Kitabı oku: «Tierra de bárbaros», sayfa 2
¡Eso no es posible, darling!
¿Estás segura...?
Bueno, dijo Dorothy ruborizándose. Prudencia me insinuó lo mismo cuando me dijo que las infusiones que me da no sirven para nada porque yo estoy en perfectas condiciones. Pero yo no me creo que le haya estado suministrando cantárida, como dijeron esos desgraciados del diario. Y Prudencia lo niega rotundamente. Y yo la creo.
Prudencia es muy zaina y lo sabés, si le prometió a Gonzalo silencio mantendrá su promesa. Pero ya es hora de que los hombres no nos culpen de sus incapacidades y las asuman sin avergonzarse, sentenció Celeste, vivamente fastidiada.
¡Ay, cómo sos!
Dorothy lloró en el hombro de Celeste y le confesó que temía por su felicidad, por la de Gonzalo, y por la estabilidad de su matrimonio; dijo estar preocupada porque a su esposo se le ocurriera pedirle la separación o la nulidad matrimonial.
Gonzalo no hará eso. Él nunca traicionará sus principios, argumentó Celeste, y añadió haciendo lo posible por consolarla, a la vez que le exponía fríamente que enfrentarse a la adversidad era más digno que evadirla mirando hacia otro lado: si Mariquita se separó del bruto de su marido, ¿por qué no podés hacerlo vos también?, si fuera necesario... Y dichas estas palabras se arrepintió, pero era tarde.
¡Celeste!, sollozó Dorothy, ¿Cómo podés decirme una cosa así? Vos sabés que adoro a Gonzalo. Y arreció en un llanto inconsolable.
¡Oh, darling, lo siento! No quería ser tan brusca. Tenés razón, lo que tenés que hacer es salvar el amor que queda vivo. E intentando arreglar la metedura de pata le confió: se rumorea que hay una mujer en Buenos Aires, una mulata portuguesa, que lee el futuro, ¿por qué no probás?
Dorothy asomó el rostro lloroso por entre sus manos delicadas:
Mil gracias, Celestita. Te agradezco mucho la preocupación y el interés por mí, pero no creo que esa mulata pueda arreglar este asunto, y vos sabés que yo no creo mucho en esas cosas, ni en curanderas ni en gualichos, aunque la buena de Prudencia me los haga tomar.
Yo que vos probaría, que no te cuesta nada, insistió su amiga, mientras la estrechaba en su pecho y le acariciaba tiernamente el cabello.
LOS SOLER STEAGMAN
Soler dejó el carruaje al fondo de su casa, atado el alazán al palenque, a la sombra del frondoso chañar con cuyas vainas su mujer elaboraba un exquisito arrope, y se encaminó hacia la puerta que daba al patio emparrado.
Hay un tigre de Bengala suelto en la Recova, les dijo tranquilamente al entrar en la cocina, donde le aguardaban su esposa y su hija pequeña, Blanca, con el mate cocido dispuesto. Dejó en la mesa el diario, el paquete con los pastelitos aún tibios, se quitó la gorra y se sentó a desayunar y a leer el diario. Madre e hija se miraron, demoraron un instante en medir el alcance de sus palabras y en silencio observaron la reacción de las sirvientas indias, que desgranaban choclos para la mazamorra sentadas alrededor de una artesa, y del negro maestro de música y afinador, en aquel momento adormilado en un rincón fresquito, tarareando un candombe por lo bajo. Todos los sirvientes procuraron en vano disimular el miedo, revolotearon los ojos asombrados y se encogieron enmudecidos en sus sillas.
Sí, un tigre de Bengala de los que hay en la India, se anticipo el capitán a la evidente incredulidad de sus mujeres, y aceptó de buen grado la taza de mate cocido que su esposa le extendía. ¿Pastelitos calientes?, dijo señalando el paquete manchado de grasa. Pero ellas habían dejado de interesarse por los pasteles de batata cuyo aroma apetitoso traspasaba el papel de estraza.
