Kitabı oku: «El mundo que vimos desaparecer», sayfa 9
Esta cadena tan floja de contactos genera un número de teléfono con prefijo suizo, al que atiende un individuo de voz chillona y sexo indeterminado.
—Konditorei Lauener, ¿dígame?
—¿Hola? Busco a Zaher Bey.
—No nos queda. Ahora el hotel es el único que tiene autorización para hacerla.
Esta respuesta me confunde. No estaba preparado para un intercambio de signos y contrasignos. Me devano los sesos buscando alguna respuesta espionajística adecuada, pero la otra persona me interrumpe antes de que pueda montar las piezas necesarias.
—Abrieron una causa al respecto, ya sabe. La gente del hotel necesitó una sentencia. Es su marca, ya sabe. Cualquiera puede hacer una tarta de chocolate al estilo Sacher, ¿verdad? Pero solo ellos pueden hacer una Sachertorte. Es la ley. Bueno, en cualquier caso —añade el personaje, con cierta satisfacción—, no nos queda.
Parece que mi interlocutor ha interpretado «Zaher» como «Sacher». Le explico que, en realidad, estoy buscando al líder del movimiento político que surgió en respuesta al imperialismo de economía exterior y al régimen títere dependiente de la lujuria de Erwin Kumar. Hay algo así como una pausa.
—¿Sabe usted que esto es una pastelería? —pregunta finalmente el personaje, dudando sobre si continuar la conversación.
—Este es el número que me dieron —le explico. Mi voz ha pasado del tono profesional e imponente al de disculpa.
—¡Pues debería devolverlo! —ya con cierto sarcasmo—. El número que tiene es incorrecto. Este número… es de una pastelería. En Basilea, lo que queda bastante al norte, ¿eh? Tenemos cientos de tartas, pero ningún revolucionario. La revolución, eso de gritar y romper cosas, es muy poco suizo.
Una vez entregada la información, el personaje cuelga amablemente y yo me siento junto al teléfono pensando a ver qué hago ahora.
Dos días más tarde, un apuesto caballero de unos cuarenta y tantos se sienta en mi mesa, en Cork. Ni idea de cómo ha podido entrar, pero se trae un vaso de whisky puro de malta del bar y demuestra sentirse completamente cómodo con el entorno. El señor ibn Solomon —es el nombre con el que se presenta— tiene una barriga casi imperceptible y un elegante traje azul. Posee una piel muy bonita, bastante oscura. Se parece a la imagen que seguramente tengas en la cabeza de un mercader fenicio o de un comerciante moro. Está bien afeitado, se ve resplandeciente y tiene unas manos muy cuidadas. Su voz es aterciopelada y nos sorprende con la revelación de su título completo, Freeman ibn Solomon, embajador plenipotenciario de las fuerzas de Bey en la Addeh Katir Libre. ¿Pero hablará con los pensadores y bebedores asamblearios del club? ¡Ya lo creo! Para él, es un placer; su vocación. Pero Freeman ibn Salomon es un estricto seguidor de la negociación y la discusión al mismo nivel. Sin tarimas ni atriles. Se sentará en este elegante salón y formará parte de nuestra conversación. Y para demostrar su profunda voluntad de ser como nosotros, se pimpla su vaso de Bruichladdich y amablemente va a por otros más.
—Disponemos de una montaña de armamento —nos cuenta Freeman ibn Solomon—. A vosotros, en cambio, os condenan con lagos de leche y llanuras de cereales y todo eso, pero nosotros tenemos una montaña de armamento. No es que nos importe quedarnos con vuestras armas de sobra —añade—; solo nos gustaría que las colocaseis bien sobre el resto de la pila. Entran en nuestro país con cuentagotas. Le llegan a Erwin Kumar, que las pierde o las vende, y luego aparecen por todas partes. La semana pasada encontré una caja entera en mi cocina, debajo del brócoli. Por supuesto —añade, sin rastro de enfado ni de ironía—, muy de vez en cuando alguien recibe una bala, lo que es terrible.
