Kitabı oku: «Informe Spagnolo», sayfa 2
II
Nada más recibir de manos del repartidor el ramo más bonito que le habían regalado jamás, le llamó emocionada para agradecérselo. Había apreciado algo totalmente cierto pero desapercibido para los demás. Pedro hizo una mueca al rememorar aquel gesto del que estaba orgulloso. Consideraba extraordinario el gran amor que ella debía sentir para, dadas las circunstancias, comportarse de esa manera tan maravillosa. La situación, seguramente, habría cambiado a peor desde que hacía un mes estuvo en la casa. Hoy iba a hacerlo de nuevo. Por la mañana había telefoneado para consultarle si podía ser o había algún problema. Al oír su voz caviló sobre qué tal le habría sentado saber que aparecía en la novela. Prefirió eludir el tema y descubrirlo una vez llegase. Circulando ya por la A4, a la altura del acceso al aeropuerto de Sevilla apagó la radio para entretenerse repasando cada capítulo en voz alta. El primero decía así:
Enero de 2013. Había decidido dar por concluida toda una vida dedicada a lo que Gabriel García Márquez definió como el mejor oficio del mundo, el cual, por supuesto, no consistía —a pesar de que así venía predominando en los últimos tiempos— en reproducir lo dicho por un individuo o protagonizado por cualquier institución, empresa, sindicato o partido, sino en difundir —con el máximo de veracidad— aquello que la sociedad tiene derecho a saber y sus ejecutores y responsables no desean que se sepa. Esa, según Pedro, era la auténtica razón de ser del periodismo, algo sobre lo que el gremio debería reflexionar, asumiendo la parte de culpa del desprestigio social y la precariedad laboral imperante. Relatando en las redes sociales lo que sucedía a su alrededor, la gente no estaba sustituyendo a los periodistas, sino que estos pretendían arrogarse la exclusividad de contar eso mismo y encima cobrar, en vez de dedicarse a averiguar y divulgar aquello que los ciudadanos no conocen y que también sucede. De la influencia del poder en el periodismo aprendió mucho una noche de febrero de 1996.
Los cientos de asistentes al acto de la Semana de la COPE despidieron al conferenciante con una cerrada ovación que traspasó las paredes del salón de actos de la Escuela de Magisterio de Jaén. Sin mirar papel o anotación alguna, con un lenguaje ameno e incisivo, había realizado una radiografía perfecta de la anatomía de un país agobiado por la crisis económica, los asesinatos de ETA y la plaga de corrupción con ramificaciones que iban desde los GAL al reparto de los fondos reservados de Interior, pasando por el mismísimo gobernador del Banco de España, Mariano Rubio, la presidencia de Cruz Roja, la Guardia Civil, el BOE, Banesto, la financiación irregular del PSOE (Filesa), hasta los casos Juan Guerra o Luis Roldán.
Minutos después, en una de las mesas del restaurante Nelson, el protagonista del acto y Pedro hablaban cara a cara. Años atrás, antes del llamado antenicidio, lo habían hecho, esporádicamente, a través del teléfono. Radio Guadalquivir y Antena3 eran ya historia.
—Y, un periodista como tú, ¿qué hace metido en el gabinete de prensa de un Ayuntamiento?
—Eso mismo me pregunto yo todos los días, Antonio. Cualquier mañana le digo al alcalde que saque la carta, que me voy.
—¿Qué carta?
—Una que le entregué nada más llegar, firmada sin fecha y presentando mi dimisión. Así me estrené en el cargo. Fíjate el apego que le tengo.
—Te habrán tentado para que sigas ahí.
—Pues sí. Dijeron de colocar a mi mujer en la gerencia de urbanismo y nombrarme director de la radio municipal que quieren montar. A ambas cosas les contesté que no. El concejal con más cara dura de todos, Miguel Ángel García Anguita, lleva ya más de 200 enchufados. Está en connivencia con un tal Antonio Calet, de UGT. Ellos se lo guisan y ellos se lo comen.
—Y el alcalde, ¿qué?