Queremos ir a verlo, dijeron a la vez su mujer y Blanca, a la par que se ponían de pie, se alisaban las polleras sin miriñaque, olvidaban el rito del desayuno y se disponían a salir a la calle al instante. Tardarían media hora en cambiarse, ponerse el traje de paseo, peinarse con la raya al medio y hacerse el rodete bien apretado bajo la cofia.
Tatita, please, pasemos antes por las casas de Celeste y de Dorothy, vayamos a buscarlas para que vengan también ellas a ver al tigre, le rogó Blanca, ensayando el gesto ofuscado de súplica que usaba para convencer a su padre, conocedora de que este no simpatizaba precisamente con el marido de Dorothy y opondría una discreta pero firme resistencia, y sin dejar de observar un momento su reacción, ladeando su graciosa cabeza rodeada de bucles retintos, con su carita de pena enfurruñada, se valió de una fingida piedad para reforzar sus argumentos:
¡Pobre Dorothy!, le vendrá muy bien distraerse un poco, lleva una temporada muy melancólica.
¡Blanca, leave your father in peace!, intentó disuadirla su madre, dándole un discreto codazo a su marido para evitar que este aprovechara la ocasión y sacase a relucir los versos aparecidos en El Loco Machaca Batatas para burlarse del Gallego.
Tati, tati, tatita...
Decididamente, Blanca era diestra en doblegar el curso de la voluntad de su padre, quien claudicó con un gesto de resignación ante la súplica, gesto que ella le agradeció con una enorme sonrisa embaucadora, estirándose de puntillas y estampándole un sonoro beso en la mejilla.
¡Blanca, please!, hizo un último intento de disuadirla la madre.
Yo quiero ver el tigre, y se acabó, respondió sencillamente Blanca, cruzándose de brazos, poniéndose de morros y clavando los ojos al suelo ante la mirada incrédula de los sirvientes y la cocinera, que no podían contenerse y comenzaban a cuchichear.
AMIGAS DE LA INFANCIA
Celeste y Dorothy eran de la misma edad y habían compartido una niñez llena de juegos e inocentes diabluras; sorprendidas por las misteriosas mudas de la adolescencia, habían mirado con ingenua picardía a los muchachos en misa y a los jinetes audaces que caracoleaban bajo los balcones luciendo piruetas. Entre ellas no había secretos ni dobleces; les bastaba con mirarse para saber la una lo que pensaba la otra. Celeste conocía sobradamente el corazón cálido y generoso de su amiga, cuyo único cometido era corresponder al amor de Gonzalo, hacer cuanto estuviera en sus manos para mantenerlo vivo, alimentarlo como a un convaleciente y despejar la sombra de un potencial derrumbe. Lo había amado desde el mismo día en que lo conoció, desde el instante glorioso en que ambos se miraron a los ojos extasiándose la una en el otro, perdiéndose en el fondo acuoso de las dilatadas pupilas, cuando en aquella velada inolvidable un viejo amigo de su familia los puso frente a frente y los presentó con estas palabras afectadas.
Esta es misia Dorothy Hendicott, la joya de Buenos Aires.
Ella se había ruborizado, pero a pesar del sonrojo que escondió graciosamente tras su abanico, pudo devolverle a Gonzalo una sonrisa no solo con los labios, sino que sus ojos y todo su rostro relucieron con expresión cautivadora, llena de gracia y pudor.
Gonzalo, olvidando su proverbial timidez con las mujeres, se había arrancado con un requiebro igualmente cursi del que se avergonzó en el acto:
Eso es evidente, querido amigo, reluce como un diamante.
A partir de entonces, comenzó a frecuentar el hogar de los Hendicott y a cortejar a Dorothy con el beneplácito de la madre de esta, viuda desde hacía relativamente poco, quien de inmediato se mostró encantada con el festejante, hombre de estirpe, trabajador, instruido y con una sólida y creciente fortuna. No lo recibió con similar entusiasmo Prudencia, su nanny, pues algo en el Gallego le daba mala espina, pero ocultó bajo las siete llaves de su discreción este sentimiento, fue servicial y fiel como correspondía a su condición e historial doméstico.
