Kitabı oku: «Las golondrinas nunca regresan en otoño», sayfa 8

Yazı tipi:

¿Sabes?, empiezo a arrepentirme de no haber aprovechado estos días de permiso para ir a verte. El corazón así me lo pedía, pero la razón me aconsejaba ahorrar un dinero que vamos a necesitar pronto. Al final escuché a la razón. Quizá porque me engaño pensando que tenemos toda la vida por delante pero, ¿y si solo tuviéramos ese instante que se nos escapa en cada aliento? ¿Qué haríamos en ese caso? Pero, ¿cómo saber si ya es tarde o aún estamos a tiempo de cambiarlo todo en un segundo? ¿Sabes?, solo de una cosa estoy seguro: mañana, cuando el sol remonte los cerros, cuando sus primeros rayos nos muestren los almendros desnudos y las hojas muertas a sus pies, tú y yo estaremos ante un día menos, otro más tachado en el calendario, ese impasible contador del tiempo que parece ralentizar los días sin ti. Y quizá mañana me lleguen tus cartas. Pero, aunque no llegaran, mañana faltará un día menos para estar juntos de nuevo, para terminar con esta separación que me aflige el alma y me duele en la piel.

Hasta mañana. Te quiero.

Alejandro.

Carta ciento sesenta y tres.

Querida María:

Me temo que nunca recibirás esta carta. ¿Sabes?, cada vez estoy más convencido de que no has recibido ninguna. Aunque a veces me pregunto si no es eso lo que quiero creer. Otras veces dudo si realmente lo creo o simplemente prefiero pensar que no recibes mis cartas antes que enfrentarme a la posibilidad... No, eso es imposible. Si no me has escrito es porque no has recibido mis cartas. ¡Dios mío! No pensarás que yo... No, María, yo nunca incumpliría mi promesa, porque nunca te olvidaré y te seguiré escribiendo cada día como te prometí, aunque ya no espere tu respuesta. Sí, mi amor, te seguiré escribiendo cada noche, hablándote a través de estas líneas aun a sabiendas de que no puedes escucharme. O quizá sí. Quizá mientras te escribo tú percibes esta necesidad de decirte cuánto te amo, cuánto te extraño. Y, quién sabe, quizás algún día puedas leer todas mis cartas. Sí, confío en que llegue ese día y espero que para entonces no sea demasiado tarde. ¿Sabes?, en mis momentos peores, cuando las dudas lo anublan todo, me pregunto si realmente me amabas o solo fui tu amor de verano, uno de tantos amores que ya habrán muerto cuando las hojas se tornen amarillas. A veces me pregunto si solo fuimos dos amantes más, como esos amantes que nunca sabrán lo que abriga la ternura cuando la pasión se enfría ni lo que reconforta el abrazo de la persona amada, sobre todo en los momentos difíciles.

Ha pasado tanto tiempo desde aquel «hasta mañana, amor»... ¿Sabes?, he tenido tiempo de pensar en muchas cosas, incluso he llegado a temer que te hubiera ocurrido algo malo. Créeme, ante esa posibilidad me conformaría con saber que estás bien y que te acuerdas de mí. Ya ha pasado más de medio año desde la última vez que nos vimos, demasiado tiempo desde la última mirada, desde la última sonrisa; demasiado tiempo desde la última caricia, desde el último beso; demasiado tiempo desde la última vez que fuimos uno solo. Pero no importa el tiempo que pase, solo importa el amor que sentimos, aquella pasión que nunca se extinguirá del todo. Porque no se puede borrar la memoria del alma. Porque la piel no olvida.