—Alfonso Sánchez es un tipo bonachón. Llega muy bien a la gente, pero le falta carácter para ejercer de alcalde. Meses antes de estas últimas municipales me llamó a su gestoría para que le ayudase a ganar las elecciones. Y ahí los tienes, a él y a los 14 concejales que lo van a volver loco, porque estos del PP, en cuanto se han visto mandando, a trincar, como los del PSOE.
—En los Ayuntamientos anida mucha corrupción. ¿Recuerdas el caso puerto de la Plata en Barbate? El alcalde acabó cantándolo todo. No creo que Serafín Núñez se llevase nada, pero tanta porquería a su alrededor le parecía insoportable.
—Por cierto, ¿dónde anda el juez Barbero?
—Desde agosto del año pasado, cuando dimitió, no he vuelto a saber de él. Rodríguez Ibarra le dio la puntilla, y el fiscal, Eligio Hernández, lo remató. Tampoco es que Marino Barbero fuese un prodigio como instructor, pero no le perdonan haber destapado Filesa y, menos aún, el registro que ordenó en la sede de Ferraz. Estuvo cuatro años haciendo diligencias solo y, pese a que lo torpedearon, completó un sumario de casi 20000 folios. Eso hay que reconocérselo.
—Pues si hacen eso con un juez, ya me dirás cómo está el patio.
—Tal cuál he contado en la conferencia. El Felipismo está agotado, ya no aguanta más. A partir del 3 de marzo, Aznar será presidente, y el Partido Popular querrá lo que todo Gobierno: controlar a los periodistas. Si encima los que creemos en defender nuestras ideas de lo que debe ser este oficio se lo ponemos fácil, fíjate. Pedro, si quieres seguir dedicándote a esto, pon tierra de por medio cuanto antes. Si no lo haces, te acomodas.
—Me voy a ir, como me fui en el 91 de Radio Guadalquivir. Yo nunca me acomodo. Verás, hace cosa de dos años, el delegado de Gobernación, Juan Torres, me quiso enchufar en Canal Sur. Lo mandé a freír espárragos. Torres está de concejal, por hacerle, como tantos, caso al Zar.
—Zarrías, otro que caerá sepultado en toda la bazofia que tienen montada en Andalucía. Acuérdate de lo que te digo. Por cierto, no pierdas de vista las tomateras de Marruecos.
—Oye, ahora que ganas en el EGM a Luis del Olmo y a Gabilondo, ¿qué te parecen?
—Lo que siempre me han parecido. Está claro que llevan muchos años y tienen sobrada experiencia, pero más que periodistas son locutores.
—Parece que la gente no distingue, y mira que cuesta, ¿eh?
—Un periodista debe luchar hasta el final, hasta el último aliento por defender sus ideas y principios. Un periodista debe tener claro que pueden dejarle sin un lugar donde escribir o hablar, donde contar los hechos tal cual suceden, sin manipulaciones. Si esto pasa, cuando no se puede más, a otra cosa. Yo tengo un sentido de la vida muy existencialista. De niño quería ser periodista, y lo conseguí. No pienso en mañana, vivo el día a día. El lunes cinco cumplí 41 años. Cuando no pueda seguir haciendo lo que me gusta y como creo que debo hacerlo, ese día lo dejaré.
—¿Con qué abres mañana?
—Con lo que sea noticia, guste o no al poder. Aunque tenga entrevistas concertadas, las levanto y me meto a fondo. A Luis y a Federico les digo que el único mandato que acepto es el de la actualidad.
Antonio dio por concluida la cena, tenía prisa por irse a descansar. A las cinco volvía a la carga al frente del informativo matinal más escuchado en España, que el jueves 29 de febrero del 96 tuvo que iniciar con una terrible noticia.
