Kitabı oku: «El mundo que vimos desaparecer», sayfa 8

Yazı tipi:

El problema de Addeh Katir que tratamos en el nuevo semestre es una de las consecuencias de este triste episodio. Los estragos causados por Erwin han provocado la creación de un movimiento de resistencia. Los lagos de Addeh son ahora el hogar de una especie de corsario llamado Zaher Bey, supuestamente un dios guerrero, un Gandhi militarizado al que han proclamado soberano de las islas y de la nación de los piratas revolucionarios. Este Coloso, que viste únicamente los tradicionales pantalones de marinero y blande con sus enormes manos un gran alfanje, se opone rotundamente a la deuda katiri y ha inspirado en las mujeres de Addeh Katir y de las naciones circundantes una enorme agitación cargada de fascinación sexual. Ha salido una película de Bollywood protagonizada por una chica casadera que cae en las terribles garras de Bey y, gracias a números de baile, alegres canciones de amor y miradas recatadas, logra domarlo y convierte al monstruo en un marido ideal. Una extraña combinación entre La bella y la bestia y My Fair Lady. El trasfondo picante es que ese Bey es una especie de hombre salvaje en la cama. De hecho, uno de sus números fue declarado demasiado lascivo para el mercado doméstico, lo que aseguró una distribución instantánea en formato electrónico samizdat a través de la ramificación de internet y de sneakernet en el sur de Asia. El Zaher Bey de esta enérgica pieza de propaganda política no menciona las elecciones o la posibilidad de un gobierno democrático, pero al menos no es un maníaco enfermo fetichista de pies (como sí resulta ser Erwin Kumar). El objeto de debate que se plantea en los pasillos de Jarndice —donde resulta evidente la existencia de encuestadores escondidos en cada rincón que animan a los estudiantes más convincentes a entrar en la alta política internacional— es si el misterioso Zaher Bey debería ser tratado y apoyado como a un amigo de toda la humanidad o si, en cambio, debería ser denigrado como un terrorista.

Por desgracia, resulta que Beth opina lo segundo, mientras que yo soy más de lo primero. Nuestra cita es un fiasco y me deja plantado en la mesa para irse a hablar con un chaval bastante fuerte de tercero, un tal Dhugal, con «h».

Furioso, velludo, con botas baratas de vaquero y una camisa de cuadros rojinegra, soy el perfecto ejemplo del descontento de la juventud actual. Si conformase una gama de desafección, tardaría menos de un semestre en pasar por cada color del espectro. Mi gorra de béisbol y los pantalones caídos insultan a la alta sociedad. Llevo PVC negro ceñidísimo y maquillaje blanco y una mirada que echa chispas y lloro la muerte de Byron al fondo del bar. Desde allí descubro el punk y me rapo al cero, pero no me dura mucho porque un grupo de empresarios me confunde con un fascista, celebran mi valentía y beben a mi salud. Horrorizado por este episodio, lo dejo crecer de nuevo. Me hago yuppie, también por poco tiempo, cuando me enfado tanto con el mundo en general que rechazo a mi propia generación y a su lastimoso cuidado de este vil planeta. Luego redescubro el radicalismo por contagio sexual. Mi correvolucionaria se llama Aline.

Aline, la del pelo oscuro y enredado y los labios insólitos; Aline, la de la nariz romana y los dedos de chef italiano; Aline, la de los orgasmos extraordinariamente ruidosos. Me arrincona una tarde, después de la reunión de un grupo de estudio y me exige explicaciones por mis opiniones irreflexivas y chapadas a la antigua. Me clava contra la pared y su brazo impide que pueda escaparme. Luego me arremete con contraargumentos de citas y pies de página y cuando farfullo la afrenta más masculina que se me ocurre se inclina hacia mí aún más y separa lentamente sus labios para silenciarme con un beso profundo y sensual. Su boca sabe a café y a cigarros y a chicle y se ve que ha reflexionado sobre esto —la política y el beso— bastante más que yo. De todas formas, soy lo suficientemente inteligente como para responder envolviéndola con mis brazos y así hacerme con la autoría de la decisión, tanto como aún sea posible, una ilusión que ella me deja conservar. Cuando paramos para respirar ya es hora de cenar y Aline conoce el sitio ideal: un insólito club escondido entre un banco y una oficina de correos, un estrecho pasillo de mesas que dan a una estancia llena de humo al fondo del local. Se llama Comité (los artículos determinados e indeterminados denotan una necesidad burguesa de distinguir un local privilegiado frente a otro que es accesible al lumpenproletariado, de ahí que Comité —Cork para los amigos— rompa con ello y, de hecho, el uso involuntario de artículos, aunque sea ocasional, puede ser motivo de sanción o de la total expulsión) y es un viejo y respetado bastión de opiniones radicales. Almuerzo en Cork durante meses y Aline me alimenta con éxtasis sexual y agonía política. Me convierto, si bien en un hombre todavía no, sí en un facsímil convincente, y camino con decisión, incluso con fanfarronería, y me voy familiarizando con las caras de mi entorno y gradualmente empiezo a comprender algo de lo que están hablando.

