Kitabı oku: «Acercamientos multidisciplinarios a las emociones», sayfa 5
29 Strawson habla sobre actitudes y sentimientos, pero sus ejemplos incluyen lo que entendemos por emoción.
30 Así, por ejemplo, cuando una persona admira, o le tiene miedo a otra, seguimos atribuyéndole admiración o miedo sin que se presenten todos los rasgos de los episodios emocionales. No podemos decir que siente miedo todo el tiempo o que tiene disturbios fisiológicos, sino que la atribución de una emoción o de conjuntos de emociones, o rasgos emocionales, se hacen en función de las cosas que hace o deja de hacer durante todo el tiempo en que podemos atribuirle esas emociones.
31 Aunque yo creo que puede haber otras formas de intimidad en las que no existe igualdad interpersonal. Más adelante me ocuparé de relaciones íntimas que son asimétricas, como las que pueden existir entre los miembros de una familia, digamos madre e hijo.
32 Existen relaciones cercanas que no son íntimas. Por ejemplo, trabajar con alguien al que se ve todos los días, pero sin desarrollar amistad.
33 Véase Baier (1986: 236). Ella afirma que se trata de un predicado triádico: A confía en B para C.
34 Es posible hablar de una confianza primitiva o básica como la que tiene el niño pequeño hacia sus padres y que se vuelve consciente en la medida en que se ve defraudada, esto es, en la medida en que empieza a haber motivos para desconfiar.
2
Neurociencia y emoción.
Aproximaciones al diálogo con la Sociología
Adriana García Andrade1 y Olga Sabido2
De unos años a la fecha es usual encontrar en distintos medios afirmaciones como “el amor está en el cerebro, no en el corazón”,3 dichos enunciados se atribuyen a una línea de investigación cada vez más visible: la neurociencia. Desde una perspectiva sociológica podemos decir, si seguimos a Giddens y su categoría de la doble hermenéutica, que esos conocimientos se están infiltrando en la manera en que los seres humanos damos sentido a nuestras vidas, a nuestros cuerpos y a nuestras emociones. Por más de una razón resulta relevante hacer un mapeo preliminar de este tipo de saberes. Pero se vuelve urgente si el propio tema de investigación (el amor corporeizado, García Andrade y Sabido, 2016b; Sabido y García Andrade, 2015) se cruza con los intereses de la llamada neurociencia. ¿Qué es la neurociencia? ¿En qué está sustentada su “verdad científica”? ¿Qué aporta al estudio de las emociones, del amor, el cuerpo y la sensibilidad? ¿Cuáles son sus límites? Por supuesto, aún no tenemos todas las respuestas, pero iniciemos el viaje para tener algunos criterios objetivos que nos permitan apreciar en su justa medida lo que la neurociencia puede aportar a nuestro tema, y qué podemos aportar a estos estudios.
En este trabajo presentaremos una primera aproximación a la neurociencia, cuáles son algunas de las condiciones sociales y científicas que hicieron que esta rama de la ciencia se volviera tan visible. Presentamos dos posiciones en la neurociencia con respecto a las emociones (emociones básicas y secundarias vs. emociones complejas) que permiten apreciar en dónde es posible tender puentes para la construcción de esfuerzos interdisciplinarios de investigación. Una de las propuestas que aquí se presentan es que es posible dialogar con los neurocientíficos que tienen una comprensión del cerebro como una entidad sistémica y no dividida en partes con funcionalidades específicas; científicos que no separan emoción de razón, que disuelven las causalidades simples, y que incluyen a la cultura y la sociedad como instancias importantes en la constitución del propio cerebro/cuerpo. Presentamos aquí al neurólogo Antonio Damasio como uno de los autores, entre otros, que permite estos intercambios de manera fluida. Esto es posible atisbarlo por la recepción de sus trabajos en las ciencias sociales. En este caso analizaremos su recepción en los trabajos de los sociólogos James Jasper (2012), Philip Vanini (2012) y Löic Wacquant (2014).4 Concluimos con algunas consideraciones con respecto a la manera de cómo podemos leer y colaborar con la investigación neurocientífica que pueda ayudar en nuestros objetivos de investigación.
¿Qué es la neurociencia?