«En las proximidades de Bailén, el choque entre un turismo y un autocar se cobró la vida de 29 personas. Un Opel Kadett se salió de su carril y chocó frontalmente contra el autobús que, procedente de Sierra Nevada y con 58 pasajeros a bordo, regresaba al municipio bailense. La colisión originó un incendio en el turismo que se extendió rápidamente, haciendo que 29 personas fallecieran carbonizadas. Los conductores de ambos vehículos murieron en el acto. Manuel Fernández González, de 48 años, llevaba el autobús, propiedad de la empresa Navarro Andaluza S.L. El turismo, un Opel Vectra de menos de un año de antigüedad, era conducido por Ignacio Arauz de Robles Rodríguez, de 32 años, hijo de una familia ganadera de Jaén. Su cuerpo fue trasladado hasta el tanatorio de Linares para que se le realizase la autopsia.
»El mecanismo automático de apertura de las puertas del autocar solo funcionó en el caso de la delantera. Los pasajeros de la parte posterior quedaron atrapados, y el autobús ardió con más de la mitad del pasaje dentro y ante la mirada impotente y desesperada de los que lograron salvarse. José Antonio Castillo, un empleado de 20 años de la gasolinera situada junto al lugar del accidente, escuchó un fuerte golpe, seguido inmediatamente de una explosión. Fue él quien avisó a la Guardia Civil y recibió a la primera persona que había conseguido salir del autobús: una niña de unos seis o siete años que caminaba hacia él después de ver morir a sus padres».
El tratamiento de esa y otras muchas informaciones por parte de Antonio Herrero Lima hizo que se mantuviese como líder indiscutible hasta que, en mayo de 1998, perdía la vida mientras practicaba buceo en las aguas de Marbella. Su pronóstico se cumplió: José María Aznar, a los dos años de llegar a la Moncloa, estaba pidiendo, Habano en mano, la cabeza de Antonio a Luis Herrero y Federico Jiménez Losantos. No hizo falta que le traicionasen.
III
Pedro, desde casi siendo un crio, muchísimo antes de relacionarse con personas como Antonio Herrero, era muy exigente consigo mismo. No hizo caso a lo sentenciado por Elbert Hubbart: «No te tomes la vida demasiado en serio, nunca saldrás vivo de ella». Pensaba que tenía tantas cosas por hacer, y que disponía de tan poco tiempo, que aplicó a rajatabla lo que escuchó decir a su padre: «Res, non verba»[4] .
También le pareció imprescindible vivir siguiendo el consejo de Martin Luther King, según el cual, «Nadie se nos montará encima si no doblamos la espalda». Así es que, cuando las cosas se torciesen, haría lo que su madre le aconsejó: «Afrontar las adversidades sin perder nunca la esperanza», y, por añadidura, lo proclamado en El Quijote: «Confía en el tiempo, que suele dar dulces salidas a amargas dificultades». No morderse la lengua fue siempre otra de sus máximas, salvo en el caso que hubiera que aplicar la recomendación de Groucho Marx: «Es mejor estar callado y parecer tonto que hablar y despejar las dudas para siempre».
A la hora de referirse a la franqueza, Pedro consideraba que esa característica humana o manera de ser, llevada hasta sus últimas consecuencias, podía acabar deparando sorprendentes revelaciones, como aquella acaecida la noche de bodas de unos recién casados: él torero y ella modista:
—María, no sabía que no fueras virgen.
—Manolo, ni yo que te faltara un huevo.
—Lo mío fue en una corrida.
—Pues lo mío también.
El chiste, de los poquísimos que lograba retener y mal contar era tan simple como la anécdota sobre Moratinos en el Ministerio de Exteriores donde, al detectarse que los archivos estaban saturados de papeles, decidieron tirar documentos. Una secretaria dubitativa sobre la utilidad de unos legajos, le preguntó:
—Señor ministro, ¿tiramos también estos expedientes?
—A ver... pues... no sé... Bueno, tírelos, pero antes haga una fotocopia por si acaso.
Soltar una sonora carcajada era algo habitual en Pedro para acentuar su estado de buen humor, como también expresarse con tono duro cuando la situación así lo requería. Por ejemplo, el día en que decidió embarcarse en un asunto de tanta enjundia como escribir una novela. Yo no voy a hacer —le dijo con seriedad a su mujer— una retahíla o refrito de artículos de opinión y colocarlos en fila india como tantos periodistas. O escribo una historia que merezca la pena o me quedo quieto.