Los moradores de Cork tienen nombres como Iggy, Quippe y Brahae —más por elección que porque sus madres le pusieran esos nombres— y se inclinan mucho por los vaqueros negros y las chupas de cuero. Discuten sobre casi todo, en cualquier momento, pero más que nada sobre el Acuerdo del Mercado Económico Global (AMEG) —un tema nada estimulante— o sobre la Asociación Económica Euroasiática —aún menos—, ya que estos temas, en principio tan soporíferos, determinan quién es rico y quién es pobre, quién muere de hambre y quién sobrevive, lo que sí resulta más interesante.

—El AMEG caerá —asevera Aline una tarde—. Depende constantemente de las rectificaciones del gobierno. No es una mano invisible, es un puño de cristal y tarde o temprano se hará añicos y toda esa ilusión se vendrá… —Y seguro que pretendía decir «abajo», pero no lo consigue porque Quippe, un regordete que hace trampas a las cartas, levanta las manos y le grita que está loca, que el AMEG está perfectamente equilibrado con el palo moralista que lleva clavado en el culo y que solo una cirugía revolucionaria podría sacárselo.

—Tonterías —dice Sebastian.

Se hace el silencio. Sebastian no dice tonterías. Como Aline, tiene algo de italiano y, como ella, había participado en la brigada estudiantil. La policía opresora le ha golpeado en innumerables ocasiones. Incluso encendió una barricada en Ámsterdam. Sebastian sabe citar una ristra de revolucionarios, desde Sócrates a Lenin o Michael Moore y se sabe las cifras de cualquier tema que quieras sacar. Sabe cuánto ha subido el nivel del mar y qué naciones están en situación de riesgo. Conoce las proyecciones del CO2 atmosférico para dentro de diez años, de veinte, hasta final de siglo. Sabe cuál es el PIB de Uganda y el porcentaje de economía global que mueven las drogas y la prostitución. Sabe todo esto, o se lo inventa de una forma tan suave, elocuente y difícil de comprobar que apenas si hay diferencia.

—Revolución —dice Sebastian, como si todos debiéramos saberlo ya— es reacción. Es el órgano político en mitad de un espasmo. ¿Cuándo fue la última vez que visteis a alguien en la agonía de un ataque epiléptico?

Nadie menciona al Rector Idlewild, pero su cabeza casposa cuelga como una alucinación colectiva frente a nosotros.

—Así pues, ¿elegiríais ese momento para hablarle al paciente sobre impuestos? ¿Dejaríais que sujetara a vuestro hijo recién nacido? ¿No? ¿Entonces por qué narices imagináis que una revolución sería el mejor momento para proponer una mejor forma de vida? —Pone los ojos en blanco, lo que casualmente conduce a todo el mundo a fijarse en la estrecha y fascinante cicatriz que marca su ceja casi perfecta (cortesía de un policía antidisturbios holandés que más tarde se hizo amigo de Sebastian).

—El problema no es quién está al mando, sino qué está al mando. El problema es que se anima a la gente a que funcionen como máquinas. O, mejor dicho, como mecanismos. La emoción humana y la empatía se consideran actitudes poco profesionales. Son inapropiadas para el ejercicio de la razón. Todo lo que hace buenas a las personas (lo que las hace humanas) se descarta. El sistema no se preocupa por la gente, pero lo tratamos como si fuera uno de nosotros, como si fuera la suma de nuestros bienes y no el producto de nuestros compromisos menos admirables. La única revolución que importa es aquella en la que nos ponemos en pie y lo hacemos por nosotros mismos.

