Kitabı oku: «El retrato de Dorian Gray», sayfa 14

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En los ojos de la mujer, embrutecidos por el alcohol, aparecieron por un momento dos destellos rojos, pero volvieron a apagarse enseguida, dejándolos otra vez muertos y vidriosos. Luego sacudió la cabeza y con dedos avarientos recogió las monedas del mostrador. Su compañera la contempló con envidia.

–Es inútil –suspiró Adrian Singleton–. No tengo ganas de volver. ¿Qué más da? Estoy muy bien aquí.

–Me escribirás si necesitas algo, ¿de acuerdo? –dijo Dorian después de una pausa.

–Quizá.

–Buenas noches, entonces.

–Buenas noches –respondió el joven, volviendo a subir los escalones mientras se limpiaba la boca reseca con un pañuelo.

Dorian se dirigió hacia la puerta con una expresión dolorida en el rostro. Cuando apartaba la cortina verde, una risa espantosa salió de los labios pintados de la mujer que había recogido las monedas.

–¡Ahí va el protegido del diablo! –exclamó con voz ronca entre dos ataques de hipo.

–¡Maldita seas! –respondió Dorian–, ¡no me llames eso!

La mujer chasqueó los dedos.

–Príncipe azul es lo que te gusta que te llamen, ¿no es eso? –le gritó mientras salía.

El marinero adormilado se levantó de un salto al oír a la mujer, y miró con ojos enloquecidos a su alrededor. El sonido de la puerta al cerrarse llegó hasta sus oídos, y salió precipitadamente, como en persecución de alguien.

Dorian Gray avanzaba a buen paso por el muelle sin importarle la lluvia. Su encuentro con Adrian Singleton le había emocionado extrañamente, y se preguntaba si aquel desastre era responsabilidad suya, tal como Basil Hallward le había dicho de manera tan insultante. Se mordió los labios y por unos instantes sus ojos se llenaron de tristeza. Aunque, después de todo, ¿a él qué más le daba? La vida es demasiado corta para cargar con el peso de los errores ajenos. Cada persona gastaba su propia vida y pagaba su precio por vivirla. Lo único lamentable era que por una sola falta hubiera que pagar tantas veces. Que hubiera, efectivamente, que pagar y volver a pagar y seguir pagando. En sus tratos con los seres humanos, el Destino nunca cerraba las cuentas.

Hay momentos, nos dicen los psicólogos, en los que la pasión por el pecado, o por lo que el mundo llama pecado, domina hasta tal punto nuestro ser, que todas las fibras del cuerpo, al igual que las células del cerebro, no son más que instinto con espantosos impulsos. En tales momentos hombres y mujeres dejan de ser libres. Se dirigen hacia su terrible objetivo como autómatas. Pierden la capacidad de elección, y la conciencia queda aplastada o, si vive, lo hace para llenar de fascinación la rebeldía y dar encanto a la desobediencia. Cuando aquel espíritu poderoso, aquella perversa estrella de la mañana cayó del cielo, lo hizo como rebelde.

Insensible, sin otra meta que el mal, contaminado el espíritu y el alma hambrienta de rebeldía, Dorian Gray se apresuró, acelerando el paso a medida que avanzaba. Pero en el momento en que se desviaba con el fin de penetrar por un pasaje oscuro que con frecuencia le había servido de atajo para llegar al lugar adonde se dirigía, sintió que lo sujetaban por detrás y, antes de que tuviera tiempo para defenderse, se vio arrojado contra el muro, con una mano brutal apretándole la garganta.

Luchó desesperadamente y, con un terrible esfuerzo, logró librarse de la creciente presión de los dedos. Pero un segundo después oyó el chasquido de un revólver y vio el brillo de un cañón que le apuntaba directamente a la cabeza, así como la silueta imprecisa del individuo bajo y robusto que le hacía frente.

–¿Qué quiere? –jadeó.

–Estese quieto –dijo el otro–. Si se mueve, disparo. –Ha perdido el juicio. ¿Qué tiene contra mí?

