Kitabı oku: «Las golondrinas nunca regresan en otoño», sayfa 7
A la mañana siguiente yo la esperaba otra vez al doblar la esquina. Si había cumplido su palabra, María le habría dado una mensaje para mí, la respuesta a la nota que su madre guardó en su mano cerrada, veinticuatro horas antes. Nos encontramos en el mismo sitio, frente a frente, como la mañana anterior. Pero esta vez no hubo caras de sorpresa: los dos sabíamos que nos encontraríamos allí, a la misma hora, sin necesidad de estar citados. Tampoco hubo ningún gesto de contrariedad. Solo una nota en mi mano... Solo un “gracias” en mis labios... Solo un “de nada” en los suyos. Nos habíamos encontrado sin un “hola” y nos despedimos sin un “adiós”, pero ambos con una sonrisa: la mía, en los labios; la suya, en los ojos y también un poco en los labios, solo un poco, lo suficiente para delatarla.
La noche antes, una nota algo arrugada se había deslizado bajo la puerta cerrada de la habitación de María. Aquella noche las palabras de otra nota bailaban ante mis ojos mientras yo leía y releía aquel mensaje. Las dos notas decían lo mismo: «Te quiero. Siempre te querré. Espérame. Te esperaré, lo prometo. Pronto estaremos juntos de nuevo. Te quiero... Te quiero... Te quiero...». Solo había una diferencia. Mi nota decía: «Te escribiré cada día»; y la suya: «Contestaré cada una de tus cartas».
Unos días después María puso rumbo a Valladolid. Le esperaba una nueva vida, una vida que no sería como nosotros esperábamos, como nos habíamos prometido en aquellas notas. Aquella misma tarde, en la hora de la siesta, bajé al arroyo. Pensaba que allí me sentiría un poco más cerca de ella, pero pronto comprendí que no podía engañarme: María se había ido, solo me quedaba su ausencia. Me detuve donde aquella primera tarde nos dimos la mano justo antes de echar a andar arroyo abajo. Pero ya no tenía su mano para entrelazar nuestros dedos ni se escuchaba su risa sobre el rumor de la linfa cristalina. Empecé a andar despacio, sintiendo cómo el agua se volvía hielo en mis tobillos, con los guijarros hiriendo mis pies sin compasión. La sal de mis lágrimas me escocía en los ojos, aquel silencio me pesaba como una losa en el alma. Caminé despacio por el cauce del arroyo. María ya no corría delante mío invitándome a perseguirla, retándome a alcanzarla. Llegué hasta la cabecera del río donde tantas veces nos besamos. Luego me sumergí, despacio, con los ojos cerrados, intentando sentirla junto a mí. Casi podía sentir sus manos, su piel rozando mi piel, el contacto con su cuerpo mojado Seguí avanzando río adentro, dejándome llevar por la corriente. Poco a poco fui alejándome de la orilla, sumergiéndome un poco más a cada paso. No pretendía ahogarme en aquellas aguas que tanto amaba, lo único que quería ahogar era mi frustración. La rabia que me quemaba por dentro se fue desvaneciendo y acabé abandonándome en brazos de una tristeza insoportable. Seguí caminando hasta que el agua me llegaba al cuello. Y entonces todo sucedió de repente. El remolino me atrapó por sorpresa y empezó a engullirme sin remedio, haciéndome girar al tiempo que caía hacia el fondo. Pero, cuando tragué las primeras bocanadas de agua, el instinto de supervivencia se negó a perder aquella batalla y me obligó a luchar con todas mis fuerzas. Después de una agotadora lucha contra el remolino de agua logré salir a flote, tomé aire y empecé a nadar a contracorriente en dirección a aquellos cañaverales que parecían estar demasiado lejos, con mis cinco sentidos puestos en aquel lecho de juncos de pronto convertido en un lecho de espinas.
