Oscar Wilde y yo

Abonelik
Parçayı oku
Okundu olarak işaretle
Yazı tipi:Aa'dan küçükDaha fazla Aa

Pues no menos falsa es la carta titulada De Profundis. Mentira, mentira y más mentira. Oscar Wilde le dijo a usted mismo que en la cárcel había padecido tremendas decepciones. Parece haber confiado al papel el registro de esas decepciones. La mayor parte de su carta me resulta sencillamente incomprensible. Escenas puramente imaginarias de Voisin y Paillard. El absurdo grotesco que hace de una disputa que tuvimos en Brighton y que suponía que ya habíamos olvidado una semana después de sucedida. Mis supuestas amenazas de suicidio y mi terrible desesperación al encontrarme separado de él en Egipto, donde, a decir verdad, pasé una temporada de tres meses hospedado por lord y lady Cromer en la Agencia Británica, temporada amable y jovial según podrían testificar Reggie Turner y F. E. Benson, que se encontraron allí conmigo y me acompañaron a remontar el Nilo. Sus monstruosas patrañas tocante a las supuestas sumas de dinero que pretende que yo le robé, patrañas que no podría probar con un solo cheque o nota de su libro de gastos. Toda la carta es un frenesí de lunático, de alguien enloquecido de rabia impotente y maldad, y poseído del maligno deseo de injuriar a toda costa al amigo que finge querer y con quien había reanudado relaciones amistosas al salir de la cárcel.

Y paso a lo sucedido después de fallarse en mi contra el proceso Ransome14. Mi mujer me aban­donó; me quitaron a mi único hijo; mi hogar se deshizo y yo me encontré en la miseria, tanto social como económicamente. Me constaba que el autor de todo este desastre era míster Robert Ross. Sabía por experiencia, como les ocurre a miles de personas en Londres, que Ross era exactamente la misma clase de hombre, en su vida privada, que había sido Wilde. La diferencia entre Ross y yo consistía en que, si bien yo a la edad de veinte años, cuando era casi un niño, había sufrido el influjo de Wilde y me encontré metido entre la horrible gentuza que lo rodeaba, ya me había alejado de todo eso hacía mucho tiempo —más de doce años—, y me había casado poco más de un año después de la muerte de Wilde, viviendo a la sazón una vida feliz, sana y normal con mi mujer y mi hijo. Ross, en cambio, se había dejado dominar cada vez más por el terrible vicio que fue la causa de la perdición de Wilde. En este sentido, el manto de Wilde lo había cubierto de pies a cabeza. Era el Sumo Sacerdote de todos los sodomitas de Londres, y todo el mundo lo saludaba como al fiel amigo de Wilde —con cuyo culto se había agenciado una fortuna—, el noble y desinteresado amigo, el ser puro y santo, la antítesis del perverso y depravado Alfred Douglas, que luego de arruinar a Oscar Wilde lo había abandonado a su suerte.

No era posible sufrir vejación semejante, y al día siguiente del proceso Ransome me juré no descansar hasta desenmascarar públicamente a Ross.

No necesito prolongar demasiado esta carta y debo limitarme a tocar los puntos esenciales, con la mayor brevedad posible. Dos años tardé en hacerle cantar a Rose la palinodia. Y algo de milagroso tiene que pudiera lograrlo sin dinero y casi sin amigos en el mundo, exceptuando a mi madre.

Adopté para eso el mismo procedimiento que mi padre. Es decir, insulté públicamente a Ross hasta obligarlo a que entablara contra mí una demanda criminal. Me costó más tiempo traer a Ross a la liza del que fue necesario con Wilde. Empecé por denunciarlo a míster Justice Darling, el juez que fallara en el proceso Ransome. Míster Justice Darling hizo una referencia pública a mi carta, desde su escaño; la leyó en voz alta en el tribunal y luego se la entregó al abogado de Ross. Sin duda al­guna pensaría que inmediatamente seguiría contra mí el procedimiento criminal. Pero Ross no dijo esta boca es mía. Solo después de haber insistido en mis denuncias, con cartas a sus amigos (míster Asquith y su esposa, ahora condes de Oxford y Asquith), y escrito y difundido dos folletos con la misma denuncia, fue cuando conseguí mosquearlo. Mi padre había acusado a Wilde de posar de sodomita15. Yo apliqué a Ross las mismas flores del lenguaje: “un incalificable bribón”, un “sodomita declarado”, un “corruptor de jóvenes” y, por si esto fuese poco, estafador.