–Usted destrozó la vida de Sibyl Vane –fue la respuesta–. Y Sibyl Vane era mi hermana. Se suicidó. Lo sé. Usted es el responsable. Juré matarlo. Llevo años buscándolo. No tenía ninguna pista ni el menor rastro. Las dos personas que podían darme una descripción suya han muerto. Sólo sabía el nombre cariñoso que Sibyl utilizaba. Hace un momento lo he oído por casualidad. Póngase a bien con Dios, porque va a morir esta noche.

Dorian Gray se sintió enfermar de miedo.

–No sé de qué me habla –tartamudeó–. Nunca he oído ese nombre. Está usted loco.

–Más le vale confesar su pecado, porque va a morir, tan cierto como que me llamo James Vane.

Durante un terrible momento, Dorian no supo qué hacer ni qué decir.

–¡De rodillas! –gruñó su agresor–. Le doy un minuto para que se arrepienta, nada más. Me embarco para la India, pero antes he de cumplir mi promesa. Un minuto. Eso es todo.

Dorian dejó caer los brazos. Paralizado por el terror, no sabía qué hacer. De repente sé le pasó por la cabeza una loca esperanza.

–Espere –exclamó–. ¿Cuánto hace que murió su hermana? ¡Deprisa, dígamelo!

–Dieciocho años –respondió el marinero–. ¿Por qué me lo pregunta? ¿Qué importancia tiene?

–Dieciocho años –rió Dorian Gray, con acento triunfal en la voz–. ¡Dieciocho años! ¡Lléveme bajo la luz y míreme la cara!

James Vane vaciló un momento, sin entender de qué se trataba. Luego sujetó a Dorian Gray para sacarlo de los soportales.

Si bien la luz, por la violencia del viento, era débil y temblorosa, le permitió de todos modos comprobar el espantoso error que, al parecer, había cometido, porque el rostro de su víctima poseía todo el frescor de la adolescencia, la pureza sin mancha de la juventud. Apenas parecía superar las veinte primaveras; la edad que tenía su hermana, si es que llegaba, cuando él se embarcó por vez primera, hacía ya tantos años. Sin duda no era aquél el hombre que había destrozado la vida de Sibyl.

James Vane aflojó la presión de la mano y dio un paso atrás.

–¡Dios mío! –exclamó–. ¡Y me disponía a matarlo! Dorian Gray respiró hondamente.

–Ha estado usted a punto de cometer una terrible equivocación –dijo, mirándolo con severidad–. Que le sirva de escarmiento para no tomarse la justicia por su mano.

–Perdóneme –murmuró el otro–. Estaba equivocado. Una palabra oída en ese maldito antro ha hecho que me confundiera.

–Será mejor que vuelva a casa y abandone esa arma. De lo contrario, tendrá problemas –dijo Dorian Gray, dándose la vuelta y alejándose lentamente calle abajo.

James Vane, horrorizado, inmóvil en mitad de la calzada, empezó a temblar de pies a cabeza. Poco después, una sombra oscura que se había ido acercando sigilosamente pegada a la pared, salió a la luz y se le acercó con pasos furtivos. El marinero sintió una mano en el brazo y se volvió a mirar sobresaltado. Era una de las mujeres que bebían en el bar.

–¿Por qué no lo has matado? –le susurró, acercando mucho el rostro ojeroso al de James–. Me di cuenta de que lo seguías cuando saliste corriendo de casa de Daly. ¡Pobre imbécil! Tendrías que haberlo matado. Tiene mucho dinero y es lo peor de lo peor.

–No es el hombre que busco –respondió James Vane–, y no me interesa el dinero de nadie. Quiero una vida. Quien yo busco anda cerca de los cuarenta. Ese que he dejado ir es poco más que un niño. Gracias a Dios no me he manchado las manos con su sangre.

La mujer dejó escapar una risa amarga.

–¡Poco más que un niño! –repitió con voz burlona–. Pobrecito mío, hace casi dieciocho años que el Príncipe Azul hizo de mí lo que soy.

–¡Mientes! –exclamó el marinero.

La mujer levantó los brazos al cielo.

–¡Juro ante Dios que te digo la verdad! –exclamó.

