Kitabı oku: «Cuando se cerraron las Alamedas», sayfa 3

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− Mira, en este barrio vive la embajadora de Suecia. Me tocó conocerla en algunas de las reuniones de Junta de Vecinos que se hicieron. Es una mujer de mediana edad, muy progresista y agradable. Conversamos varias veces y nos caímos bien las dos. Incluso una vez me invitó a su casa, un fin de semana. Podría tratar de contactarla.

− Sería una buena opción, aunque no me imagino aprendiendo a hablar sueco y a vivir como lapón−, bromeó Juan Pablo, alentado por esa posibilidad.

− Pero tú hablas inglés. Suecia es un país bilingüe. Casi todo el mundo habla inglés. Si no, estarían aislados del resto del mundo. Voy a buscar en mi libreta de teléfonos, creo que tengo el número de ella. Juan Pablo, ése es el camino.

− De acuerdo, pero espera a la madrugada para llamarla. No la vas a despertar a esta hora.

− No sé si estará durmiendo. Es muy política y estoy segura de que debe estar trasnochando, para informar a su gobierno y también para recibir instrucciones. Entiendo que Suecia está unas seis horas más adelante. Allá tiene que ser de mañana. Pero voy a esperar algunas horas.

Juan Pablo quedó en silencio. Lo preocupó la visita de ese vecino, en una de esas podría hacer una denuncia. También pensaba aceleradamente si sería oportuno hablar de sus sentimientos a Margot. Todavía se sentía inhibido, pero las cosas se estaban precipitando.

Ella le propuso que descansaran un poco.

− Instálate donde quieras. Yo voy a tenderme un rato en mi cama. Si necesitas alguna frazada o abrigo, dime.

5

Margot se tendió en su cama y trató de dormir. A pesar del cansancio, el sueño no venía. Se dio vueltas, pero los acontecimientos del día revoloteaban por su mente como insectos zumbones. Pensó en Rodrigo. ¿Qué sería de él en estas circunstancias, si viviera? ¿Qué pensaría? ¿Qué podría hacer? Sin darse cuenta comenzó a revivir ese día trágico, con una lucidez como si hubiera sido el día anterior. De eso hacía poco más de un año, era agosto del 72.

Recordó que dormían plácidamente cuando la campanilla del despertador interrumpió violentamente el sueño de ambos. Rodrigo le comentó que había dormido mal, con desasosiego, con malos sueños. Le dijo que el día no sería fácil, más bien tormentoso, de ahí probablemente su ansiedad.

Él se incorporó en su cama, todavía somnoliento. El cuarto estaba todavía en penumbras, a pesar de ser primavera y apenas se traslucían las luces de la calle a través de los bordes de las cortinas. Había una suave brisa, a juzgar por las sombras vacilantes del árbol de judea del jardín, que ya llegaba a la altura del segundo piso y se percibía a través de las cortinas.

Permaneció algunos minutos semi-incorporado hasta que terminó de despabilarse. Se levantó de la cama y se duchó. Probablemente se quedó más tiempo del acostumbrado disfrutando del agua tibia. Margot ya estaba levantada y le sirvió un desayuno frugal. Un jugo de frutas, café bien cargado, dos tostadas, mantequilla y mermelada.

No tenía mucho apetito y la mermelada de naranja que, usualmente le gustaba mucho, permaneció intocada en el pocillo. Hablaron poco. Rodrigo se mantuvo reservado y silencioso mientras se servía el café y las dos tostadas con mantequilla. La luz de la mañana ya se dejaba ver y comenzó a iluminar el comedor, aunque no había sol. Un auto se detuvo frente a la casa, sonó el timbre y Rodrigo se levantó rápidamente. Corrió las cortinas de la ventana del living y observó a través de los vidrios.

− Me vienen a buscar.

De un maletín sacó unos papeles y se los pasó. Ante la mirada interrogadora de Margot, le explicó.

− Ayer me entregaron en la notaría estos poderes que te hice. Y unos seguros. Guárdalos tú.

− Poderes y seguros… ¿para qué? ¿De qué se trata?

