta la última extremidad, ha sido la verdad; en todas las circunstancias lo hice, excepto cuando se trató de tu bien, de tu vida, de tu reputación; entonces consentí en el engaño. Pero una mentira nunca es buena, aun cuando la muerte nos amenace, ¿No adivinas lo que voy á decir?.. Ese anciano, – ese médico, – ese á quien llaman Rogerio Chillingworth… ¡fué mi marido!

Arturo Dimmesdale la miró un instante con toda aquella violenta pasión que, – entrelazada de más de un modo á sus otras cualidades más elevadas, puras y serenas, – era en realidad la parte á que dirigía sus ataques el enemigo del género humano, y por medio de la cual trataba de ganar todo el resto. Nunca hubo en su rostro una expresión de cólera tan sombría y feroz como la que entonces vió Ester. Durante el breve espacio de tiempo que duró, fué verdaderamente una horrible transformación. Pero el carácter de Dimmesdale en tal manera se había debilitado por el sufrimiento, que aun esos arranques de energía de un grado inferior no podían durar sino un rápido momento. Se arrojó al suelo y sepultó el rostro entre las manos.

– ¡Debía haberlo conocido! – murmuró. – Sí: lo conocí, ¿No me reveló ese secreto la voz íntima de mi corazón desde la primera vez que le ví, y después cuantas veces le he visto desde entonces? ¿Por qué no lo comprendí? ¡Oh Ester Prynne! ¡qué poco, qué poco conoces todo el horror de esto! ¡Y la vergüenza!.. ¡la vergüenza!.. ¡la horrible fealdad de exponer un corazón enfermo y culpado á las miradas del hombre que con ello tanto había de regocijarse!.. ¡Mujer, mujer, tú eres responsable de esto!.. ¡Yo no puedo perdonarte!

– Sí, sí; tú tienes que perdonarme, – exclamó Ester arrojándose junto á él sobre las hojas del suelo. – ¡Castígueme Dios, pero tú tienes que perdonarme!

Y con un rápido y desesperado arranque de ternura le rodeó el cuello con los brazos y le estrechó la cabeza contra su seno, sin cuidarse de si la mejilla del ministro reposaba sobre la letra escarlata. Dimmesdale, aunque en vano, intentó desasirse de los brazos que así le estrechaban. Ester no quiso soltarle por temor de que fijase en ella una mirada severa. El mundo entero la había rechazado, y durante siete largos años había mirado con ceño á esta pobre mujer solitaria, – y ella lo había sufrido todo, sin devolver siquiera al mundo una mirada de sus ojos firmes, aunque tristes. El cielo también la había mirado con ceño, y ella no había sucumbido sin embargo. Pero el ceño de este hombre pálido, débil, pecador, á quien el pesar abatía de tal modo, era lo que Ester no podía soportar y seguir viviendo.

– ¿No me quieres perdonar? ¿No quieres perdonarme? – repetía una y otra vez. – ¡No me rechaces! ¿Me quieres perdonar?

– Sí, te perdono, Ester, – replicó el ministro al fin, con hondo acento salido de un abismo de tristeza, pero sin cólera. – Te perdono ahora de todo corazón. Así nos perdone Dios á entrambos. No somos los más negros pecadores del mundo, Ester. ¡Hay uno que es aun peor que este contaminado ministro del altar! La venganza de ese anciano ha sido más negra que mi pecado. Á sangre fría ha violado la santidad de un corazón humano. Ni tú ni yo, Ester, jamás lo hicimos.

– No: nunca, jamás, – respondió ella en voz baja. Lo que hicimos tenía en sí mismo su consagración, y así lo comprendimos. Nos lo dijimos mutuamente. ¿Lo has olvidado?

– Silencio, Ester, silencio, – dijo Arturo Dimmesdale alzándose del suelo; – no: no lo he olvidado.

Se sentaron de nuevo uno al lado del otro sobre el musgoso tronco del árbol caído, con las manos mutuamente entrelazadas. Hora más sombría que ésta jamás les había traído la vida en el curso de los años: era el punto á que sus sendas se habían ido aproximando por tanto tiempo, obscureciéndose cada vez más y más á medida que avanzaban, y sin embargo tenía todo aquello un encanto singular que les hacía detenerse un instante, y otro, y después otro, y aun otro más. Tenebroso era el bosque que les rodeaba, y las ramas de los árboles crujían agitadas por ráfagas violentas, mientras un solemne y añoso árbol se quejaba lastimosamente como si refiriese á otro árbol la triste historia de la pareja que allí se había sentado, ó estuviera anunciando males futuros.

