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Vacaciones y llanto en Tingo, Arequipa

La Unión Incaica tenía una casa para vacaciones en Tingo, un barrio de Arequipa. Allí había árboles grandes, un lindo jardín y una terraza desde donde podía verse, como si estuviera cerca, el maravilloso volcán Misti, con su doble cima cubierta siempre de blanquísima nieve. ¡Qué felices nos sentíamos allí! Hasta que llegó un telegrama desde la Argentina: “Murió de un infarto el abuelo Daniel Rode”.

Yo no leí el telegrama, pero sentí el llanto de mi madre y me conmovió. Daniel Rode e Ida Köhly eran mis queridos abuelos, los únicos que yo conocía. En ese momento vivían en Nogoyá, Entre Ríos. Tenían diez hijos. Siete varones y tres mujeres. Una de ellas era mi mamá.

Como familia, habían conocido el evangelio por un misionero adventista cuando todavía vivían en el campo, en la provincia de Buenos Aires. Solo mi abuelita Ida, sus tres hijas: Elvira (mi madre), Sara y Pochola, y Andresito, el menor de los varones, se convirtieron. ¡Salvados para servir!

Mi abuelo Daniel había fumado durante muchos años. Tres meses atrás había comenzado a sentir una molestia en el pecho y había ido a ver a su médico en Nogoyá. El profesional, que también fumaba, al examinar a mi abuelo le dijo: “Bueno, don Daniel, usted debe dejar de fumar”, pero el doctor estaba fumando… ¿Cómo le iba a hacer caso mi abuelo? Siguió fumando, pero solo tres meses más, pues murió repentinamente de un infarto. Todavía me parece oír el llanto de mi madre.

Debo aclarar que años después, mi querido tío Pedro Rode y su esposa Quica también se convirtieron. Hoy, varios de mis primos y primas, hijos de Pedro, de Luis y de Julio Rode se regocijan en la bienaventurada esperanza del regreso de nuestro Señor, que traerá a la vida a sus hijos que hoy duermen en el polvo, a fin de reunirlos con los amados que estén vivos y llevarlos a todos a la casa de su Padre, allá en los cielos. ¡Salvados para servir!

Recuerdo las muchas veces que oía las oraciones de mi abuelita Ida: “Jesús, bendice a mis hijos e hijas, yernos y nueras, nietos y nietas… Amén”. Yo sé que Dios oye y contesta las oraciones de los padres y las madres que oran por sus hijos, y de los abuelos y abuelas que oran por sus nietos. “¿Será rescatado el cautivo de un tirano? Pero así dice Jehová: Ciertamente el cautivo será rescatado […] y tu pleito yo lo defenderé; y yo salvaré a tus hijos?” (Isa. 49:24, 25).

De regreso a la Argentina

Yo tendría ya seis años cuando lo llamaron a papá para trabajar nuevamente en Argentina, como director de colportaje de la Asociación Argentina Central, en ese entonces con sede en Paraná.

Papá tenía que viajar mucho por su trabajo, así que fuimos a vivir a Puiggari, en la casa de mi abuelita Ida, de modo que al año siguiente yo pude asistir a la escuela primaria Domingo Faustino Sarmiento, que aún pertenece al Centro Educativo de la actual Universidad Adventista del Plata.

Recuerdo con mucho cariño a mi maestra de primer grado. Me parecía muy linda, se llamaba Catalina Fischer. Antes de comenzar las clases nos preguntaba: “¿Qué himno quieren cantar?” Muchas veces contestábamos a coro: “El 200, señorita” (en el Himnario adventista de entonces figuraba con ese número y se titulaba “En la cruz”). Entonces cantábamos con todas nuestras fuerzas:

“Perdido, errante, fui a Jesús, él vio mi condición.

En mi alma derramó su luz, su amor me dio perdón.

Fue primero en la cruz donde yo vi la luz,

y mi carga de pecado dejé; fue allí por fe

do vi a Jesús, y siempre con él feliz seré”.

