Kitabı oku: «Filosofía para una vida peor», sayfa 3

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II. La vida como simulacro o el timo vital

Cioran no fue el primer pensador en presentar la existencia humana como algo defectuoso. En realidad, por mucho que se insista en lo negro de sus planteamientos, Cioran se queda corto en explicar hasta qué punto las cosas carecen de valor. Veamos este aforismo y comparémoslo con un planteamiento de otro pensador del siglo IV a. C. Escribió una vez Cioran [Del inconveniente de haber nacido, de 1973, publicado en Taurus, Madrid, 1998]:

“Están filmando: la misma escena se vuelve a empezar varias veces. Un transeúnte, seguramente provinciano, no sale de su asombro: ‘Después de esto, nunca más iré al cine’.

Se podría reaccionar de la misma manera frente a cualquier cosa cuyo secreto se haya penetrado. Sin embargo, por una obnubilación prodigiosa, los ginecólogos se encaprichan de sus clientes, los sepultureros engendran niños, los incurables hacen abundantes proyectos, los escépticos escriben…”

Parece casual que Cioran recurra al cine para exponer de nuevo la idea: la vida es una simulación, nada es auténtico, nada contiene el bien o la realidad que parece contener. Platón, en el siglo IV a.C., describió también el timo vital en unos términos no menos radicales e igualmente cinematográficos. Según él, como es sabido, las personas vivimos en realidad encadenadas desde el nacimiento en el fondo de una caverna. Vivimos de espaldas y muy alejados de la entrada y ninguna luz natural nos llega. Y ni siquiera sospechamos nuestro cautiverio: nuestra condición innata son las cadenas y las tinieblas. Nuestros ojos están eternamente fijados en la pared del fondo, en la que unos hombres manipuladores proyectan las sombras de ciertos títeres que ellos manejan delante de un fuego situado un poco más arriba de nuestras cabezas. A esas sombras, a esta película anterior a toda película, como era de esperar, la llamamos lo real.

Dice la alegoría platónica que a uno de los prisioneros se le hacen saltar las cadenas y se le obliga a salir. Todo ello para su sorpresa y espanto, claro está, puesto que no era consciente de su cautiverio, y a nadie le gusta avanzar hacia lo desconocido. Al salir va quedando cegado por la luz que invade sus ojos poco avezados. Pero al tiempo, y ya en el exterior, puede distinguir lo que le rodea: reconoce en plenitud cada objeto que antes sólo había visto en sombras. Al volver para contarlo a todo el mundo, no recibe más que incomprensión y rechazo, y por su perseverancia en mantener el relato que los demás no quieren escuchar −demasiado perturbador y demasiado lleno de consecuencias para darle la razón− deciden matarlo.

Platón usa este relato para apoyar la teoría que dice que hay dos mundos en realidad, que se corresponden con el interior y el exterior de la caverna. Sólo el mundo inteligible −el que no se capta por los sentidos− merece ser calificado como real: el mundo presente, en el que nos encontramos, sólo está hecho de sombras. Es sin duda una idea chocante, que nos recuerda demasiado a lo que el posterior cristianismo delimitó como la Tierra y el Cielo, lo temporal y lo eterno. Pero ésa no es en absoluto la lectura que debemos hacer. La interpretación que nos interesa es la que hubiera hecho Cioran o cualquier otro pesimista: nuestro mundo presente es, sin ningún matiz ni sombra de duda, lo único real. No existe otra realidad que ésta que nos rodea. Sin embargo, en términos de valor, nuestro mundo, nuestra realidad, es una pura sombra.

Para lograr ver la inanidad de lo que nos rodea, su falta de valor, es necesaria una lucidez que sólo en algunos momentos llegamos a tener y que, en general, rechazamos, porque no nos ayuda a vivir. Es de lo que habla Cioran al referirse al ginecólogo, quien, a pesar de acceder diariamente a la intimidad física del cuerpo de las mujeres, sigue apegado al supuesto encanto de la feminidad; de esa lucidez carece igualmente el sepulturero, quien a pesar de tener que manejar la podredumbre de los cuerpos sepultos casi a diario –cuando se necesita espacio para los muertos más frescos– decide engendrar futuros cadáveres; Cioran se queja de sí mismo, cuando, como escéptico, se da cuenta de su incoherencia al escribir un libro más. Cualquiera de nosotros ve y no ve estas contradicciones. Nunca dejamos que el pensamiento de la inanidad de la vida humana invada por completo nuestro espíritu.