No tenía sus facultades alteradas la señora Hendicott, era plenamente consciente que si su marido levantaba la cabeza de la tumba se opondría al noviazgo, pero aunque mantuviera unos arraigados prejuicios sociales, por sobre todo era madre y mujer práctica. Gonzalo era un reconocido admirador de los ideales de la Federación, y haría gala de ello un año después cuando hiciese pintar de rojo la casa de sus suegros en el mismo momento en que se instalara en ella tras la boda; pero a lady Hendicott poco le importaban los colores y matices políticos, que escapaban a su cotidianeidad: los Carballido eran gente de bien, decente y de fortuna consolidada. Tampoco había mucho más donde elegir entre los candidatos porteños. Con toda la razón del mundo, igual que había hecho en más de una ocasión, su amiga, la rolliza señora de Urruabarrena había sentenciado el asunto:
Es preferible no limar mucho las refinadas cortezas porque debajo pueden encontrarse gusanos horadando la madera. Además, su difunto padre fue un hombre de ideas liberales y no hay que desesperar, quizás su hijo vuelva a encarrilar sus ideas con el tiempo y el cariño de tu hija. Y se había abanicado con ímpetu, muy oronda, como espantando moscones que fueran a metérsele en su generoso escote, mientras se hartaba de buñuelos de manzana.
Había mucho oportunista bien aleccionado en el cultivo y práctica de finos modales y buena conversación, eran hombres adiestrados para tomar los cubiertos como verdaderos nobles, conocedores incluso de los de pescado, y siempre andaban por los salones medrando enfundados en impecables trajes franceses de levita y tocados con galera de fieltro reluciente. Llegaban a estas tierras vírgenes a la caza de bellas señoritas británicas, españolas o francesas que tuvieran asegurada una sustanciosa dote, o cortejaban criollas viudas desconsoladas que escondiesen rebosantes joyeros en la alcoba. Desde la infausta muerte de Mr. Hendicott, viuda e hija no atravesaban precisamente momentos boyantes, este había dejado por herencia más deudas que bienes, y se les hacía imposible sostener el ritmo de vida regalado y las apariencias mantenidas hasta entonces. Gonzalo Carballido era inmejorable partido para Dorothy, ni siquiera le fue necesario meditarlo: era el soplo de aire fresco esperado para ahuyentar los oscuros nubarrones que se cernían sobre el futuro de las desvalidas Hendicott.
Al cabo de un año de estar prometidos, con ilustre pero austera pompa, Dorothy y Gonzalo enlazaron sus vidas y destinos para siempre en la catedral, en compañía de las principales familias porteñas que por unas horas dejaron de lado sus diferencias e inquinas. Los recién casados embarcaron hacia Londres, en una visita a los tíos y primos de ella, importantes industriales textiles que habían sido los importadores de casi la totalidad de la lana producida en vida de su padre, y al cabo de dos semanas en Inglaterra partirían hacia el norte de Italia, a la bella y artística Toscana, que quitaba el aliento y mareaba el seso, según decían todos. Y de allí a Taormina.
UN ESCABROSO SUCESO
Pocos años atrás, las lavanderas que bajaban una mañana a las orillas del riachuelo cargadas con fardos y canastos de ropa, toparon con un cuerpo flotando en las aguas espumosas. Nada más verlo, pensaron que sería un perro o un chancho negro ahogado, pero se trataba de un hombre, un hombre viejo y vestido de frac, y a juzgar por lo hinchado que estaba y el color ceniciento de la piel, llevaba días allí macerándose.
¡Es un lomo negro!, murmuraron al distinguir el atuendo típico de frac negro unitario.