− Es conveniente que tengas poderes míos para girar de la cuenta corriente y para algunas otras cosas. Supón que me enferme, que tenga alguna inhabilidad…Tienes que poder operar. Y los seguros siempre son necesarios, puede haber algún incendio, algún accidente…

− No me habías contado.

Rodrigo no le replicó, pero la atrajo para besarla y despedirse. Ella lo miró con una sonrisa forzada y lo retuvo en sus brazos por unos instantes. Apoyó su cabeza en su pecho.

− Cuídate−, le pidió−. No me gusta nada esto.

− Tranquila, mujer−, le había asegurado Rodrigo−. Está todo previsto. Sabemos que va a haber algún alboroto, pero no podrán impedirlo. Llevo el acta de requisición, firmado por el presidente. Tendremos fuerza pública, por si hay desórdenes.

− Llámame apenas haya terminado todo y estés instalado.

− Lo haré. Dale un beso al Seba, prefiero no despertarlo.

Rodrigo se puso la chaqueta, tomó su maletín y se dirigió a la puerta de calle. Margot le retuvo una mano.

− ¡Por favor, ten prudencia!−, le rogó−. Y no dejes de llamarme.

Ella lo miró subirse al automóvil y permaneció inmóvil por varios segundos después de que el vehículo desapareciera de su vista. Terminó su café, levantó la mesa, ordenó la cocina, hizo su lista de compras y se preparó para llevarle el desayuno a su hijo. Ya eran más de las ocho y media de la mañana. El llamado se produjo poco después, pero fue el timbre de la puerta. Había dos hombres bien vestidos, aunque relativamente informales, en la entrada. Uno de ellos era Juan Pablo Solar, antiguo amigo de la pareja. El otro, de edad madura, calvo. Reconoció al de mayor edad y su sangre se heló. El ministro en persona. No atinó a pronunciar palabra.

− Margot−, le dijo el ministro, que la conocía desde años atrás−. Tenemos que conversar.

Con gestos los hizo pasar y sentarse. Margot tenía la garganta atorada.

− Lamento mucho traerte malas noticias−, le dijo con gravedad. Sus ojos estaban húmedos−. Ha habido un accidente.

− ¿Qué pasó?−, pudo balbucear apenas−. Por favor, dígamelo rápido. ¿Le ocurrió algo a Rodrigo?

El ministro asintió levemente con un movimiento de cabeza.

− Fue atacado durante el acto de requisición. Alguien le disparó desde otro edificio. Rodrigo murió a los pocos minutos en el mismo lugar. Fue imposible hacer nada−. Su voz era grave, pero cálida.

Margot quedó con la mirada perdida, la boca seca, amarga, sin pronunciar palabra. Sebastián, que andaba cerca y escuchó las voces de adultos, se acercó a su madre. Ella lo apretó en sus brazos y lloró en silencio, conteniendo apenas los temblores de su cuerpo. Juan Pablo se levantó de su asiento y se acercó para abrazarla. El ministro buscó la cocina y le llevó un vaso de agua.

− ¿Cómo pudo ser?−, los increpó con rabia, su cara congestionada, los ojos rojos de llanto−. Se suponía que lo protegerían. No lo puedo creer. ¡Díganme qué pasó! −, miró ahora al ministro con expresión de rabia.

− Cuando el equipo del ministerio iba a entrar a las oficinas, se enfrentó a un grupo de manifestantes en la calle. No eran muchos, serían unos quince o veinte, según me informaron. Gritaban y vociferaban en contra de la expropiación. Sin duda estaban preparados para oponer resistencia. Rodrigo iba al frente del equipo, con carabineros que lo flanqueaban. Der pronto se sintieron dos disparos y Rodrigo se desplomó. Fue instantáneo. El tiro le dio directo en la cabeza. No hubo tiempo ni de llamar una ambulancia. Aparentemente fue un francotirador que disparó desde algún edificio del frente. Lo siento mucho, Margot, no sabes cuánto lo siento.

Margot guardó un largo silencio, mientras seguía sollozando, abrazada a su hijo. Juan Pablo, sentado a su lado, los mantuvo rodeados con su abrazo. El ministro observaba de pie. Permanecieron todos en silencio, interrumpido solo por los gemidos de la madre y su hijo.