Hoy, ese himno se titula “Perdido, fui a mi Jesús” y se encuentra bajo el n° 291, en la edición 2009 del Himnario adventista.

Al fin de ese año, papá, ya cansado de tanto viajar para cumplir su responsabilidad como director de colportaje, pidió trabajar como obrero distrital. Accediendo a su pedido nos mandaron a la iglesia de Concordia, Entre Ríos. Allí hice el segundo grado, en la escuela Vélez Sarsfield.

No recuerdo por qué mis padres un día me llevaron al médico. El doctor ordenó un análisis, cuyo resultado indicó que tenía parásitos. Entonces me recetó un purgante y un tratamiento adecuado. Además, el médico aconsejó que me llevaran a vivir en el campo. Así que mis padres se comunicaron con mis tíos Andrés y Marcelina, y al año siguiente viví en Puiggari con ellos y con mis primos José, Juan y Luis. Nuevamente asistí a mi querida escuela adventista Domingo Faustino Sarmiento, donde cursé el tercer grado.

Más mudanzas

Luego de estar en Concordia, a papá lo designaron para trabajar en la iglesia de Paraná, y allá fuimos, así que cursé el cuarto grado en la legendaria Escuela del Centenario. Luego estuvimos unos meses en Rosario, Santa Fe, y finalmente nos trasladamos a Reconquista, en la misma provincia.

En ese lugar pasé la mayor parte de mi infancia. ¡Cuatro años sin mudanzas! Atesoro preciosos recuerdos de esa época. Allí hice quinto y sexto grado de la primaria, y primero y segundo del nivel secundario en la Escuela Normal. Siempre con guardapolvo blanco y pantalón corto, hasta el sexto grado, y ya en primer año ¡pantalón largo!

Las clases eran de mañana, de lunes a sábado. Por supuesto, yo faltaba los sábados. Tenía que cruzar la plaza central de Reconquista para llegar a la Escuela Normal, y muchas veces escuchaba a los chicos que desde lejos me gritaban: “¡Sabatista, canilla de tero! ¡Adora la cabeza de chancho!”

Eso no me molestaba; yo sabía que era diferente. Era muy flaquito y mis rodillas sobresalían debajo de los pantalones cortos. Los chicos, con la crueldad propia de la niñez, rotulaban con apodos poco amables a los que mostraban alguna característica diferente al montón. Además, faltaba a clases todos los sábados y alguien les había contado que los “sabatistas” no comíamos carne de cerdo porque “adorábamos la cabeza del animal”.

Un 9 de julio, todos en fila, bien formados, fuimos a la catedral, que estaba frente a la plaza, para asistir al tedeum. Nos habían indicado que, estando en el interior de la catedral, cuando tocara la campanilla, teníamos que arrodillarnos. Yo me acordé del segundo mandamiento de la Ley de Dios: “No te harás imagen […] no te inclinarás a ellas, ni las honrarás; porque yo soy Jehová tu Dios” (Éxo. 20:4, 5). Miré a mi alrededor y vi varias imágenes y estatuas allí, pero cuando tocó la campanilla, me puse detrás de una columna y me quedé parado.

Me acuerdo, también, cómo disfrutaba de las clases de manualidades. La profesora nos hacía fabricar cuerpos geométricos regulares de cartulina. Me entusiasmé con la idea de hacer un dodecaedro, un cuerpo geométrico regular con doce caras pentagonales. Lo hice con cartulina negra y le pegué tiritas blancas en todas sus aristas. ¡Quedó precioso!

Un día, la profesora de manualidades faltó. Todos los chicos salimos del aula y los varones nos fuimos a la plaza, frente a la escuela. De repente, uno de los chicos sacó de su bolsillo un paquete de cigarrillos entero. Lo abrió y comenzó a repartirlos, uno a cada uno. Se acercó y me ofreció un cigarrillo. Suavemente, con un gesto de la mano, le hice señales de que no quería. Otro chico entonces le ayudó a repartir y cuando llegó donde yo estaba me ofreció un cigarrillo. Le dije:

–No quiero.

