Oscar Wilde y yo

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Capítulo II

Ilusiones perdidas

Me resulta imposible recordar hoy, para explicárselas a los lectores, las razones de la fascinación ejercida por Oscar Wilde en aquellos días para siempre idos. La revelación de su vil perfidia hará cosa de un año, al conocer la existencia de la parte inédita del De Profundis; el estremecimiento de horror, indignación y asco que la lectura de ese abominable documento me produjo; la evidencia de que, durante los últimos años de su vida y después de su excarcelación, me profesaba el más vivo afecto, viviendo —primero parcialmente, luego del todo— a mis expensas, cuando ya Wilde era el secreto autor de una inmunda y mentirosa diatriba sobre mi familia y sobre mí, destinada a ser publicada después de mi muerte; todo eso hace que ahora no logre explicar mi antiguo apego. Además, mucho antes de tener noticia del De Profundis inédito, ya no tenía el mismo concepto de su carácter ni de su valor como escritor. Con el correr de los años yo había adquirido madurez de juicio y comenzaba a comprender toda la responsabilidad de quienes con sus obras solicitan los sufragios del universo pensante. De todo lo cual concluía que la obra de Wilde era objeto de una admiración muy exagerada, que su autor jamás había sido un gran poeta ni un gran prosista y que el daño que infligiera a la joven literatura inglesa, su pernicioso influjo sobre el movimiento intelectual y sobre la prensa de su tiempo, compensaban, con creces, los justos éxitos que justamente mereciera. Y, sin embargo, hasta la época en que hubieron de revelarme brutalmente el De Profundis in extenso, yo me negaba, por decirlo así, a ahondar en mis propios sentimientos. Aquel hombre había sido mi amigo, le había profesado vivo afecto; no me reconocía con derecho a entrometerme en su reputación literaria, aunque esta fuese, a mi juicio, ficticia y basada en una hábil campaña conducida por un grupo de amigos, más cuidadosos de la gloria de Oscar Wilde que del bien de las letras en general.

Por otra parte, hubiera creído obrar en contra de mi deber combatiendo lo que aún pudiera subsistir de su reputación. Me engañaba acerca de aquel hombre; y antes de conocer enteramente el De Profundis todavía conservaba afecto para su memoria y me hacía, como otros muchos, vanas ilusiones sobre su moral. Mi afecto fue real, sincero y robusto hasta esa revelación del De Profundis, de suerte que me obstiné en defenderlo —aunque para ello tuviera que forzar mi conciencia literaria— en las columnas de The Academy, que yo dirigía, y compuse en su honor uno de mis mejores sonetos, que reproduzco a continuación:

I dreamed of him last night, I saw his face

All radiant and unshadowed of distress,

And as of old, in music measureless,

I heard his golden voice and marked him trace

Under the common thing the hidden grace,

And conjure wonder out of emptiness,

Till mean things put on beauty like a dress

And all the world was an enchanted place.

And then methought outside a fast locked gate

I mourned the loss of unrecorded words,

Forgotten tales and mysteries half said,

Wonders that might have been articulate,

And voiceless thoughts like murdered singing birds.

And so I woke and knew that he was dead.25

Compuse este soneto en 1901, pocos meses después de la muerte de Wilde, y lo incluí en mi libro de sonetos publicado en 1909. Ante estos versos me sería imposible —aunque quisiera— negar hoy mi profunda adhesión y el culto que por largo tiempo rendí a su memoria. Pero invocar sus razones me resulta imposible pues me estrello sin cesar contra el escollo de un recuerdo más reciente.

Más todavía: lo que antaño me movió a admiración en Wilde no me inspira hoy sino desprecio. Recuerdo que cuando lo conocí yo era joven, no solo de edad sino también de carácter... A decir verdad, era un niño. En este libro reproduzco un retrato que me hice en Oxford26, al segundo año de estar allí, precisamente el mismo año que conocí a Oscar; es el retrato de un adolescente, y ese adolescente era de una extraordinaria ingenuidad, sin pizca de sofisticación. Ahí están muchos de mis amigos y condiscípulos de la Universidad que corroborarán mi testimonio; a los 23 años parecía de 16, y aunque por aquella época no me hiciese gracia que me lo dijeran, mi carácter corría parejo con mi aspecto. Muy crédulo y confiado, fácil de engañar, era la presa indicada para una serie de artificiosas maquinaciones. A cada paso, viniera o no a tema, estaban recordándome mi origen; hijo de marqués, era lo que se dice un personaje decorativo. Yo me tenía por un consumado hombre de mundo y por muy culto, lo que contribuyó incluso más a hacer de mí el juguete y la víctima de aquellos que supieron herirme, con habilidad, en la fibra sensible de la literatura. Wilde tuvo ese acierto. Mis pocos años, mi sinceridad —y también, justo es reconocerlo, lo que él consideraba como mi importancia social—, eran otros tantos imanes que le atraían. Se aplicó a la empresa de cautivarme, y lo logró.

