Kitabı oku: «La confusión del unicornio»

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PACO MUÑOZ BOTAS

La Confusión del Unicornio

Diseño editorial: Éride, Diseño Gráfico

Cubierta y fotografía de cubierta: Marcell Bencosme Dirección editorial: ángel jiménez

Primera edición: noviembre, 2021

La confusión del unicornio

© Paco Muñoz Botas

© Éride ediciones, 2021

Espronceda, 5

28003 Madrid

éride ediciones

ISBN: 978-84-18848-49-0

Diseño y preimpresión: Éride, Diseño Gráfico Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO

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Éride ediciones


Paco Muñoz Botas, con Tizón

Paco Muñoz Botas nació en Madrid, coincidiendo su juventud con la famosa «Movida Madrileña». Hedonista y sibarita disfrutó de esa época como pocos, introduciéndose en los ambientes más alternativos del momento. Pero no es un desconocido para los amantes de la literatura. Años atrás sorprendió a más de uno con su incursión literaria en el mundo de la novela negra. La mafia rusa, la alta sociedad madrileña y mucha acción fueron los componentes de su novela «Que Trastos»; «The provocateur's payback» en Ingles. El libro tuvo una muy buena acogida, llegándose a publicar en inglés por una prestigiosa editorial neoyorquina. Fue portada en los escaparates de las librerías más renombradas de España, llegando a optar a algún premio. También se vendió por el mundo en distintas plataformas de e-book.

Estudió en Madrid, sin terminar, la carrera de periodismo; habiendo realizado artículos de opinión para diversas revistas «malditas».

También entró en el mundo de las finanzas de la mano de su padre, que como consejero de un poderoso banco, había insistido en que el hijo siguiera la tradición familiar. Paco empezó desde abajo a familiarizarse con las reglas y el espíritu de un mundo que le era tan ajeno y que le pareció tan complicado. No duró mucho, sus inquietudes le llevaron por otros derroteros, como el viajar. Conoce los cinco continentes, y en algún país tuvo serios problemas con la policía del sátrapa de turno. De vuelta en España, su espíritu refinado le hizo girarse hacia el mundo del arte. Completó la importante colección de Artes Decorativas comenzada por sus mayores, añadiendo obras de incalculable valor. Gran parte de estas piezas las cedió recientemente a un museo de Málaga, ciudad donde reside en la actualidad, y donde son visitadas por el público diariamente.

CAPÍTULO I. Desenfreno

Atravesaba el arco de Cuchilleros clavando sobre la acera el brillante charol de sus impecables zapatos John Lobb. Alto, delgado, con un cuerpo atlético y fibroso adquirido a lo largo de sus años como deportista aficionado, paseaba el esmoquin con una naturalidad tan innata que parecía que hubiera nacido con él.

Álvaro era más que guapo; un tipo interesante con un sex appeal evidente que le ayudaba a materializar todos sus deseos. Tan admirado como envidiado, se sabía centro de atención en las múltiples fiestas de sociedad a las que acudía requerido por la jet mas exclusiva. Dotado de un ingenio extraordinario, tan culto como provocador, era capaz de dejar epatados a todos los asistentes de cualquier reunión.

Había sido un aburrimiento, una noche más viendo las mismas caras y con las mismas estúpidas conversaciones.

—Álvaro, eres un snob —comentó, sin sopesar el riesgo, Alfonso Muñiz, un abogado de moda.

—Pues no, no lo soy. Y ni siquiera sabes lo que estás diciendo. ¿Qué es para ti un snob?

—Los que imitan las maneras de los ricos y los nobles.

—Pues verás, querido Alfonso —se levantó y giró sobre sí—, lo que ves es puro y genuino, nada de imitaciones. Elegante o vulgar, bueno o malo; es lo que hay —contestó con un rictus de ironía que presagiaba que la cosa no quedaría ahí.

Por cierto —continuó—. Por si no lo sabes, la palabra snob procede de una frase latina, sine nobilitate, que se ponía en las tarjetas de los burgueses con la intención de indicar su falta de título o sangre nobiliaria.

—Caray, Álvaro, pues no lo sabía...

—Por supuesto que no lo sabías. Como tampoco sabes que el Cartier que llevas es completamente falso —le provocó, aburrido.

—No puede ser. Me lo regaló mi mujer.