En primer lugar, la neurociencia no es una disciplina como las que conocemos tradicionalmente. Como afirman Rose y Abi-Rached, la creación de la neurociencia no suponía la eliminación de las distintas disciplinas que la componen, sino la de “crear un espacio común en el que pudieran interactuar” (Rose y Abi-Rached, 2013: 42). Así, el objetivo era —por lo menos para Francis O. Schmitt, uno de sus promotores— organizar tres áreas intelectuales para avanzar en el conocimiento del cerebro: una que investigara el nivel molecular, otra las características de la red neuronal y otra la relativa al comportamiento. Por ello, en la neurociencia se pueden agrupar disciplinas tan disímiles como química, biofísica, neurobiología, psicología, psiquiatría o matemáticas.
Además, una de las características que define a la neurociencia como “espacio de convergencia” entre diversas disciplinas, es el alto grado de especialización. El espectro cubre desde la neurología del comportamiento de pacientes con daño cerebral, neurofisiología anatómica, neurociencia computacional hasta neurofisiología visual en gatos, entre muchas otras (Iacoboni, 2008).
Algunos autores afirman que la neurociencia aparece en 1962, cuando se crea el Neuroscience Research Program en el MIT5 (Blanco, 2015: 130), en el que Francis O. Schmitt tiene un papel fundamental. A decir de Blanco, Schmitt ya había realizado una empresa semejante con la biología y tenía claro que para entender la operación del cerebro “era necesario contar con especialistas procedentes del mayor número de campos posible relacionados con esa temática” (Blanco, 2015: 129). Para este autor, no sólo es importante la iniciativa del científico, sino también la institución que le da cabida al proyecto. El MIT en los años 60 tuvo “un papel protagonista en la emergencia de las ciencias cognitivas y en el desarrollo de la gramática generativa” (Blanco, 2015: 131).
Se prefirió el nombre de neurociencia, en lugar de neurobiología, precisamente para dar cabida al mayor número de disciplinas interesadas en el cerebro. En estas reuniones convocadas por Schmitt, el gran logro no fue responder “las grandes preguntas” sino hacer dialogar a especialistas respecto a sus descubrimientos en el área específica (intercambio de datos) y el planteamiento de nuevas hipótesis, explicaciones y rutas de investigación. Con estos insumos, se publicó el Neurosciences Research Program Bulletin, que reunió las ideas discutidas en las sesiones de trabajo (Blanco, 2015: 132). Estos trabajos de discusión y presentación monográfica, culminan con la publicación de The Neurosciences: A Study Program, en 1969, que constituye “una especie de ‘acta fundacional’ de la neurociencia” (Blanco, 2015: 132).
Sin embargo, no se puede hablar de una disciplina coherente en términos conceptuales o metodológicos. Como se ya ha presentado, la neurociencia aparece como un espacio de intercambio entre disciplinas con sus propias lógicas de operación. A pesar de esta diversidad, sí existe algo que engloba a todos los que se adhieren al membrete “neurociencia”. Y esto es que comparten un “estilo de pensamiento neuromolecular” (Rose y Abi-Rached, 2013: 42). Este incluye en términos generales los siguientes principios:
1. El cerebro es un órgano como cualquier otro, y por ello, “muchos procesos y estructuras neurales básicas se han conservado en la evolución”. En ese sentido, hay características comunes con otras especies.
2. La neurotransmisión cerebral es química y eléctrica.
3. Todos los procesos mentales suponen un correlato cerebral, un evento del cerebro. (Rose y Abi-Rached, 2013: 43).
Estos principios impactan en el tipo de experimentos posibles, en las deducciones que se hacen, en la creación de un “nuevo” cerebro y, por ende, en una nueva forma de pensar de cómo se conoce la realidad (es decir, tienen un impacto ontológico y epistemológico).
