Kitabı oku: «La luz oscura», sayfa 2

Yazı tipi:

Se acercaba la hora de almorzar y mi incapacidad para trabajar era absoluta. Me declaré enfermo y le mandé un correo a mi jefe diciéndole que terminaría el aumento de capital en mi casa.

Mi madre no había tocado el ático en esos dos días. Seguía sorprendiéndome su dejadez. El caos era exactamente el mismo. Separé la máquina de escribir de mi padre, que significaba demasiado para botarla, y me lancé sobre los cachureos. Las telarañas seguían ahí, empeñadas en pegarse a mis manos, pero había decidido revisar cada centímetro del ático. Escondidas en las sombras, encontré unas cajas que pertenecían a mi madre. No estaba para consideraciones acerca de su intimidad. Pantalones, un cinturón, blusas, varios uniformes blancos, aros, perfumes seguramente añejos, documentos sin referencia alguna a mi padre, viejas fotos de Barcelona, la mayoría de mis abuelos, aunque también había una en que salía ella con mi padre, los dos abrazados en una angosta callejuela oscura con pequeños balcones de los que colgaban unos maceteros (en algunos de ellos parecía haber flores, pero como la foto era en blanco y negro, costaba distinguirlas), ella rodeándole la cintura con su brazo derecho y él los hombros con el izquierdo; me quedé observándola un rato porque parecían felices; claro, las fotos suelen engañar, incluso podría decirse que están hechas para engañar; pero había algo auténtico en esas sonrisas que no recordaba haber visto en otras fotos de ellos dos. Me pasé cerca de dos horas revisando el contenido de esas cajas, sin resultado, hasta que la falta de aire y el frío me obligaron a bajar.

Puse la cafetera sobre el gas. No quería perder mucho tiempo. Todavía me quedaba un rincón allá en el ático, junto a un enorme televisor en blanco y negro, frente al que perdí innumerables horas de mi vida aburriéndome con Sábado Gigante (a un hijo único sin relación alguna con sus primas no le quedaba otra opción que verlo de principio a fin) y disfrutando con Pipiripao. Abrí la tapa: el agua se calentaba y el café comenzaba a subir a la parte superior. El olor del café siempre me ha parecido tranquilizador, es tan poderoso y absorbente que uno puede cerrar los ojos para abrir la nariz, dejando la mente en blanco, concentrada solo en esos segundos en que la ebullición hace que ese aroma se vaya adueñando de todo a su alrededor. Traté de poner mis sentidos en dejarme llevar por él, pero mi cabeza estaba empeñada en darle vueltas a la posibilidad de revisar el escritorio de mi madre, que en ese momento ocupaba Jaume y que alguna vez estuvo inundado con los libros de mi padre. El gorgoteo me indicaba que estaba listo. Tomé la cafetera y busqué una taza.

–¿Hiciste para mí también? –la voz de mi madre rompió el ritual.

–¡Mamá! –derramé un poco de café sobre la cubierta de la cocina–. Me asustaste.

–¿Acaso no puedo entrar a mi propia cocina?

–Por supuesto que puedes, es que no sabía que habías llegado.

–Anda, sírveme un poco y siéntate un minuto conmigo –serví dos tazas pequeñas en lugar de una grande– ¿Estabas en el ático?

–Sí, revisando mis cosas. Hay mucha basura allá arriba. Me sorprende que nunca lo hayas ordenado.

–Creo que voy a botar todo, salvo lo que te lleves tú. No tengo ganas de perder el tiempo revisando cachureos. No hay nada que rescatar.

–Entonces voy a fijarme bien, para que no botes algo importante –resolví no decirle nada. Tenía la fuerte sospecha de que ella también me lo había ocultado. Quería confrontarla con más información, si es que la había, y obligarla a contarme toda la verdad.

–Ah, se me había olvidado contarte que la semana pasada me encontré con Francisca en el centro –hizo una pequeña pausa, como para ver mi reacción, pero me mantuve impasible–. Parece que está creando una de esas revistas que se ven solo en Internet, dedicada a la literatura. Todavía vive con sus papás, por aquí cerca, en Diagonal Oriente con Villaseca, ¿te acuerdas?

