Kitabı oku: «Los hijos del caos», sayfa 10

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Me quedé un par de segundos confundido, pero cuando volví a mirar al frente un soldado enorme se me puso delante y me asestó un fortísimo golpe en la cabeza con la culata de su arma. Instantáneamente, yo también caí de golpe al embarrado y mojado suelo junto a los demás.

CAPÍTULO 8

Planes de guerra

PERCY

Abrí los ojos lentamente y me puse en pie mientras me tambaleaba y me llevaba una mano a la parte frontal de la cabeza. Me dolía bastante, aunque no sentía que tuviera ninguna herida en la frente. Cuando conseguí mantenerme en pie sin caerme tontamente respiré, agitado por el esfuerzo, y seguidamente observé cuidadosamente el lugar en el que me encontraba.

Estaba oscuro y casi no se podía ver nada, pero podía distinguir a un par de metros de mí una cama deshecha, pequeña y rota. También había un pequeño lavabo y un retrete, todo muy sucio y con polvo. Hasta creí ver correr a un par de ratas por entre las esquinas de las paredes. Al darme la vuelta vi en el suelo las figuras encogidas de Hércules y las chicas y, al fondo, unos barrotes plateados, muy limpios y brillantes. Estábamos en una celda.

—¿Pero qué cojones…? —pregunté confundido e indignado. Después me acerqué rápidamente a los demás y traté de hacer que se despertasen pegando gritos, pellizcándoles. Incluso le aticé un pequeño puñetazo a Hércules en la cara, aprovechando que estaba inconsciente—. ¡Despertad! ¡Venga! ¡Despertaos, joder! —les grité mientras los agitaba y zarandeaba de un lado a otro.

Ellos empezaron a despertarse uno a uno y a volver a estar conscientes. Kika fue la primera, después Cristina, luego Natalie y, por último, Hércules. Todos pasaron por los mismos momentos de confusión e histeria que había pasado yo al despertarme hasta que, al igual que yo, llegaron a la conclusión de que estábamos en una celda.

—¿Qué? ¿Dónde estamos? —dijo Cris, también con una de sus manos agarrando la parte posterior de su cabeza, que aún le sangraba un poco.

—¿Pero qué…? —preguntó también Natalie cuando se dio cuenta del lugar en el que estábamos. Al igual que Kika, también se llevaba las manos a la cabeza, aunque ellas no sangraban.

—Dioses míos, qué dolor. ¿A nadie más le han dado en la cara? — dijo Hércules, que al levantarse se llevó una de sus manos a la cabeza y otra a la cara, en la cual le había salido un moretón tras mi puñetazo. Yo me callé e hice como si no le hubiera escuchado, aunque en realidad me hacía gracia y por dentro me estaba riendo muchísimo por el hematoma en su ojo.

Después de todas las preguntas retóricas y de razonar un poco llegaron todos a la misma conclusión que yo, que estábamos en una celda y que, fuera como fuese, teníamos que salir de allí cuanto antes.

—Mirad, no sé por qué estamos aquí, pero no puede ser para nada bueno. Tenemos que salir de este lugar. Además, este sitio huele a pis y a ratas —manifestó Kika mientras se trataba de tapar la nariz para no oler nada. Instantes después los demás siguieron su ejemplo.

—Bien, vale, poneos todos en la pared. Vamos a hacer mucho ruido —les indiqué yo. Todos nos pusimos contra la pared del fondo de la celda. Entonces traté de concentrarme para prender mis brazos sin obtener ningún resultado—. ¿Qué? ¿Por qué no funciona? —pregunté mientras intentaba prenderlos varias veces seguidas sin conseguir nada.

—Tranquilo, dejádmelo a mí —nos pidió Kika decidida, así que me puse en la pared con los demás y ella apuntó con su brazo a los barrotes, pero tampoco consiguió nada. Ni siquiera logró hacer aparecer uno de sus rayos y cuando Cristina lo intentó tampoco surtió efecto. Ella tampoco podía controlar ni una sola gota de agua del lavabo.