Iggy aparece en defensa del sistema internacional. Es muy extraño. La mayor parte de las veces, Iggy y los demás se lamentan por la iniquidad de la hegemonía capitalista (de todo lo que existe en este mundo, en realidad). Y aquí tenemos a Freeman Ibn Solomon, diciendo las cosas que ellos suelen decir, pero ahora están tratando de persuadirlo de que todo eso no es tan malo, en realidad. Lo que probablemente esté motivado porque cuando Freeman ibn Solomon lo cuenta y lo pone en contexto no puedes evitar sentir que también es tu culpa.
—Aunque no sois exactamente representativos, ¿no?
—Dios, no. No representamos a todo el mundo.
Iggy se inclina hacia atrás, satisfecho de haber atrapado a la mosca en un ungüento perfecto.
—No, no —continúa Freeman ibn Solomon—. Somos una democracia participativa. Todo el mundo toma parte en cada decisión, si hay tiempo. Si no lo hay, el Bey tiene el poder ejecutivo, claro, para que no nos pillen durmiéndonos en los laureles. Pero no tenemos leyes.
Iggy se queda mirándolo. Sebastian, detrás de su vodka tónica, abre mucho los ojos y lo mira con interés. Aline balbucea.
—¿No tenéis leyes? —le pregunta con severidad.
—No —contesta Freeman ibn Solomon—. La ley es un error, como verás. Es un intento de dejar por escrito un montón de cosas que la gente debería saber de todas formas. Evitamos tener nada de eso. Se espera que cada uno de nosotros actúe dentro de los límites del pensamiento correcto y que esté preparado para soportar las consecuencias de sus acciones. No es una posición tan cómoda como puedas pensar —Y toma otro sorbo de whisky.
—¿Y eso no lleva a la corrupción? —exige saber Aline.
—Por supuesto. Quiero decir, en cierto sentido es difícil de saber. Somos un país pirata, tenemos una administración menos estructurada. Todo el mundo se lleva la harina a su costal. Por otro lado, piensa que puedes exigirle explicaciones a cualquier persona. Siempre hay alguien con quien discutir —Y se encoge de hombros—. Cada uno elige con qué veneno morir cuando elige a qué gobierno votar. Bueno, pues este es el nuestro.
Se lo ve tan abatido que la conversación toma otros derroteros. Entonces Quippe se sienta al piano y, privilegiados de nosotros, vemos al Embajador Plenipotenciario bailar el cancán con Aline y con otra chica llamada Yolande que tiene rapada la mitad de la cabeza.
Cuando se sabe que tuvimos a un hombre de Addeh Katir en el campus, toda voz disidente y causa minoritaria del amplio espectro reconoce nuestra seriedad y nuestra importancia como Zona de Libre Pensamiento. Traigo nuevas causas a Cork y nuevos oradores y algunos son simpáticos y otros no tanto, pero yo soy el Hombre y con cada orador, Aline parece ponerse más y más cachonda. Aunque a todos se nos están desgastando las esposas opresivas del Estado y estamos llegando a un punto en que necesitamos unas nuevas. Addeh Katir desaparece del escrutinio público porque las negociaciones parecen haberse estancado. El Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas deniega la petición de Zaher Bey de una fuerza de mantenimiento de la paz. Prácticamente hay un cisma en Cork sobre si este es un paso en la dirección correcta (lejos de la hegemonización cultural cuasitotalitaria) o en la equivocada (hacia un imperio de economía aislacionista), pero el conflicto finalmente se disuelve en una fiesta de la espuma. La vida sigue.
En Erwinlandia, el gran presidente continúa sus treinta años de estragos por el Kama Sutra.
En torno a la facción de Zaher Bey del Lago Addeh se mantiene una apariencia de orden e infraestructura a través de un mercado negro más eficiente y humano que la economía legal.
Aline se depila el pubis en protesta por el comercio de pieles. A pesar de esta distracción, me consigo organizar para los exámenes.