Cuando se da cuenta de que no va obtener muchas contrarréplicas, se encoge de hombros y vuelve a su revista y a su vodka con tónica. Aline recoge la pelota conversacional y corre hacia zona de anotación. Quippe y los otros todavía tontean con la idea de que la revolución podría ser algo negativo y Aline hace un touchdown:

—...y por eso los medios de producción [abre cita, cierra cita] están teleológicamente orientados hacia modalidades penetrantes [abre cita, cierra cita, estadísticas], ¡lo que lleva a una injusticia inherente y ambiental de dimensiones monstruosas!

Y todo el mundo asiente. Aline me mira y se relame, pues la discusión política para ella solo conduce en una dirección y salimos hacia mi apartamento. La sociedad puede o no estar teleológicamente orientada hacia modalidades penetrantes, pero en el caso de Aline no hay lugar a dudas.

El sexo, la política y un pasaporte para desconectar gratis es todo lo que podría desear un chaval que está creciendo, combinación que se ve exacerbada cuando nos manifestamos y gritamos y huimos de los esbirros de la ley y robamos el escudo de un policía y cabalgamos sobre él en la barra del Cork. Cuando la línea de la conga borracha de la victoria llega a su fin y la llevamos al piso de Aline, todo parece indicar que el escudo no es lo único que ha robado. Salgo de la ducha y la veo desnuda, sin nada más que un par de esposas reglamentarias y arrodillada, jadeante, sobre su cama. Por suerte, también ha robado la llave.

La llamada telefónica llega al día siguiente. Es Elisabeth Soames y está llorando y hablando en una lengua que desconozco. Trato de calmarla. Le pido, muy amablemente, con palabras sencillas, que se relaje un poco y que hable en mi idioma, o al menos es lo que intento, pero ha tenido lugar algún tipo de transferencia y yo tampoco soy capaz de decir nada, pues mi garganta se ha cerrado y mi boca está llena de sal y agua. Cuando lo supero, mi nariz se pone en marcha y me doy cuenta de que tengo la cara llena de lágrimas. Elisabeth empieza a echarme la bronca o, bueno, a chillar en general; yo solo parezco ser la persona que lo presencia. Sigue con su lengua alien durante toda la conversación: sílabas raras, duras, que no encuentran lugar en mi mente, que no tienen sentido. No puedo parar de llorar y me pica la garganta, quizás por verla tan descompuesta. En algún momento, me giro para buscar a Aline, pero se ha ido a alguna conferencia. No sé si es una deserción o tan solo clemencia. Ni siquiera tengo claro si estaba aquí cuando sonó el teléfono.

Elisabeth se queda un momento en silencio, o sin hablar, por lo menos. Carraspea y, al oírla, me percato de mi propia respiración, flemática e irregular. Nos pasamos así más de una hora. Finalmente, consigo oír lo que ha estado diciendo. Recuerdo la conversación, el círculo espantoso e infinito que hemos trazado durante los últimos sesenta minutos, y me doy cuenta de que no ha estado hablando en ningún idioma extraño. El problema no son las palabras, sino lo que ellas traen. Me ha dicho que Wu Shenyang ha muerto. La comprensión de lo sucedido me hace perder la noción del tiempo hasta que estoy frente a la casa de Wu y me la encuentro sentada en la acera, sola, con los pies sobre la cuneta. Y así paso el día.

Mamá Lubitsch me enseñó que solo hay una verdad. Esa era la forma de acceder a ella: saber que era única. No hay diferentes versiones de los hechos, ni un «desde cierto punto de vista». Mamá Lubitsch era, ante todo, una madre, y la maternidad no es un estado binario. Pero aquí, frente a los trozos carbonizados y humeantes que una vez fueron la Casa del Dragón sin Voz, existen dos verdades. Ambas admiten ciertos hechos.

Esta casa se encuentra en el número cinco de la calle. Estaba habitada por un anciano de origen chino y albergaba una colección de armas antiguas, un montón de mobiliario antediluviano y un gramófono clásico. En algún momento entre las seis de la tarde y la medianoche, cuando regresaron a la vivienda, se inició un incendio en el jardín de la casa que rápidamente consumió el lugar.

