Kitabı oku: «Walt Whitman, un poeta de la supremacía blanca contra México», sayfa 2
El bardo fue un comentarista de asuntos de interés en la política nacional y en la guerra contra México. Aquí incluyo una serie de temas relacionados que iban desde la raza, la expansión, la singularidad norteamericana, el Destino Manifiesto, hasta su menosprecio a Europa, particularmente a la Gran Bretaña. Fue editor del Brooklyn Daily Eagle de principios de marzo de 1846 hasta enero de 1848, desde donde elogió las glorias conquistadoras de Estados Unidos contra su desventurado vecino. En 1848, después de que Whitman perdió su trabajo en el Eagle, se trasladó a Nueva Orleans para ver de cerca los acontecimientos de Texas y de la guerra contra México.
Andrew Jackson, Whitman y Texas
Una fuente de las posturas antimexicanas de Whitman fue la influencia de la figura, el pensamiento y la acción del general Andrew Jackson, séptimo presidente de Estados Unidos, el huésped más singular en la Casa Blanca entre los gobiernos de Thomas Jefferson y Abraham Lincoln. Apodado Old Hickory (Viejo Roble), este personaje fue campeón del expansionismo, eminencia gris en la independencia y la anexión de Texas, e iniciador del más brutal despojo a los indígenas y a México. Primer presidente del “Oeste” (es decir, del “Viejo Oeste” de su infancia, Tennessee), y padre del populismo estadounidense, llegó a Washington con la consigna de hacerle “una limpieza general”, en alusión a su presunta corrupción, y regresarlo a su pretendida pureza original. “Expulsemos a los bribones” fue una consigna que le rindió pingües beneficios políticos. Engendro del caudillismo militar, a raíz de su fuerza derivada por la victoria en Nueva Orleans, “que le había convertido en una especie de virrey o procónsul oficioso del Sur”.6 Tenía un largo haber de aventuras militares, algunas de inaudita crueldad, como la confiscación y expulsión de las tierras de los indígenas en la región, así como la incursión el 15 de marzo de 1818 en la Florida Oriental perteneciente a España. Objeto de la admiración de muchos conciudadanos, sobre todo de las áreas rurales del sur, tuvo en Henry Clay uno de sus más decididos detractores, quien le vio como un Napoleón y a quien no dejó de llamarlo “caudillo militar”. Calificándolo de falso héroe, lo tildó de “ignorante, irascible, hipócrita, corrupto que se deja influir fácilmente por los más viles de entre los hombres que lo rodean”.7
Andrew Jackson llegó a la presidencia en las elecciones de 1928. Nervioso y nada convencional, puso su sello rudo desde un principio. Como presidente electo no conservó las formas usuales de cortesía con el saliente, como realizar una visita a la Casa Blanca, siendo bien correspondido cuando John Quincy Adams no acompañó a su sucesor al Capitolio a su toma de posesión. La política, hasta entonces dominada por políticos norteños de buenas maneras, contrastó con la de Jackson, que llevó a la capital la chabacanería con sus partidarios:
Los observadores de Washington compararon (su toma de posesión) con la invasión de Roma por los bárbaros. Daniel Webster escribía unos días antes que la ciudad estaba llena de especuladores, de cazadores de cargos, de políticos triunfantes y de gentes del común del Oeste y del Sur. Quinientas mil personas acudieron a su vez para ver a su héroe convertido en presidente, y hablaban como si el país se hubiera librado de algún peligro espantoso. Al recorrer las calles gritando “¡Hurra por Jackson!”, muchos se manifestaban de manera tan tumultuosa, que los caballeros desaparecían de ellas.8