–¿Ante Dios?

–Que me quede muda si no es cierto. Es el peor de toda la canalla que viene por aquí. Dicen que vendió el alma al diablo por una cara bonita. Hace casi dieciocho años que lo conozco. No ha cambiado mucho desde entonces. Yo, en cambio, sí –añadió con una horrible mueca.

–¿Me juras que es cierto?

–Lo juro –las dos palabras salieron como un eco ronco de su boca hundida–. Pero no le digas que lo he denunciado –gimió–. Le tengo miedo. Dame algo para pagarme una cama esta noche.

James Vane se apartó de ella con una imprecación y corrió hasta la esquina de la calle, pero Dorian Gray había desaparecido. Cuando volvió la vista, tampoco encontró a la mujer.

Capítulo 17

Una semana después, Dorian Gray, en el invernadero de Selby Royal, hablaba con la duquesa de Monmouth, una mujer muy hermosa que, junto con su marido, sexagenario de aspecto fatigado, figuraba entre sus invitados. Era la hora del té y, sobre la mesa, la suave luz de la gran lámpara cubierta de encaje iluminaba la delicada porcelana y la plata repujada del servicio. La duquesa hacía los honores: sus manos blancas se movían armoniosamente entre las tazas, y sus encendidos labios sensuales sonreían escuchando las palabras que Dorian le susurraba al oído. Lord Henry, recostado en un sillón de mimbre cubierto con un paño de seda, los contemplaba. Sentada en un diván color melocotón, lady Narborough fingía escuchar la descripción que le hacía el duque del último escarabajo brasileño que acababa de añadir a su colección. Tres jóvenes elegantemente vestidos de esmoquin ofrecían pastas para el té a algunas de las señoras. Los invitados formaban un grupo de doce personas, y se esperaba que llegaran algunos más al día siguiente.

–¿De qué estáis hablando? –preguntó lord Henry, acercándose a la mesa y dejando la taza–. Confío en que Dorian te haya hablado de mi plan para rebautizarlo todo, Gladys. Es una idea deliciosa.

–Pero yo no quiero cambiar de nombre, Harry –replicó la duquesa, obsequiándole con una maravillosa mirada de reproche–. Me gusta mucho el que tengo, y estoy seguro de que al señor Gray también le satisface el suyo.

–Mi querida Gladys, no os cambiaría el nombre por nada del mundo a ninguno de los dos. Ambos son perfectos. Pensaba sobre todo en las flores. Ayer corté una orquídea para ponérmela en el ojal. Era una pequeña maravilla jaspeada, tan eficaz como los siete pecados capitales. En un momento de inconsciencia le pregunté a uno de los jardineros cómo se llamaba. Me dijo que era un hermoso ejemplar de Robinsoniana o algún otro espanto parecido. Es una triste verdad, pero hemos perdido la capacidad de poner nombres agradables a las cosas. Los nombres lo son todo. Nunca me quejo de las acciones, sólo de las palabras. Ése es el motivo de que aborrezca el realismo vulgar en literatura. A la persona capaz de llamar pala a una pala se la debería forzar a usarla. Es la única cosa para la que sirve.

–Y a ti, Harry, ¿cómo deberíamos llamarte? –preguntó la duquesa.

–Se llama Príncipe Paradoja –dijo Dorian.

–¡No cabe duda de que es él! –exclamó la duquesa.

–De ninguna de las maneras –rió lord Henry, dejándose caer en una silla–. ¡No hay forma de escapar a una etiqueta! Rechazo ese título.

–La realeza no debe abdicar –fue la advertencia que lanzaron unos hermosos labios.

–¿Deseas, entonces, que defienda mi trono?

–Sí.

–Ofrezco las verdades de mañana.

–Prefiero las equivocaciones de hoy –respondió ella. –Me desarmas, Gladys –exclamó lord Henry, advirtiendo lo obstinado de su actitud.

–De tu escudo, pero no de tu lanza.

–Nunca arremeto contra la belleza –dijo él, haciendo un gesto de sumisión con la mano.

–Ése es tu error, Harry, créeme. Valoras demasiado la belleza.