–Por supuesto que sí, mamá –respondí, con un dejo de fastidio–. Me alegro que esté bien, pero acuérdate que terminamos hace casi dos años. Ahora estoy con Claudia.

–Tienes razón, solo te lo comentaba porque me la encontré de casualidad. Me cae bien esa niña, Claudia. Lástima que solo la hayas traído una vez. Sería bueno verla de nuevo antes de irme.

–Voy a tratar.

–¿Estás seguro que no te quieres ir conmigo a Barcelona? –solía hacerme preguntas intempestivas para ver si me pillaba desprevenido.

–Mamá, yo entiendo que tú quieras volver, ahora que estás con Jaume y todo, pero mi vida está aquí, en Chile. Es demasiado tarde. Ya no estoy dispuesto a vivir otro exilio. Muchas veces te propuse que nos fuéramos juntos a Barcelona, sabes que si me hubieras respondido que sí, probablemente ahora estaríamos viviendo allá. Pero ese tiempo ya pasó y tú no te quisiste ir, así como yo no me quiero ir ahora –hice una pausa y le di el último sorbo a mi café–. Siento que por fin conseguí alguna estabilidad, soy independiente, disfruto viviendo con mis amigos, tengo un buen sueldo, y además a mi polola. Por primera vez puedo mirar hacia delante. Creo que irme a Barcelona contigo sería como retroceder cinco años.

–Tal vez podrías ir a hacer un master por un año y ver si te acostumbras. Creo que todavía estás a tiempo para matricularte. Yo te lo puedo pagar con la plata que recibiré por la venta de la casa.

–Mamá, te dije que no. Te puedo ir a ver en el verano, cuando tenga vacaciones, pero me voy a quedar en Chile. No me siento capaz de afrontar un nuevo comienzo.

–Está bien, pero si algún día cambias de opinión, sabes que puedes ir cuando quieras –se levantó, me besó en la frente y dejó la taza vacía sobre la mesa.

Volví al ático. Me quedé un rato frente al televisor en blanco y negro. Se me había olvidado cuánto pesaba. Abajo a la izquierda aparecía escrito Hitachi y a la derecha estaban las dos perillas para cambiar los canales, una para la señal VHF y otra para la UHF. Di vuelta la de más arriba, desde el canal 2 hasta el 13, y seguía igual de dura que antes. Sentí un impulso de encenderlo, para ver si todavía funcionaba; incluso pensé en llevármelo, como una reliquia, pero no veía un enchufe cerca y la sola idea de bajarlo por la escalerita que comunicaba el ático con el resto de la casa me hizo desistir. Detrás del televisor había tres cajas de zapatos que mi madre debió haber traído del departamento de mi padre. Las dos primeras tenían zapatos; la tercera, también, pero debajo de unos mocasines negros encontré unos papeles. Mis manos comenzaron a temblar. Eran hojas sueltas (cuadriculadas) escritas con la letra pequeña y alargada que estaba buscando. Eran dos relatos. Uno tenía solo la fecha (14 de septiembre del 2000, casi un año antes de su muerte), y el otro se titulaba “Ruinas”, pero no tenía fecha. Guardé las hojas en el maletín de abogado que me había regalado mi madre y seguí buscando por el resto del ático con desesperación, hasta que estuve seguro de que no había nada más.

Ni Tísico ni Carlos estaban en nuestra casa. El nombre de Tísico era Javier. También era abogado, pero de una naturaleza muy distinta: era un litigante. Trabajaba en el centro, en una pequeña oficina de cinco abogados, donde seguramente debía estar en ese momento, con la corbata un poco desanudada y las mangas de la camisa arremangadas hasta el codo, compartiendo su espacio, cargado de humo y olor a comida china, con un abogado especialista en divorcios. Se pasaba buena parte del día frente al computador redactando escritos, pero siempre se reservaba un par de horas para pasearse por tribunales y conversar con sus amigos, los actuarios. Llevaba varios años trabajando y ya los conocía a casi todos; parte fundamental de su trabajo era conversar con ellos y sobarles el lomo, ganándose su confianza de cualquier manera. Era de esos abogados que hablaban un idioma que ni yo entendía, plagado de referencias procesales, plazos, prórrogas, recursos, dúplicas, réplicas, reconvenciones, escritos, nombres y apodos de jueces, y sobre todo bromas aburridísimas que mezclaban un poco de cada una.