La policía no dudó a la hora de desvelar la identidad del muerto: Mr. Hendicott era muy popular y un miembro destacado de la aristocracia porteña, habían sido célebres las veladas en su casa celeste, color que orgullosamente llevaba junto al blanco en su corazón, cuando no prendidos ambos en el pecho en un lazo. Unitario convencido y activo miembro de la política, amigo de los que fueran sucesivamente gobernadores de Buenos Aires, Sarratea, Lavalle y Viamonte, tenía numerosos enemigos entre las filas de los federales tradicionales, sobre todo desde que fuera uno de los principales impulsores del cierre de conventos y la expulsión de las órdenes religiosas del territorio. Pero también barajaron la hipótesis más cómoda del suicidio: el pesado mortero de piedra atado a su cintura con una soga de esparto y la quiebra financiera por la que atravesaba hablaban por sí mismos: el mortero había desaparecido pocos días antes de las cocinas de su señorial casa de Barracas, todo señalaba que Mr. Hendicott había decidido poner fin a sus días en lugar de enfrentarse a la ruina económica y al deshonor. Madre e hija se vieron abatidas, no aceptaron la versión del suicidio, les era imposible según sus principios morales y los del muerto. El futuro se les avecinó desde entonces como el cielo porteño lo hacía por aquellos días: cuajado de pesados y oscurecidos nubarrones. Se habían esfumado las admirables fiestas, las veladas y tertulias de la casona celeste, únicamente mantuvieron discretas reuniones de bridge en torno al mate con tortas fritas y el chocolate antes de ir a la cama. Así lo exigían el prolongado luto y las exiguas arcas. Con el ventajoso enlace, lady Hendicott vio el cielo abierto y no puso reparos ni se molestó en exigir dote alguna. Dorothy obtuvo el amor y consuelo esperados en los brazos de este hombre de fortuna, atento, apuesto y educado.
Fue al regreso de la luna de miel cuando su amiga Celeste descubrió que la melancolía de Dori en lugar de haberse desvanecido en las alas del amor se le había enquistado en el alma y en el pálido rostro. Algo en su interior de muchacha ingenua pareció haber muerto para siempre el día que murió su padre, y aunque todos pensaron que junto a Gonzalo superaría el duro golpe, por el contrario, la tristeza se refinó y comenzó a agarrarse a su alma como un parásito que asomaba a sus ojos en forma de amargura. Celeste vio regresar de Italia a una Dorothy que los demás no vieron o no quisieron ver: se encontró con una jovencita pendiente todo el tiempo de ocultar el abatimiento, de encubrir la tristeza con una sonrisa en los labios que sus ojos desmentían.
Una tarde, a solas en el invernadero de la casa de Barracas —casa que el pueblo rebautizó inmediatamente como la casa Punzó—, mientras cortaban rosas para los búcaros, con su habitual desparpajo Celeste le había dejado caer:
Cara mia, creo que te olvidaste algo allá, en Taormina. ¿O acaso no sos feliz con el Gallego?
Dorothy le había respondido muy seriamente, con un verdadero gesto de circunstancia que rayaba en el dolor: Vos sabés que amo a Gonzalo con toda mi alma y todo mi corazón. Y con auténtica ingenuidad, mientras se succionaba una gota de sangre que una espina le había hecho en una mano, había agregado convencida: no, querida, no me olvidé nada en ningún hotel ni en Inglaterra ni en Italia.
Me refiero al cuore, había precisado Celeste, dándose golpecitos con el índice en el pecho.
Y Dorothy, tomándoselo a broma y muerta de risa, le había recriminado: ¡No seas sonsa, Celeste! Vos sabés muy bien que mis sentimientos pertenecen a un solo hombre, a Gonzalo. Y acto seguido se había ruborizado como una colegiala.
¿Pero estás segura, darling, que todo va bien?
¡Claro, sonsa!