Lo siento, María, tengo que dejarte... Acaban de tocar “silencio” y, aquí, la hora de dormir no es negociable, nada lo es. «Aquí no valen razones, solo galones», ya nos lo dejaron claro los ‘mandos’ el primer día de instrucción. ¿Sabes?, esta noche el lamento de la corneta me ha sonado un poco más triste. Quizá porque te extraño un poco más, quizá porque te necesito mucho más de lo que quisiera. Pero eso ahora no importa. Lo importante es que ya falta una “retreta” menos, un “silencio” menos, una “diana” menos. Lo que de verdad importa es que falta un día menos para ir a buscarte. Muchas veces me pregunto cómo sería nuestra vida, dónde estaríamos sin esta imposición de servir a la patria. Espero que algún día cambien las leyes para que no haya más soldados de reemplazo. Los militares deberían ser todos profesionales, nunca soldados por obligación. Pero eso ahora tampoco importa; aunque así fuera algún día, para mí sería demasiado tarde. En este preciso instante solo quiero cerrar los ojos y pensar en ti, en todo lo vivido juntos, en lo que nos queda por vivir. Porque quiero pensar que todavía no es demasiado tarde para nosotros, que nunca será tarde para reanudar esta relación interrumpida, para retomar nuestro amor..., o para volver a enamorarnos.

Hasta mañana. Te quiero.

Alejandro.

P. D. Pronto llegará el permiso de Semana Santa. Esta vez mi destino no será Iznájar, sino Valladolid. No veo la hora de coger el tren con destino a tu mirada, a tu risa, a tus labios, a tu piel... Porque tú también me esperas, ¿verdad?

Carta ciento setenta y ocho.

Querida María:

He perdido mi permiso, todos en la compañía lo hemos pedido. El destino se empeña en mantenernos alejados, aunque también podría culpar a un compañero por su torpeza o a unas normas injustas. La “razón” ha sido un lamentable incidente en el campo de tiro, aunque sin consecuencias graves, afortunadamente. Pero ha sido un error individual, un error que pagaremos todos, la excusa perfecta para una injusticia amparada en las absurdas normas castrenses. Un disparo a destiempo, una herida leve de bala en la pierna de un oficial, y adiós reencuentro, al menos por ahora. No sabes cuánto lamento no poder ir a verte, no poder vernos. Llevaba semanas soñando con estar frente a ti, imaginando la expresión de tu cara al verme, la sorpresa en tus ojos, la sonrisa en tus labios... Pero no será posible, no antes del permiso de Navidad. ¡No sabes cuánto me arrepiento de no haber ido a verte en mi anterior permiso! ¡No puedes imaginar cómo me arrepiento de no haber ido a buscarte antes de la “mili”! Podríamos habernos fugado a Francia. ¿Sabes?, ahora no me parece ninguna locura. Es más, hubiera sido emocionante... y muy romántico. Pero se impuso la sensatez: yo te escribiría, tú me contestarías. Así debía ser durante muchos meses, pero tus cartas aún no han llegado y me temo que no lleguen nunca. Entonces solo parecía cuestión de tiempo; ahora me doy cuenta de que nuestro tiempo era entonces.

A veces maldigo al destino por tenernos alejados. Pero otras veces —cada vez con más frecuencia— me maldigo por no haber seguido los impulsos de mi corazón, por no haber ido a buscarte apenas te fuiste, por escudarme en la prudencia, por escuchar a la razón y por no tener el valor de desafiarla. De haberlo hecho ahora estaríamos juntos y juntos nos enfrentaríamos a los obstáculos que debiéramos superar, con ilusión, cada vez más unidos. Y no importarían cuáles fueran las dificultades porque reiríamos juntos, lloraríamos juntos y juntos enjugaríamos las lágrimas con besos, acallaríamos la incertidumbre con caricias, ahogaríamos los miedos en abrazos y caminaríamos de la mano, apoyados el uno en el otro, como uno solo frente a todo, frente a todos si fuera necesario. Pero hacía falta valor, un valor que yo no tuve: el valor de arriesgarlo todo por nuestro amor.

Mas eso ahora no importa. Ya es tarde para lamentar mi cobardía. Ahora solo nos queda esperar a que pase el tiempo, aunque el tiempo parece detenido en aquella tarde de verano, cuando nos amamos por última vez. ¿Sabes?, en este preciso instante, mientras te escribo tendido sobre mi litera, en el pequeño radio transistor de bolsillo de mi compañero suena Only You, de The Platters. Como dice la canción, solo tú eres mi sueño hecho realidad. Porque solo tú, María, solo tú brillas en esta oscuridad que no parece terminarse nunca, solo tú puedes llenar este vacío, solo tú alimentas mis sueños, solo tú me haces sonreír con solo recordarte, solo tú tienes el poder de espantar esta soledad que me ahoga, solo tú ocupas mi corazón, solo tú te quedaste para siempre en mi piel. Solo tú, mi amor, solo tú.