—Es falso, Alfonso, pero da igual. ¿Acaso es importante la marca del reloj? Mira, yo uso un Swatch.

Estaba ocurriendo una vez más; era el centro de atención, casi a su pesar.

Pretendió dejarlo ahí, pero alguien ya veía la ocasión de vengar una afrenta pretérita.

—Que alguien busque una lupa, por favor —pidió casi a gritos Miguelito López de Teva, el condesito más cursi de todo Madrid.

—¿Una lupa? —preguntó Alfonso preocupado, ya no tan seguro de la autenticidad de su Cartier.

—¿Te atreves, o no, a que Álvaro compruebe ante todos los presentes la autenticidad de tu Cartier? —se regodeaba Miguelito.

—Vamos a dejarlo, chicos —propuso Álvaro, conciliador.

—Que no, que no, veamos ese regalazo que le han hecho a Alfonso —dijo Miguel.

Alfonso dudó, pero terminó poniendo su reloj sobre la mesa. Miguel lo cogió con avidez.

Era una situación incómoda, nadie pronunciaba palabra.

—Esa lupa, por favor...

Miguel cogió el reloj de Alfonso, acercándolo a la lupa. Le bastaron unos segundos; parecía estar detectando la pureza de un diamante.

—Efectivamente, es falso —sentenció.

—¿Cómo lo sabes?

—Lo sé, como lo sabe todo el mundo que entienda de relojes, ¿a que sí, Álvaro? Son cosas que saltan a la vista. ¡Qué horterada, un Cartier falso!

—¡Basta, Miguel, se acabó! —exclamó Álvaro, harto de la escena que se le había ido de las manos.

Pero Miguel López de Teva no estaba por la labor. Había sido ridiculizado por la mujer de Alfonso tiempo atrás, y ahora tenía la oportunidad de tomarse la revancha. Una venganza «colateral».

—El Cartier, por si no lo sabes, Alfonso, tiene números romanos.

Exactamente en el VII, en la segunda barra, debe leerse la palabra Cartier. A simple vista es imperceptible, por la menudez de las letras; pero con una lupa se comprueba en el acto. Y en tu reloj, Alfonso, la palabra Cartier no aparece por ningún sitio. Es una mera imitación, puede que comprada en cualquier país de los Emiratos. Te lo digo por si te tranquiliza el hecho de que no es mantero —sonrió maliciosamente.

Alfonso cogió la lupa con rabia, paseándola obsesivamente alrededor del número VII. Buscó y rebuscó la marca escondida, pero no aparecía.

Se sintió tan incómodo que desapareció en busca de una copa.

Miguelín, triunfante, se pavoneaba como un pavo real.

—Alfonso y su mujer son unos paletos, no sé quién los ha invitado a esta fiesta.

—Pues los dueños de la casa, Miguelín. Justamente Pablo y Teresa, a los que has puesto en evidencia con tu trato al pobre Alfonso —respondió molesto Álvaro.

—Tú has empezado, con toda esa lección sobre lo snob y lo no snob...

—Mira, mejor te callas, que me tienes harto... Tú sí que eres un paleto y te aguantamos en cada reunión con estoicismo espartano...

—Sabes qué te digo...

—Miguelín, ¡calla!, ¿o quieres una guerra dialéctica donde el ingenio y el sarcasmo desenfunden sus espadas? —Al decir esto, Álvaro sintió una ligera erección. Miguel López de Teva optó por callar.

—Bueno, yo me retiro, que aún tengo cosas que hacer —se había despedido Álvaro con un gesto—, dejándoles tan fascinados como de costumbre.

Siguiendo su camino por la calle Mayor hacia uno de sus garitos favoritos, vislumbró a una pareja de enamorados besándose apasionadamente al amparo de un portal. Era primavera, hacía buen tiempo y el joven don Juan lucía una insultante lozanía. Álvaro sacó un cigarrillo avanzando hacia ellos con paso firme. Fue directo al chico, interrumpiendo con descaro la morbosa escena.

—Perdona, ¿tienes fuego?

—Sí, claro...

—¡Menuda pareja! Os auguro una noche fantástica... Te felicito, guapa, menudo maromo te has agenciado, Qué músculos tienes, tío...

¡Makinote! —exclamó bien alto desapareciendo en la oscuridad.