Salí del agua agotado. La lucha a brazo partido contra el remolino me había dejado exhausto. Caminé trastabillando y, cuando por fin alcancé la sombra de los cañaverales, me dejé caer de bruces sobre los verdes juncos donde tantas veces nos amamos. Me sentía frustrado y débil, abatido por dentro y por fuera. Empecé a llorar y a toser y allí, en el que fuera nuestro lecho, con la cara entre los juncos, respirando el aroma de nuestras tardes felices y añorando a María, vomité el agua tragada, pero no pude expulsar aquella sensación de impotencia que me había dejado su marcha. Luego, cuando ya no me quedaba nada que vomitar, me senté con la cabeza entre las rodillas y los brazos rodeando mis piernas y apreté los dientes con desesperación, sintiendo las lágrimas de la impotencia resbalar por mis mejillas, apretando los puños con rabia, clavándome las uñas en las palmas de las manos hasta que un hilillo de sangre caliente empezó a bajar por mis antebrazos.
Aquella misma noche, en la soledad de mi cuarto y alumbrado por la trémula llama de una vela, le escribí a María la primera de mis cientos de cartas.
CAPÍTULO V
CARTAS A MARÍA
Carta tercera.
Querida María:
Te escribo en la soledad de mi cuarto, a la tenue luz de una vela. Esta es la tercera carta que te escribo; una por día, como te prometí. Ya espero impaciente tus noticias, aunque sé que es pronto para que hayas recibido mis cartas y, aunque así fuera, aún no ha pasado el tiempo suficiente para que a mí me lleguen las tuyas. Pero no puedo evitarlo, necesito saber de ti.
Los días se me hacen eternos sin ti, María. El duro trabajo en el campo apenas me distrae lo justo para mitigar el dolor de tu ausencia. Ya hace tres días de tu partida; demasiados días sin verte, sin sentirte, sin aspirar el perfume de tu piel. A veces me parece que todo eso pasó hace siglos, o quizás en otra vida, o tal vez nunca sucedió y solo fue un sueño, el más hermoso de los sueños. Sin embargo, cuando cierro los ojos en la eterna espera del sueño esquivo, puedo sentir tus manos cálidas, oír tu voz, escuchar tu risa inundando mis sentidos. ¡Cuánto daría por oír tu risa! Como aquellos días mientras corríamos arroyo abajo, cuando nos perseguíamos sintiendo el agua salpicar nuestras piernas. Qué no daría yo por coger tus manos entre las mías, por sentir tus manos en mi espalda, tu aliento en mi aliento, mis labios en tus labios, tu pelo en mi cara, mi cuerpo en tu cuerpo...
Cada noche la madrugada me encuentra despierto, soñando imposibles, aferrándome a los recuerdos de los días perdidos, vacío de ti. Pero a veces consigo engañarme. A veces, cuando cierro los ojos, siento que estás en mi cama, dormida sobre mi pecho, los dos respirando al unísono. Y solo entonces el sueño me vence. Pero es un sueño ligero y efímero. Poco después estoy despierto de nuevo, atrapado en la madrugada que se empeña en devolverme a la realidad del insomnio, a mis brazos necesitados de rodearte, al estéril abrazo de una almohada empapada de sudor y nostalgia. Cierro los ojos de nuevo, los aprieto más fuerte y miles de agujas parecen clavarse en la córnea enrojecida, empujadas por los pesados párpados, recordándome que es muy tarde para estar despierto... y demasiado tarde para volver a coger el sueño. Abro los ojos y me resigno a otra noche en vela. Pero los párpados me pesan demasiado. Entorno los ojos de nuevo, despacio, para que las “agujas” no me hieran tanto y, entonces, las lágrimas empiezan a rodar por mis mejillas, a mojar un poco más la almohada. Pero ya no sé si estoy llorando o solo curando las heridas de estos ojos enrojecidos, doloridos de no verte. Intento engañarme de nuevo. Imagino que mañana tenemos una cita en el arroyo y te veo caminando a mi lado, corriendo a mi lado, riendo a mi lado, y puedo sentir el agua fresca cubriendo mis tobillos, el rumor de la brisa meciendo los juncos de la ribera... Pero entonces los guijarros se me clavan en las plantas de los pies, me desgarran la piel y tengo que aceptar la cruda realidad: nos separan muchos kilómetros y muchos meses. Las primeras luces del alba se asoman por la ventana abierta. Su luz martiriza mis pupilas irritadas, me obliga a cerrar los ojos y una modorra inesperada me invade. Desearía dormirme profundamente y despertar sintiendo tu respiración en mi cuello, mi nariz perdida entre tu pelo, tus labios rozando mi piel, mis brazos estrechando tu cuerpo. Desearía no tener que enfrentarme a otro día sin antes mirarme en tus ojos, sin oír tu voz al despertarme; desearía amanecer sintiendo tus dedos bajo mi pelo, poder jugar a dibujar el perfil de tu boca. Desearía no tener que levantarme de la cama sin haberte amado. Hoy no será posible, pero ya nos faltan tres días menos, mi amor.
