Kitabı oku: «Amar a la bestia», sayfa 3
4. Celada
A la mañana siguiente comprobé las notificaciones de Facebook: Painkiller había llenado el chat de interrogantes sobre mi repentina desaparición. No había sido un sueño, realmente había hablado con él la noche anterior. Y había sido… ¿cómo definirlo? ¿Desconcertante? Sí, esa era la palabra.
Me fui a la consulta del doctor Luján, reconozco que con ánimo. Más que nada porque tenía ganas de ver su cara cuando le contara que había hecho lo que me había encargado: hablar con el chico misterioso. Aunque, desde luego, no había averiguado nada de lo que él me había pedido. No sabía cuál era su nombre ni tampoco a qué se dedicaba. Sin embargo, sabía otras cosas más interesantes y esperaba que con eso fuera suficiente para restregarle mis logros al doctorcillo.
Se mostró realmente entusiasmado, satisfecho como un profesor cuando su mejor alumna borda un examen, aunque yo no fuera ni de lejos ese tipo de aprendiz. Dijo que aquello era realmente bueno para mí, que, abrirme a otra persona, aunque fuera virtual, era un gran paso. Creía que tras aquella extraña amistad cibernética, estaría más preparada para entablar relaciones reales, con personas de verdad, y me animó a seguir hablando con el muchacho. Era el primer progreso que hacíamos desde que había empezado la terapia, hacía un año, y reconozco que yo también me sentí satisfecha. Pero cuando pensaba en de qué me servía relacionarme si el disco duro de mi cabeza estaba dañado, me derrumbaba. ¿Tenía que resignarme a ser una persona nueva? ¿Había llegado el momento de crear nuevos recuerdos? Tenía que probar. ¿Qué podía perder? Iba a instalar un nuevo programa: Painkiller, y para eso debía formatear el PC de mi mente.
Herzeleid: Hola.
Painkiller: ¡Al fin! Empezaba a pensar que ayer te asusté…
Herzeleid: Ja, ja, ja. Bueno. Un poco.
Painkiller: ¿Por qué te doy miedo?
Herzeleid: No sé, es como si me conocieras.
Painkiller: Eso le ocurría a Mina con Drácula.
Herzeleid: Eres increíble. No sabes cómo me gusta esa película.
Painkiller: Ya veo. ¿Por qué?
Herzeleid: No lo sé con exactitud… La historia de amor, la humanidad del monstruo… Creo que fue la primera vez que entendí que se podía amar a un ser que por naturaleza es dañino… Mi interés patológico por los monstruos no tiene límites… Además me parece una gran adaptación de la novela de Stoker, aunque, claro está, con matices.
Painkiller: Con cambios argumentales, querrás decir.
Herzeleid: Sí, puede que Coppola no debiera haberla titulado Bram Stoker´s Dracula, pero las adaptaciones son eso, cambios de formato, historias en papel que se convierten en imágenes pasando por el filtro de una serie de mentes…
Painkiller: Eres de las que defiende las adaptaciones, entonces.
Herzeleid: No. Solo defiendo que no se puede hablar de si un libro es o no mejor que una película. Es como decir si es mejor una fotografía de Las Meninas o una escultura. Puede que representen la misma escena, pero en formatos diferentes, por tanto no comparables.
Painkiller: Vaya… así que eres lista.
Herzeleid: Ja, ja. ¿Lista?
Painkiller: Eso me gusta.
Herzeleid: Ja, ja, ja. No creo que lo sea.
Painkiller: Pues yo creo que sí. Lo que pasa es que estás sola, y por eso nadie puede decírtelo.
Herzeleid: ¿Por qué iba a estar sola?
Painkiller: ¿Por qué si no ibas a tener dolor de corazón y a tirar botellas con mensajes de socorro al río?
Herzeleid: Para deducir eso no hace falta ser muy listo. Ja.
Painkiller: Lo sé. Pero tengo razón.
Herzeleid: ¿Así te sientes tú?
Painkiller: ¿Solo?
Herzeleid: Solo.
Painkiller: Ahora ya no.
Herzeleid: ☺
Painkiller: Ja, ja. Son malos tiempos para los soñadores.
