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CAPÍTULO 8
Estudiante de Medicina, ¿y casado?

“La casa y las riquezas son herencia de los padres; mas de Jehová la mujer prudente” (Prov. 19:14).

Ya estaba cursando mi tercer año de Medicina y hacía seis años que estaba de novio con Jenny. Nos veíamos dos veces por año: en julio ella venía a La Plata y paraba en la casa del pastor Armando Bonjour, yo iba en enero a la casa de mis padres en Rafaela a gozar de mis dos semanas de vacaciones laborales y, por supuesto, para encontrarme con Jenny.

En algún momento, durante los últimos meses de 1949, pensé: “¡Cómo me gustaría casarme el año que viene!, pero ¿adónde vamos a vivir?” Yo vivía en la cocinita que estaba detrás del salón de jóvenes de la iglesia. ¿Cabría allí una cama de dos plazas? El piso era de baldosas de 20 cm por 20 cm, así que tomé bien las medidas de la pieza, y fui a ver qué medidas tenía una cama de dos plazas. Y… ¡Sí! ¡La cama entraba!

Claro, había que ponerse de costado para pasar “raspando” frente a la estufita de una hornalla y llegar a la piletita con una canilla que había en la esquina. Además, si poníamos una cama, había que sacar la mesita en la que yo estudiaba y donde tenía mis libros. ¿Y si ponía la mesita un poquito hacia afuera, cerca de la puerta de la cocina, en el salón de jóvenes? El asunto era si la iglesia me lo permitiría, y si Jenny aceptaría casarse conmigo para vivir en esas condiciones.

Pensé que antes de hablar con el Pr. Bonjour, tenía que escribirle a Jenny. Así que en una hoja de papel cuadriculado, le mandé un plano de la cocina, mostrando cómo entraba la cama y se podía llegar a la piletita pasando al ras de la estufita. Y le dije que si ella aprobaba el proyecto, entonces yo hablaría con el pastor para obtener el permiso para sacar mi mesita al salón de los jóvenes, y así podríamos casarnos en enero del año siguiente.

Jenny recibió mi carta y se la mostró a su mamá, doña Eloísa, que ya me quería mucho. Ella le dijo:

–Y, ¿qué piensas hacer?

Mucho después, Jenny me contó cuál había sido su respuesta:

–Yo me quedo con el candidato; los muebles vendrán después.

Así que me contestó la carta. ¡Sí, estaba dispuesta a casarse conmigo y a vivir en esa cocinita!

En cuanto tuve su respuesta, hablé con el Pr. Bonjour, quien me dijo:

–Bueno… Vamos a ver qué decide la Junta de Iglesia.

Días después se reunió la Junta. Me pareció que tardaban mucho en tomar decisiones, pero al fin vino el pastor para hacerme conocer el acuerdo. Yo estaba en mi pieza en la cocinita, y el pastor me dijo:

–Esta va a ser la cocina de ustedes. Y ese cuarto grande que hay al frente, con ventana a la calle, va a ser el dormitorio.

¡Qué alegría! ¡Podíamos casarnos en enero! Le escribí a Jenny, y rápidamente hicimos todos los arreglos con mis padres y los suyos. El casamiento civil sería en Rafaela, por la mañana, y la ceremonia religiosa sería en la Iglesia Adventista de Felicia, el 4 de enero de 1950 por la noche.

Jenny tenía 19 años, y aún recuerdo cuando el juez, después que firmaron los testigos, dijo: “Ahora, la firma del padre de la menor”. Y don Juan Pidoux se adelantó de inmediato, ¡y firmó! Ya estábamos legalmente casados.

El Pr. Adán Mayer tuvo a su cargo la ceremonia religiosa en la Iglesia Adventista de Felicia. Recuerdo la emoción que sentí al verla entrar con su precioso vestido blanco, del brazo de su padre. Yo le había dicho a Jenny el día anterior:

–No te vayas a pintar.