Hasta mañana. Te quiero.
Alejandro.
Carta décima.
Querida María:
Han pasado diez días y sigo sin saber de ti. Me extraña este silencio por tu parte. Ya ha pasado tiempo suficiente para que recibas mis primeras cartas y para que a mí me hubiera llegado alguna tuya. Quizá sea cosa del correo. No sería la primera vez que se retrasa la correspondencia, pero la realidad es que ya son nueve cartas enviadas por ninguna recibida. Esperemos que se solucione pronto cualquiera que sea el problema. No veo el momento de recibir tus cartas, de saber de ti, de recrearme leyendo una y otra vez cada línea, imaginándote mientras me escribes, soñándote a través de tus palabras escritas, unas palabras que yo pondré en tu boca mientras las leo. Pero este retraso me provoca desasosiego, me inquieta y aumenta esta anhelante necesidad de saber que piensas en mí, que me extrañas, que me sueñas cada noche como yo a ti. ¿Sabes?, esta demora de tus cartas solo tiene una cosa buena: en unos días me llegarán de dos en dos, quizá de tres en tres... Pronto pasaré largas horas leyéndolas.
Hoy el cielo está nublado, plomizo, vestido de este gris que parece envolverme por momentos. Nada llena el vacío de tu ausencia. Todo cuanto miro está huérfano de ti. Te extraño tanto.... Necesito mirarme en tus ojos, perderme en tu risa, encontrarme en tu piel. Hoy siento el alma sombría. Quizá solo es porque ya no estás, porque no recibes mis cartas, porque yo no recibo las tuyas; quizá es porque se acerca el otoño. ¿Sabes?, el otoño nunca fue mi estación favorita. Quizá porque me recuerda una etapa de mi infancia, aquella cuando me hice mayor a la fuerza, aquella etapa de mi niñez cuando ya no quería ser mayor. Esta mañana, como aquella mañana de un lejano septiembre, las golondrinas volaban hacia el sur. He visto una bandada surcando el cielo, alejándose poco a poco, convirtiéndose en pequeñas motas negras que se difuminaban en la distancia. Y hoy, como aquella mañana cuando las despedí hasta la primavera siguiente, siento que falta demasiado tiempo. Nunca te hablé de las golondrinas pero, ¿sabes?, hace muchos años, cuando solo era niño, aquellas avecillas que revoloteaban sobre nuestros tejados se convirtieron en mi razón para madrugar; por ellas me levantaba temprano, sin que nadie me llamara. Pero un día las golondrinas se fueron y con ellas mis ganas de levantarme. Su marcha me hizo experimentar una terrible sensación de pérdida, aunque ya sabía que regresarían en primavera. Ahora me pasa algo parecido. Sé que volveremos a estar juntos, pero siento que falta mucho tiempo para volver a vernos, para tenernos de nuevo, para sentirnos...
Los días son más llevaderos. Lo peor son las noches, solitarias y largas como esta injusta condena, esta inesperada separación, este repentino adiós sin el triste consuelo de una despedida. El insomnio se ha metido en mi cama para quedarse. Solo el cansancio me permite dormir una horas bien entrada la madrugada. A veces maldigo este desvelo; otras pienso que no quiero dormirme, que soy yo quien se resiste al sueño, que quiero estar despierto para pensar en ti. Porque, mientras me revuelvo entre las sábanas, sueño despierto que estás al final de la cama, que podría tocarte con solo estirar el brazo, que me bastaría girarme para notar tu cuerpo cálido. Pero me quedo inmóvil, no me atrevo a estirar mi brazo, a enfrentarme con la realidad. Me niego a aceptar que ya no estás, que solo me queda tu recuerdo, que todo lo que puedo hacer es hablarte a través de estas líneas. Pero, ¿sabes?, me consuela compartir estos momentos contigo, incluso disfruto esta intimidad en la distancia.