Carlos era periodista y podría estar en cualquier parte. A veces se quedaba en la casa, pues su habitación era también su oficina: había cientos de papeles amontonados sobre el pequeño escritorio que cabía milimétricamente al lado de su cama, y junto a ellos algunos recortes de diarios que se iban poniendo cada día un poco más amarillos. Trabajaba haciendo crónicas y reportajes para un diario electrónico que se llamaba El Informante, además de encargos esporádicos que recibía de una agencia de comunicación estratégica. En el diario, al principio lo tenían de cabeza investigando la historia amorosa de los participantes del reality show de turno, pero de a poco le fueron entregando temas más interesantes. El último había sido un listado de los personajes que fueron a Londres a apoyar a Pinochet y quienes financiaron sus viajes y estadías. A diferencia de Tísico, que tenía algunas zonas grises que dejaba deliberadamente fuera de la visión del resto, Carlos era un tipo abierto y extrovertido, que me tenía al tanto de todos los detalles de su vida.

Me sentía a gusto en mi desastroso hogar. Tísico sentía un profundo y libertino desprecio por el orden y la limpieza. Y me lo contagió. Carlos al principio era más ordenado, incluso intentó contrarrestar la tendencia a la anarquía, pero al poco tiempo se rindió y se dejó llevar. Era como si el caos que usualmente había fuese un reflejo de mi reciente derecho a ser libre, en un entendido un poco absurdo que relacionaba la libertad con el poder desordenar y ensuciar sin que nadie te diga nada. El saco de dormir abierto seguía cubriendo la ventana y probablemente se quedaría en el mismo lugar hasta que terminara el Mundial. Necesitábamos un poco de penumbra para ver mejor. Tomé una cerveza de la cocina. La sala estaba plagada de sombras. Encendí la ampolleta desnuda que colgaba desde el techo. No tenía mucha potencia. La luz iluminaba la mayor parte de la sala, pero aún quedaban zonas oscuras. De todas formas, alcanzaba para leer. Me senté y puse mi maletín de abogado sobre el sillón que alguna vez fue blanco.

* * *

La única manera es escribirlo; como un cuento, como si le hubiera pasado a otro.

Todo comenzó por un reclamo que hice a Megatel por una cuenta de teléfono estratosférica. Estoy solo y casi no hablo por teléfono; no tengo a quien llamar. Me querían cobrar como si hablara todo el día. Traté de solucionarlo por teléfono, pero me tuvieron esperando con una musiquita enervante que no conducía a ninguna parte; y solo porque no tenía nada mejor que hacer, me pasé una hora escuchándola, hasta que me aburrí y decidí ir a reclamar en persona a una de las sucursales de Megatel, en Ahumada con Agustinas.

La estrategia de esos abusadores siempre ha sido la rendición por aburrimiento. Yo no estaba dispuesto a rendirme, porque simplemente no tenía la plata para pagar esa cuenta. Sabía que me harían esperar un buen rato antes de atenderme. Decidí aprovecharlo para releer Corazón tan blanco. Me atendió un empleado con pelo corto y barba de tres días. Los entrenaban para ser como una pared, inmunes a todo. Metió la cabeza en la pantalla e introdujo unas cifras en el teclado, para luego dejarme esperando unos veinte minutos al frente suyo, sin mirarme. “Lo siento mucho, señor, pero estos llamados figuran como realizados y la tarifa está correcta. Quizás las hizo algún amigo o un pariente”. Tal vez si hubiera ido a Megatel unos años antes, cuando no me sentía tan cansado, habría terminado gritándole al tipo o incluso golpeando su rostro de pusilánime indiferente. Traté de explicarle con buenas palabras que me había quedado prácticamente solo y que casi no ocupaba el teléfono, pero no hubo caso. Siguió repitiendo la frase como un robot.