Comprendemos y simpatizamos además ahora con el filósofo rumano: si desde la adolescencia uno no puede abandonar la idea de que lo que parece tener valor en realidad no lo tiene –sin poder sumergirse en el sueño, que, con sus lícitos delirios es lo que pone fin a la lucidez y trae las ilusiones de una nueva mañana–, ha de acabar como Cioran: viviendo sin poderse comprometer con ninguna causa, sin trabajo, sin familia, sin ganas de volver a su tierra natal ni ganas de quedarse, desarraigado de todo excepto de la escritura que, por un lado, resulta lo único que hace disminuir el dolor, y, por otro, resulta lo único que uno sabe hacer –en su caso. Sin ilusión (o engaño) no es posible emprender ninguna tarea.

Todos, decíamos, tenemos muy de vez en cuando, y aunque sea muy fugazmente, la experiencia de que lo que amamos, en realidad, no es ni puede ser tan valioso. Pero casi luchamos contra ese tipo de lucidez. Tomemos el amor, por ejemplo. A los enamorados, por un lado, y a una madre dedicada a su hijo, por otro, les resulta imposible admitir que el objeto de su amor es alguien como cualquier otro. Amar es engañarse respecto la intercambiabilidad de los seres humanos (algo, que, por otro lado afirmamos con orgullo al proclamar la igualdad de todos los hombres, y el respeto debido a todos). Si un enamorado considera a su enamorada como una mujer entre otras, se puede certificar ipso facto el final del amor. El apego de una madre suele ser tan fuerte que jamás se llega a dicha intercambiabilidad. Dicho de otro modo: amar a todo el mundo es lo mismo que no amar a nadie, porque amar es creer que algo o alguien tiene valor –es decir, más valor que los iguales. En definitiva, el amor nos ciega a la realidad. El amor, lo supuestamente más valioso de la existencia humana, nos ahorra la lucidez –¿será por eso que todo el mundo lo busca? En general todas nuestras actividades, trabajo, juego, amor, entretenimientos son sólo estrategias para escapar del vacío de la lucidez.

Platón, en su alegoría, pone un curioso y poco citado ejemplo de este tipo de lucidez que rechazamos. Cuenta que, entre los prisioneros, se suelen dar premios a aquél que muestre mayor sabiduría, es decir, a aquel que sepa adivinar antes qué son las sombras que van apareciendo, cuál de ellas será la próxima; igualmente se premia a aquél que sepa recordar qué otras sombras fueron apareciendo a lo largo de los años. Es el prisionero liberado el que, en el exterior de la cueva, recuerda cómo sus conciudadanos se daban estos premios entre sí, con qué pompa y solemnidad hablaban de los temas que creían dominar, qué prestigio tenía su sabiduría. Una imagen que contrasta con la de Cioran rechazando premios literarios, una imagen que resulta familiar a cualquiera que haya asistido a nuestras presentaciones de libros, a nuestras clases en la universidad y a nuestras veladas literarias: hombres en el fondo vulgares, indistinguibles del resto, que se creen poco menos que dioses en su sabiduría infinita. El prisionero, lleno de piedad, quiere apresurarse a despertarles de sus delirios de grandeza. No es extraño que al final lo maten. Platón está diciendo en definitiva que se pueden conocer muchas cosas, pero que se está actuando como un imbécil, que se está haciendo un ridículo cósmico, mientras se ignore lo más esencial: que uno está encadenado en el fondo de una cueva, y que todo lo que va a conocer, mientras no escape, van a ser sombras, irrealidades: objetos carentes de valor.

(Y todavía podríamos añadir: Cioran es el prisionero que fue liberado de las cadenas, y que fue conducido al exterior pero sólo hasta aquel punto en el que la luz comenzaba a adivinarse. Pero este prisionero en concreto tuvo miedo de lo que empezó a intuir, miedo a la enormidad de lo desconocido que se abría ante sus pasos. Por ello, decidió volver junto a sus compañeros de cautiverio. Incapaz ahora de participar más en sus juegos y adivinanzas, plenamente consciente de encontrarse en un mundo de puras sombras, le faltó el fuego interior y, por lo tanto, la convicción exterior para intentar convencer a nadie. Cuando los demás prisioneros leyeron sus escritos, intentaron darle premios para integrarle y domesticarlo. Y en eso reside lo trágico de su figura: el prisionero decidió conformarse con una situación de semi-consciencia y semi-libertad: decidió quedarse en aquel lugar al que ya no pertenecía. La tragedia vital que el mismo Cioran se confesaba: haber renunciado a la santidad.)