Wilde tenía entonces alrededor de cuarenta años27; era un conversador deslumbrante, según nadie ignora y hasta sus mismos enemigos deben confesar. Era muy distinto de cuantos seres había conocido hasta entonces. Poseía ese conocimiento luminoso de todos los problemas de la vida, que es como la compensación que los años ofrecen al hombre superior a cambio de la pérdida de tantas otras cosas. Tenía la costumbre de expresar los sentimientos más inmorales y subversivos con un aire de autoridad que, por fuerza, había de ser muy del gusto de un joven exaltado, propenso, como suelen serlo todos los jóvenes exaltados, a mil extravagancias. Lo esencial, a juicio suyo, era ser un chico guapo, emparentado con la aristocracia; que siendo así, todos los excesos resultaban disculpables, con tal de que se llevasen a cabo con amable elegancia. Esa sencilla y magnífica teoría resultaba muy plausible a mi natural inconsecuencia. Viniendo como venía de un individuo que gozaba de la alta estima y consideración del presidente de mi colegio, el cual se lo había recomendado a mi madre como una amistad muy de desear para mí, me pareció entonces la última palabra de la sabiduría. ¡Qué desprecio me inspiran hoy esas artimañas, empleadas por un hombre hábil para adueñarse del irreflexivo espíritu de un niño! Por poco que hoy recapacite en eso, el recuerdo de tantos artificios taimados me resulta triste y repugnante.

Si no me hubiera propuesto tratar, con toda la imparcialidad posible, la memoria de un amigo, por más culpable que sea, quizás cediera a la tentación de insistir sobre esos procedimientos de que él se valía cuando quería deslumbrar a los jóvenes. Pero eso no conduciría sino a realzar su reputación de cuco. Nada más fácil en este mundo que trastornar el juicio de un estudiantito de Oxford o de Cambridge. Tal hazaña está al alcance de cualquiera; basta con proponérselo y no tener escrúpulos. Ni siquiera hacen falta grandes dosis de ingenio ni una inteligencia superior. Son suficientes cierto descaro y un sentimiento muy raso del honor, cualidades que no se le podían negar a Wilde.

Quienquiera que conserve vivo el recuerdo de su juventud, comprenderá la táctica que Wilde siguió conmigo. Me hacía objeto de adulación constante. Mostraba una admiración excesiva por los pocos ensayos poéticos que yo había perpetrado y que, más tarde, en la época de la cárcel de Reading, calificó de “versitos de estudiante”. Cuanto yo decía o hacía le parecía magnífico. Me prodigaba toda clase de demostraciones de afecto. Él mismo ha insistido tanto sobre este punto que me evita el trabajo de hacerlo yo. Sin embargo, recordaré aquí —a fin de rendirle toda la justicia a que pueda tener derecho— que cuando por casualidad yo caía enfermo jamás dejaba de ordenar que me llevaran a la cama costosos racimos de uvas moscatel y periódicos ilustrados; que si al irme inopinadamente a pasar unos días al campo se me olvidaba llevarme cigarrillos y le rogaba que me los enviase, lo hacía de inmediato y en gran cantidad; que cuando comíamos juntos se acordaba siempre de mis platos favoritos; en una palabra, que desde muchos puntos de vista fue cuanto desear puede un corazón amante. Yo tomaba todas esas apariencias por el verdadero pan de la amistad; y como siempre tuve la mala costumbre de idealizar a mis amigos y atribuirles toda suerte de cualidades, concebí por aquel hombre un grande y perdurable afecto. Cuando cayó en desgracia, me obstiné en defenderlo contra viento y marea y sin pensar en el daño que a mí mismo me causaba.

Pero bastantes lágrimas me ha costado todo eso. No tengo, lo reconozco, a quién echarle la culpa de lo ocurrido sino a mí mismo, y lo peor es que bien merecido lo tengo. Vean lo que cuesta echar margaritas a los cerdos.

25. En sueños lo vi la última noche. Su semblante / esplendoroso no tenía esa sombra de desgracia. / Y, como antaño, imponderable, musical, / yo oía su voz de oro; lo veía descubrir / la gracia oculta de las cosas triviales / y conjurar los encantos incluso del vacío, / hasta vestir las cosas de belleza, cual un ropaje, / y hacer de este mundo un lugar encantado./ Luego me vi ante herrumbrosa reja / llorando por la pérdida de palabras inexpresadas, / de cuentos olvidados, de misterios revelados a medias, / de ignotas maravillas que hubieran podido salir a la luz / y de pensamientos sin voz, / semejantes a acuchillados ruiseñores / y al despertarme supe que él había muerto...

