Kitabı oku: «La confusión del unicornio», sayfa 2
CAPÍTULO III. Reunión y desunión
Al día siguiente, Álvaro se levantó con un inesperado dolor de cabeza que le sorprendió. Siempre había gozado de una excelente salud y no recordaba siquiera una enfermedad lo suficientemente larga para interrumpir su placentera existencia. Era un hombre sano y feliz. La buena de Gregoria, criada en la casa desde hacía años, apareció solícita y se dispuso a subir las persianas como cada mañana.
—Buenos días, señor. El desayuno está servido. Parece que va a llover...
Lula y Lulo irrumpieron de repente tan ruidosos como de costumbre, galopando en busca de su dueño, al que se abalanzaron, subiéndose a su cama. Gregoria protestó.
—Lo de estos perros es un desgobierno, viven mejor que todos nosotros y nadie les echa cuentas de nada.
—Bueno, bueno... mujer, que no es para tanto —dijo Álvaro apartando a la pareja—. Anda, dile a mi madre que ya bajo, y llévate los perros.
Se entretuvo en la cama repasando la agenda del día. Tenía la entrevista con el francés, y poco más. Sabía que la reunión no sería fácil; era evidente que el representante de ese supuesto grupo «importante y discreto» venía con una firme intención: quedarse con su banco.
Se duchó con la calma de costumbre pensando en Knepougel. No estaba dispuesto, así como así, a ceder a un recién llegado del que lo ignoraba todo la mayoría de sus acciones, por mucho dinero que tuviera. Abrió el enorme armario donde se encontraban colgadas todas sus corbatas, ordenadas por colores. Se inclinó por una en tonos burdeos, y se miró al espejo. Tenía el aspecto de un hombre de éxito, el rico banquero deseado por tantos y envidiado por el resto.
—Buenos días, mamá —saludó, mientras se sentaba a la mesa.
—Buenos días, Álvaro. ¿Cómo fue la reunión de ayer?
—Bien... un personaje curioso el francés. He de invitarle algún día, creo que te gustará... —soltó para intrigarla.
—¿Ahhh, si, no me digas? ¿Cómo es?
—Un tipo guapete, con buena facha.
—Ay, Álvaro, qué cosas tienes, siempre bromeando. Nunca hablas en serio. Pero no te vayas por las ramas, ¿habéis quedado en algo?
—Mamá, por dios... ¿Te crees que se compran y venden bancos de un día para otro? Pues no —siguió sin esperar respuesta—. Son negociaciones largas con tiras y aflojas. Pero te adelanto que me parece que de lo del ático en Nueva York, por ahora, nada de nada.
—Pues que sepas que quiero ese ático —enfatizó Carlota.
Acostumbrado a las excentricidades de su madre, se quedó pensando en sus palabras. Ella no se daría por vencida, estaba habituada a salirse con la suya, desde siempre. Era una mujer exquisita cuya inteligencia iba mucho más allá de lo que aparentaba; nunca estuvo a la sombra de su marido ni ejerció de florero. Iba mucho más allá en todos los sentidos.
—Hasta la noche, mamá —se levantó sin apenas probar bocado.
—Que tengas un buen día.
Álvaro decidió rechazar el coche que le esperaba en la puerta y cogió un taxi. Desde la noche anterior, en que vio la noticia en los informativos, había sentido la necesidad de visitar «El Laberinto del Unicornio». Aunque solo fuera un momento; tal vez acercarse hasta la puerta para atisbar el panorama, solo eso, por pura curiosidad. Al fin y al cabo, se trataba de su propio espectáculo.
Se apeó del taxi una manzana antes y emprendió el camino con paso firme.
La idea de volver al «Laberinto del Unicornio» le excitaba. Pasó por delante del Monasterio de las Descalzas Reales, donde se paró y contempló el viejo palacio del Emperador Carlos, reconvertido en convento por su hija, la bellísima Infanta doña Juana. Al acercarse al «lugar de los hechos» le sorprendió la multitud que se agolpaba enfrente y los dos coches patrulla apostados a la puerta. Por un momento pensó en acercarse más, la adicción al riesgo era más fuerte que nada; pero optó por quedarse a distancia, confundido entre el gentío. La zona estaba acordonada y varios policías tomaban declaración al personal del local. Reconoció al dueño e incluso a alguno de los camareros. Uno de ellos se cruzó con su mirada y le señaló.