Anoche soñé contigo. Soñé que tú corrías hacia mí, que yo te esperaba con los brazos abiertos. Pero me desperté y tuve que encoger los brazos para no tropezarme con tu ausencia. Y quise seguir soñando despierto, soñando que era de noche y estábamos al pie del mirador, frente al castillo, mirándonos en la penumbra, abrazados, desnudos bajo miles de estrellas. Pero de nuevo tuve miedo de darme la vuelta en la cama, miedo de sentir el frío de las sábanas, de enfrentarme a la verdad desnuda: tú no estás y tus cartas no llegan. ¿Sabes?, lo peor es empezar cada nuevo día sin saber de ti, aunque cada mañana me digo que ese día me llegarán tus cartas. Pero tus cartas tampoco llegaron hoy. Quizá lleguen mañana, todas juntas. Tal vez esta noche, cuando cierre los ojos, pueda sentir tus manos entre las mías, tu piel trémula bajo las yemas de mis dedos, tu risa apagando los ecos de esta soledad. Quizá solo pueda sentirte en el recuerdo de los días que se fueron. No sabes cuánto te añoro, María. No sabes cuánto te extraño, mi amor... No sabes lo que daría por sentir tus manos entre mis manos, tu risa en mi oído, tu boca en mi boca, tus pechos contra mi pecho... ¿Sabes?, a veces lo siento todo como si fuera ayer, pero otras veces... No, me niego a terminar así esta carta. Quizá mañana, cuando me siente a escribirte, ya habré leído todas tus cartas y, cuando las lea, cada palabra escrita será como si tú me hablaras y sentiré tus manos en el roce tibio del papel que acariciaron y me dormiré abrazado a tu carta, al sueño de volver a abrazarte, sintiendo que tú me abrazas...
Hasta mañana. Te quiero.
Alejandro.
P.D. Mientras te escribo escucho música en la vieja radio alemana regalo de mi tío, uno de tantos españoles que emigraron en busca de una vida mejor. Ahora mismo está sonando I want you, I need you, I love you, de Elvis Presley. Te quiero, María. Y te necesito... Y te amo... con todo mi corazón.
Carta dieciocho.
Querida María:
Los días pasan y tus cartas no llegan. Pero hoy, el cartero sí traía correspondencia para mí. El ejército me ha notificado mi inminente incorporación a filas. ¿Sabes?, me he alegrado al recibir la notificación. No era la carta —o las cartas— que esperaba, pero son buenas noticias, y no porque me apetezca cumplir con el Servicio Militar, es más, si de mí dependiera, no haría la mili nunca. Pero ya que se trata de un servicio obligatorio, mientras antes cumpla con mi deber inexcusable de servir a la patria, antes seré libre. Entonces podremos estar juntos de nuevo, para siempre, en España o en el extranjero, eso será lo de menos. Ya ves, la razón por la que me alegro de incorporarme al ejército solo podías ser tú, siempre tú, tan lejos y tan cerca.
Mi primer destino será Mallorca, al menos hasta la Jura de Bandera. Luego me pueden destinar a cualquier isla de las Baleares. Dicen que he tenido muy mala suerte, que Mallorca está demasiado lejos, que a nadie del pueblo le tocó nunca hacer la mili en una isla, que parece como si alguien quisiera llevarme lo más lejos posible. Pero qué importa dónde. Lo importante es que el tiempo vuele, que corran estos meses que todavía nos separan. Lo único importante, mi vida, es que ya falta un día menos para estar juntos de nuevo, para recuperar los días felices. Porque juntos seremos felices, no te quepa duda. No importa dónde estemos, si a orillas del mar o en la montaña, en un páramo helado o en el más inhóspito de los desiertos, donde sea, pero juntos, siempre juntos, mi amor. Sí, ya sé que ahora toca esperar. Si al menos me llegaran tus cartas... Pero sigo sin saber de ti, preguntándome por qué, sintiéndome cada día un poco más confundido, más perdido en la inmensidad de esta nada a la que me ha condenado tu ausencia. Pero hoy solo quiero pensar en positivo: pronto partiré, y marcharse es siempre el primer paso para volver. Quizás el tiempo pase más deprisa cuando me vaya, cuando esté lejos de donde fuimos tan felices, de allí donde el viento sigue meciendo los ecos de tu risa; quizá todo sea más fácil, mi amor, cuando me aleje de todos estos lugares que ahora me gritan tu ausencia y se empeñan en recordarme que tus cartas no llegan.