26. Se trata del retrato incluido en la página 6 de esta obra.

 

27. “Cuando Wilde conoció a Bosie en el verano de 1891, Wilde tenía 36 años, y Bosie, 20. Ninguno de los dos recordaría con precisión cómo se conocieron, y Wilde complicó las cosas cuando escribió, en 1897, que ‘nuestra amistad empezó realmente’ cuando Bosie le escribió pidiéndole que lo ayudara con un intento de chantaje (que para la mayoría de los biógrafos incumbe a una estafa de orden sexual por parte de un ‘muchacho de alquiler’). Alegaba que antes de esto no conocía a Bosie, que solo lo conoció durante dieciocho meses en los que lo vio solamente cuatro veces, sin ninguna intimidad. Esto se contradice con la versión de Bosie de que Oscar se prendó violentamente de él a primera vista” (Richard Ellmann, op. cit).

Capítulo III

Wilde en sociedad

Los que han tomado a pecho crear y fomentar la leyenda de Oscar Wilde, gustan de presentarlo como un hombre a la moda, de condición elevadísima; acaso resulte interesante que yo también intente estudiarlo desde el punto de vista de su mundanidad. Aparte de sus pretensiones a la notoriedad literaria, se consideraba, efectivamente, como un dandi y como una importante personalidad social.

En sus escritos gusta de emplear frases como “los hombres de nuestra jerarquía, las personas de nuestra posición”. Jerarquía era un término feliz, y Wilde lo emplea de modo que da a entender que había nacido en buena cuna. Podía hablar de su madre diciendo lady Wilde, y en cierta ocasión lo escuché designarla con las palabras “her ladyship”28, lo que naturalmente surtía gran efecto. Muchos habrán creído que se trataba de una dama de copete, señora de feudos y castillos y con una muchedumbre de siervos a su disposición. En cambio, “papá Wilde” no salía tanto a relucir, sin duda por no poder calificárselo de “his lordship”29. Como fuese, Wilde no habría podido darse más importancia de la que se daba, aun si hubiera sido hijo y único heredero de un duque y par del reino. Declaraba que un noble debe afectar siempre aires de nobleza, y que a tal fin necesita no solo mantener su jerarquía en la conversación sino también encarnar, vestir y, en cuanto sea posible, vivir su papel. Wilde tenía la firme convicción de aventajar, en cuanto al físico, a todos los literatos de su tiempo. Ya podía Tennyson ponerse hopalandas30 y sombreros desmesurados; adoptar Swinburne el talante de un hombrecito muy apañado, lo que en realidad era; y dárselas Pater de profundo dilettante, de cavilosa frente; y Bernard Shaw de inquietante revolucionario con patillas, y ser Arthur Symons un ángel rubio y Beardsley un delicado artista, con largas piernas de araña; a pesar de todo, Wilde estaba profundamente persuadido de soplarles a todos la dama en lo que respecta al nacimiento y a la pureza de sus facciones. Gustaba de compararse con los emperadores romanos. Tenía la cara ancha, pero, como tantas veces ha dicho y repetido él mismo, “delicadamente cincelada”; y si algún escultor le hubiera propuesto servirle de modelo para un busto de Nerón, le habría parecido de perlas. Solía decirme que “los sombríos ingleses” consideraban poco menos que un crimen hablar de la hermosura masculina, así propia como ajena; pero que, sin embargo, la superioridad física era el arma principal del individuo en la lucha social. Claro que yo me reía en su cara, diciéndole que no fuera presumido, pero él lo pensaba con la mayor seriedad y no había nada que pudiera enojarlo tanto como que alguien insinuara que tenía la boca algo grande o que una mandíbula excesiva echaba a perder la armonía de su rostro. Cuidaba mucho su piel, y no he visto a nadie que se pasara el cepillo con más frecuencia por la cabeza durante todo el santo día.

Adolecía de un defecto, que era su desesperación por no haber alcanzado el arte dentario, en aquel tiempo, el grado de perfección actual. Pero no quiero insistir sobre este punto31.