Los cigarrillos de la caja se terminaron y un chico que acababa de prender el último cigarrillo se acercó y antes de llevárselo a la boca, me lo acercó a la cara y me dijo:

–No seas pavote. ¡Prueba una pitadita!

Entonces reaccioné y le grité en la cara:

–¡No quiero!

Y me dejaron de molestar.

Aprendí desde entonces que la presión social es la primera causa para el inicio de los hábitos tóxicos. Yo tenía a mi favor el ejemplo de mi padre y el recuerdo del llanto de mi madre por la muerte de mi abuelo fumador. Y Dios me ayudó a decir: “¡No quiero!”

Hace poco me invitaron a dar un Plan de cinco días para dejar de fumar ¡en Reconquista! ¡Qué alegría fue para mí volver a esa querida ciudad de mi infancia! Busqué a mis compañeros de la Escuela Normal, pero ya no quedaba ninguno. Habían comenzado a fumar a los catorce años, y el tabaco había tenido tiempo de sobra para matarlos a todos. ¡Qué tristeza!

Mi día estaba completo: por la mañana, a la escuela. Por la tarde ¡a la clase de violín! Afortunadamente, ambas actividades me gustaban. Alcancé a tocar en una orquesta que dirigía el profesor Gamba.

Cuando hacía mucho calor, Violeta y yo le rogábamos a papá que nos llevara a bañarnos al arroyo El Rey, que cruza entre Reconquista y Avellaneda. Varias veces fuimos y chapoteábamos en el agua; pero otras veces el calor se combinaba con grandes nubes y teníamos que volvernos antes de llegar porque la lluvia se nos venía encima.

Tenía un amigo que vivía del otro lado de la calle: Joanín Vicentín. Nos trepábamos a los árboles y hacíamos barriletes que remontaban muy bien. Después nos especializamos en hacer barcos de lata con una cuerda de goma que hacía girar la hélice y ¡también tenía timón! Nuestros barcos navegaban en un gran piletón que había en la casa de Joanín, y a veces “daban la vuelta al mundo” en la laguna de un conocido de la familia que vivía en el campo. Todavía somos amigos con Joanín. Cuando estuve en Reconquista para el Plan de cinco días para dejar de fumar nos encontramos, paseamos juntos y recordamos las alegrías de nuestra niñez.

CAPÍTULO 4
Hora de decisiones

“Te haré entender, y te enseñaré el camino en que debes andar…” (Sal. 32:8).

Yo quería mucho a mamá y a papá. Él era Pedro, y yo Pedrito. Papá era entonces misionero, evangelista y predicador, y en el fondo de mi corazón yo deseaba ser como él cuando fuera grande. Ese era mi mayor sueño.

Tenía entonces catorce años, y mi hermanita Violeta, diez. Era verano, hacía mucho calor en Reconquista, y estábamos juntos chupando caña de azúcar en el patio de baldosas de casa. Pelábamos la caña con un cuchillo grande. Por supuesto, estábamos descalzos. Mi hermanita salió por un momento del patio y al ratito volvió corriendo. Sin darse cuenta, con el pie izquierdo pisó el mango del cuchillo, y con el filo se cortó totalmente el tendón de Aquiles del pie derecho.

Dando un grito cayó al suelo. Vino mamá, la levantó, le envolvió el pie con una toalla y con la ayuda de unos vecinos que tenían auto, la llevó a casa de nuestro amigo médico, el doctor Itig. Cuando volvieron, después de un largo rato, supe que el doctor la había dormido, le había desinfectado la herida, suturado el tendón de Aquiles, que estaba totalmente seccionado, y también había suturado la piel. Violeta ahora “lucía” una botita de yeso. Tres semanas después, el doctor le sacó el yeso, y los puntos de la piel. Mi hermanita volvió a caminar, y pronto también pudo correr como lo hacía antes.