Gonzo recibe un paquete de Mamá Lubitsch que contiene tantísima comida tan increíblemente deliciosa que casi no puede almacenarla en su habitación. Me vuelve particularmente loco el merengue de avena con frambuesas.
El paraíso dura hasta que una mañana cuando, sentado junto a la mesita del café con mi trabajo de biología y sin prestar mucha atención a Sebastian, que le dice a Quippe que «la libertad del movimiento y la velocidad de la comunicación intrínseca al Tardomoderno entraña, que no legitima, el fin de la Era de la Presencia», unos tíos con pasamontañas explotan —literalmente, explotan, porque su llegada está precedida por una ráfaga de luz y sonido que hace que me escueza la nariz y me sangren los oídos— a través del almacén y la barra, nos lanzan violentamente contra el suelo y nos machacan la cara contra la alfombra raída, de forma que inhalo una cantidad ingente de ácaros y hasta el más tenue olor de los debates carnales. Resulta algo redundante que uno de los chicos en pasamontañas grite que se trata de una redada.
Levanto la cabeza. Aline está justo frente de mí, con el pelo oscuro y desordenado de una forma muy sexy y el rostro aterrado, paralizado. Aquello me asusta porque ella ha estado metida en más revoluciones que yo y jamás me ha hablado de algo parecido. Grito su nombre pero no me mira. Uno de ellos viene hacia mí y me chilla a la cara y me levanta para llevarme a algún sitio aislado, porque soy claramente más subversivo que los demás, o quizás –y eso ya es una muy buena razón para hacerme sufrir– porque me he estado beneficiando a la revolucionaria mona de vaqueros ceñidísimos.
El interior de un camión de servicios de seguridad es un muy mal lugar. Huele a miedo y a tíos que no se han pegado una ducha —o echado poquito de desodorante— en bastante tiempo. Tampoco hay cojines. Las esposas están sujetas a una gran argolla en el suelo y me imagino una especie de mecanismo de candado integrado y empiezo a pensar qué pasaría si el camión cayera en uno de tantos ríos de los alrededores de Jarndice. Llego a la conclusión de que debe de haber algún tipo de apertura automática, aunque luego determino que no, que no lo hay. Pongo toda mi confianza, todas mis esperanzas, en la cabeza rapada que veo a través de las rejas y me esfuerzo mucho para ser un buen convicto y no un peligro para la sociedad, también para no potar, porque encontrarte en la parte trasera de un camión sin ventanas, con la cabeza entre las rodillas y el horrible calor de Jarndice, suele producir náuseas.
Por la charla de la radio y el intercambio de monosílabos entre el conductor y sus compañeros, deduzco que los chavales con pasamontañas no son técnicamente soldados. Son nominalmente un grupo de acción no militar para la defensa civil y la lucha contra el terrorismo. De hecho, son una subcontratación interna. Las fuerzas armadas se los han prestado a las fuerzas de seguridad del gobierno, por lo que, mientras dure su empleo actual, funcionan como civiles. Lo que significa que han sido entrenados como soldados, equipados como soldados, que pueden luchar y, si lo necesitan, matar como soldados, pero que pueden desplegarse por la nación y por el extranjero libres de los molestos estatutos como la ley Posse Comitatus o la Carta de Derechos de los Reinos Insulares Unidos. Curiosamente, no ser soldados los libera para ser más antipáticos con los que tampoco lo son.
De acá para allá, hacen desfilar a filas de alicaídos detenidos y gritan que somos unos colaboracionistas, lo que suena como una cosa arcana por la que hay que enfadarse. Una y otra vez le pegan una buena colleja a algún detenido que, sin pensar, se enfrenta a ellos. Rápidamente es silenciado con una patada o con un puño cerrado. Luego nos gritan más cosas. También somos «traidores», «desleales», «colaboradores», «quintacolumnistas», «chaqueteros» y «conspiradores». Después de haber sido procesados —lo que, básicamente, consiste en tomar nuestros nombres, direcciones y alguna identificación oficial, además de requisarnos cinturones y cordones de zapatos—, un oficial subalterno viene a nuestras celdas para decirnos que éramos unos «Arnolds» y unos «Haw-Haw» (arquetipos de traidores). Pienso en si llevarán encima un diccionario de sinónimos.