–¿Cómo puedes decir eso? Reconozco que, en mi opinión, es mejor ser hermoso que bueno. Pero, por otra parte, nadie está más dispuesto que yo a admitir que es mejor ser bueno que feo.

–En ese caso, ¿la fealdad es uno de los siete pecados capitales? –exclamó la duquesa–. ¿Y qué sucede con tu metáfora sobre la orquídea?

–La fealdad es una de las siete virtudes capitales, Gladys. Tú, como buena tory, no debes subestimarlas. La cerveza, la Biblia y las siete virtudes capitales han hecho de nuestra Inglaterra lo que es.

–¿Quiere eso decir que no te gusta tu país? –preguntó la duquesa.

–Vivo en él.

–Para poder censurarlo mejor.

–¿Prefieres que acepte el veredicto de Europa? –quiso saber lord Henry.

–¿Qué dicen de nosotros?

–Que Tartufo ha emigrado a Inglaterra y ha abierto una tienda.

–¿Es eso de tu cosecha, Harry?

–Te lo regalo.

–No podría utilizarlo. Es demasiado cierto.

–No tienes por qué asustarte. Nuestros compatriotas nunca reconocen una descripción.

–Son gente práctica.

–Son más astutos que prácticos. A la hora de la contabilidad, compensan estupidez con riqueza y vicio con hipocresía.

–Hemos hecho grandes cosas, de todos modos.

–Grandes cosas se nos han venido encima, Gladys.

–Hemos cargado con su peso.

–Sólo hasta el edificio de la Bolsa.

La duquesa movió la cabeza.

–Creo en la raza –exclamó.

–La raza representa el triunfo de los arribistas.

–Eso significa progreso.

–La decadencia me fascina más.

–¿Y dónde dejas el arte? –preguntó ella.

–Es una enfermedad.

–¿El amor?

–Una ilusión.

–¿La religión?

–El sucedáneo elegante de la fe.

–Eres un escéptico.

–¡Jamás! El escepticismo es el comienzo de la fe.

–¿Qué eres entonces?

–Definir es limitar.

–Dame una pista.

–Los hilos se rompen. Te perderías en el laberinto.

–Me desconciertas. Hablemos de otras personas.

–Nuestro anfitrión es un tema inmejorable. Hace años le pusieron el nombre de Príncipe Azul.

–¡Ah! No me lo recuerdes –exclamó Dorian Gray.

–Nuestro anfitrión no está hoy demasiado amable respondió la duquesa, ruborizándose–. En mi opinión, cree que Monmouth se casó conmigo por razones puramente científicas, por ser el mejor ejemplar disponible de la mariposa moderna.

–Espero que no la retenga clavándole alfileres, duquesa –rió Dorian.

–Eso ya lo hace mi doncella, señor Gray, cuando está enfadada conmigo.

–Y, ¿qué motivos tiene para enfadarse con usted, duquesa?

–Las cosas más triviales, señor Gray, se lo aseguro. De ordinario me presento a las nueve menos diez y le digo que debo estar vestida para las ocho y media.

–¡Qué poco razonable por su parte! Debería usted despedirla.

–No me atrevo, señor Gray. Inventa sombreros para mí, sin ir más lejos. ¿Recuerda el que me puse para la fiesta al aire libre de lady Hilstone? Claro que no, pero es usted muy amable fingiendo lo contrario. Bien: me lo hizo ella de nada. Todos los buenos sombreros están hechos de nada.

–Como todas las buenas reputaciones, Gladys –le interrumpió lord Henry–. Cada efecto que uno produce le crea un enemigo. Para conseguir la popularidad hay que ser mediocre.

–No en el caso de las mujeres –dijo la duquesa agitando la cabeza–; y las mujeres gobiernan el mundo. Te aseguro que no soportan a los mediocres. Nosotras las mujeres, como dice alguien, amamos con los oídos, igual que vosotros, los hombres, amáis con los ojos, si es que amáis alguna vez.

–Yo diría que apenas hacemos otra cosa –murmuró Dorian.

