Kitabı oku: «El mundo que vimos desaparecer», sayfa 4

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Todo empieza según lo previsto, con una brillante llama que corre con elegancia hasta el tesoro del señor Lubitsch. El tesoro, líquido inflamable con una mezcla de madera seca y carbón vegetal, y unos paños del maletero del 4x4, prende bastante bien y crea una columna de metro y medio que parte del hielo. Provoca bastante cantidad de humo, aunque también puede ser vapor. Parece que no está derritiendo mucho el hielo, pero a lo mejor es todavía pronto. Y, de hecho, es demasiado pronto. El siguiente hecho es más dramático de lo que habíamos concebido. Produce un ruido como de morteros cercanos, de accidente de tren o de la torre de la iglesia cayéndose encima de la sacristía. Es un ruido vasto, tectónico y desgarrador que parece surgir de todas partes. En realidad, seguro que no era para tanto pero es un ruido muy fuerte y yo soy un niño pequeño.

El hielo se rompe igual que cuando metes un hielo en un vaso un día de calor. La fisura es pequeña, pero se agranda a gran velocidad y aparecen otras grietas. Algo muy grande está ocurriendo más allá de la superficie. Mamá Lubitsch percibe lo que va a ocurrir gracias a su sentido maternal del peligro. Como si estuviera teniendo lugar una lucha de dinosaurios bajo la superficie del hielo, Mamá Lubitsch mete a su querida y estúpida familia en el coche y arranca a toda prisa, lo que sorprende bastante al señor Lubitsch. Gonzo y yo miramos fascinados al lago Megg por el parabrisas trasero. Somos los únicos en el mundo que pueden ver lo que pasa cuando los torrentes de un montón de colinas alrededor que llevaban confinados varios días bajo un tapón de hielo y aire son liberados por un sexagenario rebelde con ganas de revivir con su familia sus días de gloria.

La capa de hielo se retuerce finalmente, hace fiuuuUUUC y provoca una erupción de espuma. La columna de agua se alza más alta que los árboles de la rivera del lago y caen trozos de hielo en la carretera de delante de nosotros como si fueran cachos de carne. Por fin se libera todo el peso del agua de las Colinas Mendicantes, coartadas tantos días en su camino al mar y encerradas bajo tierra en una columna a presión a sesenta metros de profundidad.

Un pato, al que ha dejado inconsciente un poco de furiosa aguanieve, cae al suelo en un prado a nuestra derecha. Luego empieza a llover en una zona muy delimitada. Cae aguanieve, nieve, hielo y unas cuantas ranas malhumoradas.

El señor Lubitsch vuelve la cabeza hacia la devastación y estalla en una risotada. No es una risa histérica, sino una carcajada sincera y satisfecha ante el panorama, la locura, la belleza del desastre. Mamá Lubitsch le dice de todo, pero está roja y también se ríe. Si Gonzo fuera a tener un hermano pequeño, lo engendrarían esta noche.

La ola de frío de Valle Cricklewood termina unos días después, como si hubiéramos roto el yugo del invierno con una magia compasiva. La nieve se derrite de un día para otro y pronto empiezan a aparecer cositas verdes que gritan en busca de atención. Los burros de los Lubitsch, que son la causa de una gran y ya olvidada agitación, dejan a regañadientes sus alojamientos invernales y se les apremia para que empiecen a pensar en sí mismos como bestias de exterior. Sus tristes rebuznos de desolación, completamente falsos, son los responsables de algunas noches en vela en la casa, pero Mamá Lubitsch se mantiene inquebrantable y al final los burros lo pillan y se conforman.