“¡Llévame con tu jefe!”, tuve que exigirle, levantándole la voz, y el tipo se sobresaltó y me quedó mirando con cara de profunda extrañeza. Se lo repetí, bajando un poco el tono. Tuve que insistir un par de veces antes que apareciera una mujer de baja estatura y me dijera que el jefe hablaría conmigo. Me hizo pasar a una pequeña sala de reuniones, lejos de los demás clientes. Yo no quería estar ahí, prefería quedarme leyendo en mi departamento. Incluso, si no me hubiese faltado el dinero, podría haber pagado la maldita cuenta de una vez para que me dejaran tranquilo, pero me obligaban a sentarme ahí a suplicar, a perder el tiempo, a refregarme en el rostro una derrota perpetua y absoluta y, lo peor, a lo que vino después. Estuve esperando durante media hora, releyendo Corazón tan blanco, en la que ni siquiera me trajeron un vaso de agua. Estaba muy enojado, pero ya me había cansado de pelear. Solo esperaba encontrarme con un tipo razonable y poder zanjar el tema lo antes posible para volver a mi departamento.

Pero se abrió la puerta y lo vi. Ahí todo cambió; ya no se trataba de una cuenta telefónica. “Patricio Reinoso, jefe del departamento de atención al cliente de esta sucursal, a sus órdenes”, me saludó, estirando la mano derecha. Ojos pequeños, tabique pronunciado, orejas llamativamente grandes. Una voz levemente nasal; una voz aguda, que podría haber sido de mujer. Me apretó la mano y apenas contuve las ganas de orinar; era una mano pequeña, que me tocó por escasos instantes, rehuyendo el contacto prolongado. Se sentó al frente mío y habló de Megatel, de cómo para ellos un cliente contento era lo más importante, pero yo no lo escuchaba y tampoco lo veía, porque todo se había vuelto oscuro. “Me vio, huevón, me vio”, apuntando con el dedo. Esa voz, que podría haber sido de una mujer. Había pasado casi una vida, no podía saberlo; pero ya habían comenzado y era imposible detenerlos, sonidos e imágenes que poblaban la sala de reuniones, rostros que se aparecían y me hablaban, siempre apuntándome con el dedo, y decían no te hemos olvidado, Ramón; todavía nos acordamos de ti, Ramón; espero que te acuerdes de nosotros, Ramón; no nos abandones, Ramón. “Efectivamente, el registro del tráfico indica que esas llamadas se hicieron desde su casa. ¿Tiene niños? ¿Nietos tal vez? Hay muchas veces en que los niños se ponen a hacer bromas y marcan cualquier número, y al final los padres tienen que pagar las consecuencias”. Ojos pequeños, tabique pronunciado, orejas llamativamente grandes. Lo miraba sin poder hablar; los dientes mantenían a mi lengua prisionera, inmovilizada. Mi pie derecho comenzó a moverse, descontrolado, y no conseguía detenerlo. Solo quería salir de ahí. “Megatel está dispuesto a hacer una excepción en su caso y rebajarle un veinte por ciento del total de la cuenta”. Sonrisa que mostraba una dentadura mal cuidada. “Y además, como entendemos que las cosas no están fáciles, le vamos a dar la posibilidad de pagar la deuda en tres cuotas mensuales, sin interés”.

Ni siquiera respondí. O tal vez hice un gesto con la cabeza, o un balbuceo infantil. El resto es borroso, confuso. Desperté en mi departamento, botella vacía junto a la cama. “Patricio Reinoso, jefe del departamento de atención al cliente de esta sucursal, a sus órdenes”. No paró de sonreír. Podría ser un tipo cualquiera, puede que no sea él. Mi rostro ha cambiado mucho en veintisiete años, también podría haberlo hecho el suyo ¿Cómo saberlo? ¿Qué debo hacer para saberlo?