—La celda está manipulada para que no podamos usar nuestros poderes. Yo tampoco puedo transformarme —apuntó Hércules desde la pared poniendo cara de estreñido, lo cual indicaba que había intentado metamorfosearse.

—Se me ocurre una idea —intervine yo y me acerqué a la puerta de la celda, dejando a los demás detrás de mí, desconcertados. Después agarré con todas mis fuerzas los barrotes y traté de concentrar toda la ira y la rabia que tenía dentro para poder doblarlos, ya que no se veían muy resistentes a pesar de ser tan brillantes. Pero, para mi sorpresa, no me dio tiempo a hacer ningún esfuerzo por doblarlos, ya que en cuanto la piel de mis manos entró en contacto con el metal empecé a sentir calor y un segundo después mis manos estaban completamente pegadas a los barrotes mientras se me derretía la piel tan fácilmente como si las metiera en un horno—. ¡Joder! ¡Joder, ayuda! —grité.

En cuanto oyeron mis gritos los demás tiraron de mí para separarme del metal. Tras un par de segundos que me parecieron eternos lo consiguieron. Todos acabamos en el suelo y yo estaba con las manos en carne viva. A punto estaban esas quemaduras de llegar hasta mis huesos y dolían más de lo que me pudo doler un mordisco de licántropo o que me atravesara el hombro la cola de un dragón. Era una especie de dolor que hasta entonces desconocía y, aun sabiendo que gracias a mis poderes no tardaría demasiado en curarme, igualmente me seguí retorciendo del dolor en el suelo hasta que noté cómo la piel de mis manos volvía a coger su tono normal y que las quemaduras desaparecían poco a poco hasta que no quedó ni rastro de ninguna. Cuando me hube curado, la sangre y las ampollas habían desaparecido por completo.

—¡Percy! ¿Estás bien? —me preguntó Cristina, la cual me había estado sujetando la cabeza para que no me diese ningún golpe imprevisto mientras gritaba y me revolcaba por el sucio suelo, presa del dolor.

Yo no dije nada; me limité a mirarme las palmas de las manos, de las cuales seguía saliendo humo a pesar de que estuvieran ya curadas y solo quedaran unas cuantas cicatrices que, seguramente, nunca se me irían.

—Son barrotes de plata pulida y bañada en acónito. Son las dos cosas que más daño pueden hacerle a un licántropo. Este metal y este veneno que lo recubre están malditos —explicó Hércules mientras se acercaba para observar el resplandeciente metal una vez yo me había recuperado del todo.

—¿Y qué hacemos ahora? —dijo Kika, que decidió sentarse en el mugriento y sucísimo colchón de la cama, que tenía varias cucarachas en su interior.

—Nada. Sin poderes ni medios para escapar haremos lo único que se puede hacer en estos casos… —respondió Hércules mientras se sentaba también en el colchón, al lado de Kika—. Sentarnos y esperar a que ocurra algo.

Y tras ese comentario de Hércules nadie le dijo nada a nadie, ya que a ninguno se nos ocurría ninguna idea para salir de allí. Así que yo me senté también y, apoyándome en la sucia y descuidada pared, me puse a pensar: «¿No se suponía que veníamos hasta aquí para pactar con otros semidioses e ir a la guerra? ¿Qué hacemos en esta celda entonces? ¿Acaso no vieron la demostración de fuerza que hicimos en el parque? ¿Cómo es que no nos reconocieron mientras luchábamos contra los inferis?»

Nada de esta situación tenía sentido y me sentía frustrado al estar encerrado en un sitio del que no pudiera escapar por mi propia mano.

Pasaron las horas y lo único que conseguimos ver a través de los barrotes fue a un par de guardias que pasaban revisando las celdas con antorchas en mano.