Hasta aquí Gonzo, pirómano y líder. ¿Y qué pasa con su parásito ineludible, el niño en el que nadie se fija? Él también crece. Ni siquiera lo eligen el último para los partidos de fútbol y para las pruebas de atletismo, sino que se sienta en el banquillo de forma perpetua. Es la sombra de Gonzo y a veces su conciencia cuando el Plan —ya sea saquear la cocina en busca de comida o escaparse de este reformatorio para irse a vivir con unos gitanos de Mongolia (que, según La Predicadora, son «un festival de pecado y rendición», aunque no sé en qué pruebas se basa)— requiere más excesos de los que las autoridades pueden tolerar como cosas de niños. Burlar al bibliotecario y robar libros prohibidos casi va implícito; el ingenio que requiere liberar a las presidiarias de la granja de hormigas con ayuda de un camino de azúcar en dirección a las duchas de los empleados se gana el aplauso irónico del profesor de ciencias, además de una buena dosis de castigos; hacer y probar explosivos domésticos es algo que veto, no porque me disgustara la grandeza de ese concepto, sino porque soy consciente de que hay ciertos límites y mandar a cien metros de alto el pabellón de fútbol con nitroglicerina casera —aunque estuviera vacío— se aleja mucho de lo que nos tolerarían y de nuestras capacidades alquímicas. Yo recordaba, aunque Gonzo no, aquella película sobre seguridad doméstica que trataba de unas víctimas llenas de cicatrices que se arrepentían de su propio orgullo y que nos disuadían de tales aventuras. Nos decidimos entonces por un brebaje que se supone inducía una combustión interna percusiva en el sistema digestivo de las vacas, pero no parecía que los sujetos de prueba se vieran afectados, excepto por un pequeño aumento de sus consternados mugidos.

A los catorce años, Gonzo descubre las películas de artes marciales: las obras completas de B. Lee y J. Chan, además de otros tantos con más o menos talento. Las películas de artes marciales son curiosamente sentimentales, cargadas de grandes promesas y melodrama. Las de Hong Kong tienen normalmente juegos de palabras intraducibles en chino que presentan en chanzas cantadas. Los argumentos son moralistas, shakesperianos y tienen la costumbre de desviarse de forma inesperada durante veinte minutos y luego volver a la trama principal como si nada hubiese pasado.

Gonzo empieza a aprender kárate inspirado por estas películas. Es el candidato perfecto: intrépido, atlético y encantado con los cambios que las múltiples flexiones han introducido en su cuerpo. Su única desventaja es que empieza un poco tarde. Si hubiera empezado a entrenar antes habría podido convertirse en un maestro, pero él se contenta con ser solamente un estudiante de categoría. Para su debilucho compinche (su patada yoko geri kekomi es la más débil de toda la zona geográfica que alcanza el colegio), el kárate es otro ámbito donde recibir los golpes de la vida, esta vez con razón, pero él continúa intentándolo. A pesar de que hace tiempo que ha interiorizado que no puede igualar a su amigo en sus hazañas, él —es decir, yo— no sabe renunciar a las cosas y eso es una virtud que le resulta totalmente extraña a Gonzo, pues nunca se ha visto obligado a preguntárselo dado su despreocupado paso por la vida.

Un día, el universo decide que ya estoy preparado y me exige mi primer vuelo en solitario. La sensei Mary me lleva fuera del tatami para examinarme la nariz ensangrentada, cosa ya familiar. Nunca ha llegado a romperse, pero —al contrario que las manos, que siguen siendo frágiles a pesar de horas de entrenamiento con el saco— parece haber desarrollado una dura capa de calcio. ¿Podría romper tablas de madera con la nariz? La sensei Mary responde que eso no es muy probable y que prefiere que posponga el experimento de forma indefinida. La sensei Mary, que mide un metro sesenta y pesa cincuenta y cuatro kilos, me dice que el kárate no es lo mío, pero que mi dedicación la ha impresionado lo suficiente como para sugerirme una alternativa, otra academia.

Yo protesto con el argumento de que Gonzo no va a querer cambiarse de academia.

—No —dice la sensei Mary—.Gonzo no. Él está bien aquí. Solo tú, sin Gonzo.

Para mí, esta idea es nueva, pero —extrañamente— no me desagrada.

—¿Otra academia de kárate?

—No. Otro estilo. A lo mejor uno más suave.

—¿Qué significa suave?

Me lo dice.