Herzeleid: ¿Tú crees?
Painkiller: Por supuesto. El mundo de hoy es un lugar en el que no está permitido soñar, los que sueñan son considerados estúpidos, diferentes, raros…
Herzeleid: ¿Eso te pasa?
Painkiller: ¿?
Herzeleid: Dices que mi problema es que estoy sola, intento adivinar cuál puede ser el tuyo. Y no me preguntes por qué supongo que tú también tienes un problema, porque recogiste una botella del río y contestaste al mensaje que había dentro…
Painkiller: Ya. Ese es precisamente el problema: que yo no creo que lo sea. Soy un soñador, toda mi vida he sido un marginado por no adaptarme al sistema y permitir que triture mis sueños, como hacen todos los demás. Me da igual si la gente considera que recoger una botella y leer su mensaje es una estupidez y que lo que hay que hacer es salir y beberse las botellas y pisotear hasta a tu propia madre para tener más éxito o más dinero. Yo no soy así.
Herzeleid: Vaya, lo siento si te he ofendido.
Painkiller: No lo has hecho. No te preocupes.
Herzeleid: ¿Puedo preguntarte a qué te dedicas?
Painkiller: Estoy haciendo una tesis.
Herzeleid: Qué curioso. ¿Sobre qué?
Painkiller: Bueno, es complicado…
Herzeleid: Vale, lo capto, no me lo cuentes.
Painkiller: No, no, sí que quiero contártelo, lo que pasa es que es un tema difícil de explicar.
Herzeleid: Prueba. Igual te entiendo y todo.
Painkiller: Es que es una tesis muy personal, la estoy haciendo por mi cuenta, sin apoyo de la universidad.
Herzeleid: Eso es muy raro.
Painkiller: Lo sé. Ya te he dicho que soy un soñador.
Herzeleid: Vale, pero de algo tratará. ¿Sobre los soñadores?
Painkiller: Sí, en parte.
Herzeleid: Ajá. ¿Es un estudio antropológico o sociológico? No vas a contarme más, ¿no?
Painkiller: No. De momento no.
Herzeleid: Esto no me gusta nada. ¿Es que soy parte de tu investigación?
Painkiller: Quizá. Ya veremos. Primero quiero hacer un experimento.
Herzeleid: Joder, me estás dando miedo.
Painkiller: No tienes por qué tenerlo, en serio.
Herzeleid: Así que soy tu conejillo de Indias, estupendo. Eso explica por qué coges botellas y contestas a sus mensajes.
Painkiller: No, eso no es así. Tengo suficientes sujetos de estudio, tú eres otra cosa. Quiero ayudarte. Necesito ayudarte.
Herzeleid: Dirás lo que quieras, pero yo me siento manipulada y triste ahora mismo. Por un momento había pensado que ibas a salvarme, ja, ja, ja. Qué estúpida.
Painkiller: Y lo haré, si me dejas. ¿Cómo puedo demostrarte que no soy un capullo?
Herzeleid: No quiero que me demuestres nada. Ya no. Es mejor que dejemos de hablar.
Painkiller: ¡NOOOOOO! Espera, esperaaaaaaaaaaaa.
Y apagué el ordenador. Me sentía herida y despechada, no sabía exactamente por qué, pues aquella extraña relación cibernética era solo eso, cibernética. Quiero decir que para mí no significaba nada más que charla. ¿O sí? Llevábamos hablando muy poco tiempo y apenas nos conocíamos. Pero vale, lo admito, estúpidamente había confiado en que aquel tipo iba a ayudarme de algún modo. No sé cómo. Había creído que nos parecíamos. Y resulta que lo único que quería de mí era añadirme a una lista de resultados, despojándome otra vez de mi identidad, que era lo que yo más anhelaba reafirmar.