Algunos meses después, una inyección intramuscular que le habían puesto a papá, le causó una infección en la nalga derecha. Esa vez llamaron al doctor Itig y él vino a casa. Papá estaba acostado boca abajo en la cama, y el doctor Itig me llamó y me dijo, mostrándome la nalga de mi padre: “Mira, esto está hinchado, colorado, caliente y dolorido. Aquí hay pus”. Entonces le echó un chorrito de un líquido muy frío para anestesiar la zona, clavó su bisturí en el lugar exacto, salió el pus y mi papá se sanó. Esto me hizo reflexionar acerca de mi futuro: “¿Seré predicador o cirujano?” Hasta ese momento había pensado ser predicador, pero ahora la indecisión me llevó a orar todas las noches, arrodillado junto a mi cama, antes de dormir: “Querido Jesús, ¿qué quieres que yo sea, predicador o médico?”

Durante varias noches esa fue mi oración, pero Dios no me contestaba. Así que una noche, cuando terminé mi oración, le dije: “Señor, no me voy a dormir hasta que me contestes”. Pasaron algunos minutos, yo tenía sueño pero me resistía a dormir. Acostado, pensaba: “No me quiero dormir hasta…” Entonces vino a mi mente un pensamiento, casi como una voz clara que me dijo: “Sé médico, eso no te impedirá predicar”. Dios me había contestado. Desde entonces, mi oración fue: “Jesús, Dios mío, ayúdame para que pueda llegar a ser médico y también predicador”.

Estudiante en el Colegio Adventista del Plata

Ya tenía dieciséis años, había terminado en Reconquista el segundo año del secundario, y mis padres decidieron que ya era bastante grande como para salir de casa e ir al Colegio Adventista del Plata, en Puiggari, para continuar allí mi bachillerato. Así que en marzo de 1944 me mandaron a Puiggari.

Era entonces director del colegio el Dr. Fernando Chaij, y preceptor de varones el Prof. David Rhys.

Yo me sentía suelto como un pajarito, ya no estaban mis padres despertándome, llamándome a desayunar y diciéndome: “Ya es hora de ir a clases”, etc., etc. A las 6 de la mañana sonaba la campana, y después la campanita. Tenía que llegar al comedor a tiempo, de lo contrario me quedaba con hambre. Del comedor iba a formar fila para entrar a clases. Todo estaba muy bien organizado.

El preceptor me designó un excelente compañero de pieza: Isidoro Gerometta, un joven responsable, cuidadoso y cinco años mayor que yo. Mi entusiasmo por el estudio era grande. Ya tenía un ideal en mente: predominaba en mí la idea de ser médico. Otros muchachos miraban a las chicas. A mí no me interesaban. Y les dije a mis amigos: “Yo no vengo a mirar a las chicas. Yo vengo ¡a estudiar!”

Un día, a la hora del almuerzo, en el otro extremo del comedor, dos semanas después de haber llegado al colegio, vi a una chica. Había muchas, pero yo vi a una. Hoy estoy seguro de que fue Dios quien me instó a mirarla, porque de inmediato este pensamiento llenó mi mente: “Cómo me gusta esa chica… Con ella me voy a casar”. De inmediato busqué a mi alrededor alguien que la conociera, y un muchacho me dijo: “Esa es la Jenny Pidoux”.

Esa información me tranquilizó: “Entonces es prima de Desirèe, va a ser más fácil conseguirla”, pensé. Yo tengo una prima muy querida, Desirèe Pidoux, hija de mi tía Pochola, hermana de mamá. Así que me quedé tranquilo, pensando en cómo hacerle llegar una cartita con mi declaración de amor. Jenny tenía 13 años; y yo, 16.

Un día, la preceptora del Hogar de Niñas, mi querida tía Sara, también hermana de mamá, me dijo:

–Pedrito, ¿tú estás enamorado de Jenny Pidoux?

Y yo le contesté:

–Tía, ¿por qué me dices eso?

Ella razonó:

–Por la forma en que la miras.