Y ahí estaba, como si tal cosa, su esqueleto. El fuego había consumido la carne y la calavera de la verdad tiene dos caras. La primera es sencilla y cómoda, por sombrío que parezca. Yumei y Ophelia estaban viviendo con el maestro Wu mientras redecoraban su casa, aunque aquella noche asistieron a un espectáculo de marionetas. Quizá al sentirse algo solo, Wu Shenyang se fue tarde a la cama, después consumir cierta cantidad de brandy. Se olvidó de colocar el protector frente al fuego y una chispa se perdió de entre los troncos crepitantes y cruzó toda la habitación hasta llegar a las cortinas desconjuntadas. La casa estaba llena de papel y madera, así que el fuego ardió con rapidez debido a las altas temperaturas. Sería una verdad dolorosa. Pero un tipo de dolor común que es asequible de soportar.

La segunda cara es rocambolesca. No hay pruebas de ella. Es una muerte de héroe y dice así:

El gran reloj hace toc tic y el fuego está bajo. El maestro Wu se está comiendo un pastel de manzana con especias, pastel que le envió Elisabeth en un táper. La gran variedad de este plástico reutilizable y hermético, así como su enorme utilidad, son cosas que le fascinan. El de Elisabeth es un modelo nuevo con pequeñas pestañas a los lados que lo hacen totalmente hermético. Con una mano desganada sujeta la caja, con la otra sube la pestaña, clac, y la baja de nuevo, clic. Se abren como uno solo pero tienes que cerrarlos individualmente. Clac… plic plac. El plástico es duro pero también moldeable o flexible (esta parte de mi mente no tiene acceso completo a mi formación académica, así que no sabe cuál es la palabra apropiada). Bueno, es lo suficientemente dúctil para que unos dedos viejos puedan abrirlo sin pillarse las uñas o hacerse rasguños en la piel. Clac… plic plac. El pastel de manzana está riquísimo. Está fresquito, es dulce, con trocitos húmedos de manzana y la pringue de manzana perfecta que aparece cuando un pastel sale tan bien como este. No hay ninguno de esos trozos de corazón provoca-arcadas que algunos cocineros defienden como parte esencial de la manzana, probablemente por un falso sentido de la mezquindad, porque esos trocitos arruinan bocados excelentes y se cargan los poquitos recursos con los que cuenta el pastel de manzana. Y Elisabeth es una perfeccionista del pastel de manzana. Clac… plic plac. Los dedos del maestro Wu acarician la suave curva del táper. Es el más grande de todos. Sabe que este modelo en particular viene con dos compartimentos separados, de manera que puedas guardar dos alimentos diferentes pero relacionados. Puedes almacenar, por ejemplo, dos raciones de pollo, dos de arroz y dos de verduras con salsa de ostras. Aunque lo cierto es que no le gusta la salsa de ostras. Solo sabe a ostras. Clac… plic plac. La tapa del táper es un cuadrilátero de tacto agradable con pestañitas regordetas. Está reforzado en la zona superior por medio de bridas o de puntales, moldeados por inyección como parte de la tapa. No es pesado, pero sí robusto. La base es más flexible, tal vez para poder recibir golpecitos y choques sin mucho problema, o, quizá, para que la comida y los líquidos puedan variar su volumen en función de la temperatura. También es un plástico duro que difícilmente se daña: casi parece absorber los pequeños arañazos y hendiduras de allí donde alguien ha cortado un trozo de tarta, dentro del táper, algo que el maestro Wu no haría jamás. Clac… plic plac… tinc.

El maestro Wu no se mueve. No se tensa. Se encuentra exactamente en el mismo punto en el que estaba hace un momento. Pero todo ha cambiado. El sonido tinc es algo muy específico. Tiene implicaciones y subniveles de significado, como una especie de dominó para locos repartido por varios pisos de una mansión. Es el sonido que produce la campana más a la izquierda de la fila central. Significa que se ha aplicado una pequeña cantidad de presión en la ventana central. El hecho de que solo suene una campana significa que ha sido una presión muy, muy leve y que acaba de retirarse. Como si una mariposa, que estaba posada sobre la ventana, se hubiera marchado. Por supuesto, en aquel momento de la noche habría sido una polilla. Clac… plic plac. Bueno. La polilla ya se ha ido. Pero… tinc. Era algún amigo de mayor tamaño, quizá un niño-polilla persiguiendo a una niña-polilla. De ser así, lo estaba haciendo en la ventana de la derecha. Y… tinctinc… la niña-polilla juega muy bien y ha conseguido que no la pille en todo el camino alrededor de las casas hasta llegar a… tinc… la ventana de la izquierda.