Los días que siguieron a aquella especie de riña de ciberenamorados, fueron un tanto largos y tristes. Elora estaba muy ocupada corrigiendo exámenes, mi hermana no cogía el móvil, y la casa se me caía encima. Cada vez que hacía la cama caía en la cuenta de que había pasado un día más haciendo exactamente lo mismo. No podía estar más tiempo así, sin hacer nada. Necesitaba ocuparme en algo o me iba a volver más loca de lo que ya estaba. Ya había escuchado todos los discos que había en casa al menos dos veces, y otro tanto con los libros… Así que me eché a la calle, liberándome de mi clausura, buscando cualquier sitio en el que necesitaran a alguien para trabajar, arrastrando conmigo al Conejo Blanco. El aire entró a través de los agujeritos de mi jersey de punto, desapolillándome el espíritu un poco e insuflándome ánimo para arrastrar mis botas de adolescente tardía por las aceras. Vivía muy cerca del centro, con lo que en muy pocos minutos estaba recorriendo las calles empedradas del casco antiguo. Pasé junto a un garito llamado Bardaya, detrás de la catedral, y tuve una extraña sensación de familiaridad. No sé por qué, decidí entrar. Dentro no encontré explicación a que me sonara, y eso me causó pesadumbre. Me quedé ahí, de pie junto a la barra, como una idiota.
—¿Qué te pongo? —preguntó la camarera.
—Eh… nada, nada, ya me iba.
—¿Mimi? —volvió a interrogar.
—¿Perdón?
—¡Ostras, Mimi! ¿Cómo estás? ¡Madre mía, cuantísimo tiempo! —se entusiasmó.
—Creo que me confundes con otra persona…
—Joder, tía, ¿no te acuerdas de mí? ¡Lala! Laura Lanza. Con la de años que tocamos juntas…
—Igual me confundes con mi hermana, yo es que no…
—Ah, es verdad, que tenías una gemela.
—Pero ella no se llama Mimi, y yo tampoco, así que… —le expliqué.
—Vaya, pues entonces no eres quien creía, lo siento, debes de ser la otra. Es que sois como dos gotas de agua, yo habría jurado que eras Mimi. La llamábamos así en la universidad, por el mi de Micaela y el mi de Miñambres, je, je, je, Mimi. Y yo Lala, ja, ja, ja, chorradas de crías…
—¿Micaela has dicho? —me sorprendí.
—Sí, creo. Igual me traiciona la memoria, como siempre la llamaba Mimi igual me confundo con su verdadero nombre… —se explicó, extrañada.
—No, no, está bien. Es que… nunca me habló de ti, je, je, je —mentí—. ¿Y tocabais en un grupo?
—Sí, dimos conciertos por toda la ciudad, me parece muy raro que no te lo contara. Juraría que fuiste a alguno… Pasamos por varias agrupaciones, hasta que Mimi se hizo con el micro y formamos nuestra propia banda, Sódica, ¿no te suena?
—Ojalá…
—¿Qué?
—No, nada, que no, que no me suena.
—Oye, ¿y cómo está ella? Oí que tuvo un accidente de coche terrible y nunca pude confirmarlo ni localizarla… ¿Es verdad?
—Emm… bien, bien. Recuperada y eso —respondí.
—¿De verdad? ¡Cuánto me alegro! Pues me encantaría verla, que después de aquello le perdí la pista completamente. Dile que venga a verme, o te doy mi número y se lo pasas. No sigue en León, ¿verdad? ¿Estás bien, tía? —se preocupó—. Tienes una cara… ¿Te pongo una cerveza o algo?
—Sí, por favor.
—¿Heineken, Mahou, San Miguel…?
—No sé. Pon lo que quieras.
—Uy, chica, qué mal te veo. También tenemos de importación…
Debió de verme tan descolocada que se sentó junto a mí, al otro lado de la barra.
—Mira, si quieres te pongo lo que solía beber tu hermana, así te animas —me dijo poniéndome la mano sobre el hombro.
—Vale. ¿Qué tomaba?
—Rubia. De trigo. Hoeggarden o Franziskaner. Pero era una gourmet de las birras artesanas, y para las grandes celebraciones, pedía Celada. Ya no la fabrican en tu pueblo, pero yo aún tengo dos cajas.
—¿Cómo?
—Celada, como la virgen de Trueca. Tienes que haberla tomado alguna vez…
Como yo no decía nada, volvió a la barra y me la sirvió.