A medida que anochecía y la luz que entraba a la celda se iba atenuando y tornándose mucho más oscura, todos nos fuimos poniendo más nerviosos y cada vez que pasaba un guardia con la luz de una antorcha le gritábamos e intentábamos llamar su atención sin mucho éxito.

—Sed pacientes. Seguro que se acaban dando cuenta de quiénes son sus prisioneros —dijo Hércules mirándome.

Sabía que yo le culpaba por estar en esa situación y sabía que, si el panorama no cambiaba pronto, querría matarle sin pensármelo dos veces. Y no sería el único, ya que las chicas también empezaban a estar molestas con el viejo, el cual se dedicaba a silbar y a juguetear con las telas de su túnica. Al menos a él le dejaron su ropa; al resto nos faltaba poco para estar en ropa interior. Y empezaba a hacer bastante frío.

Después de darles guerra a los guardias varias veces más, el cielo se oscureció del todo y nos quedamos a oscuras, sin ninguna luz con la que poder ver más allá de nuestras propias narices. A pesar de casi no poder ver hasta que se me acostumbró la vista, noté que todos empezaron a dormirse uno a uno. La primera fue Cristina y después le siguieron Natalie y Kika. Incluso Hércules sucumbió ante la tentación de dormirse. Solo quedaba yo despierto y, al verme incapaz de dormirme, comencé a dar vueltas por la celda mientras jugueteaba y movía mis dedos, cuidadoso de no tocar las cicatrices que se me habían quedado en las palmas de las manos tras las quemaduras.

Cuando me empecé a encontrar cansado de dar tantas vueltas y comencé a marearme me senté y, como los demás, usé la pared como respaldo, aunque antes de sentarme me aseguré de que el sitio estaba más o menos limpio, o al menos sin ratas o cucarachas. Tras un rato sentado noté cómo poco a poco el sueño y el cansancio comenzaron a afectarme e hicieron que fuese relajando mis músculos hasta el punto de estar a punto de dormirme. Pero justo cuando me quedaban unos pocos segundos para poder dormir, la luz de una antorcha me volvió a despertar y a ponerme en alerta. Tras los barrotes plateados pude distinguir la figura de una chica bastante morena y con el pelo castaño oscuro, de baja estatura. Llevaba una armadura que abultaba bastante, a su espalda colgaba una capa que le cubría casi todo el cuerpo y también llevaba una capucha que cubría parte de su rostro.

Cuando alcé la cabeza y me levanté de golpe, la chica se quitó la capucha, dejando al descubierto su cara, y mi primera reacción al verla fue asustarme y retroceder hasta volver de nuevo a la pared más alejada de los barrotes.

—¿A… Alice? —conseguí decir a pesar de mi tremendo asombro. Cuando la chica escuchó mi voz se acercó aún más a los barrotes y se fijó en mi cara.

—¿Percy? —preguntó Alice—. ¿Qué haces aquí? —siguió diciendo ella, pero yo me veía incapaz de responderle a causa de mi asombro. Era imposible que ella siguiera viva; yo la vi morir el día del estallido. Una manada entera de inferis se le echó encima. Debería estar muerta—. ¡Guardias! ¡Soltad a los de esta celda! —gritó Alice mirando hacia el final del pasillo en el que se encontraba.

Con esos gritos logró que Hércules y las chicas se despertasen de golpe, que hicieran muchas preguntas y que dieran muchos gritos. A pesar del escándalo que estaban montando, un guardia apareció tras unos segundos y con una llave muy antigua, también de plata, abrió las rejas de la celda, dejándonos vía libre para poder salir tranquilamente.

Todos fueron saliendo de la celda y yo fui el último. Cuando salí vi que todos se habían quedado en silencio, mirando a Alice, y esta me miraba únicamente a mí. Me puse delante de los demás, pues parecía que ellos aún no entendían lo que estaba sucediendo. Antes de poder decir nada Alice se abalanzó sobre mí, me rodeó con sus brazos y con una fuerza que no recordaba me dio un fuerte y largo abrazo. Cuando nos separamos terminó con un beso en la mejilla.