La conversación resulta en una gira por las academias locales de pugilismo suave. Lo primero que veo es que el término «suave» es engañoso porque es relativo. Relativo en comparación con hombres y mujeres que buscan a la desesperada convertirse en máquinas de demolición sin armas, que se pasan horas, días y meses dándole golpes a tablas de madera y a muñecos de papel de lija para trabajarse los puños y que piensan que han malgastado una hora si no le han metido una patada a un montón de ladrillos. No se trata de si es un deporte violento, sino de si esa violencia es directa y contundente o sutil y enrevesada. A los ojos de un novato, las variantes suaves parecen delicadas, pomposas y artísticas mientras que las variantes más duras son toscas y crueles. Lo cierto es que las variantes suaves son más consideradas con el dolor y el daño que aplican al cuerpo. Queda como incógnita cuál de las dos variantes es más desagradable para el objeto de su atención y cuál atrae a más lunáticos peligrosos del entorno suburbano. Rechazo con rapidez al aikidoka, pétreo y sonriente. Su inexpresiva perfección le comunica a su oponente que el hecho de que viva o muera es irrelevante y sus movimientos incluyen un giro final con corte de espada que da el golpe de gracia. Tampoco me convencen las otras ramas modernas de lucha callejera: el jiu-jitsu europeo y brasileño. La primera está compuesta por unos machos alegres que suelen medir menos de uno setenta y que tienen más o menos la misma anchura de hombros. El segundo, por unos lunáticos de risa tonta aficionados a las técnicas de control y a mujeres con bañadores poco prácticos. Al ser tan puritano y soberbio, me voy ofendido de la clase sin mirar atrás, pero sigo teniendo un problema. El yudo consiste básicamente en la defensa personal. El taichí es fluido y elegante, pero se necesita toda una vida para que pueda aplicarse al combate. La esgrima y el silat son más esotéricos— y, la verdad, no son más suaves que el kárate— pero solo los imparten en academias a una hora de Valle Cricklewood. Miro con desesperación a la sensei Mary y, quizá, en esta ocasión mi necesidad es suficiente.

—Sí —dice la sensei Mary—. Hay otra cosa que podemos probar.

Y así es como estoy, por primera vez sin Gonzo Lubitsch, en la puerta de Wu Shenyang pidiendo que me admitan en la Casa del Dragón sin Voz.

—Wu se pronuncia «wuuu» —dijo hace dos minutos la sensei, extrañamente sin aliento, cuando estábamos esperando a la hora prevista en su Volkswagen Golf—, y luego Shen y Yang como si fueran dos personas diferentes, pero no lo son. Y no le llames Wu Shenyang, llámale señor Wu o maestro Wu o...

Pero no se le ocurre ninguna otra forma con la que pudiera llamarlo. De todas formas, ya es la hora. La puerta se abre. Una voz entusiasmada dice: «¡Venid, venid!» y miro cómo mis pies me llevan hasta el umbral.

El señor (maestro) Wu es el primer profesor que me invita a su casa y es el primer profesor de artes marciales que quiere conocerme fuera del tatami antes de ver qué tal me desenvuelvo en él. Según la sensei Mary, si no ve lo que quiere en mi corazón, no tiene sentido que ponga a prueba el resto de mi cuerpo. Me examino el corazón y me parece un órgano muy empobrecido para hacerle tal pregunta. Es del tamaño adecuado y está situado casi en el centro del pecho, un poco más abajo, y no en el lado izquierdo (en realidad eso es el pulmón), como creen los aficionados al cine. Late alrededor de setenta veces por minuto y bombea correctamente nutrientes fundamentales y oxígeno a todo el cuerpo gracias a la hemoglobina pero, que yo sepa, no guarda ningún misterio y está libre de un pasado secreto o de habilidades sobrenaturales. Determino, tras una introspección, que no tengo lo que este señor está buscando, así que me siento libre de observar el salón, que ya de por sí es increíble. Además de ser un sitio donde sentarse, leer y comer tarta, es un tesoro de rarezas y curiosidades. En una esquina hay una estatua dorada de un cerdo beligerante, dos leones de Fu sobre un manto, lámparas de pie de diferentes diseños, armas y unos patos de porcelana en la pared. Wu Shenyang todavía me está evaluando —siento la presión de su mirada— así que empiezo a catalogar el contenido de la habitación con los ojos de un posible futuro limpiador o de su recadero para todo.