—Invita la casa.
A mí me daba igual la maldita Celada. No sabía cómo tenía que sentirme. ¿Le decía la verdad? ¿Le decía que yo era la tal Mimi pero que no lo recordaba? Eso era un poco raro. Al menos me había sonado el nombre del bar…
—¿Y cómo dices que conociste a mi hermana? —pregunté antes de darle un sorbo a mi cerveza.
—Pues en la universidad. No estudiábamos lo mismo, pero frecuentábamos los mismos bares y nos enamoraba el rock, así que nos hicimos amigas, sobre todo a raíz del grupo.
Aquella cerveza estaba realmente buena. Sabía a… memoria. Tuve un flash de mí misma en aquel bar decorado como si fuera una vieja mina, con sus traviesas de madera sujetando la galería, sus candiles y sus vagones. Estaba cantando Show must go on, de Queen, delante de un montón de gente apiñada en el reducido espacio, y pedía que alguien me trajera una cerveza. Una mano generosa me alargaba una Celada. Era un chico a quien conocía muy bien. Mi novio, estoy segura. La impresión hizo que el recuerdo se resquebrajara como un cristal, y antes de que me diera cuenta se había hecho añicos a mis pies. Dios. Mi adolescencia en un trago. Brindé a la salud de Proust y su magdalena.
—Oye, ¿estás bien?, esto… ¿cómo dices que te llamas? —preguntó una preocupadísima Lala.
—¿Y ese chico con el que salía? Mi hermana, quiero decir —desoí su pregunta.
—Te refieres a Adán, ¿no? La verdad es que no he vuelto a verlo. Creía que seguían juntos y todo…
—¿Ah, sí?
—No te hablas con tu hermana, ¿verdad?
—No… —volví a mentir, aunque más o menos era cierto.
—Vaya, tía, lo siento. Es una pena, porque es una chavala increíble. Tenéis las dos los mismos ojazos gigantes. Me alegro de que ya no esté con ese idiota de Adán.
—Si quisiera encontrarlo… Al idiota, digo. ¿Sabrías dónde tengo que buscar? —la interrogué.
—Uf, pues es que no sé… Ya sabes que era un hijo de papá con mucha pasta. Vivía en Trueca hasta que empezó Ingeniería de Minas, pero creo que luego estuvo estudiando fuera... Si no hubieran cerrado las minas, te diría que buscaras a su padre, don Remigio Del Val, en la Hullera Vasco-Leonesa, pero ya ves que quebró, maldito gobierno. Aunque si dices que hace tiempo que no lo ves, quién sabe dónde estará. Hace años que no lo veo por el bar, y eso que antes él y tu hermana lo frecuentaban mucho. Ese estará fuera de España, que es donde están los que tienen la suerte de podérselo permitir.
Solo había visto su cara en ese flash, su cara de ángel caído, con esas angulosas mandíbulas y esos ojos de perro callejero fijos en mí. Ni siquiera sabía si lo reconocería si me lo topara por la calle, pero el sentimiento que me despertó estaba claro: lo amaba con todas mis fuerzas. Y si Lala no tenía noticias de que nos habíamos separado, ¿significaba que cuando tuve el accidente aún estábamos juntos? ¿Me dejó entonces al ver que no despertaba? ¿Dónde estaba? ¿Sabía mi hermana algo de todo esto?
Me despedí de la amable camarera con la promesa de pasarme algún otro día por el Bardaya. Una vez fuera llamé a Melisa, que tardó en responder.
—¿Si?
—Acabo de tomarme una Celada —dije por toda respuesta.
—¡No puedes mezclar las pastillas con el alcohol, Mica! —me regañó.
—Entonces sabes que eso es una cerveza.
—Sí, claro. ¿Por qué no iba a saberlo? —preguntó.
—No es muy común que digamos. Ya ni se fabrica.
—Bueno, y eso qué importa. Lo que sí que importa es que no debes jugártela así, hermanita.
—Solo le di unos sorbos. En el bar Bardaya, ¿te suena?
—Sí, estaba cerca de la catedral, ¿aún sigue abierto? —quiso saber.