Algunas condiciones de posibilidad
Pero, ¿por qué aparece la neurociencia? ¿Por qué de manera tan avasallante? Desde la sociología de la ciencia se requeriría un tratamiento de largo plazo para dar cuenta de cuáles han sido las condiciones de posibilidad que explican dicha emergencia. Como primer paso, podemos retomar a algunos autores que dan cuenta de ciertos rasgos que explican su diseminación en el mundo de la vida cotidiana. Por ejemplo, Rose y Abi-Rached (2013) proponen que esto tiene que ver con cuestiones conceptuales6 (una nueva noción de cerebro y procesos cerebrales), pero también con cuestiones tecnológicas, institucionales y económicas. A este listado, Pickersgill (2013) agrega cuestiones militares y las expectativas que se generan en los medios de comunicación respecto a su impacto en la salud y en la vida cotidiana. Las cuestiones tecnológicas se refieren a la aparición en los setenta de la tomografía computarizada (computerized tomography scanning, CT) y de la resonancia magnética (MRI) en los ochenta; a esto se agregaron la “tomografía de emisión de positrones (PET) y la resonancia magnética funcional (functional magnetic resonance imaging fMRI)” (Rose y Abi-Rached, 2013: 12). Estos aparatos presentan imágenes del cerebro (aunque en realidad son simulaciones, no fotografías), pero el más avanzado (fMRI), “literalmente nos da fotos” (movie pictures) del funcionamiento o actividad [del cerebro] (Franks y Turner, 2013: 2). Aunque las imágenes son indirectas ya que no se ve la actividad neuronal, sino se mide el nivel de oxígeno en distintas áreas del cerebro (Franks y Turner, 2013: 2), por primera vez en la historia se puede ver el cerebro en funcionamiento. Esto recuerda el movimiento en la medicina cuando Andrea Vesalio dedicó su vida a bosquejar el interior del cuerpo. Ver dentro del cuerpo significó un cambio radical en la percepción social del mismo (Faure, 2005). Y, efectivamente, en esta sociedad donde la vista es el sentido por excelencia, “las imágenes tienen indudables poderes de persuasión” (Rose y Abi-Rached, 2013: 13).
Con cuestiones institucionales, nos referimos a la aparición de enormes proyectos científicos financiados por el Estado,7 financiamiento que se ha prolongado hasta la fecha. Entre estos proyectos se encuentran el “Human Brain Project”, la iniciativa de los EE.UU. llamada “B.R.A.IN.”, el “China Brain Science Project”, el “Brain/MINDS” japonés y el “Inspiring Smarter Brain Research in Australia” (Panese, Arminjon y Pidoux, 2016: 3). Los proyectos aparecen, como afirman Francesco Panese y sus colegas, con la expectativa de mejorar “la salud de la población” con enfermedades neurodegenerativas y sufrimiento psíquico (Panese, 2016: 4).
En la visualización y producción de la neurociencia, un factor muy importante es el económico. Los científicos lograron vender la idea de que pueden tratar, detener y mejorar padecimientos cerebrales y que esto a la larga ahorrará dinero. La idea la compraron no sólo los gobiernos (como se ve en los proyectos financiados), sino también la industria farmacéutica que vio clientes potenciales amarrados de por vida, pero también los productores de escáneres, los vendedores de servicios de diagnóstico y un largo etc. Rose y Abi-Rached dan algunas cifras para Estados Unidos y afirman que la inversión para esta rama de la ciencia en 1995 fue de 4.8 billones de dólares y creció a 14.1 billones diez años después. Además, “casi la mitad de la inversión vino de la industria” (Rose y Abi-Rached, 2013: 16). El impacto económico no sólo se observa en la posibilidad de hacer investigación, sino en presiones económicas para los investigadores. Concordamos con Rose y Abi-Rached cuando dicen que esto podría explicar el afán y sobre entusiasmo de los científicos al presentar en los medios de comunicación generalizaciones de resultados “sobre muestras muy pequeñas” y afirmar que de los estudios en animales se puede “saltar rápidamente” a “desarrollos terapéuticos para los humanos” (Rose y Abi-Rached, 2013). Las presiones económicas alteran, dicen los autores, “nuestros regímenes de verdad”.8
El tercer factor se podría haber agrupado dentro de las presiones económicas, pero reviste especial importancia porque muestra la asociación de esta ciencia con la industria de la guerra. Como Pickersgill afirma, esta asociación devela especialmente una complejidad moral (en el anterior caso también es evidente, pero aquí el objetivo no es cómo mejorar la vida de la gente sino cómo hacer eficiente la destrucción del otro). La investigación financiada por el ejército incluye el mejoramiento de las capacidades de los soldados utilizando productos farmacéuticos o “aparatos que generen una cognición superior” y con ello mejoren la seguridad nacional a través de detección o engaño “neurotecnológico” (Pickersgill, 2013: 327). El interés en lo anterior ha aumentado desde el incidente del 11 de septiembre y esto ha contribuido a la producción de “modelos del cerebro que refuerzan nociones sociales respecto al engaño, la verdad y la desviación” (Littlefield, citado en Pickersgill, 2013: 327).