Acababa de interrumpir un beso y probablemente algo más. La mujer le había mirado con desdén; y el tipo, guapísimo, de pronto se sintió mucho más importante.

Siguió avanzando con paso resuelto hacia su destino. Al llegar saludó al portero del local, un fornido chico de la Europa del Este, y ya estaba adentrándose en el famoso y sórdido local de ambiente gay, cuando tropezó con un camarero nuevo para él.

—Anda, ponme un Chivas en la barra, guapetón.

—Ahora mismo, señor.

—Ja, ja, ja... Menuda formalidad, debe ser el esmoquin. Trátame de tú, hombre, que seremos casi de la misma edad. Yo tengo treinta y cinco, ¿y tú?

—Veinticuatro.

—Criaturita.

Instalado en la barra principal, captó las miradas de la poca gente que un día de diario deambulaba por la sala. Eran cerca de las tres de la madrugada y estaban a punto de cerrar. Se encontraba en la discoteca

«El Laberinto del Unicornio», conocida en todo el mundo gay por disponer del cuarto oscuro más grande de toda Europa.

—Te invitamos a una copa —le propusieron una pareja de leathers, vestidos de cuero de arriba abajo, con el pecho al descubierto y con piercings en los pezones.

—No, muchas gracias —contestó tras una mirada fugaz, atento al joven camarero.

La pareja le observó con desprecio, como diciendo «tú te lo pierdes», y desapareció entre la oscuridad del laberíntico espacio.

—¿Cómo te llamas? —preguntó al chico que venía con su bebida.

—Antonio, ¿y tú?

—Yo, Jose —mintió.

—Mucho gusto...

—El gusto es mío, y más que vamos a tener, guapito de cara —le soltó al chico, que más que guapo era atlético—. Menudos músculos te gastas, se ve que entrenas fuerte.

—Sí, es mi pasión, me paso todo el tiempo libre en el gimnasio.

—Ya lo veo, ya... —y se quitó la chaqueta del esmoquin que dejó sobre la barra.

—Mira lo que tengo para ti —se le insinuó al tiempo que se desabrochaba la camisa y dejaba al descubierto unos pectorales bien definidos.

—¡Joder!, sí que estás fuerte, no lo parecía.

—Sorpresas nos da la vida, la vida nos da sorpresas —empezó a canturrear, mientras saltaba ágilmente al otro lado de la barra.

—¿Pero qué haces? Sal de aquí, me la puedo cargar.

—No te preocupes, que conozco al dueño. Mira el regalito que tengo para ti —le provocó agarrándole la mano y llevándosela hacia su bragueta.

—Estás loco...

—Sí, y más que lo vas a estar tú. Anda, toca... Enorme, ¿verdad?...

Anda, vamos a jugar un rato. ¿Te vas a perder esto?

El chico estaba azorado, indeciso; le miraba con confusión al tiempo que se le acercaba y le huía, le huía y se le acercaba. Álvaro le mantuvo la mano pegada a su bragueta, casi a la fuerza, sin contemplaciones.

Dos enormes drags pasaron a su lado; se retiraban abandonando el local después de haber ofrecido su espectáculo de cada noche.

—Vamos al cuarto oscuro —dijo Álvaro al camarero, al que sacó casi a empujones de la barra. Antonio accedió y se adentraron a oscuras en el enorme espacio casi vacío. Empezaron rozándose con furia, los alientos mezclados al alimón y los jadeos interrumpiendo el silencio.

Álvaro lo tenía todo preparado, como siempre, muy profesional. No se detuvo en prolegómenos ni en juegos iniciales. Se gustaban y se notaba, entregados ambos a satisfacer sus apetitos.

—Vamos, baja, baja...

—Pero después bajas tú.

—Que bajes te he dicho. ¡Ahora!

Y el joven camarero obedecía como un alumno aventajado. Ni siquiera se escuchó el ruido de la cremallera. Álvaro se palpó el bolsillo de atrás del pantalón, por si las moscas. El tacto del bulto le reconfortó. No sería difícil, solo había que mantener la calma... y disfrutar...

—Bien, así, sigue, sigue...

Los jadeos de las cabinas contiguas confundirían cualquier tipo de grito.

Además, había más gente de la que supuso. ¡Guarros! Algunos parecían tomar el gigantesco cuarto oscuro como domicilio habitual.