Cuando terminaron de saludarnos los amigos, en la puerta de la iglesia, Jenny me dijo muy sonriente:

–¿Viste que no me pinté?

Sus labios no podían estar más rojos. Así que le dije, con tono de quererla perdonar.

–¿Que no te pintaste?

Y entonces me explicó que en todo el viaje desde Grutly hasta Felicia se había estado mordiendo los labios para que quedaran bien rojos, ¡pero que no se pintó!

La cena de bodas fue en la casa del tío Benjamín Pidoux, en el campo, en Grutly. La torta de bodas la hizo Edith Milagros Zanatta de Herbez, “Chichí”, la hija de doña Amelia, la bondadosa señora que me enseñó cómo hacer para llegar a la casa de Jenny, cuando fui en bicicleta por primera vez.

Cuando terminó la cena, Noel Herbez un querido primo de Jenny, el esposo de Chichí, nos llevó en su auto a Santa Fe, al hotel Castelar, reconocido como el mejor de la ciudad.

Allí, lo primero que hicimos fue leer 1 Corintios 13, el capítulo del amor, y después nos acostamos…

A la mañana siguiente tomamos el ómnibus para ir a Buenos Aires y luego a La Plata. En la casa del Pr. Bonjour nos estaba esperando mi hermana Violeta. Ella cursaba el Profesorado en Ciencias Biológicas y vivía entonces en lo de Bonjour, y ellos estaban de vacaciones.

Yo había planificado cuidadosamente dónde pasaríamos nuestra luna de miel. Sería en una cabaña, en el delta del Río Paraná. Yo había estado allí con un grupo de jóvenes acampando. La cabaña era de un miembro de la iglesia de Liniers. Hice los arreglos con él, y nos la prestó para la luna de miel.

Así que, al día siguiente fuimos en ómnibus al puerto de Tigre, y después en una lancha que nos llevó a la isla donde estaba la cabaña. Jenny había sugerido llevar algo de comida, pero yo le dije: “No, hay un almacén en la isla de enfrente, allí podemos comprar algo para comer”.

De todos modos ella se trajo un quesito. Después que llegamos a la cabaña, me subí al bote del dueño, y comencé a remar hacia el almacén. Jenny se quedó en la cabaña.

Me di cuenta de que yo remaba muy rápido, ¿o sería que la corriente era muy rápida y me estaba llevando? Lo cierto es que ¡me estaba alejando de la cabaña! Me di cuenta de que si llegaba al almacén, no podría volver porque la corriente era muy fuerte y me alejaba cada vez más. Así que remé para llegar a la orilla y volví caminando a encontrarme con Jenny, pero sin nada para comer.

Ella, revisando la cabaña encontró una bolsita con papas. Con el calentador Primus a querosén cocinó algunas, y comimos papas hervidas y queso.

Sabíamos que cerca de la cabaña vivía una familia amiga del dueño, y decidimos visitarlos y contarles que estábamos de luna de miel. Nos atendieron muy amablemente, y nos ofrecieron unos pedazos de pan dulce. Yo tomé uno y Jenny miró bien cuál era el más grande y se sirvió.

Agradecidos por haber comido algo muy rico, nos despedimos, y el dueño de casa muy bondadoso, nos dijo: “No, no, no se vayan. Les quiero regalar una gallina” y, sin esperar un segundo, agarró por la cabeza a una gallina, la reboleó para matarla, y me la dio. No tuvimos más remedio que aceptarla, ya estaba muerta. Le agradecimos y nos fuimos.

Ni a Jenny ni a mí nos gustaban las gallinas, y aunque teníamos hambre… ¿Nos pondríamos a desplumarla, a sacarle las vísceras y a cocinarla? ¡No! Cuando volvimos a la cabaña, la tiramos detrás de un yuyal para que nadie la viera. Por supuesto, al día siguiente pusimos la banderita blanca en el atracadero de la cabaña para que la primera lancha parara y nos llevara.