III. El rey está desnudo

Exactamente como en el cuento popular, una verdad que está profundamente velada, es la radical desnudez del ser humano. Cioran dedicó aforismos dispersos en su obra, y un capítulo entero de El aciago demiurgo (1969) al tema del esqueleto humano, o al hombre como esqueleto: de lo superfluo de la carne. La permanente risa de la calavera, con ese aspecto siniestro y torturado, pero a la vez extrañamente risueño y burlón, le inquietaba profundamente. No es sólo que la calavera simbolice la muerte y, por ello, la inutilidad última de todos nuestros propósitos cotidianos. Es que parece que haga una burla de todos los asuntos en los que, en el fondo gustosamente, andamos ahogados en el día a día [El aciago demiurgo, Taurus, 2000]:

“Un cráneo expuesto en una vitrina es ya un desafío; un esqueleto entero, un escándalo. ¿Cómo el pobre transeúnte, aunque sólo le eche una mirada furtiva, se dedicará luego a sus tareas? ¿Y con qué ánimo irá el enamorado a su cita?

Con mayor motivo, una observación prolongada de nuestra última metamorfosis no podrá más que disuadir deseos y delirios.

…De ahí que, alejándome de aquel escaparate, no pudiera sino maldecir semejante horror vertical y su sarcástica sonrisa ininterrumpida”

En efecto: la calavera se ríe de nosotros y de nuestros afanes. Y nos resulta inquietante porque nos reconocemos en ella, porque sabemos que constituirá nuestra última metamorfosis. En el fondo no somos más que un esqueleto. Una meditación parecida puede hacerse ante la sección de charcutería de los supermercados. Aquél que se sienta abrumado por el peso de sus quehaceres y angustias, que se plante ante los bloques de carne reconstituida: cuando sostenga en sus manos un salami de dos quilos, embutido a presión en un grueso plástico y firmemente atado por una pequeña anilla metálica en cada extremo, que piense que, en realidad, no hay una diferencia sustancial entre él mismo y ese frío salchichón que sostiene. El cuerpo no es más que un conjunto de tejidos, que podrían ser reducidos a un fiambre como se hace en la industria de la carne.

Una vez más: a quien no se identifica con el pesimismo, tales imágenes le parecerán vanas e inútiles. ¿Qué provecho puede sacar nadie de saber que es un pedazo complejo y bien organizado de chopped? ¿Para qué íbamos a perder un solo minuto con una idea tan inoperante? Sin embargo, para quien haya sentido alguna vez, aunque fuera veladamente, la intuición de que la vida es una carrera absurda, y el hombre nada más que un trozo de carne, hallará en estas imágenes cierto consuelo pasado el susto inicial. Y en todo caso, si llega a convertirse en un maestro del pesimismo, como el mismo Cioran, será inmune a los desengaños de todo tipo que la vida nos tenga preparados. Porque, cuando uno sabe que no se es más que un bloque de carne, ¿puede sorprenderse ante la enfermedad? ¿Puede sentirse horrorizado por la mezquindad humana? ¿Le pillará desprevenido que el dolor le venga incluso de sus seres queridos, de aquellos que no deberían traicionarle? La contemplación de un frankfurt, si se sabe cómo, puede curar más enfermedades y dolores del alma que muchos libros de autoayuda.

Pero tendemos a vivir de espaldas a estas visiones deprimentes. No creemos en su potencial liberador. Tales doctrinas nos parecen una burla o una mera provocación; no sabemos ver en ellas su capacidad de relativizar que, como una calavera burlona, nos permitirían reírnos tanto de nuestros fracasos como de nuestros éxitos. Muy al contrario: huimos de nuestra desnudez, tapamos nuestras vergüenzas. Corremos en pos del éxito profesional y social, intentamos parecernos a nuestros modelos. No sabemos soportar el mínimo dolor: nuestra vida está llena de analgésicos de todo tipo −la literatura de autoayuda no es más que un gran analgésico para la existencia. Vivimos tan olvidados de nuestra desnudez que casi somos incapaces de ver que la imperfección y el sufrimiento son inherentes a la condición humana.