Y allí permanecieron aun más tiempo. ¡Cuán sombrío les parecía el sendero que llevaba á la población, donde Ester Prynne cargaría de nuevo con el peso de su ignominia y el ministro se revestiría con la máscara de su buen nombre! Y así permanecieron un instante más. Ningún rayo de luz, por dorado y brillante que fuera, había sido jamás tan precioso como la obscuridad de esta selva tenebrosa. Aquí, vista solamente por los ojos del ministro, la letra escarlata no ardía en el seno de la mujer caída. Aquí, visto solamente por los ojos de Ester, el ministro Dimmesdale, falso ante Dios y falso para con los hombres, podía ser sincero un breve momento.

Dimmesdale se sobresaltó á la idea de un pensamiento que se le ocurrió súbitamente.

– ¡Ester! – exclamó – ¡he aquí un nuevo horror! Rogerio Chillingworth conoce tu propósito de revelarme su verdadero carácter. ¿Continuará entonces guardando nuestro secreto? ¿Cuál será ahora la nueva faz que tome su venganza?

– Hay en su naturaleza una extraña discreción, – replicó Ester pensativamente, – nacida tal vez de sus ocultos manejos de venganza. Yo no creo que publique el secreto, sino que busque otros medios de saciar su sombría pasión.

– ¿Y cómo podré yo vivir por más tiempo respirando el mismo aire que respira este mi mortal enemigo? – exclamó Dimmesdale, todo trémulo, y llevándose nerviosamente la mano al corazón, – lo que ya se había convertido en él en acto involuntario. – Piensa por mí, Ester; tú eres fuerte. Resuelve por mí.

– No debes habitar más tiempo bajo un mismo techo con ese hombre, – dijo Ester lenta y resueltamente. – Tu corazón no debe permanecer por más tiempo expuesto á la malignidad de sus miradas.

– Sería peor que la muerte, – replicó el ministro, – ¿pero cómo evitarlo? ¿Qué elección me queda? ¿Me tenderé de nuevo sobre estas hojas secas, donde me arrojé cuando me dijiste quien era? ¿Deberé hundirme aquí y morir de una vez?

– ¡Ah! ¡de qué infortunio eras presa! – dijo Ester con los ojos anegados en llanto. – ¿Quieres morir de pura debilidad de espíritu? No hay otra causa.

– El juicio de Dios ha caído sobre mí, – dijo el eclesiástico cuya conciencia estaba como herida de un rayo. – Es demasiado poderoso para luchar contra él.

– ¡El cielo tendrá piedad de tí! – exclamó Ester. ¡Ojalá tuvieras la fuerza de aprovecharte de ella!

– Sé tú fuerte por mí, – respondió Dimmesdale. Aconséjame lo que debo hacer.

– ¿Es por ventura el mundo tan estrecho? – exclamó Ester fijando su profunda mirada en los ojos del ministro, y ejerciendo instintivamente un poder magnético sobre un espíritu tan aniquilado y sumiso que apenas podía mantenerlo en pie. – ¿Se reduce el universo á los límites de esa población, que hace poco no era sino un desierto, tan solitario como esta selva en que estamos? ¿Á dónde conduce ese sendero? De nuevo á la población, dices. Sí: de ese lado, á ella conduce; pero del lado opuesto, se interna más y más en la soledad de los bosques, hasta que á algunas millas de aquí las hojas amarillas no dejan ya ver vestigio alguno de la huella del hombre. ¡Allí eres libre! Una jornada tan breve te llevará de un mundo, donde has sido tan intensamente desgraciado, á otro en que aun pudieras ser feliz. ¿No hay acaso en toda esta selva sin límites un lugar donde tu corazón pueda estar oculto á las miradas de Rogerio Chillingworth?

– Sí, Ester; pero solo debajo de las hojas caídas – replicó el ministro con una triste sonrisa.

– Ahí está también el vasto sendero del mar, – continuó Ester: – él te trajo aquí; si tú quieres, te llevará de nuevo á tu hogar. En nuestra tierra nativa, ya en alguna remota aldea, ó en el vasto Londres, – ó seguramente, en Alemania, en Francia, en Italia, – te hallarás lejos del poder y conocimiento de ese hombre. ¿Y qué tienes tú que ver con todos estos hombres de corazón de hierro ni con sus opiniones? Ellos han mantenido en abyecta servidumbre, demasiado tiempo, lo que en tí hay de mejor y de más noble.

Yaş sınırı:
12+
Litres'teki yayın tarihi:
22 ekim 2017
Hacim:
320 s. 1 illüstrasyon
Telif hakkı:
Public Domain
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