Las celdas de detención no son de alta tecnología. Por alguna razón, me esperaba pasillos relucientes, biomonitores y polígrafos, no centros de detención ad hoc hechos con mallas de alambre en mitad de un almacén; no una mera bombilla como iluminación y cubos de metal para mear. No siento estar en mi país. Más bien, parece que estoy en uno de esos países sobre los que he leído y donde las cosas están muy mal. Parece exactamente el tipo de sitio por el que protestamos, pero que pensábamos que estaba en cualquier otra parte. No era nada alentador contemplarlo ante nosotros.
Comparto mi celda con Iggy y Sebastian y con dos o tres personas que no conozco y que es evidente que no son estudiantes. Son mayores, se los ve más curtidos; está claro que ya no estudian, sino que trabajan. Son unionistas, en el sentido real de la palabra: hombres que se organizan con sus compañeros de trabajo para protestar juntos y demandar una mejor —que no excesiva— remuneración y normas de seguridad más adecuadas. Y están asustados, lo que da bastante miedo, porque ellos saben más de este tipo de cosas que nosotros.
—Putos nazis —dice Sebastian.
Aunque Iggy no está tan seguro de que se trate de eso. La frecuente invocación del imaginario colectivo del Holocausto es contraproducente, porque…
—Si te mete en un gallinero —continúa Sebastian con firmeza—, te trata como un subhumano, viste un uniforme sexy y asegura que todo esto lo hace por un bien mayor, es que es nazi.
Inmediatamente, irrumpen en la celda, lo sacan y lo encapuchan. Sebastian parece mantenerse firme hasta que lo oímos llorar nada más cruzar la puerta. Probablemente no es un caso de «irrupción», o no del todo. Podemos verlos llegar. Caminan con resolución y hay unos cuantos que parecen estar bastante fuertes bajo esos elegantes uniformes. Pero esto no es nada comparado con la anterior aparición en Cork. Ellos no gritan. No hay granadas aturdidoras, ni entradas violentas, ni empujones. A pesar de eso, todo lo hacen con la facilidad que da la experiencia y la potencia de una energía cinética importante. Un aroma a poder que nos arrebata a Sebastian y que les permite alzarlo en brazos como si no pesara nada y llevárselo sin más. No lo traen de vuelta. Es lo que esperamos que hagan, pero no sucede. No traen de vuelta a nadie y, poco a poco, nuestro almacén va volviéndose más silencioso, más desierto y más aterrador.
Me descubro a mí mismo hablando. Casi todo el mundo está en silencio, la mayoría está sentado o apoyado en algún sitio, pero yo no puedo parar de caminar de un lado a otro y mi boca parece tener vida propia. Quiero saber si esta historia puede ser legal y, en caso de no ser así, si es mejor o peor para nosotros. Pregunto si alguien tiene experiencia en ser arrestado y Barry (el segundo unionista) señala que es poco probable que alguien que lo haya estado desee comentarlo en una zona de detención en la que bien podrían estar vigilándolos. Aquello hace que deje de hacerme preguntas durante un rato pero me insta a ir buscando dispositivos de escucha, aunque Iggy remarca que no deben ser visibles. Aun así, sigo buscando, en caso de que estén ahí y se espere que yo sea capaz de encontrarlos. Cuando vuelven los hombres, Iggy me dice que me calle y que me siente de una puta vez. Barry camina hacia ellos, enseñando las manos, pero se apartan de él y de mí y sacan con firmeza a Iggy y lo cubren. Se tropieza, pero lo arrastran hasta que logra volver a poner los pies en su posición.