¿Sabes?, a veces te siento junto a mí, pero otras veces te siento tan lejos... Y lo malo de la distancia es que no alcanzan las miradas, que nos niega las caricias, los besos, los abrazos... Lo peor de esta separación es no poder sentir mis labios en tus labios, tus manos recorriendo mi espalda, el roce de tu piel en mi piel... El único consuelo para esta separación es saber que no me has olvidado, que no podrás olvidarme, que nunca querrás olvidarme. Pero yo sigo esperando tus cartas que no llegan, extrañándote cada día un poco más, necesitado de saber que tú también me extrañas, necesitándote hasta no poder soportarlo. A menudo pienso en ir a buscarte, incluso fantaseo con la idea de escaparnos juntos. Pero, ¿adónde iríamos? Yo apenas podría reunir dinero para unas semanas. Debemos esperar, María. Aún me queda por cumplir el Servicio Militar, después tendremos toda la vida por delante, una vida de atardeceres contemplando la puesta del sol, de miradas cómplices y palabras susurradas al oído, una vida entera para mordernos los labios a besos, para acariciarnos despacio, rozándonos apenas, una vida para reírnos juntos, para llorar juntos, para regarnos de besos la piel, para amarnos con pasión desmedida y con ternura infinita.
No sabes cuánto te extraño, cómo añoro tu voz, tu risa… No sabes cómo me pesa este silencio vacío sin tu respiración, este silencio que ya no acaricia mis sentidos como cuando tú eras parte del silencio.
Hasta mañana. Te quiero.
Alejandro.
P.D. Mientras te escribía he tomado una decisión: mañana voy a telefonear al cuartel, y pediré hablar contigo. Necesito oír tu voz, sentirte un poco más cerca...
Carta diecinueve.
Querida María:
Esta mañana he llamado al cuartel como te decía en mi carta de ayer, pero no me han permitido hablar contigo. «El teléfono es únicamente para asuntos relacionados con el servicio de la Guardia Civil. Solo en casos de urgencia o necesidad justificada pueden recibir llamadas los familiares directos de los agentes», me ha argumentado a modo de excusa mi interlocutor. Yo le he insistido en mi necesidad de hablar contigo, pero ha sido en vano. «¿Qué relación dice usted tener con María Arranz García?», me ha preguntado. Me habría gustado decirle la verdad, incluso he estado tentado de hacerlo, pero al final solo he acertado a decirle que éramos amigos de la infancia, que tenía algo que te pertenecía y me gustaría devolvértelo, mas él ha seguido preguntando: «¿Y cómo dice usted que se llama? Disculpe, no le oigo bien. No, no se preocupe por eso. Usted hágalo llegar al cuartel que nosotros se lo entregaremos sin demora. No, lo siento. No, no puedo ponerle con ella pero puede usted dejarme su recado. No. Ya le he dicho que no puede hablar con María. Lo siento. ¿Cómo dijo usted que se llama?... ¡Oiga, es que no me ha entendido! ¡Ni peros ni nada! ¡Que no voy a ponerle con María! ¡No, no puede usted hablar con ella!». Y entonces he colgado, bruscamente, golpeando el interruptor con el auricular, descargando la rabia contenida contra el teléfono. Ojalá existiera un teléfono para llevarlo en el bolsillo. ¿Te imaginas? Estaríamos hablando a todas horas.