Artículo: dos sillones en dos lugares distintos y de considerable antigüedad, pero también, según parece, enormemente cómodos. Caben perfectamente cada uno a un lado de una chimenea en un extremo de la habitación junto a una mesa de café cuya inteligente construcción permite amontonar libros debajo del tablero.

Artículo: de espaldas a nosotros hay un sofá de piel de similar antigüedad que muestra signos (vamos, una almohada y una manta) de haber sido utilizado recientemente como cama. Parece que aún hay una persona que lo utiliza como catre, ya que unos pies con calcetines blancos sobresalen del extremo oeste. Son esbeltos y casi con toda seguridad (por el dibujo del tejido) son femeninos, quizá de mi edad o un poco más joven.

Artículo: un reloj de pie, que funciona bien aunque va un poco atrasado, de madera oscura con una lámina dorada con un buen acabado. La puertecita está abierta y puede verse cómo el péndulo hace su largo recorrido de izquierda a derecha y de derecha a izquierda, produciendo ese característico sonido de tac tic que desafía a la costumbre. Ese tac tic también me confirma que la persona del sofá está viva, ya que el pie que está más al norte sigue de vez en cuando el tac tic y luego vuelve a su estado de reposo.

Artículo: un escritorio y una silla, ambos cubiertos literalmente de miguitas de tarta y de papeles. El escritorio es más funcional que vistoso y por encima de los montones y pilas de cartas y de dibujos se asoma una sola hoja en blanco y un lápiz. El señor (maestro) Wu no utiliza el bolígrafo normalmente para escribir porque en su lugar de origen —o quizá en su época de origen— la tinta es cara. Y de ahí que sean líneas finas y suaves, porque escribe en chino.

Artículo: un gramófono viejo. Ni un estéreo ni un tocadiscos, tampoco un reproductor de CD, sino una estructura arañada y silbante con un brazo cromado, un cuerno gigante en forma de flor y una aguja gruesa y sin punta que reproduce música a partir de unos frágiles discos negros que giran a 78 revoluciones por minuto. Ese milagro se consigue de forma mecánica, sin electricidad, transistores ni silicona.

Para mí, un niño de la era digital, es como magia blanca. Es tan impresionante que, por un momento, me olvido de estar nervioso ante Wu Shenyang. Resulta difícil recordar que se trata de un persona de temida solemnidad y elegancia porque parece que todo se lo toma como un juego. Se acerca al gramófono para exhibirlo en toda su gloria. Le da cuerda, escoge un disco de Fisk University Jubilee Singers y sonríe ampliamente mientras espera mi reacción ante un truco tan fantástico. Yo estoy demasiado absorto en esa perfección crepitante como para sonreír hasta que termina el disco y levanta la aguja con sus hábiles dedos. De debajo de la máquina saca una bolsa con discos aún más increíbles y la empuja hacia mí. Los ojeo con la dolorosa preocupación de romper alguno y al final reproduzco el adagio de Mozart para clarinete en La mayor y lo escucho hasta el final. La mirada del señor (maestro) Wu se enciende cuando me ve levantar la aguja igual que él porque el gramófono es perfecto, está demasiado bien conservado y hecho con demasiado cariño como para dejar que lo estropee un descuido. Por fin, miro al hombre que está ante mí.