—Pues sí, y me he encontrado a una vieja amiga allí.
—¡Te han recomendado reposo, Micaela, por Dios! Sabes que no puedes ponerte en situaciones que te causen estrés.
—¿Y cómo iba a saber yo lo estresante que sería tomar una cerveza en un bar? Entré porque me sonaba mucho el nombre y, mira por dónde, resulta que lo frecuentaba, y hasta cantaba allí —expliqué.
—¿Y quién era la amiga, si puede saberse?
—Lala. Laura Lanza, es la camarera. Me reconoció de inmediato y me llamó Mimi.
—Siempre fue un apodo horrendo… —respondió ella— ¿Le contaste lo del accidente?
—¿Sabes quién es?
—Sí, sí, sé quién es, os vi tocar un par de veces, y hablabas de ella en casa a menudo. ¿Le contaste entonces lo de tu accidente?
—¡No, me dio vergüenza! ¡Podías haberme sugerido que contactara con ella! ¡Me ha ayudado a recordar! —me quejé.
—Ni siquiera sabía que seguía en León. Y ya sabes que tu móvil se destrozó en el accidente, el único teléfono que tenía era el de Elora.
—Es igual, lo importante es que he recordado a alguien más.
—¿A quién?
—A Adán —respondí.
—…
—¿Mel?
—Sí, sí, dime.
—¡Te digo que he recordado a Adán!
—…
—¿Qué pasa, no te alegras?
—Sí, cariño, claro que me alegro. Lo que pasa es que ese tío es uno de los recuerdos que no deberías recuperar, eso es todo.
—¿Por qué?
—No fue una relación muy buena para ti, ¿vale?
—¡No me importa! —me desesperé —. Quiero recuperar todos los recuerdos, los buenos y los malos.
—Ya, ya, lo entiendo.
—¿Por qué Elora nunca me ha hablado de él?
—Porque yo le pedí que no lo hiciera, Mica…
—¿¡Cómo!? —Perdí los nervios—. Soy incapaz de recordar nada de mi vida, ¡y encima me ocultáis cosas!
—Lo sé, lo siento, pequeña, solo quería ahorrarte sufrimientos innecesarios…
Para entonces ya estaba teniendo otro ataque de ansiedad, y tuve que dejar el teléfono para administrarme una dosis de esas pastillitas rosas que me permitían respirar más despacio y evitaban que empezara a hiperventilar. Cuando conseguí calmarme, retomé la conversación.
—¿Sigues ahí? —dije.
—¡Dios! ¿Estás bien?
—No. Quiero que vengas a casa, tienes que contarme todo lo que me hayas ocultado.
—No te oculto nada, ¡solo te protejo! —exclamó.
—No lo necesito. Ven esta noche y haz de hermana de una puta vez. No puedes dejarme sola por más tiempo.
—Nada me gustaría más que eso, Mica, te lo juro. Pero no estoy en España, sabes que dependo de la ONU.
—¡Coge un maldito avión! —sollocé.
—No puedo hacer eso, perdería mi trabajo. Y con el dinero que gano es con lo que comes y vas al psicólogo.
—¡Yo no te lo pedí! Además, puedo trabajar.
—Escucha, Mica, cálmate. Puedo estar ahí en… una semana. Solo dame una semana y te prometo que arreglaremos esto. He cometido un error, perdóname. Pero esto es bueno, estas recordando cosas, ¿ves? ¿Qué más has recordado?
—…
—Mica, accedí a no contratar a alguien para que te cuidara porque dijiste que estarías bien, que con Elora cerca todo estaba bien. No me hagas cambiar de opinión.
—No, no. Solo quiero hablar contigo, de verdad, no por teléfono. Hace diez meses que no nos vemos… —rogué.
—Lo sé. En cuanto acabe en Noruega pido unos días para estar contigo. Te lo juro. Ahora tengo que colgar.
—Vale, Mel. Te tomo la palabra.
Por supuesto, la siguiente parada era la casa de Elora. ¿Qué clase de amiga le oculta información a su alma gemela?