− Dime si puedo hacer algo ahora-le ofreció Juan Pablo. Sus ojos estaban brillantes.

− No sé, no puedo pensar mucho. Pero, por favor, llama a mis padres y pídeles que vengan. Solo diles que Rodrigo tuvo un accidente y que se vengan a mi casa. El teléfono de mi madre está en esa libreta, por mamá.

Mientras Juan Pablo hablaba, Margot se quedó echada sobre el sofá, sin soltar a su hijo, cerró los ojos y lloró con desolación, con amargura. El ministro permaneció a su lado, abrazándola en silencio. Llevaban ocho años de casados y tenían a Sebastián, de cuatro. Estudiaron ingeniería juntos en la universidad, en distintas especialidades. Rodrigo se fue por el lado industrial, mientras Margot, de espíritu más científico, optó por la ingeniería química. Ella trabajaba ahora en la empresa farmacéutica de su padre, en el laboratorio. Rodrigo, en cambio, después de un tiempo de asesorar a empresas industriales, se dedicó a la política, siguiendo una vocación desde sus tiempos de estudiante. Tenían casi la misma edad, recién cumplidos los treinta años. Margot era una belleza, siempre muy demandada en la universidad. Tenía un rostro muy blanco, alargado, pelo negro, crespo, ojos verdes, grandes.

Rodrigo, muy alto, tenía pelo color castaño, liso, de huesos pronunciados en la cara. Ambos se destacaron por sus dotes académicas, por la simpatía que derrochaban con sus amigos y conocidos. Se diferenciaban en sus preferencias políticas. Rodrigo, vehemente, apasionado, asertivo, convencido de los cambios sociales y económicos que había que hacer en el país, mientras que Margot, sin ser conservadora, lo entendía, pero pensaba que sus ideas eran excesivamente radicales y conflictivas. A Rodrigo se le había encomendado la misión de encabezar la expropiación de una empresa importadora, supuestamente muy importante y hacerse cargo de su gerencia mientras durara el proceso legal. El sintió la excitación del desafío y lo asumió con entusiasmo. No pensó en riesgos personales. Margot nunca entendió mucho por qué esa empresa era tan importante para el gobierno, una importadora de maquinaria agrícola.

Margot no podía creer que Rodrigo no estaría más. Recordó que hacía tan solo poco más de una hora se habían despedido. Él le entregó unos poderes y unos seguros, entre ellos un seguro de vida. Ella se extrañó y sospechó que Rodrigo intuyó que algo le podría pasar, pero nunca esto. Había violencia y odio en el país, los bandos eran irreconciliables. Antes de iniciarse el gobierno un comando de ultra derecha había asesinado al comandante en jefe del Ejército, el general René Schneider. Ahora la violencia destrozaba su hogar, a manos de un asesino. Ella era pacífica por naturaleza, siempre evitó el conflicto, pero sintió un ardor en su sangre. Ese asesino no había actuado solo. Fue algo siniestro lo que acabó con la vida de su esposo.

No supo cuando se quedó dormida, en medio de esos recuerdos tan dolorosos que la acompañarían por el resto de su vida.

6

Con las primeras claridades del alba, Margot se despertó. Eran poco más de las siete de la mañana. Aunque pudo dormir vestida en su cama, lo hizo intranquila, despertando con frecuencia. Y sus remembranzas del asesinato de su esposo le impidieron alcanzar el sueño profundo. También le volvían a su mente los acontecimientos del día anterior y de la noche. Recordó de inmediato que tenía la casa llena de gente. Y estaban Juan Pablo y su hermano, Benjamín, quienes más le importaban. Se quedó tendida, despierta, al no sentir ningún ruido. Esperó otra media hora hasta despertarse bien y se levantó. Fue al dormitorio de los niños. Gloria dormía vestida, plácidamente, en la cama de Sebastián y este en el suelo, sobre cojines y mantas, junto a los niños de Gloria. A su hijo le había gustado la idea de dormir en el suelo para dejarle su cama a Gloria. Era toda una nueva experiencia, aunque más tarde reclamaría que el suelo era muy duro. Gloria abrió los ojos cuando oyó entrar a Margot. Se saludaron en silencio, con una sonrisa. Era morena, bajita, de cara redonda y ojos grandes, oscuros y muy vivos. Se incorporó como para levantarse, pero Margot le hizo un gesto de no hablar, para no despertar a los niños, y que se quedara tranquila.