Hasta mañana. Te quiero.

Alejandro.

Carta cuatrocientos treinta y nueve.

Querida María:

Ya hace un año y dos meses que me incorporé a filas, quince meses y medio han pasado desde que tuvimos nuestra última cita. El tiempo se me hace eterno sin ti; los días pasan lentos, demasiado lentos... Ya no espero tus cartas, pero sigo escribiéndote a diario y lo seguiré haciendo hasta el último día. Porque te lo prometí, porque necesito hacerlo. A pesar de estas dudas insoportables que me persiguen a todas horas, a pesar de temer la respuesta a la misma pregunta que me atormenta desde hace tanto tiempo: ¿Por qué no llegan tus cartas, María, por qué? Solo caben dos posibles respuestas, o nunca recibiste las mías o nunca las contestaste. Yo me aferro a la primera, la segunda sería demasiado dolorosa. Por suerte, cada vez falta menos tiempo para saber cuál es la respuesta, para descubrir la verdad.

Pero tampoco podrá ser en Navidad, me he quedado sin permiso... otra vez. En esta ocasión ha sido por un arresto: ¡14 días en prevención! Deberé cumplir mi arresto en las dependencias del cuerpo de guardia, además de quedarme sin el ansiado permiso navideño. Lo siento, María, perdí los nervios y me encaré con un superior. Me he preguntado muchas veces qué habría pasado si ambos hubiéramos estado en igualdad de condiciones, si él no llevara sus galones de sargento, y créeme que no sé si quiero saber la respuesta. Pero ya no tiene remedio; a partir de ahora, él intentará hacerme la vida imposible (me lo ha asegurado) y yo trataré de esquivarlo en la medida de lo posible. No me conviene otro enfrentamiento, aunque a veces me pregunto a cuál de los dos nos conviene menos. Él tiene la fuerza de la autoridad; yo, esta rabia que me come por dentro. Pero debo mantener la calma; ya me falta poco para licenciarme y no me perdonaría quedarme aquí arrestado cuando todos mis compañeros de reemplazo se marchen licenciados. No veo el momento de coger el primer tren a Valladolid, un tren que, espero, llegue a tiempo de recuperar lo que perdimos aquella tarde de agosto cuando nos dijimos «hasta mañana, amor». Entonces creíamos que aquel “mañana” nos esperaba a la vuelta de unas horas. Ahora solo espero que nos siga esperando hasta dentro de unos meses.

¿Sabes?, algunas veces intento imaginar nuestro reencuentro, incluso lo idealizo, lo sueño. Cierro los ojos y te imagino corriendo hacia mí, me imagino abriéndote mis brazos; nos imagino abrazándonos, comiéndonos a besos, riendo, llorando... Pero entonces las sombras de mis dudas lo cubren todo y, cual húmedo velo de lluvia, emborronan el cuadro desdibujando nuestras siluetas, deformando nuestros rostros, haciéndome dudar que seamos tú y yo aquellos que corrían a encontrarse en mis sueños. Pero me revelo contra la desesperanza, me niego a aceptar que hayas dejado de quererme, de esperarme. Y no puedo soportar la idea de que haya otro hombre en tu vida, otro amor en tu corazón, otra piel en tu piel, otro cuerpo en tu cuerpo... Perdona, mi amor, no puedo evitar estos celos. O quizá solo sea miedo, el miedo a perderte, a una vida sin tus manos, sin tu voz, sin tu risa, el miedo a vivir sin ti. En apenas un trimestre estaré licenciado. Entonces emprenderé el ansiado viaje que dará la razón a mi corazón, incapaz de aceptar que me hayas olvidado, o a mi mente, empeñada en convencerlo de lo contrario.

Mientras tanto, aquí estaré cada noche, sentado ante el papel en blanco, llenando folios con palabras que no me alcanzan para expresar lo que siento por ti y cómo me hace sentir este silencio por tu parte. Pero seguiré aferrándome a la idea de que nunca recibiste mis cartas, diciéndome que aún las sigues eperando, que todavía me esperas. Y seguiré confiando en que algún día las recibirás todas, las ya escritas y las que aún están por escribir. Porque solo así sabrás que yo cumplí mi promesa, solo así sabrás cuánto te quise, cuánto te quiero y que nunca dejaré de quererte.

Hasta mañana. Te quiero.

Alejandro.

Carta quinientos setenta y ocho.

Querida María:

Mañana, ¡por fin!, nos dan la “blanca”. A partir de mañana, la mili será historia; a partir de mañana empieza una nueva etapa en mi vida, y nada deseo más que compartirla contigo, como tú y yo soñamos, ¿recuerdas? Han sido dieciocho meses eternos, muchos días pensando en ti, en nosotros, demasiadas noches extrañando tus besos, añorando tu piel, guardando para ti las caricias que ya me queman en las manos de tanto esperar. Esta noche la trompeta tocará el último “silencio” y mañana, con la última “diana”, dejaré atrás esta litera donde te escribo cada noche, donde cada noche te sueño, esta litera que ya se aprendió tu nombre de tanto oírme llamarte en sueños, de tanto gritarlo en silencio.

Mi amor, esta es la última carta que te escribo. Pero no es una despedida, sino un “hasta pronto”. Se acabaron las noches hablándote a través de estas líneas. Nuestra próxima conversación será cara a cara, mirándonos a los ojos, encontrándonos en la mirada del otro. Ahora, cuando ya se acerca el ansiado momento, vuelvo a sentir que nada ha cambiado. ¿Sabes?, me imagino nuestro amor como el junco, como aquellos juncos que fueron nuestro lecho y, como el junco, siento que fue capaz de soportar las embestidas del viento, de erguirse de nuevo tras cada adversidad. Pero a veces —solo a veces— la ausencia de tus cartas hace que este amor nuestro se torne piedra en mi imaginación, como aquellas piedras de la ribera del arroyo, aparentemente imperturbables, indestructibles frente a la delicada linfa que las moja a su paso. Pero, con el tiempo, el agua va desgastando la piedra, convirtiéndola en un canto romo primero y después en un diminuto guijarro que la misma corriente arrastrará hasta el fondo del río.

Tengo que admitirlo, María: este amor que siento por ti se ha inclinado muchas veces frente a la desesperanza, las dudas, la desilusión... Pero hoy, con esta sensación de libertad recuperada, puedo mirar hacia delante esperanzado, confiando en un reencuentro tan inminente como feliz. Hoy me basta cerrar los ojos para ver la sonrisa dibujada en tus labios, en tu cara, en tus ojos... Me basta recordarte para sentir tus manos entre las mías, tus dedos trazando sueños en mi espalda, mis manos regando de caricias tu piel. Ahora me basta cerrar los ojos para sentirte entre mis brazos, para percibir cada estremecimiento bajo tu piel, me basta pensar en nuestro reencuentro para escuchar la risa brotando de tu boca, para sentir tu piel estremecida al contacto con mi piel, erizada por el roce de mis labios ardientes. Hoy me basta cerrar los ojos para sentir tus pechos desafiantes contra mi pecho, mi vientre en tu vientre cálido y tu carne, mojada y trémula, abrazando mi carne con la pasión acumulada durante esta larga espera; abrazados tú y yo, abrazados mientras mi aliento te quema en el cuello y tus jadeos se rompen en mi oído. Solo necesito cerrar los ojos para sentir nuestros corazones latiendo al unísono.

Hasta la vista. Te quiero.

Alejandro.

~~~~~~

En aquel preciso instante, mientras Alejandro Cantero escribía la última carta a María, a muchos kilómetros de distancia, alguien se disponía a cerrar un cajón. Segundos antes había mirado su contenido, como venía haciendo diariamente desde hacía ya muchos meses. Luego anotó el número 573 en el anverso de un sobre, lo rodeó con un círculo y lo guardó dentro del cajón. A continuación cerró el cajón, se guardó la llave en la mano derecha y se metió la mano en el bolsillo del pantalón, apretando con fuerza la llave, como si temiera extraviarla, como si aquella llave guardara un tesoro. Pero, en realidad, aquella llave solo guardaba un secreto. Lo que aquel hombre no podía imaginar era que, años más tarde, aquel secreto pesaría como una losa sobre su conciencia. Lo que nunca hubiera sospechado era que aquel secreto acabaría enfrentándole a uno de sus más fieles subordinados, casi un hijo para él. Más de año y medio antes, cuando decidió ocultar aquellas “pruebas”, jamás habría imaginado que sería él mismo quien, muchos años más tarde, acabaría revelando aquel secreto; y menos aún que, al revelarlo, provocaría la ruptura de una familia y pondría en peligro varias vidas, incluida la suya.

Unos días más tarde él mismo cerraría aquel cajón para siempre, o eso creía entonces. Solo una horas antes había realizado una llamada: «Ha salido esta mañana. Es el momento», le dijeron. Segundos después, apenas colgó el teléfono, salió a la calle y echó a andar con paso decidido. Tenía que ir a la oficina de correos, había llegado el momento de actuar.

~~~~~~

CAPÍTULO VI
EL TELEGRAMA

Ambos llegamos en un intervalo de apenas una hora. Yo, cuando aún resonaban en mi cabeza las once campanadas del reloj de la Villa; el telegrama, pasadas las doce. Habían pasado dieciocho meses y tres días desde que me marché para cumplir con el Servicio Militar, más de un año y medio desde la última vez que nos despedimos con un «hasta mañana», ansiosos porque volara el tiempo, porque pasaran aquellas casi veinte horas que nos separaban del próximo beso, de la siguiente caricia. Pero entonces éramos incapaces de imaginar que, en aquella ocasión, “mañana” debería esperar diecinueve meses y algunos días... en el mejor de los casos. Acababa de llegar a casa recién licenciado y ya estaba pensando en las cosas que debería meter en la maleta, en aquella maleta que me acompañaría en un viaje sin fecha de retorno. Podía volver en unos días, en unas semanas, en unos meses, en unos años... No me marcaba un plazo, el tiempo para regresar, el lugar donde viviría... Todo eso era lo de menos, solo me inquietaba saber si María aún me esperaba. Y entonces llegó el cartero. Yo ni siquiera me molesté en salir, ya no esperaba carta de nadie.

—Alejandro, es para ti —oí decir a mi madre.

La oí, mas no la escuché. Apenas nos separaban unas decenas de metros, pero yo estaba en otro mundo.

—¡Alejandro! ¡Es un telegrama y es para ti! —insistió.

Entonces escuché aquellas tres palabras: «Telegrama... para ti». Salí corriendo sin entender nada, pero sabiendo que no serían buenas noticias.

Creía que lo peor ya había pasado, pero me equivocaba. La mili solo podía separarnos físicamente, mantenernos alejados durante un tiempo, nada más. Porque el tiempo y la distancia nada podían frente a la fortaleza de un amor como el nuestro. Porque más allá de la distancia, después de aquellos meses de separación, los sentimientos que brotaron apenas se cruzaron nuestras miradas por primera vez seguían latiendo en el corazón, palpitando en el recuerdo de todos los besos, bajo las huellas de cada caricia, grabados a fuego en el alma y en la piel. El amor es cosa solo de dos, pero en este caso había alguien más muy interesado en formar parte de aquella historia, de nuestra historia; una tercera persona pretendía reescribirla, torcer los designios del destino.

Lo había leído media docena de veces, pero volví a leerlo una vez más. Quizá porque no podía dar crédito a lo escrito en aquel telegrama de amargo recuerdo; quizá porque, inconscientemente, aún esperaba no haber entendido el mensaje. Pero este no dejaba lugar a dudas. Su contenido era breve; su texto, directo y cruel. «Olvídese de María». STOP. «Está prometida y se casará en breve». STOP.

La pesada mochila de las lágrimas de mi madre al verme partir, mezcladas con la alegría de verme regresar, me acompañaría en aquel interminable viaje de Córdoba a Valladolid. Entonces los trenes tardaban demasiado tiempo en llegar a cualquier parte. Aquel trayecto se me habría hecho eterno de todas formas, aunque solo hubiera durado un segundo. Aquella tarde, mientras esperaba en aquel bar frente a la casa cuartel de la Guardia Civil, la impaciencia y las dudas torturaban mis nervios sin compasión. No recuerdo cuánto tiempo esperé, pero entonces me pareció media vida. Tampoco recuerdo cuántos fueron los cafés, pero fueron menos que los cigarros, de eso estoy seguro. Solo recuerdo mis ganas de verla aparecer, aquel estado de creciente ansiedad que parecía agravarse cada vez que alguien salía y la decepción al comprobar que no era ella. Recuerdo aquellas ganas de abrazarla, de apretar sus manos entre las mías, de besar sus labios, de decirle «ya pasó todo, mi amor, estamos juntos de nuevo, para siempre». Y recuerdo el temor cada vez que pensaba en el telegrama, el miedo a que dijera la verdad.

Vi salir a María cuando el sol ya había desaparecido por el horizonte, mucho después de que la espera empezara a desesperarme, justo un instante antes de perder todas mis esperanzas. María salió sonriente, caminando con su andar resoluto, con su melena al viento, distanciándose para siempre de mí a cada paso que daba. Cuando la vi de la mano de aquel hombre mi corazón se encogió como el alma con el miedo, como el orgullo de los vencidos, como un pajarillo atrapado en un puño de hierro. Instantes después, apenas María dobló la esquina, mi corazón empezó a endurecerse como el barro al sol, a romperse como barro seco.

María desapareció de mi vista, caminando feliz de la mano de aquel hombre; nunca más volvería a verla, de eso estaba seguro. Y entonces —solo entonces— empecé a entenderlo todo, a comprender por qué esperé en vano la respuesta a mis cartas. Y empecé a darme cuenta de que la había perdido para siempre. Y me arrepentí hasta dolerme de no haber ido a buscarla durante aquel permiso, cuando estuve tentado de hacerlo. Tenía que aceptarlo, me había equivocado y bien que me pesaba. Lo que entonces no sabía era que estaba a punto de tomar otra decisión equivocada, una decisión que seguiría lamentando mucho tiempo más tarde. Fue entonces cuando sentí aquel impulso irrefrenable, aquel vehemente deseo de ir tras ella, de decirle que aún la amaba, que la amaría siempre, aunque ella no me amara, aunque nuestros caminos no volvieran a cruzarse nunca más. Por un instante estuve tentado de correr a su encuentro, de aferrarme a mi última oportunidad. Pero no lo hice. María caminaba de la mano de otro hombre. «Ya no la quiero», me dije. Y al amparo de mi falso orgullo, la desolación que aplastaba mi pecho pareció de repente algo más liviana y me mentí diciéndome que no me dolía tanto su traición. Por un instante creí sentirme de nuevo seguro de mí mismo, incluso me dije que no estaba tan desesperado. Entonces no quise aceptarlo, pero no fue el orgullo lo que me impidió ir tras ella, sino el miedo; el miedo a escuchar de sus labios que ya no me amaba, que todo el amor que sintió por mí ahora lo sentía por otro. Y decidí engañarme sin contemplar ninguna otra posibilidad, sin pensar que la mentira más débil es nuestra propia mentira. Porque nadie peor que nuestra conciencia para reprocharnos nuestra cobardía, porque solo hay una persona de quien no podemos escondernos, alguien a quien nunca podremos engañar: nosotros mismos.

María me había dejado por otro, esa era la verdad. Allí terminaba aquel amor que un día soñamos para siempre, aquel amor que creímos eterno; al menos yo lo había creído hasta que me di de bruces con la realidad. Aún no había acabado de aceptar mi derrota cuando mi mundo empezó a derrumbarse sin darme tiempo de apartarme, aplastándome con el peso del desamor, enterrando bajo los escombros de la desesperanza todas las ilusiones alimentadas durante el último año y medio. Desde hacía muchos meses, cada vez me costaba más creer en un reencuentro feliz, pero nunca dejé de albergar esperanzas de retomar nuestra relación donde la dejamos una lejana tarde de verano, como si el tiempo no hubiera pasado, como si la distancia no difuminara las sensaciones compartidas. Aquel maldito telegrama había sido la penúltima señal; la prueba definitiva eran aquellas manos entrelazadas. Mis ilusiones perecieron sepultadas bajo los cascotes de la triste realidad. Lo más duro fue enfrentarme a la verdad desnuda, aceptar que todo había terminado entre nosotros. Porque no había vuelta de hoja. Aquella había sido mi última oportunidad de contemplar su espalda erguida, sus caderas contoneándose al caminar, su pelo ondeando al viento... Nunca más volvería a coger su mano, a enredar mis dedos en su pelo, a estrecharla entre mis brazos, a sentir su aliento en mis labios, a dibujar las curvas de su cuerpo, a recrearme en sus muslos firmes, a sumergirme… Jamás volvería a ser mía, jamás volvería a sentirme tan suyo. María, mi primer amor, mi amante primera, ahora se entregaría a otro. Pero yo la necesitaba tanto... Mis manos, mis ojos, mi boca, mi piel…, todo yo la necesitaba. Mas debía empezar a olvidarla, aprender a vivir sin ella. Aquella noche me hice una promesa: jamás volvería a enamorarme, jamás volvería a sentir por nadie lo que sentí por María, lo que seguía sintiendo por ella. Y me juré que aquel desengaño me haría más fuerte, más duro frente a los golpes de la vida. Pero pronto debería aceptar mi fracaso. Sí, el espejo me devolvía un rostro más serio, una mirada dura, pero eso solo era la fachada; por dentro seguiría siendo vulnerable, soñador, romántico, sensible... Yo quería dejar de sentir, procurarme una coraza frente a los sentimientos, un escudo protector que me librara de volver a sufrir. Pero me estaba engañando; podemos controlar muchas cosas, mas nunca podremos decidir cuándo o de quién nos enamoramos.

«Todavía no es tarde, nunca lo es», me insistía aquella vocecita cada vez más débil. «Ella ha escogido a otro; él gana, yo pierdo», me justificaba para no arriesgarme a ser rechazado por la mujer que tanto amaba. «Además, ¿qué podría decirle?», me preguntaba. Aunque quizá hubiera bastado con decirle «ya estoy aquí, mi amor, he terminado la puta mili y vengo a buscarte como te prometí». Pero no lo hice, no hubiera podido soportar oír de sus labios que lo sentía, pero que nunca me amó lo suficiente como para esperarme durante tanto tiempo. «¿Por qué crees que nunca contesté tus cartas?», la imaginé diciéndome, y ya no quise imaginar nada más. Poco a poco, aquella impertinente vocecita dejó de animarme a intentarlo y empezó a reprocharme no haber ido a buscarla mucho antes. «Debimos escapar juntos», me dije. Podíamos haber huido por la frontera hacia Francia, como hacían los “rojos” durante la guerra, como siguieron haciendo en los primeros años de la posguerra. Ellos lo hacían para escapar de las garras del franquismo, para salvar su vida; nosotros debimos hacerlo para salvar nuestro amor, una de las pocas cosas por las que vale la pena arriesgarlo todo.

Salí del bar cuando ya había anochecido y, tras mirar por última vez hacia la esquina por la que poco antes había desaparecido María, empecé a andar sin rumbo fijo, pero sabiendo que lo hacía en dirección contraria a la suya. Durante un buen rato caminé sin detenerme, arrastrando los pies con desgana, diciéndome que debía continuar, sin saber hacia dónde ir, repitiéndome a cada instante que debía olvidarla. Pero mi corazón no podía y mi cuerpo se negaba siquiera a intentarlo. Doblé aquella esquina y me detuve en una calle que no conocía de una ciudad del todo desconocida para mí. Entonces recordé que no había comido en todo el día, que no tenía dónde dormir. No había previsto el momento después, como si el resto de mi vida se limitara al instante de volver a encontrarnos, como si nada más importara. Estaba parado delante de un restaurante, un hostal quizá, pero no tenía hambre y sabía que aquella noche tampoco podría dormir.

Seguí caminando hacia ninguna parte, sin saber a dónde quería llegar. Pero cualquier cosa era mejor que detenerme. Porque a cada paso que daba me alejaba un poco más de aquellas calles que ahora no sabría ubicar en la ciudad, pero que aún permanecen gravadas a fuego en el mapa de mis recuerdos, de mis peores recuerdos. Seguí vagando durante un buen rato, deambulando como alma en pena, andando sin rumbo, pero sabiendo que allí donde fuera me seguiría la imagen de María de la mano de su prometido. No recuerdo cuánto tiempo estuve caminando sin una dirección determinada, errático, arrastrando mi desolación mientras el alma se me desangraba sobre el asfalto. Pero, por algún capricho del destino —o porque doblé la esquina tomando una de esas direcciones que puede cambiarlo todo en un instante—, acabé en aquella calle de casas extrañas, unas casas con las fachadas pintadas de colores chillones. Enseguida supe dónde estaba. Podía haberme dado la vuelta, haber girado sobre mis pasos alejándome de aquel lugar, pero no lo hice. Seguí avanzando, mirando hacia las puertas de aquellas casas, decidido a no entrar en ninguna sabiendo que podía hacerlo. Llegué al final de la calle. Pude seguir, olvidarme que había pasado por allí, mas no lo hice. Me detuve delante de la última casa, frente a la última puerta. Aún estaba a tiempo de marcharme, pero me quedé parado, sabiendo que cada segundo que pasara frente a aquella puerta aumentaba las posibilidades de acabar entrando. Miré a mi derecha. La esquina por la que había llegado me pareció lejana, muy lejana. Miré a mi izquierda. Unos pasos hubieran bastado para abandonar la calle, para irme de aquel lugar donde no había imaginado acabar nunca, mucho menos aquella noche. Pero decidí quedarme en aquella calle sin placa con su nombre, una calle a la que todos nombraban con el mismo apelativo: “la calle de las putas”. Quizás aún estaba a tiempo de no entrar... No, era demasiado tarde; ya había decidido traspasar el umbral de aquella puerta. Quizá me empujó la desolación. Tal vez lo hice porque, de forma inconsciente, estaba buscando aquella calle desde que empecé a caminar sin rumbo, desde el instante en que fui consciente de no haber previsto dónde dormir.

De sobra sabía lo que iba a pasar a continuación, pero aún necesitaba reunir el valor necesario. Encendí un cigarrillo y me apoyé en aquella pared pintada de rojo estridente. Luego le di varias caladas profundas, una tras otra, sin apenas respirar. Fumaba deprisa, como si así pudiera espantar aquella desesperación que me abrasaba las entrañas, como si el tabaco fuera a librarme de aquellos nervios que hacían temblar el cigarrillo en mi mano mientras miraba indeciso la puerta que estaba a punto de traspasar. Le di la penúltima chupada al cigarro. El humo me quemó en los pulmones; el frío me caló hasta los huesos, se metió bajo mi piel helándome el alma. Quizá porque en Valladolid siempre hace frío; quizá porque nada desabriga tanto como la soledad. Apuré el pitillo, lancé la colilla contra el suelo y la aplasté enérgicamente en un gesto de rabia que no calmó mi ansiedad. Luego respiré profundo y entré en aquella casa de moradoras con escaso porvenir y aún menos esperanzas de alcanzar la vida que seguro soñaron alguna vez. Quizás allí, tras aquella puerta que guardaba secretos inconfesables, yo encontraría el antídoto que mitigara en parte mi dolor; tal vez allí podría empezar a olvidar a María. Quizás entré buscando lo que no podía encontrar; tal vez lo hice porque era lo más fácil. Quizá solo fue otro acto de cobardía. Pero qué importaba entonces, qué puede importar cuando ya se ha perdido lo que más importa, a quién más importaba.

₺196,97

Türler ve etiketler

Yaş sınırı:
0+
Hacim:
871 s. 2 illüstrasyon
ISBN:
9788417334772
Yayıncı:
Telif hakkı:
Bookwire
İndirme biçimi:
Metin
Средний рейтинг 0 на основе 0 оценок