Sentía la lengua del camarero recorrer su sexo, se iba acercando lo inevitable, no podría contenerse. La llevaba doblada en el bolsillo, sí, y la palpó de nuevo para estar seguro. Quieta. Fría. Colocó sus manos sobre la cabeza del camarero, apretándolo hacia sí en efecto vaivén. Le agarró enérgicamente de la nuca buscando el punto perfecto, inspeccionando cada vértebra para elegir el hueco perfecto.

—Más. Sigue, sigue... hasta que yo te diga.

Cerró los ojos, perdido en su propio paraíso, a punto de correrse. Era el momento justo. Buscó la navaja con su mano izquierda mientras continuaba presionando la nuca con la derecha; y al borde del orgasmo más animal que recordara, calculó hasta el segundo para clavar la navaja con saña, una sola vez, lo justo para destrozarle todo el sistema nervioso. No hubo gritos. Solo un jadeo ronco que quedó confundido con los demás suspiros, los de los otros, los vivos, mientras su camarero muerto era despegado del pene con una habilidad maestra, para eyacular en su cara. Cogió su elegante pañuelo de bolsillo para limpiarse las manos, y dobló la hoja del arma para guardarla otra vez.

Solo en ese momento percibió el olor denso de una sangre que no le produjo ninguna sensación. Le dejó tirado en el suelo. Con la oscuridad y el hedor circundante, si alguien le viera, pensaría que estaba borracho.

—Ha sido un placer —farfulló—. Ahora, descansa.

Salió del cuarto oscuro con la sensación más plena que recordaba. Se entretuvo en la barra, de donde recogió la chaqueta del esmoquin, y apuró el resto de su copa. Le pagó la consumición a un nuevo camarero.

—Hasta la próxima —dijo, guiñando un ojo—. Y sonreía.

CAPÍTULO II. Álvaro

Álvaro Pérez-Bolín era un hombre afortunado. Además de una poderosa personalidad y seguridad en sí mismo, había heredado de su padre la mayoría de las acciones del imperio familiar. La banca Reinosa era la joya de la corona; un banco mediano pero muy saneado, cotizado por otras entidades financieras de más categoría que veían en él la forma de equilibrar sus cuentas de resultados. La educación de Álvaro había seguido la tradición familiar, y tras pasar la infancia y adolescencia en un rígido internado navarro con veranos en Inglaterra, se había graduado Cum Laude en la escuela de negocios de la Universidad de Harvard. Con veintiocho años, a la muerte de su padre, tuvo que tomar las riendas del banco, al que había aupado a los primeros puestos del ranking de productividad.

Esa mañana, tras la agitada noche anterior, se había despertado como si tal cosa, sin ningún sentimiento de culpa. Meditó unos instantes entre la ducha habitual o bajar al jardín y espabilarse en la piscina. La primavera se instalaba sobre Madrid y optó por esto último, bajando los escalones de dos en dos. Cuando se acercaba a la puerta exterior, oyó la modulada voz de su madre.

—Vamos, Álvaro, que llevo un rato esperándote. Siempre llegas tarde, eres imposible. ¿Estás loco, te vas a bañar?

—No tardo nada mamá, ya estoy contigo. Tras un rápido chapuzón, se secó con intensidad, casi con violencia, y se sentó en el comedor de diario a desayunar.

—¿Dónde te metes? No hay manera de que cenes un día en casa —le inquirió la madre.

—Mira quien habla, la señora más solicitada de todo Madrid... Sobre todo, por los más bizarros golfos muertos de hambre... —comentó irónico, divertido, sin mala intención.

—Anda, anda.... Qué más quisiera yo. Tu madre está completamente demodé...

—Yaaaaa, claro.

Carlota, su madre, acostumbrada a las provocaciones del hijo adorado, le escuchaba halagada. Había enviudado joven y era muy hermosa, incluso recién levantada y sin maquillar. Conservaba la lozanía de la juventud a pesar del paso del tiempo y una dignidad propia de su clase. Retocada con acierto por los mejores cirujanos, era la anfitriona perfecta, nunca se la pillaba en un renuncio. No mostraba sus emociones, ni perdía la compostura ante situación alguna, por complicada que fuera. Tras la muerte del marido, jamás volvió a pronunciar la palabra «papá». Se refería a él como «mi marido» o «tu padre», siempre por separado, como si a ambos dos les fuera ajeno el concepto.