—Ese señor de ahí podría decirle algo. Creo recordar que estaba... sí, estoy seguro.
El camarero hablaba con un policía que resaltaba entre los demás, la pose era distinta y su seguridad, evidente. Era el comisario jefe Contreras, que se giró hacia Álvaro observándole con detenimiento, de arriba abajo, impertinente. Cuando hacía un gesto a uno de los suyos, Álvaro reaccionó y se escabulló entre la multitud. Le había parecido distinguir familiaridad en el ademán del agente; pero no se quedó a confirmarlo. Después de torcer la esquina a paso lento, aceleró el paso para perderse en la Plaza de la Opera, donde se metió en el metro y desapareció. No había sentido miedo, más bien una sensación de placer extremo, de bordear el abismo. Todo como en perspectiva, como en una película, ajeno a la realidad.
Se bajó en la parada de Banco de España y se encaminó a la sede central del banco dando un paseo. Atravesó el Paseo de Recoletos hasta llegar al comienzo del Paseo de la Castellana, donde en un antiguo palacete remodelado se ubicaba la banca Reinosa.
Estaba pletórico, no podía empezar mejor la jornada. Acababa de almacenar la fuerza suficiente como para enfrentarse a un batallón; y confiaba en que el buen hacer del viejo César le tuviera preparado un informe completo sobre Knepougel.
Ya en su despacho, le mandó llamar.
—Lo siento, don Álvaro, no he conseguido todo lo que pretendía. Solo lo más evidente. El señor Knepougel preside una organización internacional, muy influyente, cuyos intereses no están muy claros...
Mañana tengo una reunión acordada con un antiguo camarada de armas que se mueve muy bien entre los servicios de inteligencia. Espero que me aporte algún dato relevante; parece como si este señor no tuviera pasado...
—Puedes hacerlo, lo sé. Confío plenamente en ti, como siempre hizo mi padre. Activa todos nuestros contactos. Todos. No repares en nombres o entidades. Intenta averiguar por qué ha elegido precisamente este banco o si ha presentado oferta a otros más. Corre prisa, pero tómate tu tiempo.
—De acuerdo, don Álvaro, déjelo en mis manos...
Álvaro se mostraba confiado, tenía la certeza de poder manejar la situación.
También le motivaba la idea de un contrincante como Knepougel, disfrutaría de la dura negociación que adivinaba, y de la forma en que intuía, se resolvería el conflicto.
El francés apareció a la hora establecida, puntual, ni un minuto antes, ni uno después. Las doce en punto. Exhibía la apostura con la que Álvaro le recordaba. Un traje entallado que redondeaba sus formas.
Asía con firmeza un maletín negro de piel de serpiente. «Qué horterada», pensó Álvaro. Nada más atravesar la puerta, mientras se estrechaban las manos, Knepougel le soltó:
—Buenos días, señor Pérez. Le traigo una oferta que no podrá rechazar.
—Veremos, veremos —respondió Álvaro, sonriente—. Pero sentémonos. ¿Quiere tomar algo? —le propuso tras acomodarse en un confortable sofá.
—No, gracias. Como le digo vengo a por su banco.
—Relájese un poco... Le aseguro que aprecio su estilo directo; no voy a decepcionarle en ese sentido.
—Gracias, se lo agradecería.
—Si quiere podemos hablar en su idioma.
—¿En francés?
—Sí, si lo prefiere...
—No es necesario. Hablo y entiendo perfectamente el español.
—Señor Knepougel —empezó el banquero, despacio, masticando las palabras—. Voy a ser claro con usted. Creo que no llegaremos a un acuerdo. Lo que usted pretende es el control de la entidad, y eso no lo puedo permitir. Como sabrá, este banco pertenece a mi familia desde hace varias generaciones. Y usted, y esa organización misteriosa que preside, junto con ese discretíííísimo grupo del este —enfatizó con retintín—, pretenden quitarme de en medio.
—Eso es una suposición suya, señor Pérez-Bolín. Todo lo contrario, pretendemos fusionarnos con otro banco, y usted...
—La operación no va a ser negociada —le interrumpió el español—, puesto que yo me opongo. Lo que usted va a hacer no es otra cosa que subir el precio de su oferta consiguiendo el beneplácito de los accionistas. Pero el mío no lo tiene. Lo que usted pretende es lo que se llama vulgarmente una OPA hostil.
—Eso también es otra suposición suya.