Así que se propuso poner negro sobre blanco, sin más límites que los dispuestos por su memoria, todo lo acontecido en su vida: fuese bueno, malo, regular, fértil o estéril, chanchullesco o versallesco, decente o indecente, refinado o vulgar, todo, absolutamente todo lo iba a contar. Estaba seguro de que el miedo que le hizo a veces —pocas, pero aun así demasiadas— claudicar, vender gato por liebre, relativizar clamorosas injusticias y difuminar fechorías ajenas, ese miedo estaría en otros, pero, en él, desde luego que no. A consecuencia de ello, uno de los párrafos del primer capítulo debía incluir una lección de sabiduría contada por aquella que más y mejor le conocía, y a la que, por mucho que se empeñase, jamás podía engañar: su conciencia.
—Pedro, si te dieran a elegir entre ser siempre libre o nunca sentir miedo, ¿qué elegirías?
—Por supuesto que ser libre toda mi vida. Amar a quien quiera, trabajar en lo que me plazca, comer y beber lo que me apetezca, viajar donde guste. Cosas que siempre he deseado. Carecer de miedo no me preocupa, soy una persona valiente.
—Has elegido, como dices, aquello que más ansías, lo que crees que te falta. Una libertad perenne de la que, sin embargo, no podrías disfrutar, aunque te fuese concedida conforme a tu elección.
—No estoy de acuerdo porque, si como decías, se me concediese la facultad de ser libre, nadie me podría impedir actuar libremente.
—Lo acabas de decir. Nadie te lo impediría. Pero, insisto, no podrías actuar libremente.
—¿Qué me lo iba a impedir?
—El miedo.
—Ni hablar. Te he dicho que soy una persona valiente.
—No lo dudo. Pero ante una situación de riesgo como encontrarte delante de un león, ser libre supondría poder decidir si enfrentarte o salir huyendo; mientras que carecer de miedo te garantizaría seguir tu camino sin prestar atención al animal. La libertad y el miedo son conceptos abstractos que luchan en nuestro interior. El primero, la libertad, deserta o queda amputada o atenazada por el miedo. Solo cuando este desaparece de nuestra mente actuamos libremente. Dicho lo cual, ¿quieres elegir otra vez?
Esa segunda vez, Pedro aseguró que habría elegido nunca sentir miedo.
Tras una breve pausa hecha con toda intención, prosiguió profundizando en cómo debía ser el relato novelado de su vida. Debían preponderar palabras que, en arte pictórico, vendrían a ser de estilo naif, comprensibles para pazguatos y euritos. Convenía advertir con tacto, a quien la leyese, que, en caso de surgir preguntas, las guardara para hacérselas una vez terminase, porque todo, desde lo más nimio a lo más complejo, acabaría cobrando sentido. Quería describir aquellas cálidas relaciones humanas sustituidas ahora por fríos y mecánicos mensajes virtuales. Retratar ambientes costumbristas que, aun sobrados de vulgaridad, eran auténticos, limpios y transparentes. Pasar sonriendo ante los lobos y las hienas que, mediante emboscadas, coartaron o interrumpieron su libertad. Que sapos y culebras quedasen retratados como son, como habían sido y como seguirían siendo porque, tal cual dejó escrito William Faulkner: «Se puede confiar en las malas personas, no cambian jamás». Por lo que, si unos y otras salían con ponzoña, no sería por inquina lejana o reciente, sino fiel reflejo de la estulticia que llevaban dentro, del nepotismo que abanderaban sin recato y con insultante descaro.
«Los demás —le cambió la cara—, los demás —reiteró, queriendo recalcar a quienes se refería en ese momento— contaban con una categoría humana suficiente para, lejos de socavar la historia de su vida, elevarla». Gente maravillosa con la que se había encontrado a sus próximos 50 años. Hombres y mujeres que, con independencia de la manera de pensar o del puesto que ocuparan, le aportaron gestos de complicidad o de aliento. Que le concedieron compresión y apoyo. Con quienes lloró de alegría y también de pena, se fundió en abrazos, estrechó manos e intercambió besos. Tanto el periodista Antonio Herrero como el cantautor Carlos Cano, decía Pedro, fueron referentes no por su manera de pensar que, en algunos aspectos, compartía, sino por mantenerse fieles a sus principios. Al conocerlos sintió la obligación de no ser veleta, tener convicciones firmes, un estilo propio, inflexible con los abusos del poder, crítico con su país, con su tierra, con su gente.