IV. Nuevos formatos para viejas ideas

De la misma manera que encontramos en Platón un precedente de la contemplación del mundo como algo irreal, debemos también recurrir a él para hallar el precedente más remoto del hombre como esqueleto que obsesionaba a Cioran. En el mismo libro de La República, donde Platón dejo por escrito el mito de la caverna, hallamos el episodio que se suele llamar el Justo. Todo el libro trata de la idea de justicia: sobre cómo conseguir esta virtud para el individuo y para la sociedad. Uno de los interlocutores de Sócrates propone una dificultad que parece insuperable en vistas a discernir qué es la justicia: que ella se confunde necesariamente con la apariencia de justicia. El hombre injusto tratará de cometer sus fechorías pasando inadvertido, porque si se dejara pillar no sería un verdadero hombre malo. El verdadero hombre injusto es el que nunca es castigado. Por otro lado, si un hombre justo adquiere la fama que le corresponde, ¿habrá alguna manera de saber que su justicia no es fingida, el producto de querer tener buena fama? Proponen una solución radical y expeditiva: quitarle toda la fama de justicia, darle la reputación contraria. Hay que despojarle de todo excepto de la justicia, esperando que llegue al final de su vida imperturbable, sin haberse dejado influir por su mala fama. Y al final, flagelarlo, torturarlo, encarcelarlo, quemarle los ojos, hacerle padecer toda clase de males y empalarlo. Sólo si no se traiciona, podremos considerarlo verdaderamente justo. Es decir: el destino del hombre justo es la muerte violenta, y el del injusto, la fama y el éxito. El hombre que no miente está completamente despojado de poder. Sobre el vestido, la carne que recubre los huesos y en la buena apariencia habrá siempre una sombra de sospecha.

Sin embargo, puede que la cultura popular de finales del siglo XX y principios del siglo XXI esté re-descubriendo este tipo de verdades, en particular la que dice que el ser humano es un ser inerme, que por mucho que se recubra con una capa social de prestigio, o se rodee de la última tecnología, es débil y está constantemente amenazado por la muerte. Es sin duda una lección aprendida tras los desastres del siglo XX y que nos gusta recordar periódicamente.

Se podría diseñar un ciclo de cine-fórum, como los de antes, que se titulara algo así como “El hombre como ser inerme”. El primer filme de la lista sería Náufrago (Cast Away, Robert Zemeckis, 2000). ¿Qué pasaría si un contemporáneo nuestro sobreviviera a un accidente aéreo y lograra llegar con vida a una inhóspita isla del Pacífico? ¿Cómo se las arreglaría un hombre solo para vivir sin tecnología y sin nadie a quien recurrir? El filme es recordado por las distintas agonías por las que pasa el protagonista: por la de tener que ir descalzo, por la de intentar hacer fuego, por la de abrir un coco sin herramientas, por la de intentar pescar algo, por la de tener un diente cariado y tener que arrancárselo de cualquier manera. El film fue también ampliamente celebrado por la relación que establece el protagonista con otro superviviente: un balón de voleibol, al que pinta ojos y boca, y con el que mantiene largos diálogos unilaterales llamándole por el nombre de su marca, Wilson. Uno de los momentos cumbre del filme: cuando habiendo por fin nuestro náufrago conseguido lo necesario para construir una balsa y huir de su cautiverio, pierde la pelota tras días interminables de ir a la deriva: el náufrago se desespera al ver a Wilson alejarse en medio de las olas, le llama y le pide disculpas; llora desconsoladamente cuando la pérdida ya no tiene remedio. El espectador medio, sobrecogido por la intensidad de sus aventuras, llora también estúpidamente ante una escena de tan alto patetismo. Típica secuencia que se mueve entre la fina línea que separa lo sublime de lo ridículo, y que ha sido parodiada en ocasiones en otros filmes posteriores (probando, con ello, su influencia).

¿Quién recuerda lo que era tener que pasar un dolor de muelas sin poder tomar una aspirina, o arrancarse un diente sin ninguna anestesia? Para el espectador medio de cualquier país desarrollado, es algo que sólo puede causar horror. Muy posiblemente, para los espectadores de países sin un sistema sanitario avanzado, el dolor de muelas tiene que ser algo sin duda desagradable pero tan cotidiano que jamás podría dar lugar a la admiración y compasión que uno debe sentir por el héroe épico. Moraleja involuntaria de la película: vivimos en circunstancias desnaturalizadas, en las que hemos logrado que los problemas de nuestra supervivencia se solucionen pulsando botones, y ello es ideal, porque el ser humano es un ser desnudo, delgado y maloliente, cuya visión sólo logramos soportar cuando está enmarcada en una historia de ficción y servida por nuestro actor favorito.