UN PASEO POR LA ALAMEDA
A medida que transcurría la mañana, con la tibieza del sol y la extremada humedad que llegaba del río, arreciaron los insectos voladores. Pero la curiosidad pudo con las molestias que estos ocasionaban y con el miedo al tigre. El animal estuvo un buen rato yendo de una plaza a la otra, pasando bajo el gran arco de la Recova, rondando la Pirámide de Mayo, más hastiado de las moscas y los tábanos zumbones que de la fauna humana que lo vigilaba azorada, de la gente boquiabierta y pendiente de su sigilo; hasta que decidió marcharse, y sin abandonar su regio y sensual porte, se encaminó por 25 de Mayo, donde desapareció justo cuando un rayo de sol le relumbró en el lomo como un ascua.
Bonifacio Soler no pudo negarse a los deseos de las mujeres de su familia y ordenó al cochero recoger a Dorothy camino de la Recova, pero antes enfilaron por Santa Rosa para ir a buscar a Celeste, su hija mayor, y a su esposo, Leandro Reyes, con quien llevaba casada un par de años, un joven criollo, militar de carrera, con un prometedor futuro. Cuando llegaron a la plaza de la Victoria, sobre las dos de la tarde, el aire apestaba a las viandas que consumían los tenderos de la Recova, y la vida había recuperado el aspecto y ritmo habituales: los vendedores ambulantes, el comadreo de las vecinas, la música de los negros candomberos, los jinetes paseando su apostura, todo había vuelto a su cauce y en el aire pegajoso, junto a los ávidos moscardones arremolinados en torno a las canastas de achuras, pescado y mondongo, se cernían los comentarios controvertidos y rocambolescos de mulatos, negros y orilleros, y por encima de tufos y rumores, persistía en el aire el olor salvaje del tigre.
A esta hora es imposible venir a la Recova, darling, protestó la señora Steagman. El hedor de las viandas que se traen estos pobres diablos es insoportable. ¿Pero qué come esta gente?
No tengo ni idea, mamá, apuntó Celeste. Supongo que puchero, guiso de mondongo y esas mismas cosas que comemos nosotros en platos y en la mesa.
Sí, pero se lo comen todo rancio, agregó haciendo un gesto de asco.
Blanca necesitó expresar su decepción y contrariedad ante la ausencia del tigre improvisando sus habituales caprichos:
Tatita, podríamos acercarnos al barrio del Tambor y...
Pero su padre no le permitió continuar y se apresuró a recriminarle:
Lo siento, m´hijita, pero tu padre ahora tiene que arreglar asuntos más importantes que ir al barrio del Tambor; además, acabo de llevarte pasteles a casa y ni siquiera los probaste.
Blanca intentó oponer resistencia, frunció el ceño:
Please, no eran del barrio del Tambor, tatita.
Esta vez sí bastó una mirada conminadora de su madre para callarla.
En ese momento, Celeste se volvió hacia Dorothy y con inflexión cariñosa, mientras se espantaba maquinalmente las moscas con el abanico de nácar, que a su marido le había costado ochenta pesos, le dijo:
Tenemos que ir al circo, darling. No quiero perderme por nada del mundo uno de esos animales exóticos; además me han hablado del número del «Ropero Volante» que hacen el señor y la señora Smith, los dueños del circo. Y dirigiéndose a su joven marido, sacudiéndole cariñosamente un brazo, le exigió: Leandro, tenés que llevarnos esta misma tarde al circo. Y también le vamos a decir a Alberta que venga.
¿Qué es el «Ropero Volante»?, quiso saber Blanca, vivamente intrigada y olvidándose de los pasteles.
El señor Smith y su esposa se cambian de ropa sobre el caballo al trote.
¡Se dice que es wonderful!, se apresuró en aclararle su madre, quien ya se había enterado por su comadre la señora de Urruabarrena de la llegada del circo y sus atracciones.