¡Tenía toda la razón del mundo! Al fin me animé a escribirle. Solo me acuerdo de una frase de esa primera cartita: “Necesito de tu amor más que del aire para respirar”. No me acuerdo con cuál miembro del “correo estudiantil” le mandé la carta. Pero sí me acuerdo de que la respuesta tardaba… Días después, me llegó el “chimento”: ¡No, ella no quería saber nada! Y yo tocaba en el violín Penas de amor, de Fritz Kreisler…

Sucedía que antes de mandarme a Puiggari, allá en Reconquista, mi mamá me había comprado un mameluco marrón. Para que me quedara bien de largo (yo medía 1,80 m de estatura), el mameluco era varias tallas más grande, y con un cierre “relámpago” adelante. Me bailaba con el viento mientras yo caminaba apurado por el jardín del colegio. Ese atuendo no era nada elegante para entusiasmar a Jenny. Me animé a escribirle dos veces más, ¡pero sin respuesta! Así que decidí hablarle, pero ¿qué le iba a decir? y ¿cuándo sería el mejor momento?

Esa noche preparé un discursito, corto, poético y bonito, y decidí que le hablaría durante el tercer recreo del día siguiente. Por la mañana, cuando me desperté, lo repasé. Sí, ya lo sabía muy bien, solo había que esperar que llegara el tercer recreo. Y llegó. Me arrimé a un corrillo de chicos y chicas entre los cuales estaba Jenny. Le hice señas como queriendo hablarle, pero ella no me vio. Uno de los chicos le dijo: “Quieren hablarte”.

Ella se dio vuelta, salió del corrillo y se me acercó. Recuerdo cómo me temblaban las rodillas y los labios… ¡Y el discurso se me había olvidado totalmente! Así que le dije:

–Tú ¿sabes que yo te quiero?

–Sí –fue su brevísima respuesta.

Tomé coraje y me animé a preguntarle:

–Y ¿puedo tener esperanza?

Jenny me contestó:

–Y… Puede ser…

En los meses siguientes me dediqué a estudiar, a sacar buenas notas y a tocar el violín. Una tardecita, paseaba con mi hermana Violeta por el llamado “camino de los hermanos”. No iba con el mameluco marrón, sino bien vestido. Después supe que Jenny estaba dentro del hogar de niñas, espiando por la puerta de alambre tejido. Al verme pensó: “¡No está tan mal…!”

Realmente creo que Dios guió mis sentimientos y también los de ella. El caso fue que, en agosto, el día que cumplí 17 años (Jenny ya tenía 14) ¡recibí una cartita! ¡Jenny me decía que sí!

CAPÍTULO 5
Todavía ocurren milagros

“Y cuando él venga, convencerá al mundo de pecado, de justicia y de juicio” (Juan 16:8).

Alguien me dio la fórmula de la pólvora: clorato de potasio, azufre y carbón. Era divertido llenar con ese explosivo un tintero, hacerle un agujerito en la tapa, pasar por allí un “choricito” de papel higiénico, prenderle un fósforo y tirarlo para que explotara. Pocos sabían que la “fábrica” de pólvora era el escritorio de mi pieza, que compartía con Isidoro Gerometta.

Una vez, sin querer, el montoncito de pólvora que estaba allí se me incendió. No hubo explosión, pero la pieza, de repente, se llenó de humo. Isidoro, mi buen compañero, no dijo nada. Ahora creo que el diablo quería matarme y me puso un pensamiento en la cabeza: “¿Por qué no hacer una bomba en serio y en vez de un tintero usar como envase un caño de hierro?”.

En el taller del colegio trabajaba un amigo, Alfredo Kalbermatter, así que le pedí que a un caño de hierro de veinte centímetros de largo, le hiciera rosca en ambas puntas para cerrarlo con dos tapones de hierro, y que también le hiciera un agujerito para pasar por allí la “mecha”.