–En ese caso, señor Gray, usted nunca ama de verdad –dijo la duquesa con fingida tristeza.

–¡Mi querida Gladys! –exclamó lord Henry–. ¿Cómo puedes decir eso? El sentimiento romántico se alimenta de la repetición, y la repetición convierte un apetito en arte. Además, cada vez que se ama es la única vez que se ha amado nunca. La diversidad del objeto no altera la unicidad de la pasión. Tan sólo la intensifica. En el mejor de los casos, sólo podemos tener una experiencia en la vida, y el secreto es reproducirla con la mayor frecuencia posible.

–¿Incluso cuando se ha quedado herido por ella, Harry? –preguntó la duquesa después de una pausa. –Sobre todo cuando uno ha quedado herido –respondió lord Henry.

La duquesa se volvió a mirar a Dorian Gray con una curiosa expresión en los ojos.

–¿Qué dice usted a eso, señor Gray? –quiso saber. Dorian vaciló un momento. Luego echó la cabeza hacia atrás y rió.

–Siempre estoy de acuerdo con Harry, duquesa. –¿Incluso cuando se equivoca?

–Harry nunca se equivoca, duquesa.

–Y, ¿le hace feliz su filosofía?

–La felicidad no ha sido nunca mi objetivo. ¿Quién quiere felicidad? Siempre he buscado el placer.

–¿Y lo ha encontrado, señor Gray?

–Con frecuencia. Con demasiada frecuencia.

La duquesa suspiró.

–Mi objetivo es la paz –dijo–. Y si no me marcho y me visto no tendré ninguna esta noche.

Permítame traerle unas orquídeas, duquesa –exclamó Dorian, poniéndose en pie y alejándose hacia el fondo del invernadero.

–Coqueteas desaforadamente con él –le dijo lord Henry a su prima–. Te aconsejo prudencia. Es una criatura fascinante.

–Si no lo fuera, no habría lucha.

–¿Se trata entonces de un griego contra otro?

–Yo estoy de parte de los troyanos. Lucharon por una mujer.

–Fueron derrotados.

–Hay cosas peores que ser capturado –respondió ella.

–Te lanzas al galope y sueltas las riendas.

–La velocidad es vida –fue su respuesta.

–Lo anotaré esta noche en mi diario.

–¿Qué anotarás?

–Que a un niño con quemaduras le gusta el fuego.

–Ni siquiera me he chamuscado. Tengo las alas intactas.

–Las usas para todo menos para volar.

–El valor ha pasado de los hombres a las mujeres. Es una nueva experiencia para nosotras.

–Tienes una rival. –¿Quién?

Su primo se echó a reír.

–Lady Narborough–susurró–. Lo adora.

–Me llenas de aprensión. Las románticas no podemos competir con el atractivo de la Antigüedad.

–¡Románticas! Empleáis todos los métodos de la ciencia.

–Los hombres nos han educado.

–Pero no os han explicado.

–Describe alas mujeres –fue su desafío.

–Esfinges sin secretos.

Lo miró, sonriendo.

–¡Cuánto tarda el señor Gray! –dijo–. Vayamos a ayudarle. No le he dicho el color de mi vestido.

–¡Ah! tendrás que elegir el vestido de acuerdo con sus flores, Gladys.

–Eso sería una rendición prematura.

–El arte romántico empieza en el momento culminante.

–He de reservarme una posibilidad de retirada.

–¿A la manera de los partos?

–Encontraron la salvación en el desierto. Eso no está a mi alcance.

–A las mujeres no siempre se les permite escoger –respondió lord Henry.

Pero apenas terminada la frase, del extremo más alejado del invernadero llegó un gemido ahogado, seguido del ruido sordo de una caída. Todo el mundo se sobresaltó. La duquesa permaneció inmóvil, horrorizada. Y lord Henry, el miedo en los ojos, corrió entre palmeras agitadas hasta encontrar a Dorian Gray tumbado boca abajo sobre el suelo enlosado, víctima de un desvanecimiento semejante a la muerte.

Se le transportó al instante al salón azul, colocándolo sobre uno de los sofás. Poco después recobró el conocimiento y miró a su alrededor con aire desconcertado.