—Mire, le explico, llevo toda mi vida en este banco. Lo fundó mi abuelo, recogió el testigo mi padre y ahora lo presido yo. No estoy dispuesto a venderlo, sin saber a ciencia cierta las intenciones de los compradores. Además, como le digo, es algo que viene de familia; tengo una responsabilidad para con mis mayores. Pero esto es algo que no sé si usted lo entenderá.
El francés, ofendido, mantenía la compostura. No tenía argumentos que enfrentar a los de Álvaro.
—Existen otras muchas empresas que cotizan en la bolsa de Madrid con una capitalización muy por debajo de su valor contable. Inténtelo con ellas.
—Mi asesor me ha indicado que...
—No sé lo que le habrá dicho su asesor, amigo Knepougel, pero olvídese de mi banco; le aseguro que no va a conseguir ningún paquete significativo de acciones. Mire en otra dirección.
—Pero, señor Pérez, le aseguro que es una buena oferta...
—Que no. No insista. Va usted a conseguir que deje de pensar que es usted un hombre interesante —le provocó, acercándose más de lo conveniente—. Y ni siquiera he comunicado nada a la Comisión Nacional del Mercado de Valores. Con ello le dejo muy claro la dificultad de llegar a un acuerdo rápido, que parece ser lo que usted y sus representados, pretenden.
—Necesito su banco, señor Pérez-Bolín —reincidía, una vez más.
En ese preciso instante Álvaro supo que le tenía atrapado por el cuello, pillado como una rata. Y estaba convencido de poder ganar, una vez más, otra batalla. Estaba encantado, poseído por una emoción que le alteraba. Estaba experimentando una excitación distinta, más íntima, mística. Matar a Olivier Knepougel significaba un desafío que se tomaría con calma. Hacerlo demasiado pronto sería un desperdicio, puesto que se trataba de un sujeto digno de ser acosado... Y derribado.
Elegiría el momento adecuado, sin prisas.
—Siempre gana aquel que tiene más información —le había dicho, mirándole fijamente a los ojos—. Usted tiene un aspecto inquietante, amigo mío. ¿Está libre de cualquier sospecha?... ¿Tiene antecedentes?...
El francés le mantuvo la mirada y sonrió ampliamente. Al tiempo, rozaba la negra piel de serpiente de su ostentoso maletín. Parecía darle confianza.
—Usted no puede evitar que presente una oferta de operación de compra.
—Sí que puedo. Y puedo aún en el caso de que intente hacerlo a mis espaldas. Por mi parte, no hay pacto. A partir de aquí, cualquier movimiento que haga, lo consideraré hostil.
—Espero que se lo piense, señor Pérez-Bolín. Insisto en que es una buena oferta, sería lo mejor para todos.
—¿Lo mejor para todos? Eso suena a amenaza, Knepougel.
—Quizá me he expresado mal, señor Pérez. Discúlpeme, no era mi intención; veo que mi español no es tan bueno como pensaba. Estaré todavía en Madrid cerca de un mes. Si le parece podemos seguir hablando la semana que viene, haya o no haya trato. Tengo otros asuntos que podrían interesarle.
—Ya sabe que me es muy grato el recibirle, un auténtico placer —dijo Álvaro mientras le acompañaba a la puerta de su despacho y le estrechaba la mano con fuerza.
Al quedarse solo, se dejó caer sobre una cómoda butaca Chester y estiró las piernas. Había disfrutado de la escena, del tira y afloja, de su propia actitud provocadora; pero también la sobreexcitación padecida le dejó agotado. Tras pasar unos minutos en los que dejó la mente en blanco, llamó a César.
—Es un tipo peligroso, no tengo la menor duda —le dijo—. Tienes una semana. No es mucho tiempo, pero el suficiente como para conseguir lo más evidente. Primero centrémonos en lo público, que después ya aparecerá lo privado.
—Como usted diga, don Álvaro.
César era un hombre de pocas palabras. Pronunciaba las justas en cada momento, puede que para no equivocarse. Salió sin hacer ruido; sus pasos apenas eran perceptibles, por eso se enteraba de todo.
Álvaro se dispuso a ojear la prensa diaria, donde en todos los
periódicos se publicaba una reseña sobre el asesinato del camarero en el establecimiento gay. El contenido, redactado por agencia, decía lo mismo en un medio u otro. Causas desconocidas. La policía continuaba investigando.