—¿Cómo puede ser? —le pregunté cuando nos alejamos y vi que a ella se le habían humedecido los ojos—. Creía que estabas muerta —dije aún asombrado.

—Podría decir lo mismo de ti—me respondió en un susurro mientras se intentaba secar las lágrimas de la cara con su capa roja con bordados amarillos.

—Digamos que no soy fácil de matar —afirmé entre risas y la volví a abrazar.

—¿Y se puede saber quién coño eres tú? —dijo Natalie sin cuidar para nada sus modales.

—Creo que eso a ti no te importa. Y, para tu información, no estás en posición de ponerte gallita conmigo. ¿Quiénes sois vosotros? —espetó Alice, apartándose de golpe de mi lado y poniéndose frente a frente con los demás.

Ante esa pregunta vi que Hércules iba a responder para resolver todas las dudas y el malentendido que se había producido, pero Natalie se le adelantó de nuevo y volvió a responder desafiante y sin cuidar sus palabras ni su tono de voz.

—¿Por qué íbamos a decírtelo? No sabemos ni quién eres —le contestó Natalie sin ningún tipo de cuidado, aunque la situación lo requiriese.

—Muy bien, siempre existe la posibilidad de que volváis a la celda de nuevo —respondió Alice ante la provocación de nuestra compañera e inmediatamente le dio un empujón a Natalie y la hizo retroceder como advertencia de que no hablara más.

—Somos Hércules y Kika, hijos de Zeus —comenzó a explicar Hércules señalándose a sí mismo y a Kika, la cual estaba aún muy confundida—; Cristina, hija de Poseidón —la cual estaba aún despertándose y no entendía tampoco lo que ocurría—; Percy, hijo de Hades —dijo señalándome a mí, lo cual hizo que Alice abriese los ojos muchísimo y se quedase aún más sorprendida de lo que ya estaba después de ver a uno de los fantasmas de su pasado—, y Natalie, hija de Artemisa —finalizó señalando a Nat, la cual seguía mirando desafiante a Alice, que parecía estar tomándoselo todo a broma, pero cuando buscó mis ojos pidiendo una explicación y vio que no pestañeaba no volvió a dudar al respecto y la cara le cambió completamente en cuestión de un par de segundos.

—Por favor, disculpad todo este malentendido. Pensábamos que ya no llegarían más y los soldados tienen órdenes de encarcelar a todo el que cruce las murallas —dijo Alice con muchísimo respeto.

—Tranquila, no pasa nada —le respondí antes de que Natalie volviera a saltar con uno de sus comentarios poco educados, ya que la estaba mirando de reojo y le quedaba solo un segundo para volver a hablar.

—Aun así seguíamos teniendo esperanza de que apareceríais tarde o temprano —nos aseguró, haciendo una especie de reverencia con la cabeza como muestra de respeto—. Ahora acompañadme, por favor —nos pidió cuando alzó la cabeza.

Nosotros aún seguíamos algo consternados, pero la acompañamos a través de unos cuantos pasillos muy fríos y oscuros, alumbrados de vez en cuando por alguna que otra antorcha. Llegamos hasta un portón enorme. Uno de los guardias que lo vigilaban se hizo a un lado en cuanto vio a Alice y nos abrió las puertas para que saliéramos.

Al abrirse el portón una ráfaga de aire helado nos golpeó en el cuerpo y se nos metió en los pulmones en cuanto salimos al exterior. Había cientos de soldados yendo y viniendo de todas partes. Muchos se apartaban al vernos, otros saludaban entre temerosos y educados a Alice y la mayoría se detenía para dejarnos pasar haciendo un gesto con la mano, la cual se llevaban al pecho en una especie de saludo militar.

—Cuesta acostumbrarse —comentó Alice en voz alta para que todos pudiéramos escucharla—. Todos los séquitos de los semidioses os tratarán así siempre en cuanto sepan quiénes sois —nos continuó explicando mientras seguía saludando a los soldados con la mano y haciendo un gesto rápido con la cabeza y al instante todo el mundo volvía a lo que estaba haciendo.