Me detuvieron y pasé cinco días en la cárcel de Brixton, sin que me concedieran libertad bajo fianza. Pedí justificación, y cuando por último me la concedieron y salí de Brixton tuve cinco semanas para hacerme de suficientes pruebas a fin de justificar mis diatribas, corriendo el riesgo de incurrir en una pena que oscila entre seis meses y dos años de cárcel.

Yo no tenía más pruebas de las que sabía por las mías y que se basaban en el hecho de que Ross jamás intentó ocultar sus tendencias. Incluso se vanagloriaba abiertamente de cuanto había hecho en su vida.

Pero esto sin embargo no servía de nada o, en todo caso, de muy poco, para mi propia justificación. No puedo decirle a usted ahora —sería demasiado largo— cómo debí procurarme las pruebas necesarias. Creo firmemente que hallarlas fue algo sobrenatural, debido al hecho de que, habiéndo­me convertido por aquella época al catolicismo, me confié a la Providencia y le pedí ayuda en aquel desesperado trance. Precisamente una semana antes de verse la causa, y cuando había renunciado casi por completo a toda esperanza, di con la anhelada prueba. Con ayuda de mi procurador, míster Edward Bell, en dos días ya tenía una lista de trece o catorce testigos y mi abogado, míster Comyns Carr, procedió a redactar su escrito de defensa.

El proceso de Old Bailey duró ocho días. Desde el primero salió para mí de maravillas. Después de que sir Ernest Wild K. C. —hoy registrador en Londres— abriera fuego con un discurso en favor de Ross, pintándome con los más oscuros colores, el jurado hizo sentar a Ross en el banquillo. El interrogatorio al que lo sometió Comyns Carr fue tan sensacional como el de Wilde por Carson. A partir de entonces ya tenía ganado el proceso. El presidente del jurado me contó después que todo era tan claro, que é1 y muchos de los jurados hubieran firmado, a renglón seguido del interrogatorio de Ross, un veredicto de inocencia a mi favor. Sin embargo uno de ellos —el mismo que ocasionó la disconformidad del jurado— no adhirió a tal propuesta, de suerte que prosiguieron las declaraciones. Yo mismo me senté en el banquillo y aguanté un interrogatorio de sir Ernest Wild que duró varias horas, aduciéndose en mi contra las cartas que me fueron robadas. En honor a la verdad, debo decir que surtieron muy poco efecto. Desde entonces han sido presentadas dos veces, una en el proceso Pemberton Billing, cuando yo apreté fuerte y ayudé a ganar el veredicto, y la otra en mi proceso contra el Evening News, en 1921, por haberme difamado diciendo que tenía “signos marcados de degeneración”, durante el cual fui interrogado por sir Douglas Hogg, el procurador general, por espacio de seis horas, obteniendo entonces un veredicto a mi favor y una declaración del jurado expresando la opinión de que sacar a relucir continuamente esas cartas resultaba desdichado y que debían devolvérmelas o destruirlas.

Testigo tras testigo, todos depusieron en forma terminante contra Ross, y el juez, míster Justice Coleridge, arremetió contra él en forma cortés aunque tremenda.

En realidad, los cargos que yo había formulado contra Ross —cargos específicos con indicación de nombres de las víctimas, fechas y toda clase de pormenores— quedaron plenamente probados. El testimonio del inspector West, con veinticinco años de servicio en Scotland Yard y Vine Street, hubiera resultado suficiente para justificar mis acusaciones. Dicho inspector, que compareció ante el tribunal por su propia iniciativa, juró que en su calidad de detective —durante quince años patrulló por las inmediaciones de Vine Street (Picadilly, etc.), por las noches— “conocía a Ross como compañero habitual de sodomitas y de individuos dedicados a la prostitución masculina”.

Sin embargo, el jurado, después de estar reunido unas tres horas, volvió a la sala y declaró que no podía dictar veredicto, de modo que quedé nuevamente en libertad bajo fianza, con obligación de comparecer en las próximas sesiones. Al retirarme de la sala me encontré con nueve miembros del jurado, incluso el presidente, esperándome afuera. Me expresaron su profundo pesar por el resultado y me dijeron que era debido a que uno de los jurados se había negado a que se dictara veredicto contra Ross. Pero todos me dieron la mano y me felicitaron. Añadieron que al principio estaban contra mí, pero que luego quedaron sorprendidos al ver cuánto derecho me asistía y qué distinto era yo de cómo me habían imaginado.