Me maravilla que la parte impresa de De Profundis no tenga algunos magníficos y patéticos fragmentos sobre los trajes. Cosa que pasma, ya que Wilde fue durante mucho tiempo la hechura de su sastre. Si hubiera vivido en nuestros días, en esta era de gabanes sombríos y sombreros insignificantes, acaso jamás hubiera llegado a ser célebre. Su excentricidad suntuaria fue el comienzo de su notoriedad; pero más tarde, a medida que se encumbraba en alas del arte, se dedicó a predicar lo que él llamaba la correcta elegancia. El Wilde que yo conocí consistía en una chistera de seda, una levita impecable, pantalón a rayas y zapatos de charol. Añadan a esto un bastón con puño de oro y unos guantes de Suecia, grises, y tendrán al hombre completo. Entre nosotros, yo creo que no le hacía mucha gracia ese disfraz, sobre todo durante la época de los calores; solo que se atenía a él como un troyano. Nadie en Londres ha podido ufanarse jamás de haber visto a Oscar Wilde vestido de otro modo que como para hacer visitas, desde las once de la mañana hasta las siete de la tarde; ni de otra suerte que con camisa planchada y frac de noche, desde las siete y media de la tarde hasta... vaya usted a saber qué hora de la madrugada.

Fuerza creer que, en su calidad de romano, observaba los hábitos y costumbres de los patricios, pues siempre me dio la impresión de estar eternamente vestido con la expectativa del duque reinante o del príncipe heredero que algún día habría de sucederle.

Tenía una turquesa ornada de brillantes que yo le regalé en un momento de expansión, un día que habíamos entrado ambos a una joyería. Cumplía años aquel día y yo lo había llevado para que él mismo eligiera su regalo. Sus ojos se fijaron en esa piedra azulenca, con su cenefa de brillantes, y al joyero no se le ocurrió enseñarle otra cosa. Wilde se ponía aquella alhaja por la noche, encima de la corbata, con una dignidad verdaderamente regia. Yo le había puesto por mote “la luz azul” y también “el nudo de la esperanza” (hope knot), aludiendo al famoso brillante Hope, que era, a la sazón, tema de todas las conversaciones.

Naturalmente, en el campo se permitía modos un poco menos incómodos de vestir; pero aun allí se empeñaba en seguir la moda, cuando no se le anticipaba. Sus gorras debían hacer juego con sus trajes, con su aristocrático calzado y con el resto de su indumentaria, de suerte que quien lo viese pensase que poseía, en algún lugar del planeta, por lo menos sus diez mil hectáreas de propiedades.

En el fondo, todo esto no pasaba de ser una distracción bucólica, pues tenía buen cuidado de no dejarse retratar sino vestido de tiros largos. En todos sus retratos oficiales aparece con una levita, de ser posible bordada, o con sacos de piel, sin que faltase jamás el detalle de la chistera colocada en segundo término, sobre un veladorcito.

El menor indicio de bohemia le crispaba los nervios. Quería parecer un noble, un noble de jerarquía y no otra cosa. Y ciertamente lo lograba, pues cuando se encontraba en presencia de los grandes de este mundo —lo que dicho sea de paso solo muy rara vez ocurría— siempre, según creo, se sintió cohibido y a disgusto. Se desvivía por ponerles la mano en el hombro familiarmente a ciertas personas, aunque no siempre se atreviese a hacerlo.

Con las mujeres tenía más éxito que con los hombres; ante estos últimos se ponía muy serio o cohibido, sus saludos pasaban inadvertidos y sus sentencias caían en el vacío, sin que nadie las celebrara. Yo creo que las señoras lo apreciaban porque todo le parecía siempre bonito y delicioso y porque, pese a su fama de brillante conversador, lo cierto era que dominaba perfectamente el arte de escuchar. Al final de una reunión, luego de que el buffet hubiera surtido su efecto, Wilde rompía el fuego y se ponía a charlar por los codos, con mareante facundia. De veinte señoras, quince lo escuchaban extasiadas, pendientes de sus labios, probablemente porque la dueña de casa les había advertido que míster Wilde era muy ocurrente. Pero los hombres se mantenían a distancia. A la vuelta, Wilde se mostraba tan deseoso de saber qué impresión había producido, como una señorita que por primera vez asiste con su vestido largo a un baile.

Si uno le decía “¡Oscar, has estado grandioso!”, su semblante irradiaba una honesta alegría. Pero si advertía algún titubeo de su interlocutor, ya lo tenías toda una semana de malhumor.

En el fondo eran muchas las señoras que no sentían por él la menor admiración, y algunas no se recataban lo más mínimo en decirlo. Mucho antes de que estallara el escándalo que había de mancillar su nombre, ya se empezaba a susurrar que había en su vida algo sospechoso. Cierto día, lady Blank hubo de nombrarlo en voz alta “Ese chico...”. Wilde la escuchó y se puso lívido, y costó gran trabajo contenerlo para que no armara un alboroto.