Un cuarto factor está asociado con la expectiva que genera la representación de las neurociencias en los medios de comunicación, en tanto ésta se presenta como la “solución” de problemas cotidianos que atañen al ámbito emocional. Relacionado con lo anterior, podemos enfatizar puntualmente el impacto de las neurociencias con la cultura del cuidado. Ahí, la narrativa prestada de las neurociencias es visible en los medios de comunicación y libros de autoayuda (Pickersgill, 2013). En ciertos sectores sociales, los padres pueden llegar a convertirse en consumidores potenciales de estos discursos relacionados con los cerebros de los bebés, niños, adolescentes y adultos jóvenes (Pickersgill, 2013: 329).9 También esta relación se vincula con la psiquiatría y la farmacología, donde la aparición de internet posibilita una relación directa de los escritos de divulgación de las neurociencias con los consumidores (Pickersgill, 2013: 330). Como señala Frazzeto, “el que hoy día la tristeza y la depresión se expresen en términos de neurotransmisores y desequilibrio del cerebro, tiene implicaciones directas en la medicalización” (Frazzeto, 2013: 176).10
Un quinto factor que no analizan los autores mencionados, ni la literatura que evalúa la amplia difusión y crecimiento de la neurociencia, es la incidencia o recepción que ha tenido en ciertos sectores de la población que han encontrado alivio a su sufrimiento gracias a las consecuencias prácticas de esta ciencia. Pensamos por ejemplo en detecciones tempranas de degeneración cognitiva, tratamientos paliativos a enfermedades como el Parkinson, medicación a enfermos que anteriormente no tenían otra opción de vida que el encierro psiquiátrico. Lo anterior es un tema que habrá que explorar con detalle para observar cómo se utilizan los descubrimientos científicos y por quiénes, cuestión que por el momento no es posible abordar en este trabajo.
¿Incompatibilidad con las neurociencias o polémica dentro de las neurociencias?
El caso de las emociones
Entre los científicos sociales hay mucho escepticismo al acercarse a las neurociencias. Como William M. Reddy sugiere: “¿Cómo puede el investigador estar seguro de que no está sólo retomando tópicos que resuenan con sus propios intereses?” (Reddy, 2014, 42). Más cuando el campo crece con tal rapidez que es imposible seguir con claridad todas las polémicas, las aproximaciones teóricas y los datos o supuestos que están avalados por la comunidad científica11 (Franks y Turner 2013, 2; Rose y Abi-Rached 2013, 41). No podemos retomar todas las disputas aquí. Sin embargo, es importante mencionar una que es relevante dentro de la neurociencia y nuestro tópico de investigación, es el amor corporeizado, el cual entendemos como un tipo específico de vínculo de pareja que implica significados y materialidad. Es decir, cuerpos situados espacio-temporalmente y genéricamente diferenciados. Es por ello que hemos recuperado dentro de la complejidad de este ámbito de estudio, tan sólo una línea relacionada con quienes postulan la existencia de emociones básicas y quienes se oponen a esta visión.12 La división no es tan clara, pero a lo largo de la exposición podrán observarse las tendencias a las que lleva una y otra postura.
¿Qué plantean quienes sostienen una visión de las emociones básicas? En primer lugar, asumen que los seres humanos poseemos ciertas emociones básicas “definidas como categorías pan-culturales o ‘clases naturales’” (Leys, 2014). Es decir, son emociones universales que están cableadas (hardwired) en nuestro organismo y que actúan en forma de reflejo. Las emociones que se incluyen son miedo, tristeza, enojo, alegría, sorpresa y asco.13 Estas emociones son producto de la evolución y por ello nos hermanan con otras especies. Es por ello que, dentro de esta tendencia, una referencia clásica en el estudio de las emociones es La expresión de las emociones en los animales y en el hombre de Charles Darwin de 1872. Es decir, el principio de que las emociones tienen finalidades adaptativas y orígenes evolutivos, así como el hecho de que tienen sede en el cuerpo, pues en última instancia son “una respuesta fisiológica a los acontecimientos que producen en el medio” (Frazzeto, 2014: 19) son aspectos que sostiene la neurociencia: “En esencia, esta visión [la darwiniana] a la luz de los conocimientos de la neurociencia moderna y de la investigación de las emociones animales inferiores, como los roedores, mantiene su vigencia en nuestros días” (Frazzeto, 2014: 21).