He decidido que mañana volveré a intentarlo, quizá tenga más suerte. Pero eso será mañana. Ahora es nuestro momento, solo para nosotros, juntos a pesar de la distancia.
¿Sabes?, me estoy aficionando a los programas de radio nocturnos. A esta hora es cuando ponen la mejor música. Ahora mismo, en la vieja radio de madera, suena The Great Pretender, de The Platters. Es una canción preciosa, una canción que me hace sentir triste y feliz a la vez. La música y la voz de su intérprete me hacen sentir un poco más solo y a la vez un poco más cerca de ti. Es como si cantara para nosotros dos, pero tú no estás y ni siquiera me llegan tus cartas. A veces incluso dudo que me hayas escrito pero, al instante, me rebelo contra ese pensamiento. Claro que me has escrito; todos los días, estoy seguro. Es entonces cuando cierro los ojos y te imagino en tu cuarto leyendo mis cartas, sonriendo mientras las lees. Y luego te imagino escribiéndome, y doblando el folio escrito de tu puño y letra y guardándolo en un sobre con mi nombre en el lugar del destinatario. El cansancio y la madrugada acaban venciéndome, pero me despierto mucho antes del alba, un poco más cansado que el día anterior, sin saber de ti, preguntándome por qué no llegan tus cartas. Discúlpame, amor, sé que debo ser paciente, confiar en que pronto me llegarán de dos en dos, tal vez de tres en tres..., pero cada día se me hace un poco más difícil. La realidad se empeña en minar mis ilusiones y mis expectativas se desvanecen frente a la evidencia: tus cartas no llegan. Y cada día la esperanza de tener noticias tuyas se torna en más preguntas sin respuesta, se difumina como la huella de las pisadas en el polvo del camino, se diluye como el rastro de mis pasos bajo esta lluvia de septiembre, y vuelven a asaltarme las dudas. Serán estas nubes de plomo que no me dejan ver el sol; será que la noche nos deja indefensos frente a la nostalgia.
Perdóname, María, no quiero que sufras por mí cuando leas esta carta. Hagamos una cosa antes de dormirnos: juguemos a recordar momentos. Yo voy a cerrar los ojos, luego me centraré en un momento concreto de tantos compartidos y lo reviviré con tanta intensidad que tú también lo sentirás en la distancia y, cuando leas esta carta, tú harás lo mismo, ¿de acuerdo? Yo sabré que lo estás recordando porque lo recordaré al mismo tiempo. ¿Jugamos?... Cae la tarde y estamos tendidos sobre nuestro lecho de juncos, abrazados, desnudos, dormidos tras hacer el amor por primera vez. Luego yo abro los ojos, contemplo la expresión relajada de tu rostro, alargo la mano y aparto el mechón de pelo que cae sobre tu cara. A continuación acaricio tus cejas despacio, como si las dibujara con la yema de mis dedos. Entonces tú despiertas, abres los ojos poco a poco y me miras mientras mi dedo desciende dibujando el perfil de tu nariz, el contorno de tus labios. En ese preciso instante el sol se oculta por el horizonte y entre las cañas se puede ver un trocito de cielo pintado de naranja. Nos miramos a los ojos y el rojo fuego del atardecer baila en tus pupilas justo en el instante en que nuestros labios se acercan, se rozan, se acarician... ¿Puedes recordarlo?
Hasta mañana. Te quiero.
Alejandro.
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Lo que Alejandro Cantero no sabía era que, solo unas semanas antes, en la cabina telefónica de un cuartel de la Guardia Civil, alguien había marcado un número de teléfono, alguien que se iba a tomar una pequeña revancha, un guardia civil que tenía un amigo en Córdoba, un militar, un oficial con acceso a las listas de reclutamiento. Cuando Alejandro colgó el teléfono en la centralita, tras llamar al cuartel para intentar hablar con María, alguien ya había cumplido su misión hacía días, alguien que podía alterar ciertas cosas. Y ese alguien había decidido manipular el destino —al menos el militar— de aquel chico a quien no conocía, un recluta que, extrañamente, había sido destinado a cumplir la mili en las Islas Baleares.
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Carta treinta y dos.