Margot decidió ducharse y vestirse para ir a preparar un desayuno general, antes que los demás se incorporaran. Prefería estar sola en la cocina y disponer los alimentos a su ritmo. El día por delante era toda una incertidumbre y necesitaba tiempo para pensar y buscar soluciones. Recordó a su padre cuando, de chica y ante las dificultades que a veces enfrentaba ella, le decía “piensa antes de actuar”.

− Papá, ¿y cómo se hace eso? −, le preguntó con ingenuidad, en más de una ocasión.

− Margo, primero tienes que entender bien cuál es el problema. Después tienes que decidir qué vas a hacer. Eso se llamaba solución.

Y le ponía ejemplos a su alcance. A Margot esas conversaciones con su padre se le quedaron grabadas para toda la vida. Ahora el problema era más grave. Ya no era cuestión de no tirarse del pelo con una amiga, como le ocurrió más de una vez en su infancia, sino de salvar unas vidas ante un riesgo muy probable de perderlas. Así es que también correspondía que pensara bien. Había al menos tres personas y dos niños cuya suerte dependería de que ella tomara una buena decisión. Era la dueña de casa, pero también se había convertido en una jefa de tribu. Su deber, como tal, era proteger a sus alojados. Alguna vez leyó que en la antigüedad los jefes de las tribus primitivas tenían la responsabilidad de cuidar y proteger a los miembros de su tribu ante los ataques de rivales. Después fueron los príncipes y señores feudales los que asumieron esa obligación a cambio, por supuesto, de la sumisión y la explotación de su trabajo. Así nacieron los Estados modernos, con la responsabilidad de defender a sus ciudadanos. Pero, ¿qué se podía hacer cuando el propio Estado se convertía en verdugo de sus ciudadanos? No lo tenía nada de claro. Dejó sus cavilaciones filosóficas y recordó que tenía algo que hacer y lo haría de inmediato.

Tomó el teléfono y marcó un número.

− Quisiera hablar con la señora Greta, la embajadora, por favor−. Hubo una pausa y continuó−. Habla Margot Lagarrigue, soy amiga de ella y vecina. Dígale que tengo urgencia de hablarle. Sí, estoy en mi casa. Mi teléfono es…Le agradeceré mucho.

Retornó a la cocina y se puso a abrir las alacenas para sacar café, té, panes, miel. Mantequilla no había y tampoco azúcar. Pero la miel serviría para los que quisieran endulzar su café. Encontró unos huevos, que decidió hacer revueltos. Eso les daría energías a todos. Puso agua a hervir. Sacó la vajilla para el desayuno y cubiertos. Por ahí encontró algunas manzanas. Todo serviría porque había un buen lote de personas. Llevó los platos y tazas a la mesa del comedor, la fruta, los huevos , algunos panes, café y agua caliente en un termo. Con el aroma de los huevos los huéspedes comenzaron a despabilarse y a levantarse de los sillones donde habían descansado algunas horas.

Se reunieron alrededor de la mesa. Simón subió a buscar a Gloria. Todos mostraban rostros demacrados por la falta de suficiente sueño y las incomodidades de la noche. Solo Margot estaba ágil y despejada. Había tenido el privilegio de poder dormir en su cama, aunque poco, ducharse y cambiarse ropa. Sonó el teléfono y la anfitriona se levantó de la mesa para contestar. Habló durante unos diez minutos y regresó. Miró a Juan Pablo y le hizo una seña para que se apartaran. Le habló en voz baja.

− Acabo de conversar con la embajadora de Suecia y está dispuesta a que te vayas a la embajada. Hablaremos más tarde para afinar los detalles.