¿Alberta?, preguntó Leandro, rumiando con extrañeza. Ajeno a la charla de las chicas, tenía la cabeza puesta en la misión que le habían encomendado sus superiores de acudir a Córdoba a aplacar a los indios de la Cueva del Tigre, que últimamente andaban algo soliviantados y muy amigos del gaucho Facundo. Odiaba a esos indios atontados, que no hacían nada en la vida y mataban el tiempo chupando vino y sacándoles la lengua a los blancos cuando se acercaban a sus pircas.
Sí, querido, misia Alberta Brawm, precisó Celeste.
¡Ah!, La pálida y desvaída misia Alberta, repitió su marido con afectación e ironía, olvidando por un momento a los indígenas cordobeses que lo obligaban a alejarse de su mujercita.
Celeste le tapó la boca con una mano cariñosamente y frunció el ceño.
Vivamente entusiasmada con la proximidad de la aventura, Blanca propuso invitar también a Rosalía de Bartrina.
Su madre acusó como una bofetada la proposición de Blanca e instintivamente observó de soslayo a su marido, pendiente de la necesidad de intervenir con todo su tacto si fuera necesario, pero afortunadamente no hizo falta: el capitán Soler supo disimular elegantemente el resquemor que le produjo oír ese apellido. También Celeste percibió con meridiana claridad el malestar general que la infidencia de Blanca había creado, sobre todo delante de Dorothy, y dirigió a su hermana pequeña una brevísima pero amonestadora mirada...
Dorothy se ruborizó. Bajó los ojos rehuyendo las miradas suspensas que no llegaron a cruzarse, y con una sonrisa forzada, se excusó con un murmullo:
Yo no voy a poder ir, tengo asuntos pendientes.
Haciendo gala de un distinguido civismo británico, todos, incluida Blanca a pesar de sus dieciséis años, cambiaron de tema. Y, como no tenían nada más que hacer esa mañana, decidieron acercarse al Paseo de la Alameda para continuar luego por El Bajo; al menos allí no habría moscones y la brisa que soplaba del río sería más fresca y menos pegajosa. Bonifacio Soler halló una excusa y se las ingenió para llevarse a su mujer consigo, dejando a las muchachas bajo la custodia de su yerno.
Cuando se habían alejado unos metros, y mientras hacía señas para detener a un coche de punto que los devolviera a su casa, le cuchicheó a su mujer:
Querida, no tenemos por qué aguantar ni a los Carballido ni a los Bartrina, son unos traidores a la patria, son amigos del chancho Rosas e impulsores de la Mazorca. ¿Sabés que ellos ponen plata para financiarla y pagar así a los sicarios que van por ahí dando palos?
¡Pero, Bonifacio!, protestó su mujer. Estás hablando de Dori y Rosalía, y ninguna de ellas tiene culpa ni es responsable de lo que piensen o hagan sus maridos... A Dori la conocemos desde que era una criatura, y a sus pobres padres. Además, ella no es como el Gallego, no te olvides.
¡Callate, no quiero oír hablar de esta gentuza! Y acto seguido soltó un improperio cuando vio que había metido un pie en una bosta de caballo.
Una vez dentro del vehículo volvió a insistir, aunque suavizó el tono y se disculpó:
Lo siento, querida, sabés que aprecio a esa chica, como aprecié a sus padres, pero el Gallego Carballido es un desgraciado que le chupa las medias a Rosas y lo único que le preocupa son sus negocios, sus minas en el norte, su plata y su cobre que dependen de las promesas del chancho, y Tomás Bartrina está implicado en una conjura masónica liderada por la mujer del chancho. Y al Gallego le viene muy bien la promesa de Rosas, si vuelve a gobernar (dios no lo permita), de cambiar las leyes de Aduana a favor de las provincias... Ya sabés lo que eso significa.
¿Qué significa?, quiso saber ella, confundida, hecha un verdadero lío.
¡Plata para sus bolsillos! ¡Jugosos negocios!, exclamó, frotando índice y pulgar.