Querida María:
Ya estoy en Mallorca. Al final llegó la mili antes que tu primera carta. Debes saber que seguí llamando al cuartel para hablar contigo, pero no fue posible. Incluso pedí hablar con tu padre en un par de ocasiones. Confiaba en convencerlo para que me permitiera hablar contigo, aunque para ello tuviera que mentirle, decirle que solo pretendía despedirme de ti para siempre, jurarle que solo sería una vez... Pero al otro lado del teléfono siempre recibía la misma respuesta en voces distintas: «Lo siento, el cabo primero Anselmo no está. Disculpe, ¿cómo dice usted que se llama?». Otro nombre, otra mentira por mi parte, mas siempre el mismo resultado. Siempre igual..., salvo el último día. Esa vez la voz al otro lado del teléfono subió de tono apenas pronuncié tu nombre. Esa vez no fui yo quien colgó, no tuve tiempo de hacerlo. En un primer instante pensé que se trataba de tu padre, pero enseguida supe que no era él quién había descolgado el teléfono, conocería su voz entre un millón. Después de varios intentos frustrados decidí no volver a llamar. Ya sabía que no me iban a permitir hablar contigo. La próxima vez que hablemos será cara a cara, mirándonos a los ojos, acariciándonos con la mirada...
¿Sabes?, lo mejor de estos días ha sido el viaje en barco, una experiencia nueva, gratificante, una experiencia que me hubiera gustado compartir contigo. Anoche, durante la travesía Valencia-Mallorca, ya de madrugada, cuando todos dormían, salí a la cubierta a fumar un cigarro. La noche era serena, el mar estaba en calma y el cielo estrellado. Era como aquellas noches de verano frente al castillo, cuando nos amábamos bajo un manto de estrellas, cuando no podíamos imaginar que todo se acabaría en apenas semanas. Permanecí largo rato en la cubierta, apoyado en la barandilla, sintiendo la brisa en mi cara. El hálito húmedo del Mediterráneo me trajo recuerdos de nuestras citas en el arroyo, del agua fresca mojando nuestros pies. Pero, entre el leve murmullo del agua, esta vez no se escuchaba tu voz ni la brisa fresca de la madrugada traía los ecos de tu risa. Me giré hacia popa, decepcionado, frustrado por no encontrarte ni siquiera cuando cerré los ojos. El buque avanzaba mar adentro, dejando tras de sí un rastro de agua y espuma. Miré la huella del barco en el mar. Observé aquella estela que parecía quedarse atrás y al mismo tiempo seguirnos, como si barco y estela debieran separarse, como si no pudieran separarse ni aunque quisieran. Miré la luna reflejada en el agua removida por las hélices, bailando sobre crestas de espuma blanca; era una luna de zinc cuando la noche cerrada, y una luna dorada al amanecer. Era una noche preciosa, pero tanta belleza solo puede doler cuando se contempla añorando a la persona amada. Me dolió en el alma no poder compartirla contigo, pero más me dolió saber que nada volverá a ser como antes, al menos en muchos meses. Porque nada es igual sin ti, María. Nada. Ni siquiera yo soy el mismo.
La vida es un constante caminar, pensé, un camino siempre hacia delante, sin detenernos, aunque sea inevitable volver la vista atrás. Mas no podemos caminar sin dejar la huella de nuestros pasos, no podemos avanzar sin dejarnos algo por el camino. Pero algunas veces nos dejamos demasiado. Algunas veces, tras nosotros, se queda aquello que más necesitamos. Pero debemos seguir avanzando, aunque duela, aunque nos pesen los pies como losas sobre el alma, incluso cuando sentimos que las fuerzas nos abandonan, debemos seguir caminando. La vida no se detiene por nadie. Apoyado en la barandilla, mientras el barco surcaba el mar y la noche, miré atrás y, absorto en el rastro de agua y espuma, recuperé el recuerdo intacto de nuestros días mejores, la maravillosa sensación de ser felices juntos, de mirarme en tus ojos, de sonreír porque tú sonreías, de mis manos ciñendo tu cintura y tus manos recorriendo mi espalda, de mis labios en tu labios, de tu boca en mi boca, de mis dedos resbalando por tu hombro y tus dedos en mi nuca, de mi aliento en tu oído y tu aliento en mi cuello, de tu cuerpo entre mis brazos y mi cuerpo entre tus piernas...