5. Fotos viejas
Llegué a casa de Elora hecha una furia. Le conté todo lo que había ocurrido en el Bardaya, la conversación con mi hermana, y que había descubierto las mentiras de ambas. Tras escudarse en absurdas excusas durante unos diez minutos, acabó yendo a buscar las piezas del puzle inconcluso que me enseñaba a diario: las fotos que había sacado del álbum por petición de Melisa. Todas eran fotos en las que aparecía Adán y, curiosamente, en algunas estábamos en aquel bar que había visitado hacía una media hora. Allí estaba, rodeándome con sus brazos tatuados en muchas de las fotografías. No recordaba nada, pero lo que sentía por él era tan vívido… Melisa aparecía con nosotros en un par de fotos, y Elora y Nezar también. Todos formaban parte de aquel complot para que mi mente no regresara hasta aquel tipo. Y quería saber por qué.
—Quiero la verdad. Ahora.
—No creo que la verdad te ayude a recuperar la memoria. Es más, pienso que solo vas a conseguir que te de un ataque —dijo mi amiga.
—¡Que me lo cuentes! A estas alturas ya intuyo que fue el causante de mi accidente, así que explícamelo todo, si no, sí que voy a tener un ataque, y tú un moratón en la cara.
—Bueno, menos violencia, ya te lo cuento. Tu hermana va a matarme, pero en fin… ¿No prefieres esperar a la semana que viene? Cuando ella esté aquí podemos hablar las tres…
—Me importa una mierda mi hermana. ¿Qué pasó el día que me estrellé? —exigí —. Basta de excusas, Elo.
—Era un cabrón, Herz, después de años de exprimirte como un limón, decidió dejarte. Así, de la noche a la mañana. Tú no lo soportaste y…
—¿¡Quieres decir que intenté suicidarme!?
—Pues no lo sé… Nunca quedó claro, la verdad. Por eso no queríamos decírtelo. No sabíamos cómo te iba a afectar… El caso es que cogiste el coche, subiste el puerto con el acelerador a fondo. El coche patinó a causa de la nieve y te saliste de la carretera, hasta atravesar los pinos… Lo siento mucho.
—¿Soy el tipo de persona que se quitaría la vida? —pregunté.
—No lo sé. Pero conocías ese alto como la palma de tu mano, y sabías que estaba helado…
—No puedo creerlo…
—Lo siento mucho, de verdad.
—¿Dónde está él?
—¿Adán?
—Sí, tengo que verlo —aseguré.
—Imagino que la culpa lo hizo polvo, porque desapareció tras visitarte en el hospital y saber que estabas en coma y que nadie sabía si sobrevivirías...
—Dios, tiene que haber una forma de localizarlo…
—Pero ¿para qué, Herz?
—¡Yo que sé, Elora! ¡Igual me ayuda a recordar más cosas!
—¿Ves? Esto es precisamente lo que tratábamos de evitar, que te obsesionaras…
—Pero ¿cómo no voy a obsesionarme? —sollocé.
—Shhh, ven aquí, ya está —me consoló—. Hay más cosas que has recordado, por ejemplo, te acordaste de la dedicatoria de Ortiga, eso es genial.
—Eso no es más que un recuerdo selectivo, no me lleva a ningún lado. En cambio, ver a Adán quizá active la chispa que me falta para que todo regrese a mi mente…
—El doctor Lujan te dijo que eso no se puede acelerar, ¿no? ¿Por qué no te alegras de estar progresando y dejas que las cosas sucedan despacio? No te quedes esperando los recuerdos, vive, sé feliz, y si vienen, estupendo.
—Qué fácil es para ti decir eso… —me quejé.
No pensaba hacer ningún caso a su consejo. Sabía dónde tenía que buscar pistas sobre el paradero de Adán. En parte lo necesitaba para recuperar la memoria, y en parte para llenar un preocupante vacío sentimental… Era hora de enfrentarme al infierno blanco del puerto y hacerle una visita a la abuela. Claro que no pensaba contárselo a mi amiga.
—¿Qué quieres decir con que era un cabrón, Elora?