A todo esto, los periódicos de Londres no habían querido decir palabra de este sensacional proceso. En vez de aquellas columnas y más columnas que dedicaron al proceso Ransome, cuando salí perdiendo, ahora apenas le dedicaban una media columnita o a lo sumo unas cuantas líneas. El público se quedaba en ayunas de lo sucedido, y míster Blumenfeld, director del Daily Express, al quejarme del modo vergonzoso como me habían tratado en su periódico, me dijo que aquello no era debido a prejuicio u hostilidad hacia mí ya que, según decía, “hablando en serio, yo no tengo la menor idea de cómo ni por qué ha salido usted absuelto ni de por qué ha sido imputado”.

Pero el Relato de este proceso, probablemente el más sensacional de cuantos se hayan visto en Old Bailey, redundó en provecho de la prensa. El trato de que fui objeto entonces destruyó hasta el úl­timo vestigio de aquella fe en el British Fair Play —juego limpio inglés— que había sobrevivido a mis anteriores experiencias. Sin embargo, ni la prensa pudo salvar a Ross. Su abogado propuso primero presentar un nolle prosequi16 con mi consentimiento, pagando cada parte sus costas.

Yo me negué y manifesté mi resolución de pasar a las próximas sesiones y ser nuevamente juzgado, añadiendo algunos testimonios más a mi legajo de justificación. Esta respuesta le dio a entender a Ross cuáles eran mis propósitos. Lo dejé boquiabierto. Su abogado, Ernest Wild, vino todavía a proponerme que consintiera en el nolle prosequi, es decir, que me aviniera a suspender la continuación, y Lewis y Lewis, a expensas de Ross, pagaría mis costas y demás gastos —unas seiscientas libras—. Tal desenlace resultaba favorable para mí, que a la sazón me encontraba sin un céntimo; de suerte que acepté de buena gana la oferta, quedando archivado mi expediente de justificación, según lo convenido, en el Tribunal Central de lo Criminal, donde se halla a disposición de cualquiera.

 

Por otra parte, el desacuerdo del jurado salvó a Ross de un proceso criminal que casi con seguridad se hubiera seguido si el jurado hubiese dictado veredicto contra mí.

Fue a todo esto míster Forest Fullon, abogado de Ross e hijo del difunto registrador de Londres, quien le indicó a míster Bell, mi procurador, que la obtención de un nolle prosequi en favor de Ross había constituido una victoria todavía mayor para mí que un veredicto, por la obvia razón de que un nolle prosequi obtenido en tales circunstancias es una confesión de culpabilidad y equivale a la condena del demandante.

Solo tengo que añadir, para terminar de una vez para siempre con todo este odioso asunto de Ross, que unos tres meses después de haber sido publicado en la prensa el resultado de mi proceso en Old Bailey, Ross fue objeto de un testimonio público de adhesión y de un obsequio de 700 libras. El mensaje, que expresaba el mayor afecto, amistad y admiración a Ross como un fiel amigo y un distinguido hombre de letras, salió de la pluma de míster Edmund Gosse, que, junto con míster H. G. Wells, dieron testimonio del carácter de Ross en mi proceso. Ambos declararon, con el consiguiente asombro del juez y del jurado, que eran amigos de míster Ross hacía años y que le profesaban gran afecto, teniéndolo por el alma más pura que hubieran conocido.

El mensaje de referencia llevaba 350 firmas, entre ellas las del primer ministro míster Asquith y su señora, una docena de Pares, un obispo protestante y muchas personas más o menos distinguidas en el mundo social, literario y artístico.

A raíz del proceso, Ross tuvo que dimitir el lucrativo cargo de asesor para la tasación de cuadros en la Cámara de Comercio que le había conseguido míster Asquith, puesto que le valía un sueldo de 1.500 libras anuales. Pero no lo obligaron al ostracismo ni se vio seriamente quebrantado en su posición social. Los Asquiths continuaron recibiéndolo; un año después el gobierno lo designó para otro cargo y, al morir, el Times le dedicó una necrológica entera, ponderándolo como modelo de nobilísimo caballero inglés.