–¿Qué ha sucedido? –preguntó–. ¡Ah! Ya recuerdo. ¿Estoy a salvo aquí, Harry? –y empezó a temblar.

–Mi querido Dorian –respondió lord Henry–, no has hecho más que desmayarte. Eso ha sido todo. Debes de haberte fatigado más de la cuenta. Será mejor que no bajes a cenar. Yo haré tus veces.

–No; bajaré –dijo, poniéndose en pie con algún esfuerzo–. Prefiero hacerlo. No debo quedarme solo.

Fue a su habitación para vestirse. Cuando se sentó a la mesa, había en su actitud una extraña alegría temeraria, aunque, de cuando en cuando, le recorría un estremecimiento al recordar que, aplastado, como un pañuelo blanco, contra el cristal del invernadero, había visto el rostro de James Vane que lo vigilaba.

Capítulo 18

Al día siguiente Dorian Gray no salió de la casa y, de hecho, pasó la mayor parte del tiempo en su habitación, presa de un loco miedo a morir y, sin embargo, indiferente a la vida. El convencimiento de ser perseguido, de que se le tendían trampas, de estar acorralado, empezaba a dominarlo. Si el viento agitaba ligeramente los tapices, se echaba a temblar. Las hojas secas arrojadas contra las vidrieras le parecían la imagen de sus resoluciones abandonadas y de sus vanos remordimientos. Cuando cerraba los ojos, veía de nuevo el rostro del marinero mirando a través del cristal empañado por la niebla, y creía sentir una vez más cómo el horror le oprimía el corazón.

Aunque quizás sólo su imaginación hubiera hecho surgir la venganza de la noche, colocando ante sus ojos las formas horribles del castigo. La vida real era caótica, pero la imaginación seguía una lógica terrible. La imaginación enviaba al remordimiento tras las huellas del pecado. La imaginación hacía que cada delito concibiera su monstruosa progenie. En el universo ordinario de los hechos no se castigaba a los malvados ni se recompensaba a los buenos. El éxito correspondía a los fuertes y el fracaso recaía sobre los débiles. Eso era todo. Además, si algún desconocido hubiera merodeado por los alrededores de la casa, los criados o los guardas lo hubieran visto. Si se hubieran encontrado huellas en los arriates, los jardineros habrían informado de ello. Sin duda se trataba sólo de su imaginación. El hermano de Sibyl Vane no había venido hasta Selby Royal para matarlo. Se había hecho a la mar en su barco para irse finalmente a pique en algún mar invernal. De él, al menos, nada tenía que temer. Aquel pobre desgraciado ni siquiera sabía quién era, no podía saber quién era. La máscara de la juventud lo había salvado.

Pero si sólo había sido una ilusión, ¡qué terrible pensar que la conciencia pudiera engendrar fantasmas tan temerosos, dándoles forma visible, haciendo que se movieran como seres reales! ¿Qué clase de vida sería la suya si, de día y de noche, sombras de su crimen le observaban desde rincones silenciosos, se burlaban de él desde lugares secretos, le susurraban al oído en medio de un banquete, lo despertaban con dedos helados mientras dormía? Al presentársele aquella idea en el cerebro, palideció de terror y tuvo la impresión de que el aire se había enfriado de repente. ¡En qué espantosa hora de locura había asesinado a su amigo! ¡Qué atroz el simple recuerdo de la escena! Volvía a verlo todo. Cada odioso detalle se le aparecía con renovado horror. De la negra caverna del tiempo, terrible y envuelva en escarlata, se alzaba la imagen de su pecado. Cuando lord Henry se presentó a las seis en punto, lo encontró llorando como alguien a quien está a punto de rompérsele el corazón.