El problema era cómo hacer “más segura” esta “bomba de tiempo”. Otro amigo, Rolo Dalinger, se me unió al proyecto y surgió una buena idea: usar un pedazo de espiral matamosquitos, atado al choricito de papel higiénico. Entonces completamos la investigación midiendo cuántos centímetros por minuto avanzaba la ignición en la espiral.

Ya teníamos todo. Solo faltaba decidir en qué momento haríamos el estallido, y en qué lugar.

Nos pareció bien hacerlo en el tercer recreo, y elegimos un buen lugar, para no dañar a nadie: un yuyal que había detrás del Pabellón Teológico, bien cerca del antiguo Hogar de Varones.

Ya habíamos calculado los centímetros de la espiral para que el estallido fuera diez minutos después del encendido. Yo me encargué de encender la espiral y de depositar la bomba en su sitio.

Nos fuimos al Hogar y esperamos los diez minutos, pero la bomba no estalló. Decidí ir de inmediato a ver qué pasaba. Y me acerqué por dentro del yuyal para ver la bomba. ¿Se habría apagado la espiral? No, comprobé que la espiral todavía estaba humeando, así que volví corriendo al Hogar de Varones, por la puerta de atrás, para no ser visto. Ni bien entré… ¡Bum!

Sentí que ¡todo el edificio tembló! Hasta yo me asusté. Fue una explosión tremenda. Así que salí para ver el lugar de la explosión, y allí me estaba esperando el preceptor, mi querido profesor de matemáticas, David Rhys. Cuando me vio llegar, me dijo:

−Otra vez que quieras hacer una bomba, la haces reventar en el arroyo pero no aquí, ¿entiendes?

−Sí, tiene razón, profesor −fue mi “inocente” respuesta.

No tengo ninguna duda de que mis padres, allá en Reconquista, habían orado por mí, y que un ángel del Señor me hizo ver la espiral entre los yuyos, que todavía humeaban, y me alejó inmediatamente del lugar. La tarde de ese mismo día, los muchachos me trajeron esquirlas de hierro y pedazos de la “bomba” que habían encontrado a más de cien metros de distancia. No tengo dudas, aquella vez Dios me salvó la vida. “¡Gracias a Dios por su don inefable!” (2 Cor. 9:15). “Con amor eterno te he amado; por tanto, te prolongué mi misericordia” (Jer. 31:3).

Semanas más tarde, mientras íbamos caminando para celebrar el culto vespertino, un grupo de cuatro muchachos vimos cómo la campana de la institución producía su metálico sonido, balanceándose sobre la chimenea de la cocina. Y como era de temer, se nos ocurrió una idea “brillante”: “¡Qué lindo sería atar la campana, una noche de estas, para que no nos despierte a las 6!” En invierno, a esta hora era todavía noche cerrada.

A los cuatro nos entusiasmó la idea. La usina del colegio apagaba los motores a las 22. Todo quedaba a oscuras, y ¡todos a dormir! A las 6, cuando las chicas que trabajaban en la cocina tocaban la campana tirando de un cable que bajaba hasta allí, los monitores de los hogares de niñas y de varones iban por los corredores tocando una campanita para despertar a todo el alumnado. Así que nos pareció “oportuno” primeramente silenciar las campanitas de las residencias estudiantiles, y después atar la campana de la chimenea.

La campanita del Hogar de Varones fue muy fácil de acallar: la escondimos en el entretecho. La campanita del Hogar de Niñas presentaba un mayor desafío. Yo la había visto en el segundo peldaño de la escalera que llevaba al piso de arriba. Así que entré por una ventana del Hogar de Niñas, a una pieza donde había un piano (era un aula de música), y de allí, gateando, fui hasta la escalera, y tanteando en el segundo escalón, levanté la campanita, tomé el badajo para que no hiciera ruido, la llevé al aula de música y la dejé en un cajón, debajo de unos libros.