A mí no me vengas con esas cosas de política. Y a vos también te preocupa la marcha de tus business, protestó su mujer, mezclando, como era natural, su lengua natal con la adquirida. Además Gonzalo no es gallego, es asturiano.
Ya lo sé, es un decir. Pero yo no traiciono ni mis principios morales ni los de mi gente. Y Dorothy parece haber olvidado la crianza y educación liberal que tuvo y se ha vuelto como su marido. Ahora van incluso a misa cada domingo.
La señora de Soler volvió a la carga:
Dori ha sufrido mucho en los últimos años. Sos un desconsiderado. Perdió a su padre, a su madre, se quedó en la ruina. Para una chica sensible como ella... Y nosotros también acudimos a misa...
Pero de vez en cuando, y porque es bueno para que Blanquita conozca a jóvenes de su edad. Y a esa otra muchacha, Rosalía —recuperó el asunto—, apenas si la conozco, pero su marido Tomás Bartrina es un importante e influyente miembro de la Mazorca, y no me extrañaría que tuviera algo que ver en la muerte del padre de Dorothy.
¡Por favor, dear, la boca se te haga a un lado!
Y acordate bien de lo que te voy a decir: aquí está a punto de pasar algo grave y gran parte de culpa la tienen rosistas intransigentes como los Carballido o los Bartrina.
¿Te referís a lo que se rumorea por ahí?, quiso saber su esposa, e hizo un gesto con una mano en sus mejillas que señalaba barba y patillas.
Sí, vos sabés a qué me refiero: a un tigre que no es precisamente el de Bengala que apareció esta mañana en la Recova, un hombre que aunque no me gusta nada es preferible que siga vivo, por el bien de todos.
Dios no lo permita, murmuró ella, llevándose una mano a la boca. Y haciendo un gesto de superioridad y picardía contenida agregó: y te comunico, por si no lo sabés, que se quitó la barba y se enruló las patillas por consejo de su peluquero.
LAS PORTEÑITAS
Tanto las hermanas Soler como Dorothy, Rosalía y misia Alberta mantenían una estrecha amistad ajena a los ardores e intereses políticos que un día propiciaban inexplicables alianzas y al otro, abismos de odio; desencuentros y enconos nunca lograron resentir estos afectuosos lazos forjados en la niñez y adolescencia. No concebían como propias las desavenencias y odios entre las familias poderosas, y fundamentalmente entre las suyas propias, y aunque les afectaba la eterna e insoslayable inquina que se había apoderado de todos, y con mayor aspereza con la llegada de Rosas al gobierno, consideraban estas pasiones como asuntos de honor entre patriarcas, asuntos de los que ellas preferían mantenerse al margen, porque eran cosas más propias de hombres que de mujeres: tenían claro que la política había sido creada para ellos, a imagen y semejanza de los hombres, y no para ellas, y la prueba estaba en que era en sí misma algo ininteligible, árido y terriblemente complicado y, además, aburrido hasta el hartazgo y peligroso.
Era Rosalía Burgos de Bartrina la amiga más reciente y también más candorosa, que se les había unido años después de llegar los padres de Dorothy de Inglaterra y afincarse definitivamente en la capital, de donde ella procedía. Por entonces no tenía más de quince años, y era una hermosa pelirroja muy alta para su edad. Su matrimonio con Tomás Bartrina, joven de familia de caudillos criollos oriundos de San Juan, con una carrera militar acreditada, fue arreglado para reforzar sendos poderíos y fortunas familiares en lugar de enlazar corazones, pero a ella no parecía importarle demasiado, siempre se mostraba vivaracha y feliz, como si con este arreglo hubiera satisfecho todas y cada una de las aspiraciones de su vida, que no parecían ser muchas y sí acordes a lo que siempre esperó de la institución del matrimonio: estabilidad, fortuna y reconocimiento social. Además, no era mujer apasionada, sino indolente en materia de afectos y querencias. Virtudes a su favor eran la lealtad y fidelidad, a las que rendía fervoroso culto, y era tímida por naturaleza, pero como todos los tímidos, tenía brotes de audacia en los que podía cometer los mayores disparates y descaros. Susceptible, con un carácter débil, pero voluntariosa, se desmayaba con frecuencia como mecanismo para evadir la realidad cuando no le gustaba o se veía superada por los acontecimientos.