Wu Shenyang es alto y delgado. No se parece a Buda, sino más bien a una escalera de mano con una bata puesta. El tiempo lo ha pulido, desgastado y corroído hasta dejarlo con casi ochenta años y más fuerte que dos deportistas universitarios, aunque algo cojo de la pierna derecha. Su rostro ancho y de color pardo no es imperturbable, como el de sensei Takagi, que una vez visitó el dojo de Mary y resoplaba significativamente mientras yo lanzaba unos ataques débiles y previsibles a una niña de Hosely. A pesar de las cejas plateadas que se erizan por encima de sus ojos, no tiene un rostro severo. Wu Shenyang suelta una carcajada —de forma inquietante— en el momento más inoportuno. Parece que disfruta de las cosas sin importancia, como el color de la masilla de la vidriera y lo resbaladiza que es la alfombra de enfrente del escritorio. Eso último me lo demuestra al situarse con firmeza en la zona deslizante y de repente girar y retorcer bruscamente todo el cuerpo, deslizando las zapatillas; luego cambia el peso de una a otra y rota las caderas. Cuando termina, lo único que puedo hacer es imitarlo. Me preocupa que piense que me estoy burlando de su juego de pies, pero imito su método paso por paso y él da su aprobación con una risa al grito de «¡Elvis Presley! ¡Graceland!». A pesar de los años que lleva hablando inglés, aún se enreda cuando intenta decir cosas como «¡Rock and roll!» debido al ligero acento que conserva de su lengua materna, aunque no es algo que le preocupe lo más mínimo, así que a mí tampoco. Pasamos a cosas más importantes. Le gustan mis pantalones, pero dice que mi reloj es demasiado infantil para mí porque tiene un gato sonriente que marca la hora con los bigotes. También dice que me vendría bien un peluquero nuevo, pero la lealtad me lleva a defender el cuchillo de cocina de Mamá Lubitsch, así que la defiendo a sabiendas de que tiene razón. Wu Shenyang me pide disculpas— a mí y a Mamá Lubitsch. Se oye un ronquido desde detrás del sofá, pero yo no me dejo alterar. Un hombre mayor y desconocido me trata como a un igual, sin ninguna ironía—, aunque tenga menos experiencia y discernimiento en cuestión de relojes. En el transcurso de nuestra discusión sobre estos objetos, comparamos antebrazos y queda claro que el mío es igual de fino que el suyo y resulta que le gusta exageradamente por alguna razón. Solo recupera la compostura cuando le explico por qué estoy allí, aunque seguro que ya lo sabía. Me mira detenidamente y se queda pensando. Mientras, yo me preparo para lo inevitable: el examen insuperable y el triste rechazo. Se vuelve hacia la pared y coge de entre los patos una espada corta y gruesa de punta afilada. La sujeta con cuidado con una mano, la desenvaina y me mira.

—Arma de guerra. Mucho respeto. Trabajo de hombres. —Hace una mueca—. ¡O podría decirse que es un cuchillo de carnicero! Está muy afilado —dice Wu Shenyang— y es muy viejo. Cógelo y dime lo que se siente.

Avanza hacia mí y me extiende la empuñadura. No sé cómo, su pierna mala resbala al moverse sobre la parte resbaladiza de la alfombra. El Arma de guerra sale volando y gira lentamente sobre el punto donde se le escapó de la mano hasta que el filo deja de apuntarme (detalle que noto con alivio, aunque aún no he tenido tiempo para moverme). El cuerpo de Wu Shenyang se precipita hacia delante, casi como una zambullida, y me doy cuenta de que la empuñadura, al chocar contra mi pecho, impulsará la hoja contra él. Por lo cual, es imperativo que me mueva y eso es lo que hago. La parte superior de la espada no está afilada, así que le doy un golpe con la palma de la mano y la alejo de nosotros, doy unos pasos al frente y doblo las dos rodillas, con la espalda recta, para sostener al viejo.

El viejo no cae al suelo. Estira la pierna mala, que aguanta fácilmente su peso, y atrapa sin problemas la espada, que emite un zumbido y vuelve a su vaina. No llego a tener que sostenerlo con los brazos y que mis piernas tengan que absorber un poco de su peso; un ligero contacto me indica que ya se ha ido y tras un giro resurge al lado de la puerta. Miro hacia abajo. Tengo los pies dispuestos en lo que se llama la posición para montar a caballo y los brazos están extendidos con las palmas hacia arriba doblados por el codo.