—Nada bueno —dice Barry.
—¿Por qué?
—Bueno, si nos sacan en orden es porque saben quiénes somos, ¿no?
Y si saben quiénes somos, o creen que lo saben, entonces esto ya sí que no se trata de un error. Creen que tienen algo. Barry se encoge de hombros y se sienta. Está claro —dice— que solo los están metiendo en una zona de confinamiento separada, así que no podrán prepararnos para lo que está por venir. Irá bien. Puede que la cosa tarde un poco más en aclararse, pero todo saldrá bien.
Prefería a Barry cuando no estaba lo suficientemente preocupado como para intentar tranquilizarme y desearía que no temblase tanto. Empiezo a temer que vaya a morir aquí, a desaparecer para siempre. Me digo que eso es una parte del interrogatorio. Pero no ayuda.
Los hombres regresan y las botas del oficial dejan pequeñas marcas de rojo oscuro en el suelo. Dios quiera que haya pisado una señal de tráfico recién pintada, pero sé que no. Se llevan a Barry y él me hace un gesto y me dice «Aguanta», lo que parece molestarles, así que lo amordazan antes de encapucharlo. Veinte eternos minutos después, una lona con un olor muy fuerte a la colonia barata de alguien se cierne bruscamente sobre mi cabeza.
Es curioso caminar encapuchado. No puedo ver, no puedo oír bien. Los no-soldados tienen que agarrarme los brazos para guiarme. Soy dependiente de ellos, pero ellos, en cambio, tienen que cuidar de mí al menos en este momento. Aplican el in loco parentis y yo estoy bajo su custodia durante el viaje desde donde estaba hasta donde he de llegar. El de mi izquierda se acerca a mí. Un par de pasos, uno, dos, bien, stop… buen chico. Parece muy satisfecho. Date la vuelta… ahora. Siéntate. Vamos allá…
Me ponen en una silla. Es incómoda y está húmeda. Alguien ha sudado muchísimo allí. Quizá sea algo más: percibo un persistente olor a lejía. Me dejan puesta la capucha. El tipo de la izquierda —en realidad se ha movido, pero tiene la misma voz— murmura de nuevo: Bien, bien, te portarás bien, ¿verdad? Te irá mejor así. Más allá alguien se ríe de él y lo llama Sr. Simpático. Sí, dice él, claro que lo soy, joder. De lo que deduzco que también hay un Sr. Antipático. El Sr. Simpático se aleja de mi hombro. El aire es un poco más frío sin él. Espero a ver qué pasa.
Entonces oigo un ruido de algo rascando contra el suelo, que parece del hormigón propio de un almacén estándar, áspero y poroso, y me doy cuenta de que alguien ha puesto una silla frente a la mía. Es una silla más o menos pesada, una silla de oficina sin ruedas más que una de esas de plástico desechables que ponen en los palacios de congresos. Me quitan la capucha con una desconsideración importante hacia mi nariz y mi barbilla, que sufren algunos roces, y me quedo cara a cara con un viejo relajado y bucólico. Lleva una chaqueta de general mugrienta y parece estar al mando de todo.