Alice nos lleva hacia los chalés cruzando por la calle central, o así era como la llamaba ella. Según nos íbamos acercando me iba fijando en que muchas cosas de ese barrio no habían cambiado. Quitando a los miles de soldados que caminaban por las calles, era casi todo igual.

—Te acuerdas de dónde estaba tu casa, ¿no? Tú vivías por aquí si mal no recuerdo —me preguntó Alice en cuanto entramos a la urbanización. Hice un seco gesto de afirmación y señalé con la mirada hacia la que fue mi casa una vez. Estaba en primera línea después de cruzar la calle central y al divisarla a lo lejos no pude evitar hacer una mueca al pensar en la época en la que aún se podía vivir en casas.

Alice nos dijo que nos quedáramos en el sitio y que esperáramos hasta que volviera y se acercó a un par de guardias que estaban en la puerta de la casa.

—Hoy dormirán aquí. Mañana han de despertarse a las ocho en punto de la mañana. —Escuché que les decía a los guardias mientras nos señalaba.

Las chicas hablaban entre ellas y Hércules andaba en círculos cruzado de brazos, inexpresivo como casi siempre. Yo, mientras tanto, observaba todo lo que teníamos alrededor: miles de luces moviéndose y, al otro lado, también miles de tiendas, los sonidos de espadas afilándose, disparos desde lo alto de la muralla, redobles de tambores, el sonido de las pesadas armaduras de los soldados al pisar todos al mismo paso. Hércules no mentía respecto a eso: esto era un verdadero ejército.

—Podéis pasar. Hoy podréis dormir en tu antigua casa, Percy. —En cuanto dijo eso, las chicas y Hércules se movieron rápidamente, sin decir nada, hacia la casa—. Escuchad, mañana a las ocho en punto enviaré a alguien para que os despierte y os lleven todas vuestras posesiones y objetos personales. A las nueve y media os llevarán hasta el castillo para tener una reunión con los otros semidioses.

Kika, Natalie, Cristina y Hércules asintieron y pusieron rumbo a mi casa, dejándonos a Alice y a mí solos en medio del tumulto de gente.

—De verdad, pensé que estabas muerta. Cuando los muertos entraron en el instituto te vi acorralada. Intenté ayudarte, a ti y a los demás, pero la gente me empujaba hacia el lado contrario… —le dije mirándola a los ojos y noté cómo cosas que habían estado dormidas en mi interior volvían a despertarse al verme llorar a mí mismo de alegría y no de tristeza.

—Lo sé, Percy. Yo también te vi intentando alcanzarnos a los demás… Tranquilo, siempre he sabido que lo intentaste —me respondió, abrazándome de nuevo entre lágrimas—. Yo también soy difícil de matar —continuó diciendo cuando nos separamos y pude ver cómo su boca formaba una pequeña sonrisa, la cual hacía ya demasiado tiempo que no veía—. Y bueno, ¿tú cómo sobreviviste? Vi que todos murieron cuando los acorralaron; por eso siempre di por hecho que tú también habías muerto —me preguntó intrigada.

—Pues con mucha suerte. Realmente, debería estar muerto. Mucha gente murió para que yo me salvara. Bueno, los sacrifiqué para poder salir de allí con vida —expliqué avergonzado de lo que hice aquel día.

—No sientas vergüenza por lo que hiciste para sobrevivir. ¿O cómo te crees que conseguí salir yo de allí? —indicó ella, dándome a entender que también había tenido que sacrificar a gente con tal de escapar. Al decirlo comprendí que esa ya no era la misma chica que una vez fue mi amiga. Al igual que todos, había hecho cosas impensables y se notaba en su voz que se había visto obligada a madurar rápidamente después de ello—. Después de aquel día los pocos supervivientes que quedamos nos escondimos de los inferis y también tuvimos que hacer cosas horribles para poder comer y beber. Si alguien está aquí hoy es porque ha perdido gente y porque hemos hecho cosas duras —afirmó muy seria, pero comprensiva.