Jackson arrancó de humildes orígenes, huérfano de padre y criado por una madre al servicio doméstico de su cuñado. Su infancia fue desdichada y sus años juveniles de resentimientos sociales, particularmente hacia los “privilegiados” del Este y los británicos, ya que en la guerra de independencia perdió a dos de sus hermanos y él mismo recibió un golpe que cruzó su cara de un oficial, afrenta que nunca olvidaría. Sucesivamente comerciante, granjero y abogado, en ninguna actividad fue exitoso hasta que abrazó en pleno la carrera militar y se hizo dueño de una plantación con esclavos. Dotado de un fuerte carácter, autodidacta, carente de modales de mesa, explosivo y a menudo irreflexivo, representó el típico self made man de su época. La llave de su éxito descansó en buena parte en su sobrada confianza en sí mismo, y en su discurso populista y, por lo tanto, era el adalid del hombre común, o mejor dicho, del blanco común, “la eterna víctima” de la especulación bancaria y de los atropellos de los poderosos. Se presentaba como un feroz defensor de la igualdad política y de oportunidades para todos los suyos, y enemigo intransigente de los monopolios, los privilegios y las manipulaciones de banqueros y dueños de las grandes empresas. Echó abajo al segundo Banco de Estados Unidos, en la que vio la ciudadela del poder monopolista del dinero. Fue el primer populista en llegar a la Casa Blanca. Sus seguidores del “pueblo llano” (y blanco) eran los granjeros, los pequeños plantadores y los tenderos, los demandantes de tierras, las clases trabajadoras de Nueva York, Filadelfia y Pittsburgh, y otras ciudades en rápida industrialización. Favoreció la formación de uniones de trabajadores y estableció (1836) la jornada de diez horas en los astilleros con pagos mayores, rompiendo la costumbre prevaleciente en la industria de doce a catorce horas diarias por cinco dólares a la semana.9 La economía jacksoniana, a pesar de sus vaivenes, rindió pingües ganancias y un horizonte de mayores todavía a la par de la expansión del territorio, que abría nuevos mercados de manera incesante. La marea “democrática” se dio en medio de la represión de las otras costumbres “saludables.” El sacrificio de las buenas maneras cedió el paso a modos prototípicos de los estadounidenses sin pizca de educación y cultura: masticar y escupir tabaco, rapidez y mal gusto para comer, impertinencia verbal, gritos para hablar, desdén por la cortesía, recurso a las groserías, y en general el poco aprecio a las reglas del buen vivir que mal que mal todavía se practicaban en lugares como la Gran Bretaña. El duelo se practicaba en las calles, ya con cuchillos de monte, ya con pistolas. Los linchamientos eran frecuentes, ante la indiferencia a las autoridades judiciales y policiacas, todas ellas costumbres que pasaron íntegras a los nuevos territorios que se adquirían, pero con un sello todavía más brutal y primitivo:
[…] el nivel medio de las maneras no era más bajo que en los primeros días de la república. Eran peores que las que la aristocracia había practicado hasta entonces; pero eran mejores que las de los ignorantes y embrutecidos trabajadores. La antigua separación, tan agudamente visible, entre el buen comportamiento de la clase media y el lamentable de la ‘chusma’, casi se había borrado por completo.10
Jackson fue el patriarca de una sólida dinastía que se mantendría casi hasta la Guerra de Secesión. En virtud de su fuerza política nombró a su sucesor, Van Buren, y aunque éste no logró ser reelegido en 1840 a causa de una grave crisis económica, su legado ideológico y práctico siguió vigente por un tiempo más o menos largo. Los jacksonianos regresaron a la Casa Blanca con James K. Polk en 1844, con Zachary Taylor en 1848 (que murió durante su mandato y fue sucedido por Millard Fillmore), y Franklin Pierce en 1852.