—Se llama Abraza al Tigre, Vuelve a la Montaña —dice el maestro Wu tras un momento—. Práctica—. En el momento en que la chica surge de detrás del sofá y me da la mano con gran solemnidad es cuando me doy cuenta de que me ha aceptado como alumno y de que, de alguna forma, todo ha salido como debía.

—Elisabeth es mi secretaria —dice el maestro Wu sin ningún rastro de risa—. Es bastante severa, pero os llevaréis bien, siempre y cuando te comportes correctamente.

Y así es. Elisabeth es rubia y pequeña y no habla mucho, pero lleva la Casa del Dragón Sin Voz con la seguridad que le es propia a las señoritas de su edad. Estudia con los otros alumnos y vive en el sofá porque su madre no tiene tiempo de ocuparse de ella. El maestro Wu obedece totalmente a su tiranía y ella, a cambio, ejerce su poder con gran sutileza, discreción e —incluso— piedad. A veces, cuando el maestro Wu se siente solo, tiene nostalgia o está aburrido, le hace una tarta de manzana o unos bollitos de cerdo asado Char Siu Bao y nos lo comemos juntos. Eso ayuda. Nos lo comemos juntos porque, de un modo u otro, me han vuelto a adoptar y ahora tengo que repartir mi tiempo entre Gonzo y el maestro Wu.

El Dragón Sin Voz se enseña mañanas y tardes a las siete y durante todo el día los fines de semana. Los estudiantes van cuando pueden y se quedan al menos una hora. Durante la semana, el maestro Wu practica la caligrafía y lee muchos libros para saber un montón de cosas sueltas sobre muchos temas. Algunas son útiles, otras no, pero siempre consigue colarlas en las clases. Así, además del Paso de Elvis, tenemos la Zancada Palaciega de Lorenz (kung-fu matemático), el Puño de Vitruvio (kung-fu a lo Da Vinci) y —hasta que interviene Elisabeth— el Brazo de la Trompa de Falopio (sacó el nombre de un diagrama de mi libro de biología y lo llamó así por la forma que adopta el codo en su inquietante postura final). Estudio siempre que puedo y aunque pierda el tiempo cuando debería estar haciendo los deberes, no sé por qué, saco mejores notas gracias a mi relación con el maestro Wu. Al principio me preocupa que a Gonzo le moleste mi ausencia, pero está ocupado con otros asuntos que requieren su espacio personal.

En marzo, el maestro Wu recibe una visita inoportuna, un hombre llamado Lasserly que viene desde Newport. Lasserly es una persona enérgica con la cabeza grande y rubicunda. Tiene los brazos muy gordos y huele a lienzo viejo. Quiere aprender los Secretos. Todos los alumnos de todas las artes marciales saben de la existencia de los Secretos. Se oyen rumores y comentarios desdeñosos por todo el mundo. Algunos profesores animan a sus alumnos a creer que al conocer el Secreto vencerán a la edad y a la muerte, podrán aguantar la respiración durante horas y proyectarán su espíritu fuera del cuerpo para aniquilar a sus rivales como una pistola de rayos a lo Flash Gordon. Otros maestros, más centrados o más sinceros, afirman que los Secretos son simbólicos y que representan estaciones de paso en el viaje del yo, o que son elementos estilísticos muy importantes para los estudiantes más avanzados. El maestro Wu le dice a Lasserly que no existe ningún Secreto.

—Venga ya —dice Lasserly—. Claro que existen.

—No —dice amablemente el maestro Wu—, no existe ningún Secreto.

—Usted sabe cosas —dice Lasserly.

De eso no hay duda. Casi con total seguridad sabe cosas —incluso cosas sobre kung-fu— que Lasserly no sabe —le concede el maestro Wu— pero no le apetece hablarle de ellas porque es un poco desagradable e incluso grosero y el maestro Wu conoce a gente más simpática con la que charlar.