3

Cuando el frío me golpea en el rostro tiene un efecto tranquilizador. Por eso decidí dejar el auto en mi casa e irme a pie. La vereda estaba húmeda, pero no mojada, como después del rocío de la mañana. Caminaba por Diagonal Oriente, pero me faltaban unas veinte cuadras todavía. Desde la calle Villaseca en adelante la ruta me resultaba familiar porque la recorría casi a diario cuando pololeaba con Francisca. La hora y la temperatura mantenían a la gente en sus casas. Pocos peatones, algunos autos. Debajo del gorro de lana se escondían los audífonos. Si tenía bien cubiertas las orejas y el cuello, la del frío era una sensación agradable.

Escuchaba los comentarios del partido entre la U y la Católica que acababa de terminar. Roberto nos había invitado a mirarlo en su casa, donde seguramente tendría un asado apoteósico, pero preferí verlo solo, acostado en mi cama, repartiendo la mirada entre la pantalla y la máquina de escribir de mi padre. La puse en el escritorio, junto al mueble del televisor, pero antes la había limpiado porque estaba inmunda, cubierta de una capa gris y pegajosa que me demoré bastante en eliminar. Era como si hubiese resucitado a la vieja máquina de escribir. Desde mi cama alcanzaba a leer Underwood y las teclas blancas se veían brillantes, como esperando ser acariciadas de nuevo. Me pregunté cuánto tiempo llevarían sin ser usadas (los tres relatos de mi padre estaban escritos a mano).

Los dirigentes del fútbol chileno, en otra de sus geniales y frecuentes iluminaciones, habían decidido que el campeonato nacional se siguiera jugando en forma paralela al Mundial de Alemania. El partido con la Católica, por los cuartos de final, había terminado dos a dos. Perdíamos dos a uno hasta el minuto 72, cuando el colombiano Candelo puso el empate. Todo se definiría en el partido de vuelta, el domingo, en el Estadio Nacional. Me arrepentí de no haber llevado la carpeta en una mochila o incluso en mi maletín de abogado. Tenía que ir turnándomela entre la mano derecha y la izquierda, a medida que se iban enfriando.

Terminé de leer el relato y miré las hojas, pero sin volver a leerlas. Me puse de pie, buscando en el movimiento un poco de aire. Fui a la cocina, donde la ruma de platos se mantenía en un precario equilibrio que desafiaba las leyes de la física. En el refrigerador encontré un despoblado absoluto, salvo por dos latas de cerveza que dejé para una mejor ocasión. Enseguida abrí la puerta que conducía a la pieza de servicio. En una esquina se apilaban distintos objetos desechados de otras partes de la casa, pero bajo la ventana estaba el colchón desnudo en el que solían quedarse los borrachos que no estaban en condiciones de volver a sus casas y también algunas visitas. Me detuve frente al colchón y me acosté. Pensé en mi padre y en Patricio Reinoso. “Podría ser un tipo cualquiera, no tiene que ser él”. Era como si Reinoso de alguna forma le perteneciera. Un abismo de inquietantes posibilidades. Subí a mi habitación para revisar otra vez la cuenta telefónica con cifras anotadas y signos de exclamación e interrogación que había encontrado en la caja de mi padre. Ella había estado ahí, había sido la indirecta culpable de la reunión entre él y Reinoso. Tampoco tenía una respuesta; cualquier conclusión sería apresurada. Sentí ganas de entrar a la habitación de Tísico y robarle un poco de hierba del tarrito de vidrio hermético que guardaba en su clóset, pero desistí porque me había prometido no fumar solo, y además si no podía detener a los fantasmas en mis plenas facultades, menos aún lo conseguiría volado. No quería seguir pensando. Hice la junta de accionistas: una actividad mecánica, estupidizante; completar espacios en blanco, repartir dinero ajeno, sumar, restar, copiar, pegar.