Whitman también era devoto de Thomas Jefferson, uno de los padres fundadores de Estados Unidos, fisiócrata temprano, autor de la Declaración de Independencia y tercer presidente de Estados Unidos. Durante los ocho años en que detentó el poder ejecutivo de su país, y a pesar de las guerras napoleónicas en Europa, Estados Unidos continuó creciendo en población y doblando la extensión de su territorio, gozando de una prosperidad constante. Fue un adalid de la agricultura y gozó de una gran popularidad como el vocero de un país hambriento de tierras. Whitman definió a su partido, el Demócrata, como “el de los benditos (sainted) Jefferson y Jackson”.11 Revelador de su admiración a este padre fundador fue que poseía una edición de nueve volúmenes de los Writings of Thomas Jefferson (1854) y recomendó su vida como ejemplo a seguir, como también a la de Washington y Madison.12 Apeló a las figuras icónicas de Jefferson y Washington para demandar que el estado de la democracia del momento recordara sus orígenes. Colocó el poder de conquistar que asociaba con el partido de Jefferson. Ubicó los orígenes de la democracia del siglo XVIII en el poder del individuo solitario, blanco. Extendió esta analogía a Estados Unidos del siglo XIX acudiendo a una nueva conquista de la democracia para salvar, lo que llamó la libertad popular: “La democracia debe conquistar ahora –como lo hizo entonces– y más ciertamente como lo hizo entonces”. Y todavía le restaba energía: “hay una energía ponderosa e infatigable a lo largo y a lo ancho de esta nación, para conducirse hacia adelante hasta su límite con nuestro experimento de libertad popular”.13
Whitman fue uno más de la multitud (la “chusma”) que recibió al presidente Jackson en su visita a Brooklyn (1833) y más tarde se refirió a él como “oro verdadero [...] sin explotar, sin forjar [...] el mineral genuino en bruto”.14 Esa chusma atacó sin medida ni piedad la sidra gratis y el gigantesco queso inaugural consumidos cuando llegó ese presidente al poder. Quizás él fue parte de la muchedumbre desbocada que se abalanzó sobre Jackson para darle la mano, al grado de que este general apenas se salvó de ser aplastado por sus admiradores. Whitman entusiastamente apoyó al sucesor designado por Jackson, Martin Van Buren, en su primera campaña (1836) y tomó una parte activa en el esfuerzo fallido por reelegirse (1840), asistiendo a reuniones y debatiendo con los whigs, es decir, el partido en que predominaban los norteños antiesclavistas. Cuatro años más tarde los demócratas regresaron, y Whitman, todavía leal a su partido, con igual entusiasmo apoyó al nuevo presidente James K. Polk (apodado Young Hickory, el Joven Roble). Escuchó el discurso de Polk en Brooklyn (1847) y lo comparó con dos de sus más grandes héroes, Jefferson y Jackson.15
El primer presidente expansionista fue Thomas Jefferson a quien la adquisición de la Louisiana le llevó casi de inmediato a pretender abarcar un espacio más amplio, que pudiera llegar al Océano Pacífico, dominio español. La idea peregrina y mentirosa de que Tejas hasta el Río Bravo era parte de la compra que le hizo a Napoleón, mantuvo vivo el interés del gobierno y de ambiciosos puestos a adquirirlo a cualquier precio. Jefferson recibió la visita del sabio Alexander Von Humboldt, quien había llevado a cabo un viaje científico por la Nueva España y Sudamérica. De boca del científico prusiano el presidente de Estados Unidos supo, por ejemplo, que no había lugar en el Hemisferio Occidental que tuviera instituciones tan avanzadas como las existentes en la Ciudad de México. Pero a Jefferson lo que más le interesaba era la información cartográfica sobre su vecino. Humboldt accedió a esta pretensión y le mostró documentos y datos relativos a la geografía novohispana, así como inestimables planos, que se convertirían de inmediato en auxiliares para los proyectos de Jefferson. Este encuentro entre el sabio y el político sin duda motivó las expediciones de Meriwhether Lewis y William Clark, que visitaron puntos septentrionales de la Nueva España (1804-1805), y la de Zabulon Pike que en 1807 hizo lo propio en Nuevo México y la Intendencia de San Luis Potosí.16 De Andrew Jackson a James Buchanan una generación de presidentes se empeñó en la marcha hacia el oeste y el despojo a los nativos. En esta edad del Destino Manifiesto, colonos ambiciosos ya presionaban para romper las viejas fronteras, y Jackson, Taylor y Ulises Simpson Grant ganaron renombre como represores contra los aborígenes. Polk, por su parte, ganó la elección defendiendo la expansión. Durante estos años, los presidentes lidiaron constantemente con el tema de