− Muchas gracias, Margot, pero me resulta todo tan repentino. En verdad estoy muy confuso.

− No te compliques. Ella es una persona muy cálida y lo mismo su familia, a quienes conozco hace tiempo. Por último, te quedas ahí unos pocos días hasta que el panorama esté más claro y puedas tomar una decisión más definitiva. Greta me aseguró que te va a acoger. Ya ha recibido varias solicitudes, pero tú tendrás un lugar asegurado. Y ahí no entrará nadie a buscarte. Te darán una visa de cortesía si es que optas por un exilio en Suecia.

− No sé qué decirte−. Juan Pablo expresaba sus dudas en el rostro, pero quizás no tanto por el hecho de irse del país como porque dejaría de ver a Margot, quizás por cuánto tiempo.

− ¡Nada, hombre! Ya, vamos al desayuno que nos espera.

− Hay otra cosa que me preocupa. Es Simón. ¿Habrá posibilidades de que también se vaya a la embajada sueca? Yo creo que su vida peligra más que la mía.

− ¡Uf, qué complicado! Pero tienes razón. Volveremos a hablar más tarde y le diré.

Se incorporaron a la mesa del desayuno. Ricardo comentaba su sueño de la noche.

− Fue extraño−, dijo−. Me encontraba en una casa de playa con otra gente y de pronto vi un animal muy raro. Tenía el tamaño de un perro ,pero no era perro. Tenía unas especies de crestas puntiagudas sobre el lomo. Los perros verdaderos que había alrededor le ladraban furiosos, con sus pelos erizados de terror.

− Eso es un dragón, un dragón del tamaño de un perro−, comentó Benjamín.

− ¡Eso es!−, exclamó Ricardo−. Precisamente, era un dragón, pero pequeño y no tenía cola. Tampoco echaba fuego.

− El dragón es una de las figuras terribles del Apocalipsis−, aportó Juan Pablo−. Representa al demonio.

− Es un sueño muy realista−, mencionó Simón, que ya había bajado con Gloria y alcanzó a escuchar el relato de Ricardo−. El demonio ya está entre nosotros y tiene un nombre. Ayer lo mostró la televisión, sentado, con anteojos muy oscuros y cara de perro. Y es un demonio que nos ha traído el apocalipsis.

− Ya saliste con la tuya−, se mofó Benjamín−. Andas viendo demonios por todas partes. ¡Si fue un sueño, nada más! Y tú, ¿qué soñaste?−, se dirigió a Simón−. Cuenta, algo habrás soñado.

− Yo no sueño nada−, contestó el aludido, molesto.

− Ya, a relajarse, que tenemos un largo día por delante y muchas cosas en qué pensar−, sugirió Margot que temía un nuevo enfrentamiento verbal entre su hermano y Simón−. Además, no dejemos que estos huevos se enfríen, así es que ¡a servirse lo que más les apetezca!. No hay mucho pan, pero aquí hay unas galletas.

Ricardo propuso encender una radio para conocer las últimas noticias. Transmitían música folklórica chilena de Los Quincheros y Los Cuatro Huasos, el folklore de los dueños de fundos, como le decían los intérpretes de la nueva canción chilena.

− ¡Por favor, corten esa radio!−, pidió Simón−. No estamos para el “agüita de mi tierra, que corre fresca y serena”1. ¿Fresca y serena?

El mal humor se había asentado de nuevo en Simón y contagió el ambiente.

− ¡Estos huevos revueltos están exquisitos!-comentó Juan Pablo, más para tratar de cambiar el tema y alivianar la atmósfera, que amenazaba ponerse densa. Saboreaba una porción sobre su pan mientras se servía un café amargo.

Llegaron los niños y pidieron sus desayunos. Gloria se levantó a prepararles un té con leche. Con su algarabía llenaron el ambiente y relajaron las tensiones que amenazaban reaparecer entre los adultos.

1 Frase de una popular tonada chilena.

7

Tan pronto terminaron el desayuno Margot llamó a Simón aparte. Salieron al jardín.

− Simón, existe una posibilidad de que te asiles en la embajada de Suecia. La representante es amiga mía, vive cerca y Juan Pablo se irá a esa embajada.