Se aflojó el nudo de la corbata y pensó en sus perros. Lo que más le apetecía era pasear con Lula y Lulo. La compañía de sus dos fieles mascotas le tranquilizaba, eran su punto débil. Reyes de la casa y amos de su dueño se entendían con la mirada y nadie le había recibido jamás con tanta alegría. Era esperado por ellos e incitado al paseo de tantas medias tardes en las que les soltaba en el Parque del Retiro para que corrieran a sus anchas. Como le gustaba correr a él, preso del niño que todavía llevaba dentro y del que no quería desprenderse.
CAPÍTULO IV. Informe Knepougel
César no le falló, tal y como estaba previsto. Sabía activar los contactos necesarios, por inaccesibles que fueran, y allí estaba el dossier, sobre la escribanía, como una pieza más. Por su grosor, Álvaro dedujo que el asunto sería más complicado incluso de lo que pensó.
Ese día el banquero había llegado más temprano que de costumbre, y mandó llamar a César, que acudió de inmediato.
—Es más serio de lo que suponíamos, don Álvaro. Mucho más.
—Estoy seguro de que has hecho un magnífico trabajo.
—Los informes personales suelen ir más lejos que los profesionales, y en este caso se confirma la regla.
—Necesito analizarlo con calma, punto por punto. Le dedicaré el tiempo necesario para tomar la decisión correcta. No estoy para nadie. Solo una cosa, César...
—Dígame.
—¿Ha sido muy complicado? Es decir, ¿algún dato de su trayectoria estaba oculto y has tenido que acudir a nuestro contacto del Centro Nacional de Inteligencia?
—En efecto, don Álvaro. Lo realmente curioso ha sido comprobar que el propio Knepougel contactó con Inteligencia hace unos años, y de una forma casi pueril. Inició un procedimiento de colaboración que fue desestimado por el propio Centro. El hecho hizo saltar las alarmas habituales y se informaron sobre el sujeto en cuestión, no pareciéndole a la Agencia un personaje fiable.
—No me digas, César, que pretendía ser agente del Centro Nacional de Inteligencia...
—Sus pretensiones las desconozco, pero inició un procedimiento para convertirse en informador, y el hecho está constatado. Llegó incluso a rellenar un formulario.
—Es decir, ha aspirado con anterioridad a mucho más que a un banco.
—Ha intentado por todos los medios escalar parcelas de poder; pero
hasta la fecha, lo que ha conseguido es dinero, que no es poco. Vamos, que se ha hecho rico. Pero al parecer, es ambicioso, muy ambicioso, y ahora lo que necesita es un banco. No se sabe con qué intención.
César, el hombre de pocas palabras, había dado en el clavo una vez más.
—Pero eso no es lo más relevante. Agárrese, don Álvaro. Knepougel ha estado en la cárcel, en Marsella. Fue un joven conflictivo que terminó integrándose en la mafia marsellesa, donde ha escalado hasta puestos importantes. La policía de su país le sigue los pasos; aunque no tiene nada sólido para involucrarle. Es listo. Ahora está con esa organización supuestamente filantrópica, que incluye importantes empresas multinacionales, ¡y bancos!, que le sirve de tapadera y para blanquear su pasado. En fin, don Álvaro, un angelito.
—Vaya, vaya, qué interesante... ¿y para qué querrá la Banca Reinosa?...
—Dios sabe. Solo me queda investigar a un amigo de la infancia, compinche en su juventud, que está desaparecido. Podría darnos información adicional, sabe de él más que nadie. Un tal Yves Blanchet.
Pelearon por el liderazgo de una banda callejera. Un tipo escurridizo.
—No me digas…
—Sí. Ese Blanchet tuvo una trayectoria tan osada como la de Knepougel, aunque hace tiempo que no se sabe de él. Parece ser que ahora serían enemigos irreconciliables, la mejor fuente de información.
—Yves Blanchet... —murmuró Álvaro pensativo.
—Estoy seguro de que, si pronuncia su nombre ante Knepougel, se quedará helado.
—Pues no tardaré mucho en hacerlo, César. Pero antes tenemos que localizar a ese individuo.
—Su rastro se pierde en París hace más de una década. Como si se lo hubiera tragado la tierra. Antes cumplió condena en Londres por falsificación.
—Entonces es probable que se hiciera con otra identidad.