Tan sólo al tercer día se aventuró a salir. Había algo en el aire límpido de aquella mañana de invierno, en la que flotaba el aroma de los pinos, que pareció devolverle la alegría y el ansia de vivir. Pero no sólo las condiciones exteriores habían provocado el cambio. Su propia naturaleza se rebelaba contra el exceso de angustia que había tratado de alterar, de mutilar, su serenidad perfecta. Siempre es así con temperamentos sutiles y delicados. Sus pasiones ardientes hieren o ceden. Matan o mueren. Los sufrimientos y los amores superficiales viven largamente. A los grandes amores y sufrimientos los destruye su propia plenitud. Dorian Gray estaba convencido además de haber sido víctima de una imaginación aterrorizada, y veía ya los temores de ayer con un poco de compasión y una buena dosis de desprecio.

Después del desayuno paseó con la duquesa por el jardín durante una hora, y luego atravesó el parque en coche para reunirse con la partida de caza. La escarcha matinal recubría la hierba como un manto de sal. El cielo era una copa invertida de metal azul. Una delgada capa de hielo bordeaba el lago inmóvil donde crecían los juncos.

En el límite del pinar reconoció a sir Geoffrey Clouston, el hermano de la duquesa, que expulsaba dos cartuchos vacíos de su escopeta de caza. Apeándose del vehículo, después de decirle al palafrenero que regresara con la yegua, se abrió camino hacia su invitado entre los helechos secos y la espesa maleza.

–¿Buena caza, Geoffrey? –preguntó.

–No demasiado buena, Dorian. Me parece que la mayoría de las aves han salido ya a cielo abierto. Espero que tengamos más suerte después del almuerzo, cuando iniciemos otra batida.

Dorian caminó a su lado. El aire intensamente aromático, los resplandores marrones y rojos que aparecían momentáneamente en el pinar, los gritos roncos de los ojeadores que resonaban de cuando en cuando y el ruido seco de las detonaciones que los seguían eran para él motivo de fascinación, y lo llenaban de un delicioso sentimiento de libertad. Le dominaba la despreocupación de la felicidad, la suprema indiferencia de la alegría.

De repente, de una espesa mata de hierbas amarillentas, a unos veinte metros de donde ellos se encontraban, erguidas las orejas de puntas negras, avanzando a saltos sobre sus largas patas traseras, salió una liebre, que se dirigió de inmediato hacia un grupo de alisos. Sir Geoffrey se llevó la escopeta al hombro, pero algo en los ágiles movimientos del animal cautivó extrañamente a Dorian Gray, quien gritó de inmediato:

–¡No dispares, Geoffrey! Déjala vivir.

–¡Qué absurdo, Dorian! –rió Clouston, disparando cuando la liebre entraba de un salto en la espesura. Se, oyeron dos gritos: el de la liebre herida de muerte, que es terrible, y el de un ser humano agonizante, que es todavía peor.

–¡Cielo santo! ¡He alcanzado a un ojeador! –exclamó sir Geoffrey–. ¡Qué estupidez ponerse delante de las escopetas! ¡Dejen de disparar! –gritó con todas sus fuerzas–. Hay un herido.

El guarda mayor llegó corriendo con un bastón en la mano.

–¿Dónde, señor? ¿Dónde está? –gritó. Al mismo tiempo cesó el fuego en toda la línea.

–Ahí –respondió muy irritado sir Geoffrey, acercándose al bosquecillo–. ¿Por qué demonios no controla a sus hombres? Me han echado a perder toda una jornada de caza.

Dorian los contempló mientras penetraban en el alisal, apartando las delgadas ramas flexibles. Al verlos reaparecer a los pocos momentos, arrastrando un cuerpo sin vida que llevaron hasta el sol, se dio la vuelta horrorizado. Le pareció que las desgracias lo seguían dondequiera que iba. Oyó preguntar a sir Geoffrey si aquel hombre estaba realmente muerto, y la respuesta afirmativa del guarda mayor. Tuvo de pronto la impresión de que el bosque se había llenado de rostros. Oía los pasos de miles de pies y un murmullo confuso de voces. Un gran faisán de pecho cobrizo pasó aleteando entre las ramas más altas.

Después de unos momentos que fueron para él, dada la agitación de su espíritu, como interminables horas de dolor, sintió que una mano se posaba en su hombro. Sobresaltado, volvió la vista.

–Dorian –dijo lord Henry–. Será mejor decirles que por hoy se ha terminado la caza. No parecería bien seguir adelante.