En segundo lugar, que cada emoción básica está vinculada a sustratos neuronales específicos (Leys, 2014). Es decir, sostiene una visión modular del cerebro, en el que éste se ve dividido en regiones y no como operando en forma de redes.14 Esta visión observa al cerebro en términos de su proceso evolutivo. Así, es posible dividir el cerebro humano en tres grandes porciones de acuerdo con este proceso. Una primera estaría conformada por el llamado “cerebro reptil” (que sólo poseen los reptiles) y que permite “interacciones rudimentarias: muestras de agresión y cortejo, apareamiento y defensa territorial” (Lewis, Amini y Lannon, 2007: 21). La segunda porción, formada por el sistema límbico, está asociada con la aparición de los mamíferos. En él está la amígdala, que se asume es la zona encargada de las emociones básicas que permiten la supervivencia y la relación con otros de la especie. Finalmente, la tercera porción que es el neocortex y que sólo aparece en los seres humanos. Esta es la zona de la cognición y todos los procesos que esto acompaña (Lewis, Amini y Lannon, 2007: 24). Aunque no todos los neurocientíficos estarían de acuerdo en lo que incluye cada una de tres partes o incluso no lo dividan de esa manera, sí comparten que el cerebro está compuesto por módulos que operan independientemente, aunque tengan relaciones entre sí. Como afirma Franks, ven al cerebro organizado “como una navaja Suiza en la que cada herramienta es autónoma” (2013: 2). Esta visión ha sido llamada “la aproximación locacionista (locationist approach)” del cerebro (Reddy, 2014).
En tercer lugar, y muy ligado a lo anterior, se asume que los procesos emocionales ocurren independientemente de los estados “cognitivos” o “intencionales” (Leys, 2014). Y afirmamos que está muy ligado a lo anterior porque quienes tienen una visión modular del cerebro, asocian la producción de emociones básicas con el sistema límbico. Es decir, las emociones “son involuntarias, no intencionales” y, por ello “no involucran ‘actitudes proposicionales’ o creencias acerca de objetos emocionales en el mundo” (Leys, 2014).
¿Cuál es la principal consecuencia de todo esto para nuestro trabajo en las ciencias sociales y humanidades? La visión de las emociones básicas/cerebro modular asume una diferencia entre emoción y razón, ligada a cuestiones evolutivas y que, por tanto, deja fuera la sociedad y la historia, como si el asco por ejemplo, fuera una mera respuesta refleja del cuerpo a olores repulsivos, y no, como propone Paul Rozin (citado por Leys, 2014) una emoción que “puede acabar relacionada cognitiva, ideacional y simbólicamente con una colección de ítems y objetos que no están relacionados con la comida” (Leys, 2014). O como había señalado en su clásico estudio Ian Miller: “El asco es una emoción […] Del mismo modo que todas las emociones, el asco es algo más que una simple sensación […] Las emociones, incluidas las más viscerales, son fenómenos sociales, culturales y lingüísticos muy ricos […] Las emociones son sentimientos que van unidos a ideas, percepciones y cogniciones y a los contextos sociales y culturales en los que tiene sentido tener esos sentimientos e ideas (Miller, 1998: 30).