Pero, a pesar de todo, sus saraos en el gran mundo eran para él un venero de increíbles satisfacciones. A veces habían transcurrido meses y todavía se relamía hablando de tal o cual fiesta con un trémolo de placer en la voz. Y cuando, como solía sucederle, lo invitaban personas que no conocía, yo ya sabía que después debía aguantar la interminable descripción de la magnífica recepción y de los honores que le habían tributado.

—¡Qué deliciosa es —decía, por ejemplo— esa simpática lady Tal! Figúrate que bajó a recibirme al pie de la escalera, como Enona en el monte Idal. Estaba allí el presidente del Consejo y debo confesarte que frunció el ceño al verme; esa gente detesta al genio, chico. ¡Y ese pobre vejete de lord X...! ¡Era la primera vez que lo veía y lo tomé por un criado...! ¡Pero cómo es posible que un hombre de su posición vaya tan mal entrazado! Aunque en honor a la verdad, debo decir que conmigo estuvo finísimo...

Y cuando yo le preguntaba qué quería decir con eso de mal entrazado, me contestaba:

—Pues que iba vestido de una manera tan estrafalaria...

Solo que la realidad era totalmente distinta; ni la dueña de la casa era deliciosa, ni el presidente del Consejo de Ministros había reparado siquiera en Wilde, ni el vejete de lord X hecho otra cosa que dejarse halagar de un modo casi servil por el genio.

No quiero decir que no tuviera éxito en e1 gran mundo sino que gozó en él de una boga pasajera y que, en desquite, hablaba siempre con exageración. Sobre cimientos tan poco firmes edificó luego la leyenda de su noble genealogía, que más tarde supo beneficiar en la cárcel de Reading, donde ya lo veremos trazar un parangón entre esos miserables salidos de su esfera y todos los pobres malhechores, en medio de los cuales vive, y las personas de su jerarquía, nunca las personas de su cultura ni de su talento. Wilde nos dice que en la cárcel se volvió individualista acérrimo; quizás fue allí donde también se convirtió en aristócrata.

En uno de los fragmentos publicados del De Profundis, llega incluso a decir “Yo había heredado un noble apellido...”. No sería de buen gusto discutir esas ilusiones que tienen algo de conmovedoras; eran tan características que me hubiera sido imposible no aludir a ellas en un retrato de ese hombre. Pero si no haber nacido noble no es un deshonor para Wilde, nada, en cambio, tan neciamente despreciable como sus pretensiones a una cuna ilustre. Tanto más cuanto sus esfuerzos por desempeñar el papel de aristócrata solían fracasar, al comportarse siempre de modo poco distinguido. No tenía un corazón honrado como tampoco tenía un blasón, ni más buena fe que sangre azul en sus venas32.

28. En Gran Bretaña, expresión utilizada para dirigirse o referirse a miembros femeninos de la nobleza o a las esposas de quienes ostentas el rango de caballeros.

29. En Inglaterra, el título de lady se aplica no solamente a las mujeres de los lores, sino también a las de los simples caballeros –knights–, cuyo título, no hereditario, es una simple distinción personal conferida por el rey. Sir William Wilde había sido hecho noble en 1864, pero no podía transferir la nobleza a su hijo por no tener derecho a titularse lord Wilde.

30. Prenda de vestir que constituía el exterior del traje masculino o femenino en Europa, en los siglos XIV y XV.

31. Bosie alude al hecho de tener Wilde muy mala dentadura. Para disimularla, solía, al hablar, ponerse la mano delante de la boca. En Berneval, Gide también advierte lo mismo: “Sus dientes están atrozmente estropeados” (André Gide, Oscar Wilde, Argos, Buenos Aires, 1944).

 

32. El 21 de abril de 1900 Oscar escribía a Robert Ross: “(…) ayer ocurrió un hecho doloroso. Ya conoces el efecto terrible, sobrecogedor, que me provoca la realeza. Pues bien, estaba yo en la terraza del Café Nazionale tomando café frío con helado, bebida sumamente deliciosa, cuando pasó por allí el Rey en coche. Yo de inmediato me puse de pie, hice una profunda reverencia, quitándome el sombrero, para admiración de unos oficiales italianos que había en la mesa de al lado. ¡Hasta después de que pasara el Rey no me acordé que soy papista y nerissimo [trad. “negrísimo”, o sea, ultracatólico]! Me quedé muy disgustado, pero espero que no se sepa en el Vaticano [por aquella época, la antipatía entre los círculos monárquicos y papales era proverbial] (…)”.