Cuando llegamos a lo de Bonjour, Violeta nos recibió asombrada y nos dijo: “¡Cómo! ¿Ya están de vuelta?”

Bueno, le explicamos todo y nos entendió… Después, nos fuimos a tomar un helado y a continuación, lo primero que hicimos fue mudarnos a nuestro domicilio oficial: la Iglesia Adventista de La Plata, en la calle 46, nº 360, entre 2 y 3.

Jenny comenzó a estudiar Enfermería en la Escuela de la Cruz Roja Argentina, y yo a estudiar “como loco” porque tenía que rendir Microbiología, y lo peor que podía pasarme era que al nunca haber sido aplazado en una materia, me aplazaran en esa, la primera que rendía después de casado. Gracias a Dios, ¡aprobé! Y con un 8 (muy bueno).

Elecciones y cambios

Llegaron las elecciones y con ellas muchos cambios: nuevo gobernador, nuevo ministro de Salud, nuevo director de Asistencia Pública. Este último era ahora el Dr. Zerillo, y llegó a apreciarme mucho. Durante la Recolección Anual (plan auspiciado por la Iglesia Adventista, que consistía en solicitar ayuda financiera con fines filantrópicos) yo le hacía la presentación de los proyectos y le mostraba el volante en el que aparecían lanchas misioneras en el río Amazonas y otras actividades de servicio de la iglesia. Él sabía que yo quería ser médico misionero y una vez me dijo: “Cuando te gradúes, quiero ir contigo al Amazonas”. Con su aprecio, comenzó a darme también bastante trabajo “extra”.

El Dr. Zerillo era endocrinólogo y con frecuencia indicaba un estudio de metabolismo basal a sus pacientes. En la Asistencia Pública había un aparato para medir el metabolismo basal, y yo tenía que llevarlo a su consultorio y allí hacerles el estudio a sus pacientes. A veces me pedía que fuera de noche a otro consultorio, para escribir algunos datos en las historias clínicas. Y me encargó también la cobranza de la cuota mensual del Comité Peronista, del cual, supongo, él era tesorero. Para cumplir con ese trabajo, yo tenía que recorrer cada mes, en bicicleta, los domicilios de unos veinte miembros del “comité”. Por supuesto, seguía como empleado administrativo trabajando en la oficina del gerente de Asistencia Pública.

Estas tareas me dejaban poco tiempo para estudiar, así que para librarme de todos esos compromisos laborales, un día pensé en pedirle al director algo imposible, una locura: que en vez de empleado administrativo, me pasara a practicante de urgencias.

Los practicantes de urgencias hacían un día de guardia por semana, desde las 8 de un día hasta las 8 del día siguiente. Eran 24 horas corridas. Yo estaba ya en el cuarto año de Medicina y si podía conseguir ese cambio en mi actividad laboral, me pasaría a la Universidad de Buenos Aires para estar seguro de que no me daría otra tarea extra, y entonces ¡sí tendría tiempo para estudiar!

Al fin junté coraje y decidí ir a la casa del Dr. Zerillo para hacerle este pedido. Sabía la dirección, pero nunca había estado allí. Fui caminando, pero al llegar frente a la puerta, no me animé a tocar el timbre y seguí caminando hasta la esquina. Allí me vino de nuevo a la mente el verso 5 del Salmo 37: “Encomienda a Jehová tu camino, y confía en él; y él hará”. Así que volví la media cuadra que había caminado de más, y rápidamente, antes de arrepentirme, toqué el timbre. Salió a recibirme el Dr. Zerillo. Al abrir la puerta, me dio la mano y me dijo: “Qué milagro, tú por aquí. Pasa, ¿qué quieres?”

Me hizo tomar asiento, y él se sentó en un sillón. Entonces le expliqué mi problema: la falta de tiempo para estudiar, mi deseo de ser cirujano y médico misionero y mi convicción de que, para lograrlo, convenía que pidiera el pase de la Universidad de La Plata a la de Buenos Aires, y que para que todo eso fuera posible le pedía a él un favor: que me pasara de empleado administrativo a practicante de urgencias y que me pusiera en la guardia del jueves, porque el jefe de guardia del jueves era el Dr. Abella, un excelente cirujano.