—Joder, Herz, pues eso, que era un auténtico cabrón. No hacía más que mirarse su propio ombligo, siempre hacía lo que le daba la gana y no paraba de hacerte daño. Yo nunca congenié con él, ni yo ni nadie. No tenía ningún interés en hacer amigos, ¿sabes? Como si estuviera incapacitado para relacionarse. Tú no dejabas de darle oportunidades y siempre volvía a defraudarte.
—El típico egoísta —completé.
—No, Herz, era mucho más que eso. Era tan desapegado contigo… Solo parecía necesitarte cuando te perdía. En cuanto tratabas de olvidarlo, regresaba, y tú dejabas que lo hiciera, una y otra vez. Era alarmante. No te dejaba ser feliz. Hablamos contigo, miles de veces, pero siempre recaías, por mucho que te esforzaras. Lo amenazamos, pero nadie es capaz de intimidar a ese tío. Ya no sabíamos qué hacer para dejar de verte sufrir. Y a él le daba igual verte así, no le afectaba tu dolor, era como si fuera inmune… Menudo cerdo.
—Vaya… —musité.
—Sí… Nos desquiciaste a todos. Quisimos abofetearte muchas veces. No comprendíamos cómo te dejabas torturar así…
—Pero ¿a qué te refieres exactamente con que no me dejaba ser feliz? ¿Qué me hacía? —interrogué.
—¡Ay, Micaela, te empeñas en pasarlo mal! Pues te era infiel, te trataba como a una mierda, desaparecía, te dejaba… Y lo peor: te dominaba, tenía un poder infinito sobre ti. Cuando él quería que volvieras, volvías. Sabía que lo amabas por encima de todo y lo utilizaba en su favor. Cuando conocías a otro tío o tenías la oportunidad de salir fuera de León para olvidarlo, hacía lo imposible por demostrarte lo mucho que le importabas y la falta que le hacías. Y a la mierda tus relaciones y tus oportunidades, una vez que regresabas a su lado, volvías a ser una desgraciada. Pero parecía que te gustaba…
—A lo mejor se veía así desde fuera…
—Mira, el corazón de ese tío era un pequeño burdel con el aforo completo. No tenía ningún escrúpulo a la hora de triturar el tuyo. Se había hecho experto en el delicado arte de pulverizar a quien quisiera amarlo, y eso debía de resultar un desafío para alguien tan masoquista como tú. Ahí residía todo el encanto que le veías: era inalcanzable. No podía ser tuyo ni de nadie. Motivo suficiente para desearlo, muchas lo deseaban, no solo tú. Además nadaba en dinero —volvió a la carga.
—¿Y a mí me importaba eso? —me sorprendí.
—No. La verdad es que nada en absoluto. Igual por eso te quería, a su manera, porque eras la única que lo amaba por cómo era… Nunca intimó con nadie como contigo, pero era incapaz de dejar de hacerte daño. Y tu conciencia te advertía del peligro, pero la apartabas de un manotazo y te tirabas de cabeza al gélido océano de su mirada gris, que no era más que una tela de araña invisible. Pobre estúpida… Casi te dejas la vida intentando que te amara…
—Pero has dicho que me quería… —Traté de entender mi comportamiento.
—Sí, bueno, quién sabe… He dicho que lo hacía a su manera. Y su forma de quererte era dañina. Pero estabas completamente enganchada a ese amor.
Empecé a encajar algunas piezas. Quizá por eso tenía esa idea del amor ligada al dolor que tanto ataca el doctor Luján.
—Por eso Herzeleid, ¿no? —divagué con la vista perdida.
Por eso mismo, sí. Te autobautizaste así a los diecisiete. Fue cuando aprendimos la verdad, como dice la canción: nunca seríamos las reinas del instituto. Tampoco es que tú quisieras serlo, preferías pasar desapercibida, no como Melisa. Por aquel entonces pretendíamos ser distintas, no queríamos ser unas aspirantes más a cuerpo diez y cabeza cero, y tú habías descubierto a los Rammstein. Luego leíste Los amores lunáticos, de Lorenzo Silva, donde había una chica que tampoco era la reina del instituto, pero enamoraba al protagonista —un chico también distinto— con su melena negra y su piercing en el labio, y llegamos a la conclusión de que el nombre te quedaba como un guante: Dolor de corazón. Yo te consideraba una sufridora, pero aquel nombre era como una bandera para ti, te llenaba de orgullo, no de autocompasión. La contundencia del alemán le restaba lo hortera y lo cursi y le sumaba la crudeza con la que tú lo sentías, grabado a fuego. A los diecisiete cambiaste, renaciste de tus cenizas, y eso era lo que para ti significaba Herzeleid, un «he sobrevivido», un «he perdido la inocencia», un «he sangrado, pero yo sola me he cauterizado la herida», un «cuidado con la rosa, pincha».