Madre e hijo formaban una familia independiente, aunque muy bien avenida, que vivía en un palacete de la calle Serrano de Madrid donde se mezclaba en la decoración el estilo clásico de toda la vida con los toques frívolos de la madre.

Álvaro no terminaba de independizarse. Al regreso de cada viaje por el mundo le resultaba muy cómodo el volver al conocido y confortable hogar; aunque empezaba a sentirse agobiado, anhelaba más libertad.

Compartían su residencia con dos perros galgo, Lula y Lulo, a los que habían librado del sacrificio recogiéndoles de la asociación protectora de animales «El Refugio», en la sierra de Madrid. Los animales, que habían sufrido vejaciones extremas, eran unos consentidos y señoreaban la casa a su capricho.

—¿Comerás en casa? —preguntó Carlota.

—No, ya sabes que tengo almuerzo con los franceses.

—¿Qué franceses?...

—Ay, mamá, estás en Babia, pasas de todo... Los que nos quieren comprar el banco, lo hemos discutido mil veces.

—Ahhh, sí, sí. Ya sabes que soy partidaria de venderlo.

—Pues, no, ni hablar. Mucho tendría que pagar ese francés...

—Insisto, hijo, creo recordar que era una buena oferta y nos vendría muy bien dinero cash.

—¡Mamá, por dios, no me vengas con esas!, te paso todos los meses más que suficiente... una pequeña fortuna.

—Pues no me llega para nada...

—Claro, con ese macarra que mantienes...

—¡Álvaro!, que cosas dices... no te consiento...

—¡Mamá!...

—Y de macarra, nada, es un señor; y se llama José.

—Muy señor, sí, un auténtico caballero.... Que vive a tu costa. Además, me da igual, es cosa tuya; pero lo de vender el banco de papá y del abuelo... En serio, creo que no.

—Pues yo me quiero comprar un ático en Nueva York, estoy harta de ver siempre las mismas caras.

—Bueno, ya veremos, pero no te hagas ilusiones. El banco va muy bien y sus rentas son las que hacen que vivas a todo tren...

—Vende mis acciones...

—¿Qué acciones, mamá? Si no tienes nada. El titular de las acciones del banco soy yo, me las dejó todas papá. Ya se olería lo mucho que te importa a ti el banco de su familia.

—Pues vende mi finca de Extremadura, esa me la dejó a míííí, mi padre —subrayó ofendida.

—Pero si no vale nada... y pertenece a una sociedad, es más complicado de lo que crees. Ten paciencia, veamos que pasa con el francés.

Carlota se levantó con un mohín y salió de la estancia con fingida indignación.

—No me esperes a cenar. Pasaré la tarde en «Puerta de Acero» jugando a las cartas. Y cenaré por ahí.

—Que te diviertas —contestó Álvaro, levantándose también—. Me voy al banco.

Tras afeitarse, ducharse y arreglarse con esmero, Álvaro partió hacia el trabajo en el Bentley que conducía Jesús, su chofer y guardaespaldas.

En el banco era reverenciado; sobre todo por el recuerdo que su padre había dejado en cuantos le trataron. Un señor, sí, con todas las letras.

Preocupado por todos y cada uno de sus empleados, para los que siempre tuvo una palabra amable; incluso se acordaba de sus nombres y de sus problemas. Había sido un ejemplo; también para su hijo.

Álvaro llegó tan amable y accesible como siempre. Tampoco a él le faltaba una sonrisa, y devolvía el saludo a todos los trabajadores.

Trataba con la misma cordialidad al botones que a un miembro del Consejo, y eso le hacía ser admirado por el personal.

—Buenos días, don Álvaro

—Caramba, Óscar, esas ojeras te delatan. Menuda noche habrás pasado...

—No me quejo...

—Jaleo que no te das, en el cuerpo te lo quedas —parafraseó un dicho popular—. Que tengas un buen día. Por cierto, ¿cómo van esas oposiciones?

—Estudiando, don Álvaro, estudiando...

Ya en su despacho le dio el tiempo justo para recibir al jefe de seguridad, César de la Peña, que llevaba en el banco desde la época de su padre.