Se echó para atrás en su sofá, respiró hondo y me dijo:

–En memoria de mi padre… (político platense, ex vicegobernador, que había fallecido hacía poco) que me enseñó a hacer todo el bien que me fuera posible, accedo a tu pedido. Pero quiero que entiendas que, desde ahora, ya no serás un servidor del Estado, sino que el Estado te estará sirviendo a ti. Y en qué guardia te vamos a poner, lo decidiremos después.

–¡Muchísimas gracias, doctor!

Le agradecí de corazón y me levanté para irme. Me acompañó hasta la puerta para despedirme, y al darme la mano me dijo:

–Y te pongo en la guardia del jueves.

Eso significaba que ya se estaba abriendo el camino para mi entrenamiento quirúrgico.

Feliz por la noticia, fui a hablar con el Pr. Bonjour; él encontró de inmediato la solución. Habló con el Pr. Héctor Peverini, que vivía solo en un departamento ubicado sobre las oficinas de la Asociación Bonaerense, en Uriarte 2429, en el barrio capitalino de Palermo. La esposa del pastor estaba internada desde hacía años, por su enfermedad mental, y sus hijos, los gemelos Tulio y Milton estaban estudiando en el Colegio Adventista del Plata. Jenny sería el ama de casa y la cocinera, pero podía seguir estudiando Enfermería.

Yo tenía el subterráneo metropolitano a pocos metros, en Plaza Italia, para llegar en minutos a la estación Facultad de Medicina. ¡Mejor, imposible! Fue maravilloso el tiempo que compartimos con el Pr. Peverini. Creo que en su soledad, él también disfrutó de nosotros.

Un día lo vimos muy preocupado, era un secreto eclesiástico, pero nos tenía confianza y ante nuestra promesa de guardar silencio, nos lo contó. Había llegado a manos de un jefe militar de alto mando, un ejemplar de la revista adventista Juventud en la que se mencionaba el hecho de que los jóvenes adventistas no deberían portar armas. Este jefe militar, sin duda mal asesorado, había iniciado un trámite judicial que podría culminar con un decreto que pusiera fuera de ley a la Iglesia Adventista y todas sus instituciones.

¿Cómo lo supo el Pr. Peverini? Un empleado administrativo de las Fuerzas Armadas tuvo acceso al expediente en curso, y se ofreció para darle al Pr. Peverini, como presidente de la Asociación Bonaerense de la Iglesia Adventista, una copia del expediente, a cambio de que le pagaran varios miles de pesos, “porque corría el riesgo de perder su puesto si sus superiores se enteraban”.

Fue un momento de gran ansiedad. ¿Qué hacer? ¿Valía la pena pagar esa suma para tener una copia del expediente? Peverini consultó con el Pr. Alfredo Aeschlimann, presidente de la Unión Austral (territorio eclesiástico de la Iglesia Adventista que entonces incluía Uruguay, Paraguay, Chile y Argentina).

Seguramente el tema fue tratado en privado en alguna comisión, y se decidió pagar y recibir la copia del expediente. Mucha preocupación y mucha oración. Con toda la información en mano, de inmediato se preparó en la Asociación Casa Editora Sudamericana una revista muy bonita, con la tapa en los colores celeste y blanco de la bandera argentina. La revista se titulaba: Un Ideal Cristiano al Servicio de la Patria y de la Humanidad, y tenía información acerca de las instituciones educativas de la iglesia, el Sanatorio Adventista del Plata, y las actividades de OFASA (Obra Filantrópica de Asistencia Social Adventista). Con esa revista en mano, se concertaron entrevistas con autoridades civiles y militares. Y en poco tiempo, gracias a Dios ¡todo quedó en paz! Naturalmente, quedó fundado el Departamento de Libertad Religiosa de la Unión Austral.