− ¡Ah, no! Te lo agradezco, Margot, pero no me voy a asilar. Tengo un compromiso. Yo me quedo aquí, en Chile. De hecho, hablé por teléfono con un compañero que me pasará a buscar al término del toque de queda.

− Pero, ¿qué pasará con tu mujer y tus hijos?

− Ya lo conversamos y está arreglado. Ella se quedará donde su madre. Solo falta ver cómo se puede trasladar. Porque no conviene que se vaya conmigo. Yo tengo que desaparecer.

− ¿Quieres decir que te vas a ir a la clandestinidad?

− Saca tus propias conclusiones. Y, perdona, pero no te puedo decir más. Es definitivo.

Sonó el teléfono nuevamente y Margot se apresuró a cogerlo. Llamaban de parte de la embajadora de Suecia. Era una secretaria que preguntó por Margot y la comunicó con la representante del país nórdico. Ella habló con una correcta pronunciación en castellano y el suave acento y tono de voz que caracteriza a los suecos.

− Margot, como te dije, tenemos muchas solicitudes de gente que quiere asilarse en la embajada. Lo he consultado con mi gobierno y me dieron la autorización para un cierto número de personas. Tendrán que acomodarse en las instalaciones que hay. Por supuesto tu amigo será incluido. Me dijiste que está en tu casa. Creo que lo mejor será que yo pase a buscarlo en mi auto, camino a la embajada, ya que estamos tan cerca. Saldré tan pronto termine el toque de queda.

− No sabes lo que te agradezco, Greta. Estaremos a la expectativa.

En cierto modo, la decisión de Simón alivió a Margot. La complicaba tener que pedir asilo para dos personas aprovechando su amistad con la embajadora. Si no fuera ese el caso, no habría tenido escrúpulo. Pero sentía traicionar una amistad abusando de favores. Y también podía imaginarse que las embajadas se estarían llenando de pedidos de asilo. Con el grado de beligerancia que había en el país hasta la víspera, era probable que la persecución a los partidarios del régimen depuesto fuera implacable.

Se acercó a Juan Pablo a contarle.

− Hablé con la embajadora sueca y ya está todo arreglado. Te pasará a buscar cuando termine el toque de queda. Vendrá ella misma en su auto camino a la embajada.

Juan Pablo se la quedó mirando sin responder. Su rostro reflejó el cúmulo de incertidumbres que veía por delante. Abandonar el país, quizás por cuanto tiempo, insertarse en un país extraño, decidir cómo ganarse la vida, dejar a su madre y hermanos y, por cierto, lo que más le dolía, dejar a Margot y tantas cosas que quedarían sin hablar. Y también algunas cuestiones prácticas. Necesitaría dinero, sus pertenencias más básicas, hasta la escobilla de dientes. Y sus cosas en la oficina, sus documentos personales, en los que había estado trabajando.

Apareció Ricardo que había salido al jardín de adelante. Venía corriendo.

− ¡Margot, viene una patrulla militar! ¡Parece que vienen para acá!

Margot no lo pensó dos veces.

− ¡Simón, Juan Pablo! ¡Suban al entretecho o váyanse para atrás, a los bosques que hay por el costado oriente, Simón, tú sabes a qué me refiero. Y cuidado con meterse a la parcela que está a la izquierda! ¡Rápido, no pierdan tiempo!

Desaparecieron de la vista de Margot y ella se dirigió al acceso de entrada. Se sentían fuertes golpes. Los militares ya estaban en la puerta. Margot les hizo un gesto a Gloria, Ricardo, Benjamín y los niños de que se quedaran tranquilos y no hablaran. Abrió la puerta con su mejor cara de inocencia.

Un teniente y seis soldados con sus metralletas listas estaban parados en la entrada.

− Tenemos orden de investigar esta casa. Ha habido una denuncia de una reunión clandestina durante la noche−. Habló el teniente con voz autoritaria.

− Debe ser un error, aquí no hay nadie más que un familiar, un par de amigos y unos niños−, contestó Margot con una voz vacilante. Se le había secado la boca. Pensó en su vecino y lo odió.