las tierras al oeste, arrebatadas o por arrebatar a México. Martin Van Buren y John Tyler con el asunto de Texas (al igual que Jackson, como veremos), Millard Fillmore con las disputas territoriales producto de la llamada “Guerra Mexicana” y Franklin Pierce, en la Compra de Gadsden. Esta última, llamada también venta de la Mesilla (30 de diciembre de 1853), fue la última etapa de la ocupación del norte mexicano.17 Las justificaciones de los despojos desfilarán a lo largo de este trabajo, pero ahora baste decir que un falso sentido de “misión” gustaba ser expresado como el deseo de que otros pueblos se unieran al “gran experimento democrático” por su propia voluntad. Jackson, en 1843, defendió la anexión de Texas como la “extensión del área de la libertad” (por supuesto no dijo que para los blancos era un valor entendido). Hacia el final de la guerra contra México, Albert Gallatin, que había sido Secretario del Tesoro bajo Jefferson, hizo una consoladora exhortación a los estadounidenses: “Su misión es mejorar la situación del mundo, ser una ‘república modelo’, para mostrar que los hombres son capaces de gobernarse a ellos mismos”.18
El empedernido expansionismo blanco
El crecimiento territorial durante la llamada “Era de Jackson” (1829-1837), era producto de un impulso irresistible. Movimientos sucesivos hacia el oeste acortaban la distancia entre las fronteras móviles y el Océano Pacífico, de tal modo que la llegada a la soñada tierra pronto sería una profecía autorrealizable. Este ímpetu se favorecía por varias circunstancias. El insaciable apetito por suelos abundantes, fértiles y baratos hizo del norte mexicano la Tierra Prometida. Granjeros arruinados y cuyas tierras dejaban de producir tomaban los caminos hacia Tejas, Oregón o la Alta California, en busca de nuevos horizontes y sin que mediara algún permiso oficial para internarse y establecerse. Ese apetito estaba profundamente enraizado en los inmigrantes europeos, era una pulsión alimentada por una especie de fanatismo por la tierra:
La pasión por la tierra es una característica impulsora de los norteamericanos. Salidos de las forzadas fronteras de los viejos países, de donde los seres humanos, comprimidos hidrostáticamente dentro de los más estrechos límites posibles, naturalmente se desbordan sobre las ilimitadas llanuras de un suelo sin amo. Una vasta e indefinida, pero siempre hostigante ambición, se apodera del recién venido [...] Una incesante codicia de más y más territorio ha caracterizado nuestra pasada política […] Se han descubierto expeditas excusas para este apetito de boa constrictor que traga estados y provincias, por la gloria de las instituciones libres, por las bendiciones de la libertad civil y de la religiosa y por extensión de nuestro sistema industrial y comercial. ¡Ah!, hemos descubierto así narcóticos para adormecer nuestras conciencias cuando se sentían incómodas y tónicos para vigorizar nuestra ambición cuando se detenía.19
Jackson compartía con su generación una idea de grandeza territorial de su patria a costa de los nativos, los españoles y los mexicanos. Invariable fue su constancia para realizar sus propósitos, por él mismo o a través de sus sucesores. Su inicio fue la ocupación de la Florida, lo que condujo a que toda la península cayera en manos de los estadounidenses. En virtud del Tratado Onís-Adams (1819), Washington renunció a sus reclamaciones sobre Tejas a cambio de asegurarse para sí la Florida, y excluyó toda pretensión española a los territorios del noroeste sobre el paralelo 42. Según dicho tratado la frontera iría desde el río Sabina hacia el norte, hasta el Red; continuaría hacia el oeste siguiendo el río hasta los 100 grados de longitud, y luego al norte el río Arkansas, hasta el paralelo 42, que ya seguiría hasta el Pacífico. Asimismo, el gobierno estadounidense asumiría el pago de las reclamaciones de sus ciudadanos afectados en la Nueva España hasta la suma de 5 millones de dólares.20 Esta transacción intentó apaciguar a los expansionistas estadounidenses del momento, agregando la autorización de la Corona española para que colonos “católicos” de la Florida al mando de Stephen Austin fueran autorizados a asentarse en Tejas. Al momento de la independencia mexicana en 1821, el nuevo país heredó esta situación, que se fue haciendo más problemática, como si hubiera invitado a ladrones a una fiesta de gente decente. Con todo, se mantuvo latente el falso argumento sostenido por los expansionistas estadounidenses de que el “Río Grande” (Río Bravo) al sur de Tejas era la frontera con la Nueva España, cuando que en la realidad de aquel tratado era el Río Sabina.