–Me gustaría detenerla para siempre, Harry –respondió amargamente–. Todo es horrible y cruel. ¿Está…?

No pudo terminar la frase.

–Mucho me temo –replicó lord Henry–. La descarga le alcanzó de lleno en el pecho. Debe de haber muerto de manera casi instantánea. Ven; volvamos a casa.

Echaron a andar, uno al lado del otro, en dirección al paseo, y recorrieron casi cincuenta metros sin hablar. Luego Dorian miró a lord Henry y dijo, con un hondo suspiro:

–Es un mal presagio, Harry; un pésimo presagio.

–¿A qué te refieres? –preguntó lord Henry–. Ah, hablas del accidente, imagino. Pero, ¿quién podía preverlo? La culpa ha sido suya. ¿Qué hacía por delante de la línea de fuego? En cualquier caso no es asunto nuestro. Molesto para Geoffrey, sin duda. No está bien visto agujerear ojeadores. Hace pensar a la gente que uno no sabe dónde tira. Y Geoffrey lo sabe perfectamente; donde pone el ojo pone la bala. Pero no sirve de nada hablar de este asunto.

Dorian hizo un gesto negativo con la cabeza.

–Es un mal presagio, Harry. Siento como si algo horrible nos fuese a suceder a alguno de nosotros. A mí, tal vez –añadió, pasándose las manos por los ojos, con un gesto de dolor.

Su amigo de más edad se echó a reír.

–Lo único horrible en el mundo es el ennui, Dorian. Ése es el único pecado que no tiene perdón. Pero no es probable que lo padezcamos, a no ser que nuestros amigos sigan hablando durante la cena de lo sucedido. He de decirles que es un tema tabú. En cuanto a presagios, no existe nada semejante. El destino no nos envía heraldos. Es demasiado prudente o demasiado cruel para eso. Además, ¿qué demonios podría sucederte? Tienes todo lo que un hombre puede desear. Cualquiera se cambiaría por ti.

–No hay nadie con quien yo no estaría dispuesto a cambiarme, Harry. No te rías así. Te estoy diciendo la verdad. Ese pobre campesino que acaba de morir es más afortunado que yo. No le tengo miedo a la muerte. Es su forma de llegar lo que me aterroriza. Sus alas monstruosas parecen girar en el aire plomizo a mi alrededor. ¡Dios del cielo! ¿No has visto a un hombre moviéndose detrás de aquellos árboles, un individuo que me vigila, que me está esperando?

Lord Henry miró en la dirección que señalaba la temblorosa mano enguantada.

–Sí –dijo sonriendo–; veo un jardinero que te espera. Imagino que desea preguntarte qué flores quieres esta noche en la mesa. ¡Qué increíblemente nervioso estás, mi querido amigo! Has de ir a ver a mi médico cuando vuelvas a Londres.

Dorian dejó escapar un suspiro de alivio al ver acercarse al jardinero, quien, llevándose la mano al sombrero, miró un momento a lord Henry, como dubitativo, y luego sacó una carta, que entregó a su amo.

–Su gracia me ha dicho que esperase la respuesta –murmuró.

Dorian se guardó la carta en el bolsillo.

–Dígale a su gracia que llegaré enseguida –respondió con frialdad. El mensajero se dio la vuelta, regresando rápidamente hacia la casa.

–¡Cuánto les gusta a las mujeres hacer cosas peligrosas! –rió lord Henry–. Es una de las cualidades que más admiro en ellas. Una mujer puede coquetear con cualquiera con tal de que haya otras personas mirando.

–¡Cuánto te gusta decir cosas peligrosas, Harry! En este caso te equivocas por completo. Me gusta mucho la duquesa, pero no estoy enamorado de ella.

–Y la duquesa te quiere más de lo que le gustas, de manera que estáis perfectamente emparejados.

–¡Eso es difamación, Harry, y nunca hay motivo alguno para la difamación!

–El fundamento de toda difamación es una certeza inmoral –dijo lord Henry encendiendo un cigarrillo. –Sacrificarías a cualquiera por un epigrama.

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