—Quizá. Al parecer se trata del mejor falsificador que existió en la época. Llegó incluso a trabajar para organismos oficiales, les aconsejaba sobre la falsedad de pasaportes...
—¡Qué personaje!
César se retiró discretamente, como era habitual en él, a sabiendas de
que su jefe tenía material más que suficiente para reflexionar y estudiar durante horas.
Al quedarse a solas, Álvaro abrió la carpeta y se centró en un sobre abultado bajo el título de documentos gráficos. Sobre cada una de ellas constaba el lugar, la fecha y la hora concreta en que fueron tomadas, y su procedencia: una agencia de detectives francesa. Algunas, poco representativas, mostraban al francés saliendo del coche junto a personajes completamente desconocidos para él. Nada interesante.
Siguió ojeando el resto sin que ninguna llamara su atención. Cuando ya se disponía a abandonar el sobre con las fotos, se detuvo, impactado, al ver la última de todas. La imagen que apareció ante él, le provocó una sonora carcajada. Estrepitosa. Era mucho más de lo que esperaba, nunca imaginó algo así. Continuó riéndose sin pudor, no le importaba que pudieran oírle, qué regalo acababa de recibir del destino. La suerte estaba echada. Volcada en unas fotografías tan evidentes como reveladoras. Ahora pensaba en Knepougel de una manera distinta, maquinando la forma de eliminarlo. Se imaginó clavándole una navaja en la cerviz; esto le excitó.
Cuando terminó con las fotos decidió darse un respiro y tomar un refrigerio. Un refresco acompañado de queso manchego y pequeños trozos de pan. Al acabar, prosiguió con el resto de la documentación.
Más allá de las fotos se encontraba también su vida.
Olivier Knepougel había nacido en Marsella en una familia de origen humilde. Era un hombre hecho a sí mismo. Durante su juventud alternó con algunas bandas callejeras de poca monta, hasta llegar a contactar con un capo de barrio que se convirtió en su protector. Bajo su amparo se metió en el boxeo, donde empezó a hacerse un nombre, llegando incluso a conquistar algunos trofeos. Pero nunca peleó por títulos importantes. Más adelante entraría como voluntario en la legión francesa, llegando a conseguir la graduación de sargento primero.
Durante su largo período legionario, alivió la economía familiar, entregando más de la mitad de su sueldo todos los meses, sin excepción, a su familia, con la que siempre mantuvo una fuerte unión.
Su espíritu aventurero y autodidacta le condujo de forma espontánea a los negocios, en los que actuó primero como intermediario comisionista en la venta de suelo, hasta llegar al mundo de la construcción, donde
actuó como subastero. Su primera fortuna la consiguió con la fusión de dos grandes empresas en París, ciudad en la que se instala para residir en una de las mejores zonas. Poseedor de una gran habilidad comercial, se introduce en ambientes elitistas y refinados; pero su ascensión económica, pese a parecer imparable, sufre grandes altibajos debido a malas inversiones. Entonces estrecha su contacto con la organización
«la Hermandad del Unicornio», que le salva de la bancarrota y le promociona a puestos de responsabilidad. También contacta con un grupo importante de los Emiratos Árabes relacionado con novedosos negocios inmobiliarios. Ese fue su gran pelotazo. Dubái, uno de los países punteros en energía eólica, le abre las puertas a las ricas dinastías árabes, lo que le aúpa a los círculos más cerrados del poder internacional. Su fortuna, a la sombra de «la Hermandad», crece sin parar. También se introduce en la Fórmula 1 y en otros deportes elitistas. Además del francés, habla español, inglés, y árabe. Su intención es la compra de un banco en Madrid, ciudad en la que pretende instalarse.
Álvaro respiró profundamente. Cada vez le atraía más su personalidad, incluso empezaba a caerle bien. Decidió parar para ponerse un Chivas con hielo, cuando sonó el teléfono. Era César.
—Don Álvaro. Lo tenemos.
—¿A Yves Blanchet?
—Sí, al mismo.
—Te espero. No tardes.
Y colgó esbozando una sonrisa de satisfacción, convencido de tomar ventaja sobre su competidor. Continuaba sonriendo cuando apareció César con el semblante iluminado.
—Ha habido suerte, don Álvaro...
—Dime, dime —le interrumpió, ávido, el banquero.
—Creo que hemos dado con el punto débil de Knepougel, su verdadero talón de Aquiles. Tiene nombre y apellido: se llama Yves Blanchet.
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