La patrulla entró a la casa y sin más explicación se apresuró a recorrer las habitaciones. Dos soldados salieron al jardín de atrás, otros dos subieron al segundo piso y el resto, con el teniente, husmearon el primer piso. Cuando se convencieron de que no había nadie más el teniente se dirigió nuevamente a los presentes, que esperaban de pie en el living.

− ¡A identificarse cada uno! ¡Deberán mostrar sus carnets de identidad, inmediatamente y cuidado con lo que hacen!

Un soldado recogió los carnets de los adultos y se los entregó al teniente. Éste cotejó cada uno de los nombres con unas listas que llevaba consigo. Lo hizo con detención y al mirar los carnets observaba también los rostros de cada uno de los supuestos sospechosos. Dos soldados hacían guardia en la puerta de entrada. Los que habían salido hacia atrás aun no regresaban.

− ¿Quién es el dueño de casa?−, preguntó el teniente sin dirigirse a nadie en particular.

− Yo soy−, confirmó Margot, con decisión.

− Y, estas otras personas, ¿quiénes son?−, insistió el teniente.

Margot hizo las presentaciones.

− Mi hermano, un amigo de la familia y otra amiga, con sus hijos, ya que su marido anda de viaje. Y éste es mi hijo−, señaló a Sebastián.

− ¿Y su esposo?

− Fallecido hace tiempo.

− Ya.

Por fin, el teniente relajó su rostro y pareció dar por terminada esta especie de entrevista. Pero se sintió un ruido en el entretecho, como el golpe de algún objeto al caer. El teniente volvió a endurecer su expresión. Margot tragó saliva.

− ¿Qué fue eso? ¿Hay alguien más arriba?

− No, mi teniente. Revisé con acuciosidad y no había nadie−, contestó el soldado que había hecho la inspección.

Margot salió al paso de la duda, en un ambiente que comenzaba a pesar una tonelada.

− Teniente, este barrio es rural, hay mucho campo abierto y abundan los ratones. Tenemos que soportarlos cuando andan por los techos.

− ¿Quiere que le ayudemos a eliminarlos, ahora mismo?-el teniente la miró con ironía, estudiándola, aunque impresionado por su belleza y la seguridad de su mirada.

− No hace falta. Después volverían. Son inofensivos−, Margot mantuvo su sangre fría y no se le movió ni un músculo de la cara, mirando fijo a los ojos del teniente.

Este no se dejó convencer y les ordenó a dos de sus soldados:

− Ustedes, suban de nuevo y revisen bien el segundo piso.

A los dos minutos habían bajado.

− Mi teniente, hay un entretecho sospechoso en el baño de arriba. Necesitamos apoyo para revisar.

Subió el teniente con sus dos soldados y dejó a uno al mando del primer piso. Margot y sus invitados contuvieron su respiración. Ella sintió hielo en su rostro. El oficial inspeccionó la tapa del entretecho y le ordenó a su tropa encaramarse, uno sobre los hombros del otro, premunido de su metralleta.

− Está muy oscuro, no se va nada aquí arriba. Necesito linterna, mi teniente.

Éste le alcanzó la que llevaba en su equipo. El hombre en el entretecho iluminó con la linterna y dio pasos en diferentes direcciones.

− ¡No hay nadie, mi teniente, voy a bajar!−, gritó desde arriba.

Bajaron y el teniente se dirigió a los presentes.

− ¡Está bien!−, dijo−. No hay nadie sospechoso. Aquí están sus carnets, señores. Procederemos a retirarnos. Y si observan a cualquier extraño o desconocido en las inmediaciones, tienen la obligación de avisar inmediatamente a la policía.

Antes de retirarse les ordenó a otros dos soldados ir a buscar a sus compañeros que vigilaban la puerta de atrás.

− ¿Qué pasa que no regresa el cabo?

Se escucharon disparos y entonces toda la patrulla corrió hacia el exterior. Lejos, divisaron dos siluetas que huían hacia el oriente, en la parcela del lado. La tropa avanzó en su persecución.

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