En cambio, la amistad de Dorothy con Alberta Brawm venía de antaño, pues ambas familias habían frecuentado los mismos salones londinenses antes de embarcar sus vidas en los temerarios proyectos transoceánicos. Los cenáculos y visitas de una familia a otra desde sus respectivos asentamientos en Buenos Aires eran habituales y las hijas fueron compañeras de juego, grandes amigas y confidentes. Los lazos afectivos entre Alberta y Dorothy eran estables y sólidos, a pesar de las diferencias de carácter, o quizás por estas.
CONFIDENCIAS BAJO LA PÉRGOLA
Atardecía. Al abrigo de las glicinas en flor, las hermanas Soler mateaban y se hacían extraordinarias e inofensivas confidencias, alejadas cuanto podían de las sirvientas chismosas, siempre con las orejas de punta y la lengua dispuesta a desatarse. Celeste llevaba preocupada por Dorothy desde el regreso de esta de la luna de miel con el espíritu embargado con más tristeza que la esperada dicha. Con el paso del tiempo, en lugar de mejorar parecía haber empeorado y no había consuelo ni forma de aplacar la pena. Poco o nada podía hacer por su amiga del alma cuando había que arrancarle con pinza las palabras, y ni hablar de ganarle una intimidad o confidencia, porque se había vuelto en extremo reservada, o mejor aún, susceptible y recelosa.
Un heredero varón es lo único que le preocupa al Gallego. A cambio, está dispuesto a hacer por Dorothy cualquier cosa, lo que ella le pida, bajarle la luna si es preciso. Celeste hizo un silencio para recapacitar, sorbió el mate con fruición, y agregó enfurecida: ¡pero este hombre no se da cuenta de que le está haciendo mucho daño porque ella no tiene culpa si no se queda en estado!
Si dios no quiere darle hijos... dijo Blanca, con el aplomo digno de un adulto, como si su reflexión fuera de una sabiduría inequívoca.
Su hermana saltó:
No se trata de dios, Blanca. ¡Hay veces que decís unas tonterías que mejor no hablar con vos!
¡Bueno, ahora no la pagués conmigo, que yo no tengo la culpa!, rezongó la pequeña.
Tenés razón Blanquita, perdoname, pero el Gallego me subleva. Por desgracia, la felicidad de Dorothy depende de la de Gonzalo. Me consta que ella hace todo cuanto está a su alcance para hacerlo feliz y ni siquiera se mete con sus ideas. Y refiriéndose al mate, que le devolvía vacío a su hermana, le señaló alzando las cejas con un gesto de suficiencia: no me pongas tanta azúcar, please.
Me da tanta lástima. Tenemos que ayudarla... ella es tan buena, propuso Blanca recuperando su natural ingenuidad.
Mirá, Blanquita, yo había pensado proponerle que diera una fiesta en su casa de Barracas, como en los viejos tiempos, y reunir allí a sus mejores amigos.
¿Cómo cuando era azul clarito?, la interrumpió su hermana.
Sí, antes de que Gonzalo la pintara de... Celeste no mencionó el color, porque hacerlo podía acarrear la desgracia, y prosiguió: creo que ya es hora de que abandone el luto por su pobre mamita y disfrute de la vida. Aunque sé que tatita y mamá no querrán asistir no me importa; porque ellos ni locos van a venir a una fiesta en una casa pintada del color de los chanchos y con lo que detestan a Gonzalo. Pero solo pienso en el bienestar de Dori, y es necesario que ocurra algo en su existencia que la sacuda y la saque de esa tristeza en la que lleva sepultada meses. ¿Me entendés?