El tema no necesita comentarios. No he acertado nunca a comprender la actitud de esas personas que hacen de Ross un héroe, del mismo modo que jamás pude explicarme la vileza de aquél. Conviene recordar que al justificarme contra Ross tuve que demostrar que, además de ser un adepto a los vicios de Wilde, era también un estafador. Yo probé tanto una cosa como la otra. Si los Asquiths y los señores Gosse, Wells y compañía simpatizan con esas cosas, allá ellos; pero hay algo oscuro en todo este asunto. Yo me he devanado demasiado los sesos buscándole explicación; ahora dejaré a usted y a sus lectores seguir inquiriendo la clave, en caso de que se decida a incorporar esta carta a su Vida de Oscar Wilde revisada.

De usted, etc., etc.

Alfred Douglas

P.D. Ahora caigo en la cuenta de que he omitido decir algo sobre el cargo que me hace en su libro, respecto de lo que dije en París o en Chantilly, cuando le manifesté que Oscar Wilde era una vieja prostituta. Bueno: ahora que usted ya conoce la verdad acerca de cómo me esquilmaba de un golpe cientos de libras mientras que a otros les decía que yo no le daba ni un céntimo y escribía cartas injuriosas contra mí en secreto, ¿pensará usted todavía que aquella expresión —cuando precisamente acababa de tener con él un encuentro en el que me había lloriqueado para sacarme más de cuarenta libras— es indicio de que mi genio es tan terrible? Yo estaba muy triste cuando nos vimos. Wilde acababa de mostrarse, y no por primera vez, bajo una luz odiosa. Había descendido a simas de bajeza inéditas, para mí, en un ser humano, y a usted le dije lo que pensaba. Dos días después ya lo había olvidado, y ya reconocerá que ninguna falta de generosidad se advierte en el soneto que le dediqué a raíz de su muerte. Cuando lo escribí no tenía la menor noticia del De Profundis ni de sus cartas sobre mí enviadas a Ross desde Berneval, escritas al tiempo en que a mí me escribía otras llenas de cariño y afecto. Pero ahora que usted ya está enterado de todo lo referente al De Profundis y a sus cartas a Ross sobre mí y de las cosas que acerca de mí le dijo a usted —sin olvidar las que a mí me dijo de usted—, siento tener que decir que no creo haberle hecho ninguna injusticia. Si alguien aquí tuviera derecho a quejarse, no sería precisamente la vieja prostituta.

No tengo más nada que añadir a este prólogo, como no sea que estoy escribiendo Mis recuerdos, donde trataré una vez más todo el asunto Oscar Wilde y demás actores del terrible drama.

Alfred Douglas

Londres, agosto 1925

4. De Profundis es la epístola que Oscar Wilde escribió para lord Alfred Douglas en la cárcel de Reading en marzo de 1897, dos meses antes de que cumpliera la sentencia que le fue impuesta por el delito de sodomía. Mientras estuvo en prisión, Wilde no fue autorizado a enviar la carta. Solo se le permitió llevar el manuscrito consigo hasta el final de la condena. Wilde acabó por confiar la carta a su amigo Robert Baldwin Ross, que guardó el original e hizo, a instancias de Wilde, dos copias dactilografiadas. Se supone que una de ellas se la envió a Douglas, pero este negó siempre haberla leído. En 1905, cuatro años después de la muerte de Wilde, Ross publicó una versión reducida de la carta bajo el título De Profundis, que se utilizaría en posteriores ediciones. Un mes antes de salir de la cárcel, Wilde escribió una carta a Ross donde impartía algunas indicaciones: “Esta es una carta encíclica, y –como las bulas del Santo Padre se nombran a partir de sus primeras palabras– esta podría llamarse: Epístola: in carcere et vinculis.”

El original del De Profundis fue donado en 1909 por Robert Ross al Museo Británico con la expresa condición de que no fuera presentado al público hasta después de 1960. Sin embargo, una versión abreviada de esta carta fue publicada por el propio Ross en 1905, a cinco años de la muerte de Wilde. Allí quitaba todas las alusiones que pudieran resultar agraviantes para Douglas y su padre. Una segunda copia dactilografiada fue utilizada para la publicación de la primera versión completa y rigurosa por Vyvyan Holland, hijo de Oscar, en 1949. En realidad, cuando en 1960 el manuscrito fue revelado al público, fue posible establecer que la copia dactilografiada por Vyvyan contenía cerca de cien discordancias con el original. La versión corregida y definitiva se publicó en The Letters of Oscar Wilde (Hartcourt, Brace & World Inc, New York, 1962).