Jenny y yo asistíamos a la Iglesia de Palermo. Más cerca, imposible: estaba en la planta baja de “nuestro” departamento.

Un día el Pr. Peverini nos pidió que fuéramos los sábados a colaborar con una pequeña iglesia en Bella Vista. Por supuesto, aceptamos. Teníamos que tomar el tren en la estación Palermo y bajarnos en Bella Vista, provincia de Buenos Aires. Allí, algunos sábados tuve que predicar. Jenny tenía a su cargo la reunión sabática de los niños. Fue este lugar donde la Junta decidió nombrarme anciano de la iglesia.

Nuestra experiencia de convivencia con el Pr. Héctor Peverini fue una bendición para nosotros. Aprendimos una nueva definición de lo que es un verdadero cristiano. Él nos la enseñó sin palabras, tan solo con su vida. No nos lo dijo, pero nos lo mostró: “Un verdadero cristiano es alguien con quien es muy agradable convivir”.

Vivimos con él exactamente un año. Para nuestra desdicha, lo nombraron director del Colegio Adventista del Plata, en Puiggari, Entre Ríos. Jenny y yo nos preguntábamos: “Y ahora… ¿Adónde vamos a vivir? ¿Debajo de un puente?” Pero recordamos una vez más: “[Dios] nos ha entregado sus preciosas y magníficas promesas, para que ustedes, luego de escapar de la corrupción que hay en el mundo debido a los malos deseos, lleguen a tener parte en la naturaleza divina [...]” (2 Ped. 1:4, NVI). Y entre esas promesas había una que nos llenaba de esperanza: “Te haré entender, y te enseñaré el camino en que debes andar; sobre ti fijaré mis ojos” (Sal. 32:8).

Y eso mismo es lo que, en su misericordia, hizo Dios con nosotros. El Pr. Peverini habló con el Pr. Aeschlimann. Dios no nos iba a dejar “debajo de un puente”; íbamos a vivir en Florida, en la casa del presidente de la Unión Austral. Y para allá nos mudamos, pero ahora Jenny ya no era la “ama de casa”, sino más bien la “empleada doméstica”.

El Pr. Alfredo Aeschlimann era una persona maravillosa y también misericordiosa. En pocas semanas, él percibió algo de tristeza en el rostro de Jenny. Justamente, a causa del expediente militar que había puesto en riesgo la situación de la Iglesia Adventista, la sede de la División Sudamericana de la iglesia que desde un principio estuvo situada en Buenos Aires, se trasladó a Montevideo, República Oriental del Uruguay, y el edificio que ocupaba en el barrio de Belgrano quedó vacío. ¡Qué maravilla! El presidente de la Unión Austral lo declaró Hogar de Estudiantes Universitarios. Esa fue nuestra última mudanza como estudiantes.

Seguíamos yendo los sábados a la pequeña iglesia de Bella Vista, y por la tarde salíamos a buscar, casa por casa, gente que quisiera estudiar la Biblia. Fue así como nos encontramos con un rabino judío que tenía una Biblia con letras grandes, escrita en hebreo.

–Por favor, léame Isaías 7:14 –le pedí entusiasmado.

De inmediato buscó el pasaje y leyó: “Por tanto, el Señor mismo os dará señal: He aquí que la virgen concebirá, y dará a luz un hijo, y llamará su nombre Emanuel”.

–¿Qué quiere decir esto? –le pregunté.

Volvió a mirar su Biblia, y lentamente, con cuidado, leyó:

Em Manu El: Con nosotros Dios −fue su respuesta.