Hasta mañana. Te quiero.
Alejandro.
Carta setenta y dos.
Querida María:
Hoy he vuelto a casa con mi primer permiso. Ayer juramos bandera y esta mañana, a primera hora, he cogido un avión con destino a Málaga. Este ha sido mi primer vuelo, otra experiencia nueva, placentera, otra experiencia que me hubiera gustado compartir contigo. Cuando la aeronave surcaba el cielo por encima de las nubes he experimentado una maravillosa sensación de libertad. ¿Sabes?, la perspectiva desde las alturas te hace verlo todo diferente, te hace sentir un poco más libre, mucho más vulnerable, vivo. Luego, mientras descendíamos hacia la pista de aterrizaje, he sentido unas ganas renovadas de verte, de abrazarte. Quizá porque el vértigo del descenso ha disipado las dudas acumuladas durante muchas semanas; quizá porque, por un instante, sentí que todo puede terminar de repente sin darnos la oportunidad de recuperar lo que perdimos.
He hecho el trayecto sentado junto a una ventanilla, justo detrás del ala izquierda del avión. Al principio me daba vértigo mirar hacia fuera, pero luego me he deleitado observando el paisaje celeste, mirando con ojos de niño el ala del avión, contemplando cómo su extremo apuntaba hacia tierra firme o hacia el firmamento infinito, según giraba la aeronave. ¿Sabes?, contemplar el mar desde las alturas, la sensación de atravesar una nube..., todo era nuevo para mi, nuevo y fascinante, pero no podía compartirlo contigo. En el momento del aterrizaje he cerrado los ojos, he entrelazado las manos sobre mi regazo y he pensado en nosotros, en las cosas que nos quedan por hacer juntos. Segundos antes, el descenso me había provocado una repentina sensación de ingravidez y, justo en ese instante, he experimentado una insoportable necesidad de sentirte a mi lado. Luego, cuando el avión se ha detenido sobre la pista, nada he deseado más que compartir esta experiencia contigo. Mientras miraba a través de la ventanilla he imaginado tu cara junto a la mía, tu mano entre mis manos, tu cabeza apoyada en mi hombro... Algún día tú y yo haremos un viaje en avión.
Han pasado doce horas desde que aterrizamos en el aeropuerto de Málaga. Ya han pasado casi dos meses y medio desde que te escribí la primera carta, demasiado tiempo sin saber de ti. Después de cenar he salido a la calle a fumar un cigarro. Me he sentado al final del empedrado patio, en el extremo del poyo, con los pies colgando hacia el vacío y la incertidumbre instalada en mi alma. Por un instante he levantado la vista hacia el cielo, he observado las estrellas y les he repetido la misma pregunta de siempre: ¿Por qué no llegan tus cartas, María, por qué? Pero ellas no tenían la respuesta para estas dudas que me corroen las entrañas. Me he quedado un buen rato fuera, disfrutando del silencio de la noche, añorándote, hasta que el frescor de la incipiente madrugada me ha obligado a entrar en casa. Me he refugiado en mi cuarto, aunque ya sé que ningún refugio puede protegerme de esta soledad que me provoca tu ausencia. Mientras te escribo estas líneas he recordado las primeras noches tras tu marcha, las primeras cartas que te escribí... Una cosa ha cambiado desde entonces: ya no espero ilusionado tu respuesta, ni siquiera sé si llegará. Pero no todo ha cambiado. Todavía, cuando cierro los ojos, puedo sentir el roce de tus labios en los míos, tu piel erizada bajo la yema de mis dedos, tus pezones rozando mi pecho, mis labios susurrando en tu oído, el vaho de tus jadeos en mi cuello, nuestros corazones latiendo al unísono, el murmurar del arroyo entre sueños, el agua mojándonos los pies... Algún día volveremos allí y haremos el amor en el mismo sitio y, luego, nos quedaremos dormidos y permaneceremos abrazados hasta que el agua nos despierte al mojarnos.