Después de las 22, cuando ya todo estaba muy oscuro, los cuatro “mosqueteros” salimos del Hogar a buscar una escalera para subir a la chimenea y atar la campana grande. Buscamos la escalera que estaba a la vista, apoyada en una pared del que hoy es el Pabellón de Música, que algunos muchachos habían estado pintando. La llevamos hasta el Hogar de Niñas, pero no alcanzaba para llegar al techo. Por fortuna, había un gran tanque de agua de lluvia junto a la pared. Fuimos hasta la carpintería y trajimos tres tablones, los pusimos sobre el tanque, y encima apoyamos la escalera. Tres muchachos sostenían la escalera mientras yo subía hasta el techo del Hogar. Gateando para no hacer ruido llegué hasta la chimenea, y con un piolín que llevaba até el badajo a la campana para que no sonara aunque se moviera.

Bajar, llevar la escalera al lugar donde estaba y devolver los tablones de madera a la carpintería, nos llevó mucho tiempo. Serían las 2 cuando volvimos al Hogar de Varones para dormir.

La gestión fue todo un “éxito”. Esa mañana no sonó ninguna campana. A las 6:30 escuchamos a uno de los celadores que pasaba por los pasillos golpeando las manos y gritando: “¡Levántense! ¡Levántense que ya es tarde!”

Las clases comenzaron más tarde ese día. Mientras estábamos en fila para entrar a las aulas, se adelantó el director del colegio, el Dr. Fernando Chaij, y dirigiéndose a todos los estudiantes nos dijo:

–Bueno, alumnos, una broma es una broma. Hemos resuelto no tomar medidas disciplinarias por lo ocurrido, pero queremos que quienes lo hicieron, nos lo digan.

Los cuatro compinches sonreímos, nos tocamos el codo y dijimos para nosotros mismos: “Sí, mira que te lo diremos…”

Esa misma tarde, se acercó a mi habitación en el Hogar de Varones un muchacho grandote: Carlos Rodríguez, y me dijo:

–Mira, Pedrito, si yo encuentro al que ató la campana, lo mato, porque nos están acusando a Ricardo D’Argenio y a mí de haber atado la campana. Nos acusan porque somos los que tenemos la escalera, ya que estamos pintando ese edificio de aulas.

Entonces, le contesté:

−No lo mates, Carlitos, porque “ese” fui yo con otros compinches. Tranquilo… ahora voy y le cuento al preceptor que fuimos nosotros.

Lo de las campanas y lo de la bomba había quedado bien claro, y por gracia de Dios, no se tomaron medidas disciplinarias.

Unas pocas semanas después llovió a cántaros durante todo el día. Por la noche, el cielo se limpió, salió la luna y desde el Hogar de Varones se oía el ruido, semejante a una catarata, que venía del Salto de Lust, en el arroyo Paraíso. Y se nos ocurrió, a los mismos cuatro atorrantes, otra idea “genial”.

–¡Qué lindo sería ir a ver la catarata en el arroyo Paraíso!

–Y bueno… Vamos.

Esperamos que se apagaran las luces del Hogar a las 22, y para hacer más emocionante nuestra escapada, atamos una sábana a la cama cerca de la ventana, y por allí nos descolgamos. Caminando a la luz de la luna, hacia el arroyo, habremos hecho unos 150 m, y a uno de los muchachos se le ocurrió gritar: “¡Viva la libertad! ¡Viva! ¡Somos los estudiantes, somos!”

Nuestro preceptor, David Rhys, oyó los gritos, y de inmediato fue a ver si estaban en sus piezas los cuatro sospechosos… Y no estábamos…

Llegamos con aire de triunfadores al Salto de Lust. Era hermoso ver la catarata iluminada por la luz de la luna. Tiramos algunas piedras al agua, disfrutamos de las ondas y el característico sonido, y volvimos sigilosamente.

Al pasar frente a una casa que estaba cerca del camino, dos hombres sentados a la entrada nos saludaron con un cálido: “Buenas noches”. No los reconocimos porque estaba oscuro y varios metros nos separaban de ellos, pero respondimos el saludo y continuamos el camino de retorno.