Su cara no me causa sorpresa, en el sentido de que es grande y roja y lleva una barba canosa de varios días. Tiene los ojos rasgados y parecen pequeños porque se doblan hacia abajo en las esquinas exteriores, como si alguien le hubiese cosido la ceja a la mejilla. Una parte de mi cerebro reconoce este rasgo como pliegue epicántico y me informa de que es común en personas descendientes de asiáticos, pero algo raro en europeos (lo que la mayoría de norteamericanos llama caucásicos a pesar de que las gentes de las montañas del Cáucaso pertenecen a varias etnias y no a la anglosajona, precisamente) y algunas veces asociado al Síndrome de Down. Puesto que el hombre que hay frente a mí es clara e inevitablemente no asiático, y puesto que resulta profundamente improbable que una persona con Síndrome de Down pueda alcanzar este rango en el Ejército, parece que el general es lo que se llama una pequeña curiosidad biológica, aunque tampoco es eso lo que me provoca el shock que siento al verlo. Estoy sorprendido, incluso aturdido, por la visión de este individuo porque su nombre es George Lourdes Copsen y es el padre de la princesa prometida de Gonzo amante de los burros llamada Lydia, y lo conozco y sé que él me conoce a mí. La última vez que lo vi fue al otro lado de la mesa del stand de «adivina cuántos caramelos hay» en una fiesta del colegio Soames. George Copsen no acertó. Ni siquiera lo intento. Usó una calculadora de bolsillo para cotejar las respuestas de los más o menos trescientos participantes y produjo una respuesta que era precisa dentro del margen de error (ya que, cuando fuimos a contarlos, no pudimos evitar que uno de los de primero se comiera entre uno y diez caramelos). Me mira con el aire de un hombre que ya ha sido informado, que ha visto el dossier, que se conoce el percal y que, sin estar atado a un almohadón empapado, dispone de un pequeño control remoto con un gran botón rojo. Y así es.
—¿Cómo andas? —me pregunta George Copsen en tono familiar y yo trato de hacer un gesto despreocupado que demuestre lo mucho que controlo la situación, a pesar de que acabo de ser secuestrado en un bar, de que ha sido por una fuerza paramilitar y de que ahora estoy amarrado a una silla. Desafortunadamente, han asegurado mi cabeza de alguna manera y parezco un idiota estirando los músculos del cuello. George Copsen sonríe amablemente y sugiere que use la voz para contestar, así que le digo que estoy bien. Bueno, un poco nervioso, en realidad. George Copsen dice que probablemente debería estarlo, pero que se va a encargar de solucionarlo todo.
—Lo único que tienes que hacer —me dice George Copsen— es contarnos quién te reclutó, de qué se hablaba en la célula, en qué acciones estabais involucrados y quiénes son los demás —. Y sonríe de nuevo.
Lo que supone un problema para mí porque nunca fui verdaderamente reclutado. Me apunté casi a ciegas y empecé a ser follado por una salvaje activista italiana, de la que me enamoré por razones que ahora percibo mucho menos intelectuales que antes, pero lo que está claro es que nunca fui miembro de nada más radical que una fraternidad de borrachos incansables y de un club bastante grande de jóvenes que sostienen opiniones radicales para poder echar un polvo. George Copsen retira una carpeta desde algún lugar fuera de mi campo de visión y se acerca a mí. Abre el archivo como una Biblia familiar y procede. Su voz está llena de reproche, como si yo fuera un perrito nuevo que se ha hecho pipí en la alfombra.
—Parece que muchos chavales y chavalas de buena familia habéis estado expuestos a la influencia de un personaje particular. Llamemos a esa persona el Sr. A, ¿te parece? Un hombre extraordinario.
Sebastian. Dios. Estás bien jodido. Y quieren que yo añada más mierda al montón. ¿Qué es lo que haría Gonzo? Gonzo nunca llegaría a un lugar como este. Gonzo es una estrella del atletismo, un futbolista de éxito, un héroe para las masas y un amante para universitarias profundamente convencionales. Gonzo es un buen partido dentro del mercado libre, un producto empresarial con marca registrada. Pero Gonzo nunca traicionaría a un amigo. Ni ahora, ni nunca, a ningún precio, ni siquiera con una pistola apuntándole a la cabeza.
—«El Sr. A era fundamental en todas las acciones llevadas a cabo por el cuadro de Cork». ¿Desde cuándo teníamos un cuadro? Ni siquiera tengo muy claro qué es. —«Para nosotros fue un líder y un confesor cuando flaqueábamos. Sin el Sr. A, nada hubiera sido posible». Ese es Iggy, ¿cuál es su nombre real?
Se trataba de una pregunta inofensiva. La ropa de Iggy todavía tiene etiquetas con su nombre de cuando estaba en el colegio. —Andrew —le digo a George Copsen.