Escuchaba en mis audífonos los comentarios del debut de Brasil, que había derrotado a Croacia por uno a cero con gol de Kaká. Para mí, tenía que ser el Mundial de Ronaldinho después de la tremenda campaña que había hecho en el Barcelona, con Liga de Campeones incluida.

Iba a la altura de Conventry; me quedaba poco para llegar. Había bebido una sola cerveza durante el partido de la U porque necesitaba tener la mente despejada para hablar con mi madre. Me encontré con Jaume en la puerta de la casa. Tal como me había asegurado ella, él iba saliendo. Vi su cabeza calva entre las ligustrinas que daban paso al pequeño antejardín. Le di la mano y entré.

Mi madre me recibió con una sonrisa enorme que la hacía ver un poco más vieja que sus cincuenta y dos años, pero que también me recordaba que, desde hacía un tiempo, había vuelto a ser feliz. Presentí que había entendido otra cosa cuando le dije que tenía que hablar con ella. Es extraño sentirse nervioso cuando uno habla con su propia madre, pero lo estaba. Cuando iba a su casa, en la que viví por más de doce años, me sentía lejano, lo que no dejaba de sorprenderme. Tal vez algo tenía que ver el hecho de que Jaume se hubiera mudado pocos meses después de mi partida. Bueno, y tampoco me gustó mucho que mi habitación hubiera sido transformada rápidamente en una sala para ver televisión. De alguna forma, me sentí reemplazado. Dentro de la casa la temperatura era agradable, pero yo seguía moviendo las piernas, como si temblara. Estábamos en el living, el lugar que menos había cambiado desde mi partida: seguían los mismos sillones, el bergère y también la mesa de centro con mosaicos rojos que siempre me había parecido un poco fuera de tono. Le dije que tomáramos una copa de vino. Mientras ella buscaba la botella y la abría, yo me senté (al principio en el sillón de tres cuerpos, pero luego me arrepentí y fui al bergère: necesitaba distancia). Dejé la carpeta sobre la mesa de centro, justo al frente mío.

Ella se sentó en el sillón de tres cuerpos. Bebí un trago de vino y dejé la copa sobre la mesa. En su lugar, tomé la carpeta. Saqué los relatos, pero no se los pasé, sino que me quedé con la vista fija en ellos.

–Bueno, ¿qué es eso tan importante sobre lo que me querías hablar? –me preguntó, echándose hacia atrás, copa en su mano derecha, sonrisa un poco suavizada, pero sonrisa al fin y al cabo; como si esperara que le dijera que lo había pensado mejor y me iba con ella a Barcelona, que en el fondo seguía siendo el niño que idealizaba su ciudad natal y se la proponía como destino para escapar de un presente descorazonador.

–Revisando mis cosas en el ático me enteré, por casualidad, que el papá estuvo preso en el Estadio Nacional –me detuve a propósito.

Su rostro se desencajó como si lo hubiese atravesado una línea en diagonal, formando una cicatriz imaginaria que iba desde la sien derecha hacia la mejilla izquierda. Se puso pálida y sus manos torpes comenzaron a hurguetear en su cartera, hasta encontrar un cigarrillo. Demoró unos segundos más en encenderlo.

–Los escribió el papá, es su letra –le dije, entregándole los relatos. Me quedé parado frente a ella, impulsado por la paranoia. Para mí ya era evidente que mi madre lo sabía también y que por lo tanto había sido parte de la conspiración del silencio; tal vez quería leerlos a la rápida para ver hasta dónde había hablado mi padre y así seguir protegiendo su mentira–. Mamá, lo que necesito ahora son respuestas.

–Lo que dices sobre el estadio es verdad –dijo ella al fin.

–¿Y cómo nunca nadie fue capaz de contármelo?

–Es que Ramón me exigió que no se lo dijera a nadie, especialmente a ti. Creo que yo era la única que lo sabía.

–Pero el papá murió hace cinco años, mamá.

–Lo sé, Matías, lo sé. No es fácil hablar de estas cosas.