5. Robert Robbie Baldwin Ross (1869-1918) fue periodista, crítico de arte, albacea del legado de Oscar Wilde y mentor literario de varias figuras de su época. Durante la Primera Guerra Mundial atrajo a una camarilla de jóvenes artistas, en su mayoría homosexuales. Fue también amigo de Vyvyan y Cyril Holland, hijos de Wilde. “En 1886, cuando su mujer estaba embarazada de Vyvyan, Wilde conoció a Robert Ross, un joven canadiense que admiraba su poesía. Ross, que era homosexual, estaba decidido a seducir a Wilde, y ambos hombres sostuvieron luego que Ross fue el primer amante masculino de Oscar” (Trevor Fisher, Oscar y Bosie. una pasión fatal, traducción de Rolando Costa Picazo, Editorial El Ateneo, Buenos Aires, 2004).

En su testamento, Ross pidió que sus cenizas fuesen colocadas en la tumba de Wilde, deseo que fue cumplido.

6. Arthur Michell Ransome (1884-1967) fue un escritor y periodista inglés. Sus obras de literatura infantil aún tienen cierto predicamento entre los escolares ingleses. Escribió también sobre la vida literaria de Londres y sobre la situación en la naciente Unión Soviética. Sus vínculos con los líderes de la Revolución lo llevaron a proporcionar información al Servicio de Inteligencia Secreto, mientras que también se sospechaba que era un espía del servicio de Inteligencia del Reino Unido.

7. En 1913, Bosie demandó a Arthur Ransome por pasajes difamatorios de su libro sobre Oscar Wilde. Amigo de Robert Ross –de quien probablemente consiguió esos pasajes–, Ransome acusaba a Bosie de haber arruinado a Wilde (sugería que habían compartido un amor fatal). La evidencia para su acusación estaba apoyada en algunos pasajes del De Profundis, para lo cual las partes interesadas extrajeron el texto de su escondite en el Museo Británico. Esas partes inéditas fueron leídas en la corte y luego publicadas en los periódicos nacionales.

8. Ambiente literario, grupo social unido por intereses comunes de cualquier tipo (en francés en el original).

9. Frank Harris (1856-1931) fue autor, editor y periodista irlandés. En 1922 publicó en Berlín su autobiografía My Life and Loves, editada en cuatro volúmenes entre 1922 y 1927. Esta obra le hizo fama de pornógrafo y fabulador. Harris también escribió cuentos y novelas, además de dos libros sobre Shakespeare, una serie de biografías tituladas Contemporary Portraits y biografías de sus amigos Oscar Wilde y George Bernard Shaw.

10. Frank Harris, Vida y confesiones de Oscar Wilde, Emecé, Buenos Aires, 1942.

11. “Alfred Douglas presidió el entierro en el funeral, un entierro de sexta clase. El ataúd era barato, y el coche fúnebre, de aspecto lastimoso” (Richard Ellman, Oscar Wilde, Edhasa, Barcelona, España, 1990).

12. Ver http://www.gutenberg.org/ebooks/36017

13. El editor John Lang convenció a Alfred Douglas para que escribiera un libro a modo de descargo. Douglas estaba devastado por los resultados del proceso Ransome, necesitaba dinero y acaso también dar a conocer su punto de vista sobre el asunto, pero estaba psicológicamente exhausto. Entonces encargó a Crosland la redacción del libro. Crosland utilizó esta obra para expresar su profundo odio por Wilde. Como Douglas no podía confesar sus antiguas prácticas sexuales sin arriesgarse a ser condenado, las afirmaciones contenidas en la presente obra deben ser relativizadas a la luz de estos reparos. De hecho, en su Autobiografía Douglas admite que Oscar Wilde y yo no presenta una imagen verdadera de sí mismo sino de lo que él deseaba o suponía que era.

14. Mi mujer, con la cual hace tiempo que estoy reconciliado, y mi hijo –que ya es oficial de la Guardia Escocesa– se encuentran sentados en mi habitación, en tanto redacto este prólogo (nota del autor).

15. Según algunos biógrafos, esta acusación respondía a una estrategia jurídica, pues no acusaba directamente a Wilde de sodomita sino “de posar” como tal.

16. Del latín, término legal que significa “no estar dispuesto a perseguir”. Es una frase utilizada en muchos contextos de juicio penal de derecho común para describir la decisión de un fiscal de suspender voluntariamente los cargos penales, ya sea antes del juicio o antes de que se emita un veredicto.