El presidente John Quincy Adams envió a México en 1822 al ministro Joel Poinsett con la encomienda de lograr la firma de un tratado comercial y, más importante aún, de conseguir que este país aceptase al Río Bravo, o a algún otro punto al sur del Río Sabina, como límite internacional. México rechazó el ofrecimiento del enviado estadounidense consistente en un millón de dólares a cambio de Tejas. Una vez en la presidencia en 1828, Jackson retomó el proyecto para que esta región formase parte de la Unión Americana. Hizo todo lo posible por impedir o al menos retrasar la ratificación del tratado promovido por Poinsett.21 Jackson comentó a su secretario de Estado, Van Buren, que dos millones de dólares servirían para modificar la Constitución mexicana para que así fuera posible la venta de esa parte de su territorio, y estaba dispuesto a dar cinco millones de dólares para conseguirla “hasta las Grandes Praderas o el desierto”. Pensaba que Estados Unidos debía tener esa región para impedir que una “potencia extranjera” tuviese acceso a los tributarios del Misisipí, ya que “el Dios del Universo ha dispuesto que este gran valle pertenezca a una sola nación”.22 De acuerdo con tales propósitos, en agosto de 1829 Jackson dio nuevas instrucciones al todavía embajador Poinsett, en las que se ponían de manifiesto las “ventajas” para México si vendía Tejas a Estados Unidos: la frontera entre las dos naciones sería “natural”, el dinero obtenido serviría para enfrentar una guerra probable con España, desaparecerían los riesgos de un conflicto entre los ciudadanos de los dos países, ya no habría la necesidad de lidiar con los inquietos colonos texanos y, finalmente, la enajenación de territorio sería una prueba de “estimación hacia una república hermana”. Jackson pensaba que la mitad del “Gran Desierto Americano” podría ser una posible frontera, y de ser obtenida podrían pagarse hasta cinco millones de dólares.23 Una vez que el gobierno de México solicitó el término de su misión, el presidente Jackson le llamó a Washington, abandonando a su país anfitrión en diciembre de 1829.
Un camarada de las épocas militares de Jackson, el coronel Anthony Butler, sustituyó a Poinsett. Este hombre, quien combinaba una singular torpeza con un expediente ético nada recomendable, fue investido de poderes discrecionales para poner en marcha una temprana diplomacia del dólar. Este especulador de tierras en Tejas y traficante de esclavos, un embajador idóneo para las maquinaciones de Jackson, llegó a México en 1830.24 Tenía instrucciones precisas de su jefe de comprar el territorio tejano, pero los mexicanos solo querían un acuerdo de fronteras entre México y Estados Unidos. Con prepotencia puso “como condición” a los mexicanos para resolver el asunto de los límites que se “solucionara” primero el de la venta de ese territorio. Una y otra vez el enviado expansionista trató inútilmente de convencer a sus interlocutores de las supuestas bondades de la transferencia del territorio septentrional. La hipocresía de Washington se ponía de manifiesto cuando buscaba un “arreglo diplomático” al tiempo que alentaba la emigración de colonos de su país hacia Tejas, aprovechando la ventaja de la contigüidad geográfica de su país. Conforme pasaba el tiempo, a Butler se le acababa la paciencia, sin dejar de dar falsas seguridades a su jefe de que las cosas a la postre saldrían bien. Irritado por su fracaso, llegó a recomendar “una solución final”: que Estados Unidos ocupase el territorio “al oeste del Sabina”. Frente al rechazo de los mexicanos a su proyecto, sugirió a su jefe pagar cinco millones de dólares, parte a México y parte a especuladores de tierras tejanas. Jackson le contestó que no sujetaría un asunto tan delicado a ninguna concesión de tierras, excepto a la de Stephen Austin, y que el dinero sería pagado a México sin importar su destino posterior, pero que Butler debía tener el cuidado de evitar “cualquier imputación de corrupción”.25 Este protestante santurrón, responsable de tantas barbaridades e inhumanidad, recomendaba entonces que no se realizaran actos que la política y quizás la conciencia pudiera reprochar. Pero, antes de la partida de Butler a México, Jackson le comentó que apenas conocía a un español “que no sea esclavo de la avaricia, y no es improbable que esta flaqueza pueda ser de gran utilidad para nosotros”.26 El 29 de enero de 1836 fue nombrado Powatan Ellis en su lugar, quien rápidamente se dio cuenta de la difícil situación en la capital mexicana. El nuevo representante optó por hacer de lado los proyectos sobre la compra de Tejas y poner en marcha una nueva estrategia, de “callejón sin salida”, consistente en llevar adelante las reclamaciones de sus coterráneos contra el gobierno