Suspiré.
—Pero como por fuera seguías pareciendo tan dulce y tierna como una magdalena empapadita en leche —siguió—, decidiste espinarte con el piercing del personaje de Silva y otros que vendrían luego. Y diez años después, sigo llamándote por ese nombre y soy de las pocas personas que saben qué significa.
Qué impotencia. No recordaba absolutamente nada de eso, pero sí la letra de la canción de Rammstein:
Bewahret einander vor Herzeleid
denn kurz ist die Zeit die ihr beisammen seid.
Denn wenn euch auch viele Jahre vereinen einst werden sie wie
Minuten euch scheinen.
Herzeleid.
Bewahret einander vor der Zweisamkeit.[2]
—Creo que en ese momento fue cuando te enamoraste de la bestia, como tú solías decir —continuó mientras yo la observaba con los ojos como platos—. Cuando te enganchaste al amor doloroso, cuando aceptaste que era así. Aquel amor era enfermizo y dañino y te devoraba por dentro como una piraña.
Es curioso cómo el daño puede ser adictivo y reconfortante; como esas heridas en las encías que uno no puede dejar de rozar con la lengua a pesar del escozor.
—Adán se convirtió en una droga para ti, te corroía las entrañas, pero el síndrome de abstinencia era peor. Aquella falta de aire te hacía sentir más viva que nunca, como si la verdadera felicidad no consistiera en alcanzar el placer, sino en descansar del dolor. Por eso te volvías loca de dicha cuando él se dignaba apenas a mirarte, cuando el monstruo reparaba en la devastación que había causado a su alrededor y te daba un día de tregua. Períodos de luna de miel, como los llaman en psicología criminal. Parece que todo lo demás ha merecido la pena. Y lo obvias, lo olvidas, y te quedas solo con lo dulce, lo idílico, que muchas veces está cubierto de maquillaje. Lo que no borra el maquillaje son las cicatrices. Y te convertiste en un ser decrépito, mendiga de cariño, dependiente hasta la náusea.
Dios mío… ¿De verdad había sido así?
—Llegaste a convencerte de que preferías sufrir si eso suponía seguir a su lado, de que el sufrimiento sería mayor sin él. Preferías tropezar con su desprecio que hacer el esfuerzo sobrehumano de esquivar sus patadas y alejarte. Estabas dispuesta a recibir puñaladas antes que no tenerle, a soportar el sufrimiento de su despotismo antes que el de su pérdida.
Qué poquito nos queremos a veces… Y es cuando el monstruo gana la partida.
—Yo creo que te perdiste en la atracción sexual, tan poderosa que, a veces, es muy difícil distinguirla del amor. El misterio que envolvía a Adán era realmente magnético. Un niño bien que bajo su camisa blanca ocultaba tatuajes carcelarios. Pianista de élite, capaz de sublimarte con Tchaikovski y de interpretar a escondidas melodías de metal gótico. Lo expulsaron del conservatorio por tocar delante de un auditorio de más de dos mil personas una balada satánica en lugar de un arreglo de Beethoven. Un rebelde sin causa, un espíritu errante. Te sorbía la esencia, consumía tu energía. Sin alma ya solo eras carne y, como es lo único que quería de ti, cada instante te parecía el cielo. Estabas tan borracha de deseo que se lo entregabas todo, ya sin fuerzas, convencida de que ese era tu premio, de que obtenías algo valioso a cambio. Mentira. Acababas de firmar tu sentencia y de colocarte tú solita los grilletes, Mica.
Ücretsiz ön izlemeyi tamamladınız.