—Y aquí Quippe: «A. nos enseñó varias técnicas de subversión que iban desde el soborno o la extorsión al proxenetismo y las demoliciones».
A Quippe la fantasía se le ha ido totalmente de las manos. O igual había sido animado.
—Ahora viene una señorita: «Fui reclutada por uno de mis compañeros de la universidad. No exagero sobre su poder de convicción o sobre su resolución. En mi caso, la vía de acceso fue sexual. Me sedujo y me hizo adicta a su presencia física. Fue cambiando poco a poco mis principios y me introdujo en el club conocido como Comité, que, como ya he declarado anteriormente, es una tapadera para el adoctrinamiento y entrenamiento terrorista. Ahora me doy cuenta de que en todo momento vivía entre la obsesión sexual que sentía por ese hombre y el miedo físico que me inspiraba. Gracias por… —y aquí la voz de George Copsen está impregnada de una emoción que creo identificar como lástima, pero que en otro contexto bien podría ser de hilaridad— …por rescatarme». Suena bien.
Aline, creo, ha olvidado mencionarme que una vez fuera amante de Sebastian y que éste ejerciera un terror tan fuerte y constante sobre ella, pero empiezo a percatarme de que George Copsen no está hablando de Sebastian, lo que se confirma con la concisa declaración de Sebastian, en la que también culpa al Sr. A. de todos los males del mundo. Resulta evidente que George Copsen no me quiere para que confirme esta historia, para que añada más leña a la hoguera en la que ya se encuentra al Sr. A. Aline y Quippy e Iggy están describiendo a alguien que no conozco, alguien del que jamás he tenido noción hasta esta curiosa presentación delegada. Me temo muchísimo que me han colocado el abrigo de este tipo y que me han soltado en mitad de la carretera. George Copsen me enseña la firma de Aline, fluida y elegante y todavía con aquellas esposas en la cama. Asiente con la cabeza y me dice que sí, que todos han declarado que yo soy el Sr. A.
Incluso ahora, Gonzo no los traicionaría. No detallaría sus delitos, el tiempo y lugar en los que los cometieron; no los acusaría como venganza. Gonzo se mantendría firme y exigiría un abogado y el respeto a sus derechos y lo haría a pesar de estar frente al careto de George Copsen. Lo hago lo mejor que puedo, que resulta penoso, y le digo que no sé por qué habría de decir algo así, aunque sangro por dentro y apenas puedo contener las lágrimas.
Ante esto, la cara del general adquiere gravedad y sugiere que reconsidere mi posición, así que le cuento toda la historia de principio a final, que él escucha con atención y, tras la cual, me explica que no hablaba figuradamente. Que me lo tome como una instrucción literal. Se saca una cajita de maquillaje para señoras de su bolsillo de machote y despliega el espejo para mostrarme, entre las motitas de polvos caros, la profundidad de la mierda en la que estoy metido hasta el cuello.
El sentido del olfato está profundamente asociado a la memoria. Viejos ciegos y seniles, desde sus tumbonas en el césped de Happy Acres, recuerdan con lucidez cosas que les han pasado alrededor de la hierba recién cortada y en los parterres de flores de juventud. Este momento imprime en mí el sentido contrario, por así decirlo: desde ese instante revelador en aquella pequeña sala de Jarndice hasta el día de hoy no puedo inhalar ese particular olor a maquillaje sin empezar a asfixiarme por el miedo. Es el que llevan las viudas de modales rígidos y personalidades fuertes, lo que probablemente no ayuda, pero tampoco suelo encontrármelas. En cambio, recuerdo el lento proceso de componer una imagen con los siete centímetros de espejo que sujetaba la mano de Copsen. Las manos de George Copsen no tiemblan demasiado, pero tampoco es una estatua, así que el espejo se tambalea un tanto. Lo que, de hecho, no es un problema sino una ventaja. El espejo resulta demasiado pequeño para mostrarme de un vistazo la naturaleza de esta sala. Mi naciente horror recae en un fenómeno llamado retención de imagen, que además es la base del cine: el aparato visual humano guarda las imágenes un instante después de haberse ido. De esa forma puede ensamblarse una representación completa a partir de elementos dispares. Una secuencia de veinticuatro fotogramas ligeramente diferentes se convierte en una imagen en movimiento. Así, también construyo la escena del aprieto en el que me encuentro a partir de una dispersa serie de reflejos circulares, para lo que tengo que concentrarme. George Copsen quizás lo sabe e intenta centrar mi atención en lo que él quiere.