de México. Para esas fechas los acontecimientos tejanos estaban en plena ebullición, y Ellis presionó con demandas de reparaciones a favor de los estadounidenses supuestamente afectados en sus bienes o personas durante los años posteriores a la independencia en el país. Pero ante las dificultades que encontró para llevar a cabo su cometido, abandonó México a fines de 1836 y nadie ocupó su puesto en los tres años que siguieron. Ellis nada logró en su encomienda, pero revivió un viejo expediente del que Estados Unidos sacó y seguiría sacando provecho, el gelatinoso tema de las reclamaciones, tan difícil de sustentar en términos legales y de números, pero que era un medio muy conveniente para ejercer presión sobre México.27
Penetración pacífica, lenta e ilegal
Un instrumento útil usado por Estados Unidos en sus planes de hacerse del norte mexicano fue un enorme contingente de modestos e indocumentados colonos estadounidenses y europeos en busca de tierras nuevas, siguiendo a especuladores de terrenos, buscadores de metales preciosos, comerciantes y constructores de ferrocarriles. Los exploradores, por su parte, fueron las puntas de lanza de esta penetración. Como tras una fruta que ya estaba madura, los expansionistas en Washington desde la adquisición de la Louisiana patrocinaron a exploradores para el descubrimiento y trazado de nuevas rutas, elaboración de planos y en general para estudiar los espacios susceptibles de apropiación. Como lo afirma Hillman, “la historia del crecimiento de Estados Unidos en el medio siglo (del XIX) y la historia de la exploración (en este mismo siglo, agregamos) se funden en una sola. Exploradores y aventureros como Lewis y Clark, Pike, Freeman y otros abrieron el camino para que las avanzadas del Destino Manifiesto siguieran su estela”.28 Comerciantes, tramperos y granjeros ilegales les proporcionaron en muchos casos información útil. Aunque la colonización anglosajona no acababa de completarse al este del Misisipí, los problemas económicos que sufrían en su país los llevaron a buscar nuevos horizontes en el norte mexicano, aun cuando los peligros eran muchos, como el clima atroz, las enfermedades, la falta de agua y los ataques de los nativos. En los primeros tiempos las dificultades fueron las mayores, en estas marchas hacia Oregón, Utah o California, porque la ignorancia sobre los caminos y la impericia y hasta la traición de algunos guías los extraviaban en territorios desconocidos y hasta mortales.
Mientras que los instrumentos diplomáticos y amenazas de Estados Unidos contra México tenían lugar, un proceso al que todavía no se le daba la importancia tenía lugar en los espacios del norte primero novohispano y luego mexicano. La poca claridad sobre las fronteras había ocasionado que, por ejemplo, las regiones central y meridional regadas por los ríos South Plate, Arkansas y Red fueran territorios en violenta disputa, situación alentada en buena parte por las aventuras jeffersonianas (iniciadas por la expedición de Lewis y Clark en 1804), cuando los exploradores Pike, Sparks y Freeman merodearon libremente a lo largo de 1 200 kilómetros antes de que la caballería española cortésmente los mandara de vuelta a su casa, aunque no tardaron en regresar.
Pike cabalgó por Colorado, en las faldas de las Montañas Rocallosas, donde “descubrió” (erróneamente) el Pike’s Peak como se llama ahora. Fue detenido por el ejército español en la zona, y remitido a Santa Fe y Chihuahua, donde permaneció por un tiempo antes de ser deportado a su país. Aunque incurrió en equivocaciones, sus descripciones de la zona Kansas-Colorado, Nuevo México y Tejas orientaron correctamente la expansión. España había mantenido una rígida política de protección fronteriza donde le era posible, como en Nuevo México, territorio apetecido primero por tramperos y comerciantes estadounidenses.
En partes donde había campo para las incursiones, los negociantes arriesgaban la libertad y el pellejo para comerciar por la llamada Ruta de Santa Fe (conocida en inglés como Santa Fe Trail). No a todos les iba bien: en 1812 el trío formado por unos individuos de apellidos Baird, Chambers y McKnight en sus mulas llevaron mercancías desde Missouri, pero fueron aprehendidos y encarcelados en la cárcel de Chihuahua durante nueve años.29
La suerte cambió cuando el comerciante William Becknell, sin autorización, llevó una recua cargada con destino a Santa Fe. Fue aprehendido cerca del Río Canadian y detenido en su marcha por un destacamento que en otros tiempos lo hubiera llevado a la prisión de Chihuahua. En su lugar recibió la información de que la Nueva España ya no existía, sino México, “y que esta nueva nación daba la bienvenida (porque lo necesitaba) el comercio con Estados Unidos”.