Sus ojos enrojecieron. No fui capaz de seguir con el hostigamiento. Me senté en el sillón, pero no a su lado (mantenía la distancia). Bajé un poco la cabeza y la escondí entre mis brazos. Ella hizo un ademán de acariciarme, pero la rechacé con suavidad.

–Cuéntame. Necesito saberlo todo de una vez.

–Es que no tengo mucho más que contarte. Solo me dijo que había estado preso durante dos meses en el Estadio Nacional y que, como a la gran mayoría, lo habían torturado.

La palabra quedó suspendida entre nosotros, repitiéndose una y otra vez. Mi madre se detuvo, tal vez pensando que se había apresurado, que podría haber seguido mintiéndome. Yo estaba aturdido como un boxeador que recibe un golpe esperado, temido, vislumbrado, pero inevitable y demoledor. La grieta se abría y una luz oscura comenzaba a inundarlo todo hacia adentro. Seguía en el aire, la tortura y había tomado la forma de un muro de gruesos ladrillos que dividió al sillón en dos.

Traté de hablar, pero me lo impidió una imagen vívida de mi padre, desnudo, colgado desde el techo por una cuerda gruesa con la que le habían amarrado las muñecas. Sus brazos estirados hacia arriba parecían a punto de romperse. Tenía dos heridas abiertas, una sobre el pecho y la otra en el hombro. De ambas corrían pequeñas gotas de sangre formando delgados arroyuelos que terminaban en los dedos de sus pies, y ahí se detenían por unos segundos para enseguida caer al suelo. Estaba inconsciente. La cabeza fláccida le colgaba hacia delante, como si buscara separarse de sus hombros. Paredes de cemento, desnudas como él, que lo observaban enmudecidas. Una fetidez insoportable, mezcla de orina, mierda, horror y vómito. Había silencio, hasta que repentinamente se escuchó el sonido del agua fría golpeando su cuerpo. Le habían vaciado un balde, pero aun así no era capaz de despertar.

–Matías, ¿estás bien?

–No, mamá, no estoy bien –tomé la copa de vino y me la bebí de un trago–. Me horroriza imaginarme lo que le hicieron, lo que tiene que haber sufrido –tuve que detenerme. Me bebí su copa también–. ¿Cómo pudo vivir en ese infierno todo ese tiempo sin contarle a nadie? Se me vienen imágenes escalofriantes del papá y me dan ganas de ayudarlo, de encontrar una forma de darle alivio o por último de ofrecerle algún consuelo, pero ya es imposible, hace rato que es muy tarde.

–Le cagaron la vida, Matías. No lo conocí antes, pero sé que lo transformaron en otra persona.

–Necesito saber qué le pasó al papá. Viviste con él por casi veinte años, me cuesta creer que solo supiste eso.

–Matías, te juro que nunca me contó nada más. Tu papá era impenetrable, como hablar con el espejo; no sabes cuántas veces traté de conversarlo con él, pero nunca me quiso contar nada. ¿Crees que no quería saber cómo fue, qué le hicieron, si hubo alguna razón, cuánto tiempo o cómo se sintió? Seguramente ahora tú te haces las mismas preguntas. Esa noticia de la que te vienes enterando ahora marcó todo nuestro matrimonio y lo hizo naufragar. Nunca supe lo que pasaba dentro de su cabeza. A Ramón había que entenderlo, que aguantarlo, pero no era fácil vivir con alguien como él. Era como si hubiese tenido una amante contra la que no se podía competir, que era dominadora absoluta de sus emociones. Un triángulo: él, yo y la tortura.

–Y yo, mamá. Que no se te olvide que yo también estaba al medio.

–Tienes razón. Aunque no lo supieras, a ti también te debe haber afectado.