El maestro Wu está sentado en la mecedora. Es un hombre viejo. Se ha comido un montón de pastel y ha tomado algo de té, después de lo cual ha estado jugando con el táper durante media hora. Si la causa de que la campana estuviese sonando no fuesen un par de lujuriosas polillas —si, por ejemplo, estuviesen pensando entrar en la casa con intención de asesinarlo—, tendrían que haber visto sí o sí que el maestro Wu es un carcamal. Un vejete inofensivo ahora adormilado, arrullado por el ritmo de su propia inquietud y el suave movimiento de la mecedora. Quizá ha elegido este momento tan tenso para entrar en una segunda infancia. Sus párpados se caen, sin llegar a cerrarse. Es tan viejo que resulta difícil percatarse de la diferencia.

El hombre que entra por la ventana de la izquierda es grande, lo que hace su sigilo aún más aterrador. Está muy, muy en forma; con el fin de atravesar la ventana tan rápida y silenciosamente, tiene que abrirse de piernas mientras se apoya en una de ellas, mantenerla firme, introducirse en la habitación y no perder, en ningún momento, el equilibrio o el control cuando pasa a la otra pierna. Todo lo hace en una fracción de pestañeo. Las campanas de la ventana hacen otro tinc antes de que él pueda silenciarlas.

El maestro Wu no abre los ojos. Murmura algo, agarra su táper. El intruso se congela. Dos hombres más entran en la habitación a través de la misma ventana. Otros más esperan en el jardín. Hay un ejército ahí afuera. Los ninjas —los soldados rasos de la Sociedad de la Mano Mecánica— habían venido finalmente a por Wu Shenyang. Cuando miran a ese vejestorio, adormecido en su mecedora, y se dan cuenta de que han hecho todo este camino con tantos efectivos y tanta precaución para enfrentarse a un octogenario más que acabado, se oye de la boca del líder una risa suave y repugnante.

La tapa del táper lo golpea de lleno en el ojo. No es un corte grave, pero hace que le sangre la frente y ahora no puede ver con claridad. Pierde la percepción de profundidad casi inmediatamente, de manera que no puede defenderse cuando la mecedora lanza al maestro Wu sobre él, prácticamente en sus brazos. Emprende embestidas con su largo cuchillo, lo retuerce en el aire, y encuentra un objetivo, pero resulta ser la base del táper. El maestro Wu lo tuerce bruscamente. El plástico se abraza a la hoja del cuchillo y el otro hombre no puede sacarlo ni agarrarlo con facilidad, por lo que corre el peligro de quedarse indefenso. La decisión de aferrarse al arma es instintiva, dado que ya ha sido parcialmente cegado y no está al tanto de los acontecimientos según se van desarrollando. El maestro Wu no trata de quitarle el cuchillo. Acepta la dirección que su enemigo ha tomado y fluye con ella, la continúa, y súbitamente, la posee. El otro hombre nota las caderas descompasadas con respecto a los pies, las manos están demasiado lejos del eje central de su cuerpo como para recibir la fuerza de los brazos. El ciclo termina con el cuchillo en manos del maestro Wu y con el gran hombre de puntillas, con el filo de la hoja bajo su barbilla. Es lo que se merece por ignorar la belleza del táper.

El maestro Wu decide no matarlo en ese momento. Lo que, en cierto sentido, podría ser la definición de una buena persona. Lo deja inconsciente y anhela, aunque por poco tiempo, que su enemigo reconsidere el camino que su vida ha tomado. Con fluidez, da unos pasos hacia dos adversarios más y redirige sus ataques del uno al otro. Por desgracia, se están esforzando mucho en matarlo y uno de ellos recibe una herida muy fea en el pecho, lo que distrae a su compañero. El maestro Wu se aprovecha de la situación y lo impulsa hacia dos de sus amigos, que se aproximaban por detrás para atacar por su cuenta.