Becknell se dirigió a Santa Fe donde realizó lo mejor de su negocio, y regresó a Franklin, Missouri por más. Él fue quien abrió la ruta a Santa Fe que iban a utilizar tantos comerciantes y viajeros, pasando por el Río Cimarrón.30 A partir de Missouri a Nuevo México –más de 900 millas– los viajeros tenían dos opciones: la del ángulo norte a través de las Rocallosas del actual estado de Colorado, un paso difícil para las diligencias; la sur, o el Paso Cimarrón, que acortaba el viaje cien millas pero dejaba lejos a los viajeros de fuentes confiables de agua”.31 Poco tardaron los estadounidenses que ahora contaban con todas las facilidades para hacer negocios en Nuevo México en poner sus ojos en el todo el norte mexicano. Por otra parte, más comerciantes y tramperos entraban al territorio sin que ninguna autoridad fuera capaz de impedirlo.
En diciembre de 1828 Peter Skene Ogde, después de haber explorado Oregón y la Alta California del norte, llegó a la ribera del Gran Lago Salado y la recorrió en parte, y en el desierto al oeste del lago localizó un río occidental que ahora se llama el Humboldt. Su valle pronto sería un paraje de tránsito en la senda hacia la Alta California y la costa del Océano Pacífico.
Dos años después él y Jedediah Smith penetraron en Utah y descendieron, cada quien por su lado, a través de las montañas después de cruzar el desierto de Mojave por una senda que los llevó a atravesar las montañas de San Bernardino, llegar a territorio de Arizona, y encontrar sus propias rutas de penetración a la Alta California. Las autoridades mexicanas de San Gabriel (más tarde parte del pueblo de Nuestra Señora de la Reina de los Ángeles del Porciúncula, reducido a Los Ángeles), disgustados por esta incursión, sin embargo, les dejaron continuar su marcha, que fue hasta San Joaquín, y para la primavera ya estaban en el norte de California.32
Para los primeros años de la década de 1830 se habían completado las rutas enlazadas de Santa Fe a California. Por otro lado, la construcción de la Ruta Gila por James Patti y Edwing Young, y la modificación del antiguo camino español por William Wolfskill, abrieron el camino al suroeste.33
El gobierno de Estados Unidos envió al capitán Benjamin Benneville (simulando ser traficante de pieles) a explorar territorios ajenos más allá de las Rocallosas. En 1832 salió con 110 hombres de su puesto en el río Green para su expedición exploratoria a la Alta California. En el grupo se encontraba Joseph Reddfor Walker que posteriormente estableció la ruta básica de los colonos a este lugar. Después de atravesar la Sierra Nevada, el grupo descendió a su destino proyectado,34 y para 1833 Walker y sus compañeros se encontraban en la costa del Pacífico al sur de la bahía de San Francisco. Descubrieron el llamado Paso Walker, muy importante porque completaba una ruta adecuada para colonos que se llamaría la Senda de California.
Otros estadounidenses, particularmente aquellos que habían establecido compañías de navegación en la costa, viajaban por mar. Al final de la década de 1830 los comerciantes entraban y salían regularmente de la Alta California. A mediados del siglo XIX ya existían rutas definidas que penetraban a tierras californianas a través de las montañas, que seguían las antiguas nativas y coloniales y que fueron puestas al día por los estadounidenses. Muchos de ellos se establecían aquí, y aunque los colonos proclamaban su lealtad a México, formaban un núcleo duro de la expansión de Estados Unidos.35
Algunos de los colonos se las arreglaron para obtener concesiones de tierra del gobierno mexicano: John Sutter, suizo de nacimiento, obtuvo una enorme extensión en el valle de Sacramento donde construyó un fuerte. Cerca del Sutter’s Fort se encontraba el enorme rancho de John Marsh, otro nuevo “mexicano”, y fugitivo de la justicia del este de su país. Estos establecimientos y otros como ellos se encontraban en las mejores tierras, y además muy lejos de la vigilancia de las autoridades mexicanas.