Pensé que allí tendría la oportunidad para ofrecerle estudios sobre profecías mesiánicas, y en un papel le hice un gráfico con la profecía de las setenta semanas de Daniel 9. Le expliqué cómo se cumplió todo en la vida de Cristo: “Desde la salida de la orden para restaurar y edificar a Jerusalén hasta el Mesías Príncipe, habrá siete semanas y sesenta y dos semanas…” (Dan. 9:25). Esto significa 69 semanas, que son 483 días proféticos o años literales. Desde que Artajerjes, rey de Persia, dio la orden en el año 457 a.C. (Esd. 7:1-8) hasta el bautismo de Jesús en el año 27 d.C. pasaron ¡exactamente esos 483 años señalados en la profecía de Daniel! ¡Y más todavía: la muerte expiatoria de Cristo iba a suceder tres años y medio después! “Después […] se quitará la vida al Mesías […] a la mitad de la semana hará cesar el sacrificio.” (Dan. 9:26, 27). Y eso es exactamente lo que sucedió, así que Jesús es el Mesías.

Esa era y es mi convicción, y con entusiasmo quise compartirla con el letrado rabino. Le dejé el papel con el gráfico de la profecía y al siguiente sábado, por supuesto, volvimos a visitarlo. ¡Qué desilusión! Nos dijo: “Estas cábalas numéricas no tienen ninguna importancia”.

Cuán cierto es lo que nos dejó escrito San Pablo en 2 Corintios 4:4 y 6: “En los cuales el dios de este siglo cegó el entendimiento de los incrédulos, para que no les resplandezca la luz del evangelio de la gloria de Cristo [… ] Porque Dios, que mandó que de las tinieblas resplandeciese la luz, es el que resplandeció en nuestros corazones, para iluminación del conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Jesucristo”.

En otra ocasión, nos encontramos en la calle con un hombre español. Le mostramos la Biblia que teníamos, y le ofrecimos estudiarla con él. Rechazando totalmente nuestro ofrecimiento, nos dijo: “La Biblia es un libro malo, dice que la virgen María era una prostituta”. Era evidente que había emigrado de España en la época posinquisición.

Una noche yo volvía en tren de mi guardia en la Asistencia Pública de La Plata. Sentado cerca de mi asiento iba un sacerdote, y me acerqué para darle un folleto misionero. Lo recibió, pero con toda firmeza me dijo: “Ustedes no tienen derecho de predicarle a nadie, Cristo les dio esa orden solamente a sus apóstoles y a aquellos sobre los cuales ellos pusiesen sus manos”.

Me quedé mudo; no tenía respuesta alguna que darle. Llegué a casa, al Hogar de Estudiantes Universitarios. Estaba muy preocupado. ¿Cómo no tuve respuesta alguna para ese sacerdote? Al día siguiente la encontré, y nada menos que en 1 Pedro 1:1 y 2, y 2:9: “Pedro, apóstol de Jesucristo, a los expatriados en la dispersión en el Ponto, Galacia, Capadocia, Asia y Bitinia, elegidos según la presciencia de Dios […]. Mas vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios, para que anunciéis las virtudes de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz admirable”.

Estos textos enseñan que si ya salimos de las tinieblas y tenemos la luz, tenemos también la responsabilidad y el privilegio de anunciarla y compartirla.

Como practicante de urgencias en la Asistencia Pública de La Plata, aprendí muchas cosas: suturé varias heridas, atendí un parto a domicilio en un rancho y también una apendicectomía. Claro, bajo la dirección del Dr. Abella, que me dijo mientras me ayudaba: “Tienes las manos bastante torpes todavía”, y tenía razón.

Algunos domingos iba al Hospital Salaberri, en Buenos Aires. Allí siempre hacía falta un practicante más. A los recién llegados nos llamaban “ultra perros”. La tarea que con más frecuencia me tocaba era ser el “anestesista” para alguna cirugía de urgencia, para eso usábamos el aparato de Ombredanne que nos facilitaba insuflar éter con oxígeno en los pulmones del paciente, con una máscara que le cubría la boca y la nariz, mientras manteníamos bien extendida hacia atrás su cabeza. ¡Cómo han cambiado hoy, para bien, las cosas!

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