La escena de la pelea continúa y es fluida, magnífica, pero el maestro Wu se da cuenta de algo. Él se está cansando, pero ellos no. Está ileso, pero no pueden herirlo o perderá. Tiene que mantenerse perfecto; ellos solo tienen que ser persistentes. Se da cuenta de que, aunque pudiera vencer a todos esos hombres —incluso matándolos, uno por uno—, vendrían más, en un momento y un espacio que él no determinaría. Si alarga mucho la batalla, lo más probable es que Yumei y Ophelia vuelvan a casa, y aunque no las matasen, estarían en peligro. Para ellos, el maestro Wu bien podría ser un solterón solitario. Los ninjas no tienen conocimiento alguno sobre sus asuntos familiares, pues no han tenido la oportunidad de echar un vistazo al interior de la casa, donde están todas las fotos. Solo habían visto esta habitación y bastante ocupados estaban ya. Del mismo modo, tampoco tenían idea de quiénes eran sus estudiantes. Toda esa información está en el escritorio. Por consiguiente, él es el eslabón débil de la cadena de sus enemigos. Sin él, no podrían encontrar el Dragón Sin Voz. No sólo se mantendría en silencio, sino también sería invisible. Sería como uno de esos momentos en los que te pica terriblemente entre un omóplato y otro. Qué interesante sería verlos probar de su propia medicina. Es entonces cuando toma una decisión.

Tres hombres vienen a por él. Se acercan ligeramente desacompasados entre ellos, lo que hace vencerlos una tarea exponencialmente más complicada, además de ser un signo de lo buenos que son. Es difícil evitar contagiarse del ritmo de aquellos que te rodean. El maestro Wu da algunos pasos hacia uno de sus atacantes, luego se desliza hacia el lugar que otro iba a ocupar y estrella al segundo con el primero. Ambos se caen en el fuego de la chimenea y comienzan a arder. El tercero duda en un primer momento, pero luego corre a sacarlos de allí. El maestro Wu aprovecha de nuevo la oportunidad para abrir el mueble bar y sacar dos botellas. Se las rompe en la cabeza, lo que los convierte en dos armas extremadamente desagradables y lo empapa también a él de alcohol. Da un paso a un lado y deja que su nuevo enemigo destruya el mueble bar y rompa más botellas y que luego se mueva por la habitación, dejando el rastro. Se agacha, salta, se desliza y lo marca todo; su brazos giran y se retuercen alrededor del cuerpo. Al pasar junto a la chimenea, arrastra los pies y salpica alcohol a las llamas. Un instante después, el fuego lame sus pies y lo sigue según continúa andando por la habitación. Las cortinas lo atrapan y las paredes pintadas empiezan a humear. Los ninjas lo persiguen, las hojas de los cuchillos recortan el contorno de su espalda y de su cabeza, manos pesadas lo intentan agarrar y unos pies golpean el suelo donde él ya no está. No pueden tocarlo. Wu Shenyang está hecho de agua.

Es entonces cuando, en medio del caos, hay un momento de perfecta quietud y todas las acciones y reacciones responden a un equilibrio. El maestro Wu sonríe, estira los brazos hacia las llamas y se prende fuego. Todavía está sonriendo cuando se vuelve hacia los ninjas restantes, con una cuchilla de cristal en cada mano mientras se quema, con los brazos totalmente abiertos. Cada uno de ellos recordará aquella sensación durante el resto de sus vidas, en los momentos de tranquilidad y en las más frías y honestas horas de la noche y cada vez que vean un táper, claro. Recordarán a aquel anciano terrible de ojos apacibles que se deslizaba entre ellos con tanta destreza, todo mientras su piel se llenaba de ampollas y crepitaba. Aquel que avanzó cuando ellos emprendieron la huida. Recordarán que los obligó a salir de su casa en mitad de la noche y que los siguió, manteniéndolos a raya hasta que la casa y todo su contenido ya no tenían salvación posible, y solo entonces se arrodilló cuidadosamente para expirar, en paz, mientras ellos se encogían asustados en la oscuridad. Recordarán aquello como el momento en el que descubrieron el miedo.

El funeral del maestro Wu es increíblemente multitudinario. Parece que conocía a casi todo el mundo de Valle Cricklewood. Cada comerciante, familia, profesor del colegio Soames, cada uno de los residentes de cada una de las casas de la playa; todos ellos vinieron a despedirlo. La gente trae pasteles y té y todos nos levantamos para saludarlos. No tenía ni idea de que conocía a tanta gente. Se lo comento a Elisabeth.

—Les pedí que vinieran —me dice—. Lo tradicional es tener a muchísimos invitados. Y no he podido… —Aprieta los labios y las manos dentro de los bolsillos. Soy consciente de lo que ella no es capaz de decir. También yo me siento muy decepcionado. La gente que no hemos podido encontrar —a pesar de enormes esfuerzos— son los alumnos del maestro Wu. En cada ciudad, en cada continente, el Dragón Sin Voz se ha esfumado, se ha evaporado como el agua en ebullición. O, quizás, avergonzados por haberlo dejado solo, simplemente están evitando nuestras llamadas.