—No lo sabía, lo siento —respondí cuando me dijo eso. Ella hizo un gesto, quitándole importancia a su historia, y sonrió de nuevo al mirarme—. Y bueno, oye, ¿cómo es que te obedecen todos estos soldados? ¿Te han hecho general o algo? —pregunté y ella seguía sonriendo mientras me miraba.

—Algo así. Mañana hablamos, anda. Ve con tus amigos y descansad. Mañana tendréis un día duro —me contestó esquivando hábilmente mis preguntas y se despidió con un último abrazo antes de alejarse por la calle central en dirección a las tiendas de los soldados.

Cuando perdí a Alice de vista me centré en buscar a los demás, que ya me estaban esperando en la puerta de mi antigua casa. Cuando llegué hasta ellos, un par de minutos después, me preguntaron el motivo de la sonrisa que tenía en mi cara y, aunque no les respondiese, creí que no hacía falta. Además, la sonrisa se me borró rápido cuando llegué a la puerta de la casa.

—Vamos, chico. Entra —me dijo Hércules.

Yo caminaba despacio, mirando lentamente el jardín donde pasé gran parte de mi infancia. Las bicicletas oxidadas por la lluvia seguían allí. Hasta mi antigua canasta de baloncesto seguía teniéndose en pie a pesar del paso del tiempo. Estaba casi todo igual que cuando nos marchamos.

Al pasar al porche los dos guardias con los que Alice había hablado se hicieron a un lado y nos saludaron, llevándose la mano al pecho, y nosotros hicimos lo mismo como señal de respeto.

Cuando entré en la casa fue una sensación muy rara y extraña. Se me venían un montón de recuerdos a la cabeza. Era como volver a vivirlo, o más bien ver fantasmas del pasado. Era el lugar en el que había pasado algunas de las mejores y de las peores experiencias de toda mi vida, incluso antes de la aparición de los inferis y de los titánides. Le tenía cierto cariño a ese sitio, pero también lo detestaba al mismo tiempo.

Era consciente de que cuando pude cambiar mi manera de ser no lo hice, de que por entonces era una mala persona, un mal amigo y un mal hijo. Era un chico problemático como el que más y estaba en guerra con toda la sociedad. Sentía que nadie me entendía. Y tal vez, en cierto modo, era verdad. Tenía y aún conservaba muchas de las características típicas de lo que antes se definiría como un sociópata. Y recuerdo que muchas veces pensé en que a la raza humana le hacía falta un gran escarmiento. Infinidad de veces pensé en el fin del mundo y cuando finalmente llegó no me lo creí. Y ahora estaba en esa casa de nuevo, en una misión en la que trataba de reconstruir y arreglar lo que antes del estallido tanto me esforcé por detestar y aborrecer. Era cierto, odiaba a la gente, no confiaba en casi nadie y los pocos que confiaban en mí acabaron dañados de una manera u otra. Excepto Alice. Ella siempre estuvo conmigo a pesar de lo que yo era por entonces.

—¿Percy? ¿Estás bien? —me preguntó Kika agarrándome del brazo. Yo asentí con la cabeza mientras avanzábamos por el interior de la casa, subiendo planta por planta.

Era increíble; estaba todo tal y como lo dejamos aquel día. Llegamos los pocos de mi grupo que sobrevivimos al instituto y cogimos todo lo que había en la casa que se pudiera usar como arma. Cogimos toda la comida que pudimos y, junto con mi familia, salimos del pueblo todo lo rápido que nos dejaron. Estaba todo igual: los cajones abiertos, las puertas también abiertas, los horribles cuadros religiosos de mis padres por los suelos y con sangre reseca en un par de paredes. Todos subimos a la tercera planta, en la que estaban los dormitorios.