—Bueno, vale. Entonces vamos a pelear.

Lo que, a primera vista, es un disparate. Lasserly pesa cuarenta y cinco kilos más que el maestro Wu y tiene las manos llenas de callos por las horas de práctica.

—No —dice el maestro Wu después de un minuto de silencio—. No tiene sentido.

Lasserly se va y, de camino, me pone un dedo inmenso en el pecho. Siento su firmeza, todo su cuerpo preparado detrás de ese dedo. Seguro que puede canalizar todo su peso en ese dedo y clavármelo en las entrañas. No debería haberle dejado acercarse tanto.

—Estás perdiendo el tiempo —gruñe Lasserly—. Este tío no sabe ningún Secreto—. Y sale dando un portazo, por lo que los patos de porcelana se tambalean contra el yeso.

Entrenamos en silencio. El maestro Wu parece muy triste.

Por la noche de ese oscuro día, cuando el maestro Wu ha terminado su tercer trozo de tarta de manzana y está valorando si sería conveniente o no zamparse el cuarto, Elisabeth se decide a preguntarle por Lasserly. La pregunta comienza como una simple curiosidad, pero, según la va formulando, levanta progresivamente la voz al no poder aguantar más la furia o la vergüenza.

—¿Por qué no ha peleado con él? —Pero se siente abochornada al escuchar su propia pregunta.

El maestro Wu se encoge de hombros.

—El señor Lasserly quería saber si yo sé Secretos —dice—. Quería luchar conmigo para averiguarlos, pero ahora cree que sabe la respuesta. Cree que estoy tan seguro de saber quién ganaría que no quería pelear con él.

—¡Pero si él piensa que habría ganado! —Y esa, al fin y al cabo, es la cuestión, porque con la certeza de Lasserly se erosionaba la nuestra.

—Madre mía —dice el maestro Wu con gran sinceridad—. ¡No quería darle esa impresión! —Abre mucho los ojos como si se acabara de dar cuenta de la impresión que había causado—. ¡Ay, no! ¡Qué torpe soy! ¿Creéis que debería llamarlo para decirle que le habría vencido porque tiene las piernas rígidas, se mueve como una vaca y tensa los hombros? Bueno —dice el maestro Wu muy contento—, no ha dejado su número de teléfono. Pues entonces da igual. —Y se ríe—. No hay ningún Secreto —dice—, pero hay muchas cosas que no me apetece contarle a una persona como Lasserly. Así no es como se guardan los Secretos, aunque no haya ninguno —dice el maestro Wu con profundo deleite.

—Pero ¿hay algún Secreto?

—¿Secretos? —dice el maestro Wu como si nunca lo hubiera oído. Elisabeth lo mira con expresión seria.

—Sí, las enseñanzas de puertas para adentro, las internas.

—Ah, esos Secretos —dice el maestro Wu y sonríe.

—Esos Secretos —repite Elisabeth después de un momento cuando ve que los ojos de Wu Shenyang vagan de nuevo en dirección a la tarta de manzana y se da cuenta de que esa expresión de profunda reflexión tiene que ver con la tarta y no con los secretos arcanos del chi.

—¿Te refieres a las Alquimias Internas? ¿La Meditación de Piel de Hierro y el Golpe de Palma de Fantasma?

La Piel de Hierro proporciona inmunidad ante armas físicas, la Palma de Fantasma atraviesa la materia sólida, no puede evitarse ni bloquearse. Los he visto en las películas. No sabía que las chicas veían esas películas.

—Sí —dice Elisabeth.

—Pues no —responde el maestro Wu—, no existe nada de eso.