IV
«No te quedes a ver los barcos venir». Esas ocho palabras, dichas por Carlos Cano, le quedaron grabadas. Fue lo último que oyó al terminar de entrevistarle en los camerinos del teatro Asuán. Allí mismo, ya sin grabadora de por medio, el cantautor le adelantó que le dedicaría A ver los barcos venir, uno de los temas de su repertorio. Además de la entrevista, el artista granadino tuvo el detalle de concederle una serie de íntimas reflexiones nacidas, como todo lo que salía de Carlos Cano, de su triste alma andaluza. Aquel mes de febrero del 86, a unas semanas del referéndum sobre la OTAN, le extrañaba que, precisamente en aquellas fechas, la Junta hubiese pensado en él para clausurar el I Certamen Nacional de Canción de Autor para Jóvenes Intérpretes. «Si esta gente cree que voy a renunciar a mis convicciones, es que no me conocen».
Entre otras, sus convicciones pasaban por rechazar la incorporación de España a dicha alianza. Que no creía en fronteras ni banderas. Que Andalucía había perdido su espíritu crítico, y que los andaluces resultaban ser una bicoca para el poder de turno. A un palmo de distancia, con su voz profunda, recitó una de las estrofas de Las murgas de Emilio el Moro, canción que formaba parte de su entonces último trabajo discográfico, Cuaderno de coplas.
—No sé por qué te lamentas en vez de enseñar los dientes, y por qué llamas «mi tierra» a aquello que no defiendes.
Como presentador del concurso y del concierto final, Pedro —tenía entonces 22 años— salió emocionado, y, saltándose el guion, lanzó una frase propia que quiso dedicar al artista: una frase —afirmó al público— a la que se había aferrado desde que decidió ser periodista:
—La libertad de expresión no está para halagarla, sino para ejercerla.
Inmediatamente después, serio, elegante, sobriamente vestido con camisa blanca y pantalón negro, Carlos Cano llenó el escenario del Asuán, y ofreció un espléndido recital en el que incluyó, entre otras, La murga de los Currelantes, Tango de las madres locas, Andalucía Superstar, El día de San Román, Política, No seas saboría, Los jornaleros se van y Habaneras de Cádiz.
Carlos Cano falleció a las cinco y media de la madrugada del martes 19 de diciembre de 2000, unos segundos después de que le hubiera dicho al médico, que acababa de hacerle un reconocimiento, que se encontraba bien. Mientras el facultativo salía de la habitación, Cano sufrió una parada cardiaca. «Se le ha roto el único trozo de arteria que quedaba suyo, y se ha roto en un sitio terrible», explicó el doctor Juan Miguel Torres, jefe de la Unidad de Críticos. Los médicos tenían previsto anunciar su traslado a planta por su buena evolución. El cantautor había pasado los últimos días desconectado de todos los aparatos mecánicos, a ratos levantado, de buen humor, y charlando con el personal auxiliar y con sus familiares. La autopsia reveló que la lesión se había producido en un lugar diferente del que motivó una intervención a vida o muerte el pasado 28 de noviembre. Sus restos fueron trasladados al salón de plenos del Ayuntamiento de Granada, donde fue instalada la capilla ardiente.
«Me cachis en los mengues —pensaba Pedro entre indignado y melancólico—, con la panda de impresentables que hay jodiendo por ahí, y Carlos y Antonio enterrados —suspiró antes de continuar, tratando de superar el nudo de su garganta y, por fin, siguió contando y escribiendo que tuvo el privilegio de compartir confidencias con ambos, que los dos le hablaron, como debe hacerse, mirando a los ojos—. No todos los hombres lo hacen —aseguró, deteniéndose en un episodio muy diferente a los anteriores».