—¡Ah, por fin una cama! —exclamó Cristina y se lanzó sin preguntar sobre la primera cama que vio. Los demás acabaron haciendo lo mismo.

Mientras todos se acomodaban y trataban de acabar con todas las arañas e insectos que encontraban para poder dormir tranquilos, yo cociné los últimos trozos de carne que nos quedaban y que guardamos en una pequeña bolsa que, por suerte, no le quitaron a Cristina. Y mientras los demás cenaban yo me paseaba por la casa, recordando cuando todo era «normal».

Cuando ellos se fueron a dormir les di a todos las buenas noches y sin desvestirme ni nada me metí en la que era mi antigua cama. Daba mucho gusto estar de nuevo allí. Y más aún poder volver a dormir sobre aquel colchón con los muelles rotos.

Lo último que recuerdo de aquel día fue que mirando por la ventana de mi habitación vi cómo cientos y cientos de soldados se movían de un lado a otro y también divisé a lo lejos la inconfundible figura de Alice marchándose por la calle central entre toda la multitud de soldados y escoltada por un par de guardias de casi dos metros de altura. No recuerdo nada más de lo que vi por la ventana, pero sí que recuerdo que esa noche, antes de dormirme, tenía un sentimiento que hacía mucho que no sentía, el cual me hacía sentir muy raro, pero a gusto y feliz al mismo tiempo. Estaba contento. Esa fue la primera vez en más de un año en la que me dormía con una sonrisa dibujada en la cara.

*****

—¡Vamos! ¡Arriba! ¡Ya es la hora! —nos gritaba un guardia mientras aporreaba con fuerza las puertas de las habitaciones.

—¡Oh, venga ya! ¡No he podido dormir una mierda! —Escuché gritar a Natalie desde la habitación de la que fue mi hermana.

—¡Venga, vamos! Tenéis el desayuno ya hecho y toda vuestra ropa, armaduras y armas lavadas y limpias en la cocina. Tenéis agua corriente durante cuarenta minutos para ducharos y en cuarenta y cinco minutos debéis estar preparados y listos para la reunión. ¡Vamos! —siguió diciendo el guardia, que aporreó aún más fuerte la puerta del dormitorio de Natalie, que seguramente querría seguir metida en la cama. Yo tenía las mismas ganas de quedarme arropado, pero la curiosidad por lo que vería ese día en la reunión me pudo y me levanté de mi cama de un salto.

Una vez estuvimos todos despiertos, hicimos las camas y limpiamos las habitaciones un poco para después ducharnos por turnos y desayunar en la cocina. Ninguno tardó demasiado a pesar del gran placer de poder ducharnos con agua caliente.

A continuación, después de desayunar, nos pusimos nuestra ropa, la cual estaba limpia y seca, y encima nos colocamos y ajustamos nuestras armaduras y armas. Entonces salimos afuera, donde ya nos estaba esperando un grupo de soldados. Como el día anterior, me fijé en sus atuendos; varios llevaban equipamiento militar muy avanzado, mientras que otros usaban armaduras, espadas, arcos y otras armas y equipaciones arcaicas.

—Acompañadnos —nos pidió el líder del pelotón, que era el mismo hombre que había subido al tercer piso para despertarnos y el mismo que me había dejado sin sentido de un culatazo el día anterior.

Nosotros, sin decir ni una sola palabra, les seguimos durante un buen rato en absoluto silencio, pero cuando entramos en la calle central empezamos a escuchar todo el ruido que hacía un rato ignorábamos por completo. Era el ruido de las espadas afilándose, de discusiones entre los soldados. También vimos como muchos de ellos estaban sentados en pequeños círculos, riendo y bebiendo lo que parecía ser cerveza, mientras que la mayoría de la gente iba y venía de un lado a otro con prisas y empujando a los demás.