A tal grado cobra relevancia un tratamiento del asco en términos integrales y no sólo como expresión impulsiva desligada de procesos cognitivos y simbólicos, que para Martha Nussbaum no es menor el análisis de dicha emoción en el marco de reflexiones que tomen en cuenta el papel de las emociones en el derecho. Según la autora, el asco tiene un papel decisivo en las leyes y las prohibiciones que establece una sociedad. Dependiendo de quien lo experimente, ya sea el juez, el acusado, e incluso la “opinión pública”, el asco juega un papel decisivo en la manera en que la sociedad establece lo que está permitido y lo que es condenable (Nussbaum, 2006: 90).15 Por ello no puede reducirse a un mero reflejo disociado de procesos cognitivos o intencionales.16
Otra perspectiva que se orienta en dicho sentido, es decir, que apunta a la necesidad de pensar en las emociones como procesos complejos que implican procesos simbólicos y cognitivos, es la de la antropóloga colombiana Miriam Jimeno. La autora ha realizado una investigación en la que estudia las “representaciones de la emoción amorosa en la acción violenta” (Jimeno, 2004: 231) así como la “codificación jurídica con la cual se interpreta” (Jimeno, 2004: 232) en una investigación sobre crimen pasional en Brasil y Colombia. Para la autora el crimen pasional no es “un arrebato emocional instintivo”, por lo contrario: “Es más bien la cultura la que moldea la emoción, como una aureola que romantiza el crimen y justifica al criminal” (Jimeno, 2004: 240-241). En este sentido, para Jimeno la recuperación de la neurociencia17 en una antropología de las emociones, es posible sólo si ésta se inscribe en el marco general del desdibujamiento de la dupla razón y emoción.
De modo que, en el momento actual, es posible establecer puentes comunicativos con la neurociencia,18 no desde la tendencia que postula la noción de emociones básicas entendidas como ‘clases naturales’” (Leys, 2014), sino la otra tendencia, es decir, aquella que plantea una noción más compleja de las emociones y, además, postula una visión diferente del cerebro. De un cerebro modular, proponen un cerebro que funciona en forma de redes. En 2012, Kristen A. Lindquist y su equipo presentaron un artículo en el que reanalizaban datos de 656 PET o escaneos fMRI de 243 estudios para ver si era posible sostener la aproximación locacionista de las emociones y concluyeron que “la evidencia decisivamente refuta esta aproximación locacionista” (Reddy, 2014). El artículo fue ampliamente comentado y la conclusión fue que, en la actualidad nadie negaría que la respuesta emocional supone o requiere la activación de regiones como la amígdala (que no es parte del cortex), pero lo que sí se niega es que ésta forme parte de un sistema separado. Luis Pessoa en su comentario al artículo de Linquist et al., concluía que era evidente “que las regiones cerebrales no deberían verse como cognitivas o como emocionales” (Reddy, 2014). Es decir, este modelo rompe con la idea de que existen emociones básicas, que son detonadas como respuestas involuntarias al medio. También con la idea de una subdivisión cerebral de funciones asociada con la evolución y con la distinción razón/emoción. La emoción pasa por un proceso de apreciación, aunque no sea consciente y por eso, es distinto el miedo a un oso del miedo a tener cáncer.19 Y, finalmente, rompe con la idea de causalidad tradicional, lo que aparece son redes que se activan sin poder clarificar en dónde inició el procesamiento de la información. Como reconoce el neurólogo Marco Iacoboni: “la captura de imágenes cerebrales es fascinante, pero nos brinda sólo información correlativa […] no contamos con ninguna información sobre el papel causal de los cambios observados en la actividad cerebral” (Iacoboni, 2013: 92).
Esta disputa no ha quedado zanjada y, cuando en los noventa se comienza a utilizar la “tecnología de los escáneres” parecía que se confirmaba la teoría de las emociones básicas. En estas primeras investigaciones, la amígdala aparecía como la región del cerebro que respondía “rápida y automáticamente a estímulos de miedo...” (Reddy, 2014). Como afirma Reddy, efectivamente se ha confirmado el papel de la amígdala en esta respuesta “tan rápida y automática”. Pero, como apunta el mismo autor, el escaneo cerebral se volvió más sofisticado y se encontraron diferencias entre seres humanos y animales. Es decir, aunque en estas respuestas involuntarias la amígdala aparecía de manera predominante, en los casos humanos, también se activaban zonas de lo que hemos denominado neocortex.
Varios autores (Franks y Turner, 2013; Reddy, 2014; Gross y Preston, 2014) reconocen que esta disputa no ha terminado, y la visión de las emociones básicas sigue teniendo una fuerte presencia en la neurociencia. Los autores también concluyen que la segunda visión es la que resulta más compatible con las ciencias sociales y humanidades y como afirman Gross y Preston, la incompatibilidad parecería ser no entre ciencias sociales y neurociencia sino al interior de la propia neurociencia. Esta disputa se divide entre quienes apoyan la visión de que existen emociones básicas, por un lado, y aquellos que proponen una visión de las emociones como un continuo.