–Por supuesto que sí. ¿Acaso mi infancia fue normal? ¿Crees que no me ha costado ser hijo del papá? Tantos años después aparece como víctima, pero yo nunca lo vi así; para mí nunca fue la víctima. Y ahora que ya está muerto, que habría que conversar con un fantasma, tengo que volver a entenderlo. ¿Cuántas veces en vez de enojarme debí haberlo abrazado? Tampoco tuve la oportunidad de apoyarlo. Me aterra pensar en lo que tuvo que haber vivido. Es algo que está más allá de mi capacidad de comprensión. Cierro los ojos y me duele, porque lo veo, lo escucho, lo huelo. Pero también siento rabia, ganas de ir a revolver su tumba y traerlo de vuelta a este sillón, a que hablemos los tres con la verdad por una sola vez. Si me lo hubiera dicho, habría sido todo distinto; podría haberlo enterrado en paz.

–Sé que no fue fácil. Yo también estaba ahí. Ojalá pudiera contarte algo más, pero es todo lo que sé.

No dije nada. Me quedé mirando los cordones de mis zapatillas. Mi madre se levantó para rellenar nuestras copas. Quería que me abrazara y también quería que se fuera lejos y me dejara solo. Dejó mi copa en la mesa de centro.

–Matías –se interrumpió para beber un poco de vino, o para pensar una vez más lo que iba a decir–, yo sé que esto te afecta mucho. Es duro saber que te mentimos. Te entiendo. Fue una decisión de tu papá que respeté. Cuando uno revisa su vida hacia atrás, se arrepiente de muchas cosas. No sirve de nada decirte que ahora lo haría de otra manera. Tienes todo el derecho a estar mal, a exigir apoyo y explicaciones –bebió una vez más–, y por eso creo que lo mejor es que yo me quede en Chile. No puedo dejarte solo. No ahora.

–Ni hablar, mamá. Tú te vas a Barcelona, tal como lo tenías planeado. La verdad, no sé por qué no te fuiste antes, o por qué te viniste –su ofrecimiento me sonó falso, forzado, como si siguiera obligándose a hacer lo correcto, aun sabiendo que no se trataba de la mejor solución, como cuando siguió al lado de mi padre aguantando una vida que no se merecía. Ella siempre entendía y aguantaba, o más bien pretendía hacerlo. Al menos tuvo la oportunidad de entenderlo en vida (tal vez por eso siguió a su lado, aguantando una vida que no se merecía). Y pudo darme a mí esa chance de entenderlo, incluso de apoyarlo, de decirle “papá, puedes contar conmigo”, pero no lo hizo; incluso al final, cuando podría haber traicionado esa estúpida conspiración del silencio–. Si quieres podemos hablar todos los días por teléfono, yo en Chile y tú en Barcelona. Quedarte sería otro error.

Dos días lentos, opresivos, de incesantes elucubraciones. La tortura había estado dando vueltas como una presencia silente, observándome y escondiéndose. Estuvo en el ático y en mi casa, cuando leí los relatos y trataba de ahuyentarla como a un mal sueño. Pero resultó ser realidad; una realidad evidente, por lo demás. Y la tortura también había estado desde siempre conmigo, como un fantasma oculto y omnipresente que se había instalado a vivir entre mi padre y yo (sin olvidar a mi madre, forzada encubridora). La revelación de esa palabra era una luz oblicua que me permitía, y al mismo tiempo me obligaba, a iluminar hacia atrás, hacia mi oscuridad, e interpretar miradas, actitudes, comportamientos, una vida llena de ambigüedades encriptadas que solo muchos años después se me permitía observar gracias a un descubrimiento fortuito. Era la pieza que faltaba, la que otorgaba sentido a una vida que lo adolecía, conformada por un cúmulo de situaciones a las que no pude encontrar una explicación. La luz oscura mostraba rincones grises, alcantarillas que ilusamente creía haber clausurado; la luz oscura obligaba a verlo todo de nuevo.

₺338,12
Türler ve etiketler
Yaş sınırı:
0+
Hacim:
261 s. 2 illüstrasyon
ISBN:
9789560013118
Yayıncı:
Telif hakkı:
Bookwire
İndirme biçimi:
epub, fb2, fb3, ios.epub, mobi, pdf, txt, zip