En medio de la multitud Yumei y Ophelia son casi invisibles, dos invitadas más en medio de un gran y desconcertante espectáculo funerario para un anciano. La urna es pequeñísima, así que no está claro quién la lleva mientras caminamos solemnemente hacia las afueras de la ciudad, donde se encuentra el mar. Desde un lugar alto, esparcimos al maestro Wu por el viento. Va a la deriva como una nube, hasta que la brisa lo agita y lo manda lejos, en busca de nuevas aventuras. Elisabeth me abraza; luego se gira y lloramos por separado.

Gonzo y Aline, siempre incómodos en presencia del otro, se turnan conmigo cuando vuelvo a Jarndice. Me emborrachan y me hacen olvidar, o al menos me ayudan a vivir con ello. Dos semanas más tarde, me despierto y descubro que, aunque el cielo es gris y el mundo muy oscuro, es una oscuridad que estimula mi corazón más que someterlo. Está atardeciendo y no me siento resacoso. Soy capaz de vivir de nuevo y de hecho me siento lleno de energía. La presencia de la muerte me ha despertado de una manera profunda y comienzo a pegarle grandes bocados a la vida. Aline y yo follamos como conejos y salto de la cama como si dormir fuese para otra gente y devoro libros y conciertos y copas y grandes cantidades de comida. Gano unos kilos. Me pongo camisas con medio pecho al descubierto, sin ironía, sin motivos para que nadie se burle. Soy Tarzán, soy John Silver el Largo y tantos más. ¡Miradme! Gonzo me encuentra inquietante.

Engancho las clases con Cork, con las fiestas, con las manifestaciones y las caras van difuminándose hasta que la policía me resulta más familiar que los manifestantes porque, aunque nuestros camaradas provienen del mismo sitio que nosotros, estamos siempre en primera línea, así que pasamos más tiempo mirando a través de escudos de antidisturbios que a nuestros compañeros de detrás. Durante un mitin, me tiran una piedra a la cabeza y me hacen un tajo. La habían lanzado probablemente desde atrás, pero soy aclamado como un héroe y me sacan en la portada de los periódicos locales. Me llega incluso una cordial carta del superintendente de la policía en la que dice esperar que no haya sufrido ninguna lesión permanente. Para disgusto momentáneo de Aline le contesto con alegría que me encuentro bien y que espero que él también lo esté. Solo me perdona cuando señalo que él ha admitido la tácita responsabilidad de algo que es casi seguro que no hizo y que, cuando se sumen los puntos esto irá en su contra. Hago algunas llamadas telefónicas a Suecia y les pido que envíen un conferenciante a Cork, y después de que acepten (un bajito soporífero viene de la embajada y nos habla de los derechos mineros del Mar del Norte hasta que lo emborrachamos y lo enviamos a casa con una pluma de avestruz en la parte de atrás de los pantalones), llamo a Moscú, Sidney, Roma (y al Vaticano), Polonia e incluso a Addeh Katir, con la esperanza de dar nuevamente la campanada.

Llamar a Addeh Katir es emocionante y difícil porque el prefijo telefónico no está listado, así que recurro al portero de Cork, que una vez tuvo una cita con una mujer de la Cruz Roja que conoce a un chico en las Naciones Unidas que tiene el número de una oficina de la autoridad provisional katiri en Nueva York. Cuando llamo a la recepcionista, me comunica que no le han pagado desde noviembre, así que pasa de recoger el recado. Le digo que está haciendo una gran labor por las relaciones internacionales pero ya me ha colgado. Suelto el teléfono y pruebo algo más arriesgado.

Llamo a un tipo que conoce a un tipo que un día salió con una chica cuya agenda hace referencia a una persona (género desconocido) que parece tener contacto con no sé qué experto. Este experto es del círculo íntimo del gran Coloso, el destructor de políticas económicas sensatas y enterrador de obligaciones contractuales; el profanador de tímidas doncellas (y matronas); el maestro espadachín, la hercúlea, intrépida, indestructible fuerza de la naturaleza, el titánico guerrero Fred Astaire de Addeh Katir en carne y hueso, el mismo Zaher Bey.

Türler ve etiketler

Yaş sınırı:
0+
Hacim:
772 s. 4 illüstrasyon
ISBN:
9788418994036
Yayıncı:
Telif hakkı:
Bookwire
İndirme biçimi: