Kitabı oku: «El incendio del templo de San Antonio en Ciudad Cuauhtémoc, Chihuahua en 1961», sayfa 3
Notas del capítulo
1 Strauss, Roberta Feuerlicht, Joe McCarthy y el McCarthismo, el odio que trastornó a Norteamérica, Barcelona, Ediciones Grijalbo, 1976, p. 45.
2 Ibid., p. 46.
3 Ibid., p. 53.
4 Ibid., p. 54.
5 Ibid., p. 55.
6 Ibid., p. 56.
7 Ibid., p. 57.
8 Kinzer, op. cit., p. 96.
9 Ibid., p. 99.
10 Ibid., p. 101.
11 Ibid., p. 102.
12 Ibid., p. 107.
13 Ibid., p. 115.
14 Ibid., p. 116.
15 Ibid., p. 127.
16 Ibid., p. 183.
17 Ibid., p. 185.
18 Ibid., p. 187.
19 Ibid., p. 192.
20 Ibid., p. 213.
21 Ibid., p. 214.
22 Ibid., p. 312.
23 Ibid., p. 315.
24 Citada por Kinzer, Ibid., p. 341.
25 Ibid., p. 349.
26 Ibid., p. 350.
Las andanzas de la CIA en México (y otras partes)
A principios de los sesentas el ascenso del anticomunismo en México nos refiere al jefe de la estación de la CIA Winston (“Win”), y al embajador de los Estados Unidos, Thomas Mann. “Win” y Allan Dulles se conocieron en Londres y fueron buenos amigos durante los siguientes veinticinco años después del final de la guerra, a la par de que la CIA se convertía en un emporio mundial de violencia, propaganda, influencia y poder.1 Personajes de sólidas afinidades, a pesar de que Dulles era de origen aristócrata y Scott hijo de un granjero pobre, trabajaron juntos para lograr que el gobierno de los Estados Unidos transformara a la CIA de mera recolectora de información anodina a una agencia con capacidad para llevar a cabo operaciones secretas contra las fuerzas comunistas en todo el mundo. Una convicción también era compartida por estos dos personajes, y que se ligaban a la filosofía de dicha agencia: combatir al comunismo, hacerle retroceder, y de ser posible, ganarle espacios. Estos propósitos eran quiméricos y carentes de lógica, pero sin embargo se mantuvieron a lo largo de muchos años de operación, y cargaban con un historial de fracasos; a pesar de lo anterior, se mantuvieron como una oportunidad ante la carencia de proyectos imaginativos que le sustituyeran. La agenda de agresivas operaciones secretas de la agencia contra la Unión Soviética y sus aliados de Europa Oriental, que Allen venía empujando desde 1948, había chocado con duras realidades. Los servicios secretos británico y francés no tenían mucha paciencia con la retórica sobre “hacer retroceder” (hay en el discurso anticomunista mexicano la idea semejante de “hacer retroceder”, dados los “avances” del comunismo en el país) al comunismo en Europa Oriental. No podían tomar en serio a los estadounidenses porque todo parecía indicar que los comunistas habían llegado al poder para quedarse indefinidamente en Varsovia, Praga, Budapest y Bucarest, y no sería posible revertir procesos que ya estaban muy consolidados. La CIA carecía de la experiencia del M16, con una ya larga historia de espionaje en condiciones difíciles. Aquella frecuentemente se equivocaba al escoger a sus socios, normalmente exiliados en quienes depositaban su confianza en sus informes y sugerencias, que además de ser inexactos resultaron un atractivo negocio para ellos, por lo que lo más importante eran llenar hojas de papel con invenciones, que por supuesto, eran inútiles y un despilfarro.2 Si Europa tenía sus dificultades, mucho menores eran las de, por ejemplo, Guatemala, que como ya se vio antes, fue pan comido para la agencia debido a la debilidad del gobierno de Árbenz, pero para la CIA cumplía dos propósitos: justificar su existencia burocrática y recibir oxígeno, ya que se le cuestionaban constantemente sus funciones por otras ramas del gobierno. Todo el proyecto fue una falsedad de principio a fin, con resultados sumamente costosos para la sociedad guatemalteca, con el encumbramiento de militares muy represivos –apoyados por los Estados Unidos– y una prolongada guerra civil que ocasionó miles de asesinatos, sobre todo de los más pobres. Los Estados Unidos se vanagloriaron de que –por fin– obtuvieron una victoria en la Guerra Fría, al hacer “retroceder a los soviéticos de América.”3
“Win” era un hombre simpático, rústico y elemental, formado en los oscuros pasillos del terrorismo y conocedor de las operaciones ilegales de la CIA en varias partes del mundo. Su conocimiento del idioma español, aunado a la confianza que le tenía Allen Dulles, le convirtieron en jefe de la agencia en México. Este nombramiento llegó precisamente cuando la CIA creyó que México sería la siguiente ficha por ganar por la Unión Soviética, ya que arbitrariamente extrapoló las condiciones materiales y emocionales de Cuba a las aparentemente semejantes en ese país. El impacto del Castrismo había sido muy grande en muchos lados, sobre todo en la juventud y en fuerzas políticas variopintas que tenían en común ser antiimperialistas y progresistas, no necesariamente comunistas. Para el caso, todas entraban en el mismo caldero, y como tales habían que ser tratadas, porque la Guerra Fría no estaba para distinguir las sutilezas de tales personas, las enemigas de la democracia y la fe. Eran comunistas, y punto. Y había que anularlas hasta el exterminio –de ser posible– aunque fuera en un país extranjero, como México.4
La CIA estaba autorizada por sus superiores a echar mano de cualquier medio para “combatir el comunismo”: robo o compra de documentos confidenciales, corrupción de funcionarios públicos de distintos niveles o de autoridades de la Iglesia, tal como ocurrió en Hungría, Guatemala, Cuba y Polonia; provisión de fondos a opositores y sus medios de expresión, fueran locutores, editorialistas o simples reporteros; sobornos a militares desafectos y operaciones de “guerra psicológica” para crear y atraer opositores en general a determinados gobiernos, acciones terroristas llevadas a cabo por ellas mismas o por otras personas; sabotaje para debilitar a gobiernos contrarios a los Estados Unidos, sin detenerse ante los asesinatos e intentos de desaparecer físicamente al líder.5
Haciendo mancuerna con Scott como “nuestro hombre en México” estaba también el embajador estadounidense Thomas Clifton Mann. Entre sus credenciales figuraba que en 1954 fue destacado como consejero de la embajada norteamericana en Guatemala, en los momentos en que ya se gestaba el golpe militar de Castillo Armas contra el régimen constitucional de Jacobo Árbenz.6 La tarea de “Win” estaba bien definida por su cuartel general: combatir al comunismo. A este tío no le resultó tan difícil, por ejemplo, transitar en los vericuetos del poder, apoyado en su representación legal y de su arrolladora simpatía rural. Gobernaba el Partido Revolucionario Institucional (PRI), y el presidente de la república en turno. Para quien no estaba compenetrado en la realidad mexicana daba la impresión de que era progresista, pero hasta un ciego pronto advertía su autoritarismo y corrupción. Sospechoso era que la élite política vivía en un mundo aparte, con pragmáticos que habían escalado en un contexto caracterizado por la indiferencia y hasta rechazo de los jóvenes, y desde luego una distribución del ingreso que hacía que unos pocos concentraran la mayor parte de la riqueza, y la mayoría del campo y la ciudad se encontraran en condiciones sumamente precarias. Los gobernantes priístas se cuidaban de parecer nacionalistas y hasta anti-estadounidenses si la ocasión lo ameritaba, pero en las sombras no tenían ningún empacho en mantener acuerdos discretos con los criticados vecinos del norte. En su política externa, de manera contradictoria jugaban con posiciones conservadoras y avanzadas, según las circunstancias del momento. En los foros interamericanos, por ejemplo, en repetidas ocasiones México se plantaba con una política exterior independiente de Estados Unidos, al igual que en las relaciones con varios países de América Latina. El discurso antiestadounidense se oía con frecuencia, si bien su emisión era parte de un acuerdo básico con su vecino del Norte: en cuestiones secundarias para éste no había problema, pero sí lo habría si trasgredía los límites impuestos por la “prudencia política.” Una situación los hacía coincidir sin reservas: la repetición de los acontecimientos cubanos, incluidos la entrada de los soviéticos en el continente, y a partir de aquí, su expansión por más territorios. Desgraciadamente para su paso por la historia, jerarcas mexicanos se hicieron, ni más ni menos…agentes de la CIA. Adolfo López Mateos, el presidente en aquel tiempo, era socio en la agencia con el alias de LITENSOR, mientras que el secretario de Gobernación y sucesor también había sido atraído por el espionaje estadounidense. La cercanía de “Win” con López Mateos y Díaz Ordaz fue legendaria, al igual que con el subsecretario de Gobernación Luis Echeverría Álvarez (LITEMPO 8), quien sucedería a este último en el puesto en 1970. También se incluyeron el jefe de la policía política, el capitán Fernando Gutiérrez Barrios (LITEMPO 4), y Miguel Nazar Haro, de la Dirección Federal de Seguridad, los mayores represores al servicio de los presidentes en turno.7 La influencia de Cuba pronto fue percibida como un enorme problema político para los Estados Unidos en México. Para muchos jóvenes, la victoria de Castro –así como las posteriores victorias cubanas sobre el enorme poder estadounidense– hicieron pensar que “si él lo hizo, ¿por qué nosotros no?” Frente a los agravios infligidos por Estados Unidos contra México desde sus inicios como país independiente, incluyendo invasiones y la ocupación del territorio del Norte, la oportunidad casi había llegado como una venganza poética. El ejemplo ahí estaba para seguirlo. Pero, como bien sabemos, repetir experiencias históricas es imposible, pero los Estados Unidos, su oportuna y fructífera aliada, la Iglesia Católica, y la oligarquía mexicana que también era parte de esta Santa Alianza, el asunto no era para tomarse a la ligera. Ellos cerraron filas frente a la “amenaza” común, y prefirieron pagar más por los excesos que por su inacción.
Notas del capítulo
1 Morley, Jefferson, Nuestro Hombre en México: Winston Scott y la historia oculta de la CIA, México, Santillana Editores, 2008, p. 122.
2 Ibid., p. 95.
3 Ibid., 106.
4 Ibid, p. 122.
5 Pimentel Aguilar, Ramón, Espionaje Norteamericano en México, Colección Duda Semanal, Editorial Posada. 1975, p. 6.
6 Ibid., p. 19.
7 Morley, op. cit., p. 130.
Un presidente entre Escila y Caribdis
El presidente Adolfo López Mateos, a pesar de su manifiesta frivolidad, trató de sujetar el timón del país en condiciones difíciles. Para ello fue necesario un modelo de prestidigitación política para mantener los equilibrios que a su manera de ver debían imperar en las circunstancias en las que gobernó. La Santa Alianza mantuvo una fuerte presión sobre los “comunistas”, una táctica de guerra psicológica ya probada por Estados Unidos en otras partes. México ofrecía ventajas únicas: la población en su mayoría, en su pobreza e ignorancia, era incondicionalmente católica, susceptible a extremos fanáticos sin importar regiones –norte, sur o centro eran lo mismo–, y resultaba fácilmente manipulable por la Iglesia. Poseedor de un indiscutible carisma, de un hombre bondadoso, López Mateos sin embargo reprimió una huelga ferrocarrilera histórica, con cientos de sus líderes encarcelados, y también sobre personas de alta nombradía como el pintor estalinista David Alfaro Siqueiros, hechos que permiten suponer que eran sus “ofrendas” al altar de “comunistas” sacrificados. Era una manera de decir que si bien era “de extrema izquierda…dentro de la Constitución”, tenía una inocultable casta anticomunista. Con sus componendas neutralizó una campaña clerical contra su gobierno en ocasión del Libro de Texto Gratuito, que la Iglesia y sus organizaciones afines despectivamente llamaron “texto único y obligatorio”, a su decir de adoctrinamiento de los niños en el laicismo, de identificación con personajes como Benito Juárez, y en general en ideas “extranjeras” como el “comunismo.” ¿Por ventura el catolicismo no era una religión extranjera, importada con la Conquista? Poco después del ascenso del presidente López Mateos la Secretaria de Educación Pública (SEP), bajo el mando de Jaime Torres Bodet, lanzó el Plan Nacional de Expansión y Mejoramiento de la Enseñanza Primaria, mejor conocido como el Plan de Once Años. Y en febrero de 1959 se creó la Comisión Nacional de Libros de Texto (CONALITEC), bajo la dirección del célebre escritor Martín Luis Guzmán, cuya función sería elaborar libros gratuitos para el nivel de la primaria.1 El Libro de Texto Gratuito tenía la finalidad de ayudar a los niños de escasos recursos que no podían adquirir los ejemplares que los profesores requerían para enseñar. Por supuesto era de carácter laico, y su objetivo, –entre otros– era enseñar la historia y fomentar valores cívicos y éticos, de modo que aquel niño que estudiara sus líneas acrecentaría su amor a la patria. El Libro de Texto Gratuito buscaba promover la integración nacional de una manera homogénea; fue la primera vez que se hacía un libro para toda la educación a nivel primaria del país. Con estas medidas se fortalecía la rectoría del Estado en la educación y se proporcionaban los recursos para materializar los objetivos del artículo tercero constitucional.”2 Como respuesta a esta política educativa que la Iglesia de inmediato tildó de “comunista”, la institución lanzó una activa campaña en su contra. Las medidas implementadas por el presidente Adolfo López Mateos fueron mal vistas por el sector más conservador de la sociedad, sobre la base de que vulneraban la libertad educativa, “derecho natural” de los niños acorde con un dogma largamente preconizado. La Iglesia tenía buenas razones para actuar de este modo, ya que el control educativo que detentaba se le podía ir de las manos, y el adoctrinamiento de los infantes se vería debilitado. A este respecto, Octavio Rodriguez Araujo acierta: “siempre insistente en moldear y controlar la conciencia de los niños desde la familia y la escuela, (la Iglesia) vio en los libros de texto gratuito una amenaza, además de la supuesta expansión del comunismo.”3 El vehículo por excelencia del lavado de cerebro –por decirlo así– de miles de mexicanos desde sus primeros años era la educación católica, donde se ha proclamado el abstracto amor a Dios y a la humanidad y el repudio a los “enemigos” de la religión. El temor a resultar seriamente afectado el control sobre la educación por parte de la Iglesia, en la parte que a ella tocaba, era exagerado. A pesar de las políticas restrictivas de las leyes mexicanas desde el siglo XIX, la verdad era que no se había visto seriamente limitada en su expansión educativa, con escuelas “parroquiales” (de paga, por supuesto), donde sacerdotes y monjas enseñaban a los infantes las primeras letras y también los rudimentos de la religión, los mismos de sus padres o abuelos. Por si no bastara, el lavado de cerebros se extendía a la llamada asistencia “a la doctrina”, a las misas y rezos obligados por sus preceptores con el consentimiento de sus padres. Tampoco contamos las “escuelas laicas” de mero nombre, capillas enmascaradas, semejantes en lo esencial a las confesionales. Así pues la Iglesia ha concentrado sus baterías en la educación en la mayor medida posible, desde la de párvulos hasta la universitaria. Con esta embestida eclesiástica contra la educación pública, la Iglesia enseñó el cobre al mostrarse como una influyente corporación con intereses propios. La protesta más ruidosa en contra del Libro de Texto Gratuito fue llevada a cabo por la Unión Nacional de Padres de Familia (UNPF). Nunca hubo, huelga decir, ningún argumento que debatiera o cuestionara los contenidos específicos de los libros en cualquiera de las materias. Era pues una postura dogmática que escondía los intereses de la Iglesia en el sentido ya expresado. El jefe del “comunismo” en la sección del “libro único” era Martín Luis Guzmán, liberal sin reservas, defensor de la Reforma y de la Constitución de 1917, empresario incansable de la cultura, librero, editor y autor de obras en la cumbre de las letras mexicanas, como El Águila y la Serpiente, las Memorias de Pancho Villa, y La Sombra del Caudillo. Éste último fue una ficción dramática inspirada en hechos reales ocurridos en 1927, y que fue llevado a la pantalla en una película del mismo nombre, dirigida por Julio Bracho, quizás la más importante de la cinematografía mexicana hasta el día de hoy. Pues sí, Martín Luis Guzmán, con toda su gloria política y literaria, recibió la visita de una muchedumbre encabezada por la Acción Católica y otras del mismo jaez, para apedrearle su casa, afortunadamente sin consecuencias mayores. Los instigadores –con la Iglesia Católica tras bambalinas, ya que la Acción Católica no se manda sola– no se salieron con la suya, porque el espíritu de Martín era de granito. Faltaba más. Pero el presidente López Mateos acabó cediendo a la presión de la Iglesia y los laicos respecto al Libro de Texto Gratuito. Aunque sus contenidos no fueron modificados, ni había tanto por modificar, dado que esta obra estaba en su fase inicial, su puesta en operación sufrió cambios. Un enésimo capítulo del modus vivendi entre la Iglesia y el Estado se iniciaba. Los Libros de Texto Gratuito, en la vía de los hechos, perdieron su obligatoriedad en las escuelas parroquiales así como en otras de carácter privado. No había manera de sancionar la simulación de los libros en los mesabancos y las mesas, que eran exclusivamente para mostrárselos a los inspectores escolares, y en cuanto éstos abandonaban las aulas, se volvía a los textos habituales. El laicismo nunca se reforzó, dando manga ancha a los sacerdotes y monjas que ejercían como docentes a obligar a los alumnos a rezar al menos cuatro veces al día, asistir a misas y a pláticas por el estilo. La Iglesia acabó complacida, pero tardó un tiempo considerable para reconocer el gesto positivo del gobierno al que en más de una ocasión tildó de comunista, el necesario para darse cuenta de que la contraparte cumplía con su palabra. La Iglesia respondió a través de la declaración del obispo Antonio Guízar en la cuaresma de 1962, regodeándose de su victoria frente a la institución estatal:
No desconocemos los adelantos en la técnica de la educación ni los laudables esfuerzos de nuestro Gobierno por extender la educación a un mayor número de mexicanos. Pero el Gobierno es incapaz de resolver con sus propios recursos el grave problema de la educación. La cooperación de la iniciativa privada es indispensable en éste como en otros campos de la vida pública. Todo el que coopera a que se abra una escuela más, sirve a México y merece respeto y aliento de parte de las autoridades. De la Secretaría de Educación es de esperarse un reconocimiento leal y sincero del esfuerzo que hacen tantos padres de familia por abrir y sostener escuelas particulares para sus hijos.4
La otra parte de la “contribución” de Adolfo López Mateos y su secretario de Gobernación, el conservador oaxaco-poblano Gustavo Díaz Ordaz, fue hacerse de la vista gorda ante la virulenta ofensiva anticomunista llevada a cabo por la Iglesia, haciendo su parte en la estrategia de la CIA, ocasionando un clima de desazón y enfrentamiento artificial, sin que el Estado pusiera límites, como era su obligación. Pero México no era Guatemala ni contaba con un prelado carismático y arrojado como el Arzobispo Mariano Rossell y Arellano, un conspirador iluminado y orador furibundo con todo y su pastoral contundente y decisiva. La Iglesia mexicana puso en práctica una guerra de baja intensidad –en ocasiones fue de alta– que tuvo sus víctimas, sobre todo en poblaciones pequeñas y alejadas, poniendo en riesgo a los elementos perseguidos acusados de “comunistas”, en una intención que años después llevaría a la tragedia de San Miguel Canoa, Puebla, en 1968, cuando una muchedumbre enloquecida mató a varias personas e hirió a otras, incitada tras bambalinas por el párroco local. La Iglesia cuenta con un instrumento milenario más que probado: incitar a sus creyentes a atacar vidas y bienes de quienes son el objeto de su odio, como lo vivieron en distintas épocas, por ejemplo, los judíos europeos, quienes “causaban pestes, adoraban al diablo o sacrificaban o comían niños.” En México la Iglesia provocó que sus rebaños de Dios realizaran actos peligrosos y nocivos, manteniendo oculto su liderazgo real, como lo hizo, por ejemplo, con la Cristiada, que tantas vidas cobró. A principios de los sesentas la Iglesia contaba con un liderazgo viejo, autoritario, artrítico, obeso y obediente al Vaticano y a Estados Unidos, con poco gratas experiencias de confrontaciones con el Estado, y espantado con la Revolución Cubana. El cuerpo eclesiástico de México se sintió profundamente agraviado con el gobierno de Fidel Castro a causa de las medidas tomadas contra el clero local. Para la Iglesia en su conjunto, y para la mexicana en particular, este choque con el Castrismo fue la piedra de toque que definiría las estrategias y tácticas de los (inventados) “comunistas” del suelo nacional.
La preocupación de la CIA respecto al papel “tolerante” mostrado por el gobierno de México hacia la Revolución Cubana había obligado al director mismo a hablar con la más alta autoridad presidencial sobre el tema. El 14 de enero de 1961 “Win” y Allan Dulles visitaron la Residencia Oficial de Los Pinos, donde éste obsequió a su anfitrión una pistola miniatura. Con “Win” como intérprete, afirmó de inicio que “Castro ahora es definitivamente comunista y es un problema para toda Latinoamérica así como para los Estados Unidos.” Los estadounidenses esperaban que México ayudara a destituir a Castro, pero contra sus esperanzas López Mateos respondió que México no intervenía en los asuntos de otros países. “Espero que los cubanos puedan deshacerse de Castro y el comunismo y arreglen ellos mismos sus problemas”, dijo, agregando “que no sentía que los cubanos pudiesen tolerar las penurias y ser disciplinados como, digamos, los chinos”, agregando que los mexicanos podían vivir durante diez años comiendo hierbas y aún así luchar por su revolución. “Los cubanos carecen de este tipo de fibra”. Dijo además que era fácil para los Estados Unidos ver el problema cubano como si fuera de carácter internacional porque no había oído que el Castrismo tuviese efectos internos. “México, en cambio, debe considerar la posibilidad de que se presenten problemas de seguridad interna” debido a la influencia de la Revolución Cubana. “Hay muchos simpatizantes de Castro y de su revolución en México. Debo sopesar este factor en todas las acciones con respecto a Cuba. Por esta razón, México no puede realizar acciones manifiestas,” Pero disminuyendo la aspereza de sus expresiones, López Mateos dijo que las acciones encubiertas “eran otro cuento.” Se ofreció a pensar en cualquier acción que Dulles sugiriera, y analizaría con “Win” cualquier propuesta para determinar si podía participar. “Debe haber muchas cosas que podamos hacer por debajo de la mesa”, concedió. Pero en este punto Dulles ya había perdido la compostura y fue más enfático en su expresión: “La iniciativa privada en los Estados Unidos tiene miedo, o al menos preocupación, por la pérdida de casi cien mil millones de dólares en Cuba, que tal vez nunca recobrarán”, y, “francamente, algunos empresarios desconfían de ciertas declaraciones y acciones incluso en México.”5 A pesar de ciertas expresiones favorables de López Mateos a Castro, ubicó a su administración como un gobierno solidario, aunque no comunista. Recordó que el gobierno mexicano estaba en “la extrema izquierda dentro de la Constitución”. Pero había sido frecuentemente malinterpretado por la prensa, que omitía las últimas palabras ‘dentro de la Constitución’, haciéndolo aparecer como “si yo hubiese hablado meramente de un gobierno de extrema izquierda y, por lo tanto, comunista.” Dijo que sus problemas políticos nacionales eran verdaderos, incluyendo un Congreso Latinoamericano por la Paz auspiciado por los “comunistas”, las negociaciones con los ferrocarriles y otras cosas. Dulles bruscamente interrumpió al presidente mexicano: “¿Por qué no pudieron prevenir que este congreso de paz se realizara aquí?”. López Mateos citó la Constitución mexicana, apresurándose a añadir que haría lo que pudiese para ayudar a la CIA a perturbar y dificultar el congreso. Dulles, empecinado y fuera de sí, contestó que “nuestro nuevo gobierno en Washington (Kennedy) y los empresarios estadounidenses no entienden por qué México permitiría que estos comunistas se reúnan en México y ataques a los Estados Unidos.” López Mateos le aseguró la lealtad mexicana: “Quiero que sepa que estoy con los Estados Unidos... hay un dicho mexicano: ‘cada quien tiene su modo de matar las pulgas’. Algunas veces mis métodos para matarlas serán diferentes a los suyos”. “Siempre y cuando las matemos” Dulles dijo para terminar abruptamente la conversación. No le hizo gracia la alusión a las pulgas e ignoró la postura que sincera y solidariamente se le ofrecía a los Estados Unidos, pero no era posible seguir el guión como lo marcaba la CIA, en cuyo nombre pareció hablar su gobierno.6
El presidente López Mateos había definido a su gobierno como “de extrema izquierda” en estos términos:
La línea de política a la derecha o a la izquierda, debe ser tomada desde el punto de vista de cuál es el centro. En realidad ustedes conocen cuál es el origen de nuestra Constitución, que emanó de una revolución típicamente popular y revolucionaria, que aspiraba a otorgar a los mexicanos garantías para tener mejores niveles de vida en todos los órdenes, a una mejor educación, a la salubridad, a la dignidad humana. En este sentido nuestra Constitución es de hecho una Constitución de origen popular de izquierda, en el sentido que se le quiere dar a la palabra izquierda en México. Ahora, mi gobierno es, dentro de la Constitución, de extrema izquierda.7
Esta declaración fue la primera en la que el gobierno de López Mateos intentó disipar las acusaciones que se le hacían sobre “lo comunista” de su gobierno. En forma gradual tuvo que replegarse: se enfrentó al general Lázaro Cárdenas, defensor de Cuba, invitó a John F. Kennedy a visitar México en 1962.