La razón de que esta habitación huela a lejía; la razón de que el asiento esté húmedo y algo resbaladizo; la razón de que mi cabeza esté sujeta y no pueda mover las manos… es que me encuentro en una sala de ejecuciones. Estoy sentado sobre una silla eléctrica. Un grueso cable troncal sale de la pared como una cola de rata y se conecta a la base que tengo cerca de los pies. De ser necesario, por ahí podría correr la suficiente electricidad para chamuscarme la cabeza.
El padre de Lydia está considerando si ejecutarme en el acto o no. Tiene el dedo sobre el botón, botón que podría pulsar por accidente si yo le diera razones para apretar los puños o incluso si llegase a estornudar. Todo esto es completamente ilegal y no hay duda de que si alguien llegase a descubrirlo, el general estaría en un buen lío, pero esto (y es obvio que George Copsen domina cada argumento y contraargumento en este debate) importará muy poco cuando solo queden los humeantes restos de cerdo cocido del universitario acusado injustamente, aquel chaval sin capacidad para saber cuándo estaba con el agua al cuello y cuándo era momento para dejarse de ceremonias constitucionales.
Gonzo le seguiría el juego. Bueno, Gonzo estaría completamente seguro de que solo era un farol. Pero mi instinto me dice que le explique la cuestión del Sr. A en los términos que he estudiado recientemente. Que le hable al general Copsen sobre las ideas de Frege sobre la relación sentido y referencia que, en esencia, hablan de que el lenguaje y la realidad no siempre coinciden y que se pueden usar palabras —como unicornio— para denotar un objeto que no tiene necesariamente que poseer los atributos inherentes a esa descripción. La palabra unicornio, por ejemplo, sugiere una bestia mágica con un largo cuerno que le brota de la frente y que tiene cierta afición por las mujeres virginales. Este es el sentido. El sentido no tiene por qué ser una descripción precisa de lo que realmente hay ahí. Esa cosa —la referencia— puede ser algo bastante diferente, digamos, un caballo mugriento parado delante de la valla de un jardín.
Bestias mitológicas aparte, el tema importante, el que aquí resulta relevante, es que el sentido y la referencia pueden ser independientes el uno del otro, incluso contradecirse violentamente, con el resultado de que aquellas cosas que creías conocer de arriba abajo, de pies a cabeza, resultan ser diferentes de cómo las entendías. En algún momento, por ejemplo, alguien se despierta, mira al lucero del alba, piensa en el lucero de la tarde, observa el cielo a través de su telescopio y se percata de que tanto Héspero como Fósforo son, en realidad, el planeta Venus. ¡Dos sentidos incorrectos para la misma referencia real! ¡Menudo día tuvo que ser! Una verdadera revelación, sí, seguro. Cómo tuvieron que reírse… ¡Ajá! Ja… ja, ja, ja, ja. Algo sobre lo que todo el mundo habría aseverado bajo juramento, que habrían firmado y resulta ser totalmente falso. Tanto ocurre con el mito del Sr. A, que no existe, que es un sentido puro, una alucinación compartida por el Gobierno, por el general George y recientemente por Aline, Iggy y Quippe y todos los demás, pero cuya referencia, por absurdo que parezca, resulto ser yo. Todos nos reiremos recordando esto. ¡Ja… ja, ja, ja, ja! ¡Menuda historia!
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