(La industria hollywoodiense es incapaz de hacer una película sin una moraleja edificante: necesita que el protagonista aprenda algo de sus peripecias. La moraleja oficial de la película viene en otra secuencia −el lector que no quiera que le arruinen el final de la película hará bien en saltarse este párrafo, porque para lo que queremos contar en este libro, necesitamos revelar el final. Cuando el protagonista ha logrado regresar a la civilización y cuenta los detalles de su peripecia a los amigos, explica que, en su cautiverio, habiendo llegado a un punto de desesperación, había decidido suicidarse. El único árbol apto para ahorcarse no pasó la prueba que él mismo llevó a cabo con un tronco que le sirvió de muñeco de ensayo: el árbol no resistió el peso del tronco-muñeco y se quebró. Comprendió entonces el protagonista que no tenía ninguna autoridad sobre la isla, que no había nada que hacer: ni siquiera podía decidir el momento y las circunstancias de su muerte. Con ello, renunció interiormente al control sobre sí mismo y sobre lo que le rodeaba, y sintió al instante una cálida sensación interna de reconciliación y consuelo. Lo dicho: la industria norteamericana no puede hacer un producto que no sea edificante, especialmente para el público que, con todo el derecho del mundo, sólo busca evadirse en la sala de cine. En este caso, la moraleja para el ciudadano estresado sería que hay que dejar de querer controlarlo todo, y dejarse llevar. Conclusión soft-core en perfecta consonancia con la literatura de autoayuda.)

La visión del hombre como un ser desnudo e inerme, su desamparo esencial, está presente también en los siguientes films de este ciclo improvisado. En él deberíamos incluir tanto las películas de monstruos, como las del fin del mundo o las de zombies.

28 días después (Twenty eight days later, Danny Boyle, 2002), que en realidad fue el filme que volvió a poner de moda a los muertos vivientes, aportó algunas innovaciones respecto a las décadas anteriores: aquí los zombies eran infectados, no muertos vivientes (la ausencia de esta matización, que no tiene en realidad la más mínima importancia, podría causar bastante escándalo un ciertos corrillos); igualmente, mientras que los zombies tradicionales andaban rígidos y lentos, en éste caso, los infectados eran rápidos, gritones y mucho más letales. Por lo demás, el filme era sobrecogedor por mostrar la soledad del protagonista, que, al principio de la película, despierta en un hospital y camina solo por un Londres deshabitado. Nada traduce mejor el desamparo que las grandes metrópolis con un solo habitante.

Las películas de zombies parecen competir entre sí en economía de medios narrativos para mostrar cómo se desarrolla el apocalipsis, es decir, la fulminante deshumanización de la humanidad; todas buscan combinar lo alusivo con lo explícito para sorprender al espectador. En general se juega a que el público va un paso por delante de los personajes, que no anticipan nada de lo que va a suceder, lo que aumenta enormemente el dramatismo. El amanecer de los muertos (Dawn of the dead, Zack Snyder, 2004) destaca por tener una secuencia inicial especialmente rumbosa, centrada en una enfermera que ve los efectos de la plaga en el hospital, y luego desde el coche huyendo ya de su casa infectada. El filme se desarrolla en el interior del un mall, un centro comercial de una ciudad de Estados Unidos, en el que los protagonistas están atrapados. La película parece arrancar de esta idea simple, de cómo debe de ser quedarse encerrado en unos grandes almacenes en los que, en principio, uno puede encontrar todo lo que necesita: todo el mundo ha pensado alguna vez que le encantaría poseer todo lo que se ve en estos lugares −una idea estúpida, según la trama del film acaba mostrando. Se trata de un remake de la película de 1978, dirigida por el creador del género George A. Romero. El director, el debutante Zack Snyder, cosechó buenas críticas por su saber hacer (ciertamente, la película tiene un montaje impresionante), y le abrió las puertas a posteriores producciones, igualmente comerciales y espectaculares. Es una constante del género que cada nuevo director intente innovar en algún detalle: Snyder introdujo un recién nacido zombificado.