Como se ha dicho antes, López Mateos navegó en la tormenta provocada por las presiones de los Estados Unidos manteniendo la “corrección política”, aunque no lo logró. En su afán de aparecer en la situación imposible de neutralidad, respeto a la independencia de Cuba, no intervención de México y la complacencia de los Estados Unidos, tropezó en varios momentos víctima de sus propias vacilaciones políticas. El 28 de marzo de 1961 declaró que del régimen político cubano “los mexicanos tenemos la peor impresión”, y al mismo tiempo reconoció que “tuvimos mucha simpatía al principio de la Revolución Cubana.” Así habló el Primer Mandatario Mexicano al entonces redactor del diario Le Figaro de Paris, Raymond Aron: “Hemos visto en ella tres reformas fundamentales llevadas a cabo después de largo tiempo nuestra propia revolución, y las cuales no podemos menos que suscribir: la Reforma Agraria; la recuperación, en provecho de la nación, de las riquezas poseídas por los extranjeros; la autonomía de la política comercial. El siglo XIX fue el de la liberación política. El siglo XX es el de la liberación económica. Otros países de la América Latina tienen necesidad de una reforma agraria, si no es que todos. En cuanto a las inversiones extranjeras no les somos hostiles por principio, visto que los beneficios no son repartidos en cantidades demasiado grandes. En cuanto al régimen político (de Cuba) ya es otra cosa; tenemos de él la peor impresión (itálicas mías). Nosotros los mexicanos nos hemos hecho solos, nuestra revolución, por nosotros y para nosotros. No podríamos decir otro tanto de la Revolución Cubana. Es verdad que la situación internacional era entonces muy otra; era el tiempo de la primera guerra y el mundo no se ocupaba de nuestros asuntos. Usted me pregunta por qué la Revolución Cubana ha tomado, políticamente, una mala ruta. Uno tiene dos interpretaciones. Unos dicen que Cuba era como un hombre que no podía salir del agua y que recibía un golpe en la cabeza cada vez que emergía y trataba de acercarse a la orilla. Puede ser también que los norteamericanos hayan abandonado rápidamente la partida. Según otra teoría, los compañeros de Castro fueron, desde su origen, de tendencias comunistas. Personalmente –concluyó el Presidente– no he elegido entre estas dos interpretaciones.”8
El gobierno de López Mateos desde un principio padeció los efectos de la empecinada política de Estados Unidos contra el régimen revolucionario castrista, con la doble vertiente de la presión para cooperar para debilitarlo y los temores infundados pero de consecuencias funestas del gobierno de Washington de que la “experiencia” pudiese repetirse en México, “por las deficiencias “parecidas” a las de Cuba. En rigor, el curso de la Revolución Cubana no era asunto de la competencia de los mexicanos, pero los estadounidenses acabaron convenciéndolos de lo contrario, y debían pasar a engrosar “las filas del mundo libre.” Fue en la Organización de Estados Americanos (OEA) donde se jugó la política mexicana frente a los Estados Unidos por el tema cubano, acción por demás acertada porque le permitió al gobierno ganar el tiempo suficiente para que se dieran los ajustes de la manera más tersa posible. Difícilmente puede aceptarse, sin embargo, la afirmación de que la política de López Mateos tuvo que procurar equilibrios entre distintos grupos del país y en sus relaciones con Estados Unidos, ya que la izquierda del momento en general no estaba en buenos términos con él, ni tenía la fuerza suficiente para hacer sentir su presencia en la balanza de fuerzas políticas. Para establecer con mayor precisión la postura de López Mateos en este sentido conviene observar desde un principio la relación del gobierno de este presidente con el nuevo régimen revolucionario cubano. Gilberto Bosques, el embajador de México en La Habana, dueño de una notable experiencia diplomática y testigo de la caída de Batista y el ascenso de Castro, aconsejó que el presidente Dorticós fuese recibido en visita oficial para refrendar las buenas relaciones históricas entre los dos países. Más que producto de alguna presión al interior del grupo gobernante –como sería la del general. Lázaro Cárdenas, como a veces se afirma– México en un inicio vio con buenos ojos la posibilidad de contar con un posible aliado confiable, después del congelamiento de sus vínculos con Batista. Aunque es difícil conocer qué tan genuina fue la calidez con la que fue recibido Dorticós en México, lo cierto es que López Mateos cultivó su imagen de “amigo de Cuba” cuando el gobierno protestó en 1961 en la ONU por la invasión de la Bahía de Cochinos, cuando se opuso a la imposición de sanciones económicas interamericanas contra Cuba y cuando en 1964 fue el único miembro de la OEA que rechazó romper relaciones con La Habana.
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