Después de caminar viarias cuadras, miramos hacia atrás y vimos que los dos hombres nos seguían. Al llegar a una esquina, uno de ellos dobló para ir a su casa: ¡era el vicerrector del colegio, el Pr. Víctor Ampuero! El otro que nos seguía se fue acercando, y cuando llegábamos a la puerta del Hogar, nos alcanzó: ¡era el preceptor, David Rhys! En un tono muy natural nos dijo: “Mañana pueden dormir tranquilos, porque no van a ir a clases. Están suspendidos hasta que la Comisión de Disciplina decida qué vamos a hacer con ustedes”.

Por la mañana nos informaron que mientras no fuéramos a clases teníamos que ir a trabajar a la quinta, así que los cuatro pasamos el día carpiendo la tierra con la azada en una plantación de repollos.

A la mañana siguiente, me avisaron que debía presentarme en la oficina del director, el Dr. Fernando Chaij. Entré, me hizo tomar asiento frente a su escritorio, y me dijo: “Pedro, quiero que sepas que tu permanencia en el colegio se ha cortado, o pende de un hilo”.

¡Cuánto necesitaba yo ese regalo divino que se llama arrepentimiento! Dolor por haber pecado. “Porque la tristeza que es según Dios produce arrepentimiento para salvación […]” (2 Cor. 7:10). Me largué a llorar desconsoladamente en el escritorio del director.

Es posible que esas lágrimas hayan influido en la decisión de la Comisión de Disciplina. Su veredicto fue: 24 amonestaciones. Hasta hoy agradezco a Dios por esa misericordia. No fueron 25. No fue la expulsión, pero sí una severa advertencia. Ahora había que ¡portarse bien! Cuán cierto es lo que escribió Salomón: “La necedad está ligada en el corazón del muchacho; mas la vara de la corrección la alejará de él” (Prov. 22:15). La necedad estaba, pero la vara hizo su efecto, ¡gracias a Dios!

Me gustaba la materia bíblica que tuvimos ese año: El Gran Plan de Dios, y respetaba mucho a su profesor, el Pr. John D. Livingston. ¡Él era muy exigente al corregir los exámenes! Había que contestar muy bien todo para sacar una buena nota. No muchos días después de recibir la sanción disciplinaria, tuve una entrevista con Livingston. Le dije que quería ser bautizado.

−Bueno, Pedro, recuerda que Jesús después de su bautismo fue tentado por el diablo –me dijo el profesor.

−Sí, pastor, pero yo quiero ser bautizado -fue mi respuesta.

Antes que terminara el año se organizó un bautismo, y se realizó en el único bautisterio que había entonces en Puiggari: el famoso Salto de Lust, en el arroyo Paraíso, allí fui bautizado por inmersión, como enseña la Biblia. ¡Salvado para servir!

Me imagino la tristeza de mis padres al ser informados de mis 24 amonestaciones. Tanto, que llegaron a la conclusión de que yo, con mis 17 años, no estaba maduro para volver como interno al Colegio Adventista del Plata al año siguiente.

Antes de que terminara ese año lectivo, me pidieron que tuviera a mi cargo el tema en el culto vespertino. Y mi tema fue: “El amor de Dios”. Y ese sigue siendo mi tema favorito. Creo que el AMOR (con mayúsculas) es el deseo y la capacidad que Dios tiene de brindar felicidad, y que el amor (con minúsculas) es el primer fruto del Espíritu Santo, que nos da, también a nosotros, el deseo y la capacidad de brindar felicidad a quienes nos rodean.

Ese año, a papá lo trasladaron como pastor a la iglesia de Río Cuarto, provincia de Córdoba, lo que me permitió cursar el cuarto año en el Colegio Nacional de aquella ciudad.

Recuerdo con gratitud al excelente profesor de Química que tuvimos. Metales y metaloides, óxidos y anhídridos, y las fórmulas de las sales minerales. Tomé nota de todo lo que el profesor dictaba. ¡Qué útil me fue para el ingreso a Medicina dos años después!

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