Hay que hacer una mención especial a A ciegas (Blindness, Fernando Meirelles, 2008), por no ser un producto enteramente popular, sino tener un pie en la literatura culta (el autor de la novela original, Ensayo sobre la ceguera, no es otro que José Saramago, premio Nobel de Literatura en 1998). De nuevo el fin de la civilización, y esta vez por una extraña ceguera que se contagia a todo el mundo provocando el colapso total. La novela resulta durísima de leer, porque Saramago no escatima ningún horror concebible. Como puede imaginarse el lector, el libro está lleno de mugre y suciedad, de abandono, de hambre y de abusos de todo tipo. El hecho de que uno de los personajes, quizá el principal, haya conservado inexplicablemente la vista, no ahorra ninguna experiencia traumática a ninguno de ellos. En el país de los ciegos, el que ve no es el rey, sino que tiende a ir a parar a la cárcel, como en la caverna platónica. Su traslación cinematográfica resultó algo decepcionante: era difícil estar a la altura de una novela que, como forma artística, permite al autor mostrar desde dentro de la consciencia del personaje; en este caso, cómo puede ser estar ciego. Es una limitación que acaba siendo insuperable para un arte visual como el cine. Por razones obvias, una pantalla completamente blanca no resulta demasiado expresiva, mientras que una ceguera descrita con las palabras justas conmueve necesariamente al lector. Así, a ratos, el film resulta algo así como una película de zombies en la que todos son zombies, gente deambulando en busca de comida, pero sin que pase verdaderamente nada. Algo que, por cierto, el director aseguraba haber intentado evitar.

Sea como fuere, si el filme merece un comentario más largo es por la habilidad de Saramago en ir deslizando la trama hacia el más insoportable horror de manera sutil y ordenada, de forma que lo que habría que evitar a toda costa se torne precisamente inevitable, casi lógico. Tras un tiempo de reclusión en un antiguo manicomio, al que han sido confinados por el gobierno a modo de cuarentena, el grupito protagonista deja de recibir la comida que los soldados que los vigilaban habían ido dejando a su alcance puntualmente. Resultaba que otro grupo, de otra sala, había decidido quedarse con toda y repartirla sólo según sus términos: querían violar a las mujeres de cada sala a cambio del alimento. Dicho así suena tremendamente gratuito y absurdo. La magia de Saramago consiste en saber dotar a los acontecimientos de la gradualidad necesaria. Tras una imposible deliberación, que a pesar de todo se lleva a cabo, las mujeres deciden caminar hacia sus verdugos para evitar morir de hambre. ¿Cuál es la razón de esta sinrazón? ¿Por qué los hombres de cierta sala son capaces de abusar de esta manera de una situación de las que también son víctimas? No se trata sólo de ilustrar la idea de que en situaciones extremas (ante la falta de alimento, sin ir más lejos) los lazos humanos se rompen, como si éstos fueran solo un pálido barniz aplicado sobre un tejido semi-oculto de salvajismo. Tampoco se trata de hablar de la supuesta maldad innata de los seres humanos. Se trata de explicar qué hace el desamparo sobre la psicología de las personas. Y es lo siguiente: ante el desamparo, se busca el poder. El poder es el antídoto a nuestra situación cero, nuestro desamparo inicial del que en el fondo, jamás salimos. A través de la perversión de hacer sufrir a los demás, o, como mínimo de decidir sobre ellos, de conseguir que nos obedezcan, logramos olvidarnos de nuestra propia impotencia. Y no hay nadie hay más desamparado que un ciego. Dedicaremos el próximo capítulo a profundizar sobre la cuestión de la búsqueda del poder como respuesta al desamparo.

La Niebla (The Mist, Frank Darabond, 2007, autor, entre otras producciones, de una serie de televisión sobre zombies llamada The Walkind Dead, que empezó a emitirse en 2010) presenta una variante curiosa del hombre como ser inerme, especialmente sorprendente para el espectador europeo, siempre fascinado por ciertas manifestaciones de la tradición estadounidense que le resultan extrañas. Se trata de las formas de fanatismo religioso propias de esas latitudes.