—César, quiero saberlo todo sobre Olivier Knepougel, el francés que quiere comprar el banco. Quién es su mujer, cuántas casas tiene, con cuántos bancos trabaja. Si tiene amantes, hijos ilegítimos, cualquier cosa. Pregunta en los casinos, en los burdeles...

—Don Álvaro, deme tiempo...

—No tenemos mucho —le interrumpió—. Me temo que pretenda cerrar un acuerdo esta misma semana. O me encuentras algo o tendré que poner el asunto en manos de una agencia de investigación privada. Seguro que él lo sabe todo de mí, juega con ventaja.

—Intentaré conseguirle algo para mañana —dijo Cesar sin mucha convicción.

—Confío en ti, no me falles. Ahora sal y que le hagan pasar, debe estar esperando.

Olivier Knepougel era un millonario francés de dudosa reputación que pretendía comprar más de la mitad de las acciones del banco a un precio desorbitado, para así hacerse con el control de la entidad. Una OPA, ni más ni menos. Álvaro no estaba seguro de la verdadera posición económica de Knepougel. Pensaba que probablemente no se trataba de su propio patrimonio, que no tendría tanto, que podía ser un farol avalado con préstamos de terceros.

Hizo acto de presencia como una estrella de cine. Bien vestido, con un traje a medida tras el que Álvaro adivinaba un robusto y trabajado cuerpo, sobre la cuarentena.

—Buenos días —se levantó con la mano por delante el anfitrión.

—Buenos días, señor Pérez-Bolín. Parece que ha refrescado.

—No le recibimos muy bien, ¿eh? —sonrió Álvaro—. Pero tenga en cuenta que estamos en España; y Madrid, como yo, somos imprevisibles. En realidad, en la vida casi todo es cuestión de tiempo. ¿Le apetece una bebida?

—No gracias, lo siento. Lamentablemente, acabo de recibir una llamada urgente de París. Tengo una videoconferencia en media hora.

Discúlpeme, ha sido algo imprevisto —se excusó, al tiempo que observaba detenidamente a su anfitrión.

—La verdad es que lo prefiero, no he podido estudiar con detalle su oferta. Regresé antes de ayer de Dubái, un asunto de jeques, ya sabe...

Ahora el dinero ha cambiado de manos... Por cierto, las suyas son enormes, ¿me deja verlas?

Sin esperar respuesta, Álvaro cogió entre las suyas una gigantesca mano callosa y cuidada al tiempo. La retuvo lo suficiente para notar la turbación y el jadeo que experimentó el visitante.

—Usted es deportista —le espetó, sin darle tiempo a pensar—. Digo más, usted es, o ha sido, luchador. Y de los buenos. Un rival temible en el cuadrilátero...

Álvaro sufrió una erección. Echó de menos su navaja; podría habérsela clavado ahí mismo, deseaba hacerlo.

—Sí, es cierto. ¿Cómo lo sabe?

—No hay más que verle...

Y le agarró del brazo, acompañándole hasta la puerta.

—Si le parece podemos reunirnos mañana a la misma hora.

—De acuerdo —contestó incómodo, el francés—. Señor Pérez, necesito su banco. No solo me represento a mí mismo, sino a una entidad filantrópica de ámbito internacional; también a un grupo importante, discreto, de Europa del Este.

—No le prometo nada, querido amigo.

Se estrecharon las manos. Fue un apretón fuerte, en el que Álvaro retuvo la mano del extranjero más de la cuenta. Y le miró fijamente. Y le sonrió.

El resto de la jornada transcurrió sin episodios importantes, en espera del día siguiente y pendiente de la reunión. Llegó a su casa y se metió en la ducha. Todavía con la toalla en la cintura, encendió la televisión.

«El cadáver de Antonio Sánchez Espeso, camarero de la discoteca conocida como “El Laberinto del Unicornio”, fue encontrado en la noche de ayer en el llamado cuarto oscuro de la sala. El lugar, de ambiente gay, cuenta con una gran afluencia de público. Se ignoran las causas del asesinato, que fue perpetrado con un objeto punzante sobre la nuca de la víctima. Antonio Sánchez tenía veinticuatro años y llevaba pocos meses trabajando en el local».

No le preocupó la noticia; ni le sorprendió la falta de pistas. Lo había hecho tan bien que nadie podría sospechar nada. Se tumbó sobre el sofá, siendo objeto de un ataque a lametazos por parte de Lula y Lulo.

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