Eso es lo que le dice a todo el que pregunta y, tarde o temprano, al final todo el mundo acaba preguntándole. El maestro Wu tiene pocos estudiantes, pero algunos tienen estudiantes propios y, a su vez, un par de esos tienen los suyos. Todos extendidos por el mundo y formando un gran árbol de instrucción, descubrimiento, experimentación y adiestramiento, pero las raíces están en Valle Cricklewood y aquí es donde vienen los alumnos de todos los niveles a conocer al maestro Wu. Se supone que todas las generaciones de estudiantes tienen que mantener una especie de relación familiar con las demás. Tenemos tíos del Dragón Sin Voz de Eastbourne a Westhaven, y un montón de hermanos y sobrinos. Algunos son descarados, otros respetuosos, pero casi todos esperan encontrarse con un santo, un guerrero o un semidiós envuelto en misterios y el maestro Wu se encarga de liberarlos de esa ilusión de la forma más dolorosa posible.

—¡No hay magia! —les dice categóricamente—. ¡Ni Secretos! Nada «interno». La verdad no está oculta. Es muy sencilla. Sólo es difícil, ¡pero yo soy cabezota! —Se carcajea con una risa que le viene demasiado grande y luego te sonríe solo a ti—. Y yo tengo suerte. Empecé muy pronto. —Se refiere a que su padre le susurraba las canciones de adiestramiento mientras estaba en la cuna en Yenan.

—No —dice el maestro Wu—. No hay Secretos. Ni uno. ¿Queréis que os cuente uno?

—¿Un qué?

—Un Secreto.

—Has dicho que no había Secretos.

—Puedo inventarme uno. La próxima vez que alguien pregunte, le diremos que sí sabemos Secretos, aunque si el señor Lasserly se entera, se va a enfadar. —Ese terrible inconveniente no le preocupa lo más mínimo y reflexiona—. Vale —dice tras una pausa—, una historia y un Secreto. ¿Listos?

Asentimos.

—Érase una vez —dice el maestro Wu—, cuando las madres de vuestras madres aún eran jóvenes y guapas, antes de que la conexión inalámbrica llevara la voz de Inglaterra a todos los rincones del mundo, había un niño que podía escuchar el mar a un kilómetro y medio de distancia. Mientras estaba en las montañas resecas, escuchaba el romper de las olas. Se sentaba en la montaña con los ojos cerrados y escuchaba cómo el temporal se estrellaba contra altos acantilados que nunca había visto. Llevaba el agua salada en las venas y en el corazón.

Eso hacía que se le dieran mal muchas cosas. No era ni buen agricultor, ni buen cazador ni buen zapatero. Era un músico muy malo porque el ruido lo distraía y tocaba a un tempo que no era y, lo que era peor, cuando se equivocaba, contagiaba a todo el mundo la cadencia y la corriente del mar y hasta la música más alegre se ralentizaba y sonaba como una canción fúnebre. Se volvía profunda, como largos suspiros que se iban apagando hasta no quedar nada y luego volvían en forma de lágrima.

A lo mejor pensáis que lo marginaban, pero él era buena persona y la gente que lo rodeaba también. No tenían nada contra él mientras trabajara duro y no rompiera cosas con demasiada frecuencia. Tenía una forma de moverse elegante y líquida, pasaba de un pie a otro, de dentro afuera, de atrás adelante, pero no todas las formas del mundo se dejan manejar bien por alguien que anda como un caballito balancín; así pues, aunque su toque era liviano y agarraba con fuerza, rompía cosas o empujaba de vez en cuando a la gente. Supongo que lo compensaba. Por las mañanas trabajaba con su padre haciendo cosas de cuero —su padre le había reservado un sitio en el taller para que pudiera balancearse sin que tirara nada— y por las tardes trabajaba con su tío haciendo pan, pues no importa si lo enrollas y lo retuerces como si fueran algas de la playa. Al atardecer, se sentaba y cerraba los ojos hasta que sentía que la espuma lo salpicaba y respiraba al mismo tempo de las olas que rompían en unos acantilados rocosos que nunca había visto. Y siempre, siempre al amanecer, su padre, su tío y toda su familia —incluso las mujeres, lo que era muy raro— practicaban juntos kung-fu porque sabían que un día, por algún motivo, tendrían que luchar. Él era el que entrenaba más y el que estudiaba con más ahínco porque era paciente como el mar que le susurraba al oído.

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