En este film, un grupo heterogéneo de paisanos se quedan atrapados en un supermercado, al que han ido a buscar suministros tras una tormenta. En el exterior, una espesísima niebla lo ha invadido todo hasta dejarlos completamente incomunicados. Como en el cine de terror más clásico, resulta que hay algo ahí fuera que devuelve hecho pedacitos a todo el que pretende adentrarse en la nube blanca. Se trata de unos monstruos surgidos no se sabe de dónde (hacia la mitad sí se sabe, pero qué más da) que lo han invadido todo. Monstruos enormes, hambrientos y sanguinarios. No hay escapatoria, no hay ninguna explicación. Por la noche, algunas de esas criaturas, una especie de enormes bichos voladores, entran a sembrar el pánico entre los indefensos humanos. Una mujer, fanática religiosa que ha estado predicando la llegada del fin del mundo, se salva inexplicablemente de su ataque cuando se pone a rezar devotamente en medio del desastre. Ello le hace ganar credibilidad entre los supervivientes: pronto empiezan los actos públicos de arrepentimiento. Es ahí cuando la película empieza a dar miedo de verdad −gracias en buena parte al impresionante trabajo de la actriz que incorpora al personaje. Tan pronto como un soldado, de una base cercana, explique que han sido ellos, los militares, quienes con sus experimentos han desatado el desastre, se empezarán a señalar chivos expiatorios y a llevarse a cabo sacrificios humanos. La situación es peor dentro que fuera del supermercado; el grupito protagonista decide arriesgarse a salir...

En todos estos productos de la industria cinematográfica se han ido poniendo ante los ojos del espectador, una y otra vez, la idea de que, si se levanta la leve capa de civilización que nos recubre, si tuviéramos que enfrentarnos a aquello que no podemos controlar y que amenaza con destruirnos, volveríamos al caos y el salvajismo, como el que se vivió en las guerras del siglo pasado. Eso en una primera lectura, que ciertamente, ya se encontraba en algunas novelas de posguerra del siglo XX, como El Señor de las Moscas (Lord of the Flies, William Golding, 1954) o La peste (La peste, Albert Camus, 1947). Pero todavía más allá: el hombre, en el fondo, parece afirmarse, está siempre desprotegido. Si los lazos que nos unen pueden desaparecer con tanta facilidad ante el desastre, como invariablemente sucede en estas películas, entonces es que en realidad, cada uno está solo y desarmado. Todo nuestro mundo es una pura sombra. Todo puede desvanecerse como en un sueño. Es como si −y esto, claro está, es pura especulación− todos los desastres del siglo XX hubieran dejado como herencia en occidente la idea de que las civilizaciones son leves como una pluma, y que el más ligero viento las puede hacer tambalearse y desaparecer. Porque, al fin y al cabo, que en los años de la Guerra Fría, con la paranoia anticomunista y la amenaza nuclear, hubiera películas sobre marcianos y sobre el desastre atómico resultaba de lo más comprensible. Pero, ¿qué guerra amenaza con destruir occidente ahora? ¿Cuál es el enemigo que acabará con nuestra civilización? No hay un enemigo tan poderoso a la vista. Hay que recurrir a la naturaleza desbocada, a los microbios, a los zombies o a una combinación de todos ellos. De los que se trata es de recordarnos continuamente que el hombre está desamparado, porque la civilización que le protege puede desvanecerse en un instante.

El género zombie, además, aporta otros elementos a nuestra argumentación. ¿Qué hace que estos monstruos en particular todavía nos den miedo? Ni el vampiro, ni el hombre lobo, ni el monstruo de Frankenstein gozan de tan buena salud cinematográfica como los muertos vivientes. La forma de presentarles ha ido evolucionando: desde los primeros de los años sesenta, que eran más fantasmagóricos que carnales, hasta los zombies gore ochenteros, con su carnalidad y su podredumbre, hasta los más recientes, que son cada vez más inteligentes y atléticos, solitarios en algunos casos, gregarios en otros, y que ya no tienen nada que ver con un muertos escarbando hacia fuera desde el interior de su tumba. ¿Qué evolución han sufrido en realidad? Que cada vez se parecen más a los humanos, a las personas normales. Lo que todo ello significa, es que, probablemente, desde el principio el elemento más aterrador de los muertos vivientes es su humanidad deshumanizada. En ellos se ha operado la pérdida de algún elemento innombrable que nos hace sentir compasión y reconocerles como semejantes. Escena clásica del género: un familiar ha sido infectado y no tardará en convertirse en zombie. Los demás supervivientes tienen que decidir si le matan cuando todavía tiene aspecto humano (lo que, generalmente, resulta muy difícil a los personajes, aunque el infectado insista) o si se esperan a que pierda su humanidad.