Pero según pasábamos a su lado, desde ambos lados de la calle la gente se iba dando cuenta de nuestra presencia y poco a poco el ruido se tornó en silencio. Al principio muchos nos señalaban y murmuraban entre sí, pero pasados unos segundos todos se ponían en pie y se llevaban la mano derecha al pecho, con las palmas justo encima de sus corazones, y se quedaban mirándonos. No entendía lo que significaba ese saludo; suponía que era una especie de muestra de respeto que hacían los soldados.

Al ir avanzando me di cuenta de que había muchísimos hombres, muy pocas mujeres y ni un solo niño.

Después de varios minutos avanzando por la amplia calle central todos los soldados, sin distinción de sexo, edad o equipamientos, acabaron por darse cuenta de quiénes estaban cruzando la calle y todos hacían el mismo gesto con las manos.

—Esto es un poco incómodo —me susurró Kika al oído.

—Tú solo sigue caminando —le respondí mientras fijaba mi mirada al frente, hacia donde nos dirigíamos. Hacia el castillo.

Después de un cuarto de hora caminando escoltados por los que parecían ser los generales más importantes del ejército llegamos a las puertas del castillo, el cual tenía un foso vacío y una especie de puente levadizo muy viejo y mohoso. El líder del pelotón se llevó varios dedos a la boca y silbó, emitiendo un ruido muy desagradable para mis oídos. Unos segundos después el puente levadizo tapó el agujero del foso que rodeaba la gigantesca construcción.

—¡Vamos! Adelante —nos dijo el líder del pelotón y nosotros le seguimos a través del puente, mientras que los demás soldados se quedaron a las puertas del castillo, pues nos dejaron pasar escoltados tan solo por ese chico, el cual no tendría demasiados años más que nosotros.

Le seguimos a través de varios patios y jardines muy mal cuidados. También había un par de campos de entrenamiento en los que se ejercitaban unos hombres bastante grandes con armaduras doradas. Supusimos que sería la élite del ejército.

Seguimos a nuestro guía a través de unos largos e interminables pasillos de piedra, en los que hacía mucho más frío que fuera del castillo. De repente se paró frente a un portón muy grande con relieves muy extraños que me resultaban tremendamente familiares, aunque no sabía dónde los había visto antes, ya que nunca había pasado al interior del castillo. Al otro lado del portón se escuchaban muchas voces que discutían a la vez y a gritos con un gran eco de fondo. Nosotros nos miramos varias veces preocupados.

—Tranquilos, saldrá bien —nos comentó el chico sonriendo cuando nos vio a todos las caras de nervios—. Por cierto, me llamo Erick —añadió con una sonrisa.

Después de presentarse, Erick empujó el portón, el cual se abrió muy lentamente, haciendo un ruido aún más desagradable que su silbido anterior. Cuando las puertas se abrieron por completo dejaron al descubierto una sala enorme con un techo altísimo, paredes de piedra y muchas ventanas repletas de vidrieras en lo más alto. Seguramente, habría sido la sala del señor feudal en su momento. En medio de la estancia había una alfombra muy larga con bordados históricos muy detallados cosidos a mano y al final de la alfombra se encontraba un montón de gente. Todos estaban sentados alrededor de una mesa muy larga y ancha.

Miré a ojo rápidamente y conté doce sillas rodeando la mesa, de las cuales cuatro estaban vacías. Los otros ocho semidioses estaban sentados en el resto de las sillas, discutiendo a gritos. Estaban tan concentrados en sus discusiones que ninguno de ellos se fijó en que seis personas acababan de entrar en la sala.

—Perdón, dadles un segundo —nos pidió Erick, que después hizo varios sonidos con la garganta para intentar que le prestaran un poco de atención.

—¡Eh! ¡Callaos ya, joder! —ordenó la voz de una chica desde el fondo de la mesa. Cuando todos se callaron y la miraron siguió hablando—. Mirad —les dijo señalándonos a nosotros con la mirada. Inmediatamente, todos nos miraron y empezaron a murmurar y a hacer gestos de asombro.

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