Kitabı oku: «Informe Spagnolo», sayfa 4
III
Toda aquella minuciosa investigación conformaba parte de varios capítulos de su novela. Así que, al escribirla, decidió dejar justo aquí, en suspense, el hilo de sus averiguaciones, a pesar de que, seguramente, a cualquier lector o lectora no le iba a hacer nada de gracia experimentar un coitus interruptus, ni siquiera, como este, literario. No digamos ya, del otro. Bastante tendrían algunas o muchas parejas con vivirlo en sus propias carnes en pleno lecho de las respectivas alcobas, dando por sentado que siguiera siendo el escenario coital predominante —que es dar mucho por sentado— en la actualidad. Acordó consigo mismo no bajarse del burro, como buen Pedro, dejando constancia, eso sí, de que las páginas recobrarían más adelante la interrumpida trama. No había prisa, y, quien la tuviese, acabaría olvidándose de ella al aguardarle múltiples alicientes narrativos como —por ejemplo— los acaecidos cuando él andaba bordeando los catorce. Entonces, a Pedro lo que le encantaba era estrenar los zapatos Gorila, comprados en Almacenes Cubero, que traían de regalo una pelota de goma. Época aquella en la que, a las nueve en punto de la mañana de primeros de agosto, esperaba nervioso para que Fernando, el de los cohetes, lanzase el primer chupinazo anunciando la salida de gigantes y cabezudos con motivo de las fiestas en su jaenero pueblo de Pegalajar. Días en los que se preguntaba repetidamente por qué no había más generalísimos francos a punto de morir para no tener que ir a la escuela.
Noches en las que cerraba los ojos e imaginaba ser Garbancito metido en la barriga del buey. Años en los que su querido rey Gaspar le sorprendía trayéndole siempre el juguete que había pedido. Periodo en el que cometió el gran error de anteponer el resultado al conocimiento. Las misas a las musas. La premura a la paciencia. El fulgor al candor. Aquella tarde en la que, sin pelos en el pecho ni en ninguna otra parte, se le ocurrió una buena idea que, como dijo Einstein, no hacía falta anotar porque «una buena idea nunca se olvida».
De ahí que no se le fuera de la cabeza hacerse periodista, una manera, como otras posibles, de superar a James Dean y ser siempre lo que ya era: un rebelde con causa. Pedro reconocía que tuvo una infancia sin lujos, propia de cualquier familia de clase media de los 60 en Jaén, a donde sus padres decidieron trasladarse año y medio después de nacer Chus, como le llamaban de pequeño.
Su madre, Seve González Lucena, le apuntó a La Gota de Leche, una guardería en la que, para no mancharse la ropa, los niños debían llevar un babi. Él se empeñaba tozudamente en remeter la prenda infantil por dentro de sus pantalones para evitar a toda costa que pareciese una falda. El ocho de julio de 1970 se formalizó su inscripción en el libro de escolaridad. Como alumno de los Maristas, cuyo director era don Federico Benito Mozo, cantó todas las mañanas del curso 70-71 el Cara al sol para, seguidamente, marchar a clase de manera ordenada. A sus siete años no era consciente de lo que representaba entonar el citado cántico. Su primer juguete fue un fuerte Comansi, pero sentía lástima por los pobres indios, de ahí que hacía que los comanches acabaran siempre conquistando la fortaleza, imponiéndose a los soldados del Séptimo de Caballería. De Zipi y Zape envidiaba las melenas que lucían por encima de que salieran airosos en las travesuras del tebeo. Odiaba los pelaos, con flequillo recto, a los que era sometido en la barbería de la plaza Troyano Salaberry, dejando así al descubierto unas prominentes orejas, causantes de más de una riña. De las mismas no solía resultar mal parado, porque prefería salir corriendo que romperle la nariz a un compañero de colegio y que, a posteriori, viniese el hermano mayor a atizarle un sopapo de esos que nunca se olvidan, como el día de la Primera Comunión. De la preparación recibida para dicho menester sacramental sacó en conclusión que confesarse era como cuando su padre llevaba el coche al taller de chapa y pintura tras un siniestro. Arreglados los daños, pagaba la factura, y el coche otra vez a circular como nuevo. De los Maristas le pasaron, en septiembre de 1971, al Colegio Nacional de Prácticas Masculino Aneja, dirigido por don José Morales Ruiz, a la sazón dueño de la librería El Estudiante.
El centro, ubicado en la calle Virgen de la Cabeza, tenía a uno de los lados, separado por un callejón, el instituto Virgen del Carmen; al otro, la piscina municipal y pistas polideportivas públicas de El Estadio, en cuyo frontón se proyectaban películas. Unas noches de verano ahí, otras en el Rosales, y tardes de domingo en cines como el Asuán o el Lis Palace, iba a presenciar lo que la cartelera ofrecía en cada momento. King-Kong, El triunfo de Hércules, El lago azul, Tiburón, Grease, Rocky o La guerra de papá.
Un sábado o un domingo —no lo recordaba con precisión— de la primavera del 79 había ido a ver Campeón, cuya emocionante secuencia final, con el desconsolado TJ diciendo a su padre, un púgil sin suerte, «No te mueras campeón, no te mueras», provocó que se le saltasen las lágrimas.
Esas esporádicas llanteras cinematográficas nunca las reconocía ni divulgaba, porque ya era un machote capaz de comprender de qué coño se reían quienes bailaban una rumba de El Payo Juan Manuel con lo que les pasó —a mitad del camino— a una vieja y un viejo que iban pa’Albacete.
La revuelta en las virginales partes nobles de Pedro fue tomando consistencia cuando se percató de que podía parecerse a los policías californianos Starsky y Hutch, que, vestidos de paisano y a bordo de un Ford Torino rojo, se ligaban hasta a la novia del delincuente que pillaban. Le parecía un rollo para empollones amargados el concurso Cesta y Puntos, presentado por Daniel Vindel. Él quería ser como Curro Jiménez para rehogarse en sábanas blancas con espléndidas posaderas o acaudaladas viudas. Un Orzowei por los parques de Jaén, o un integrante de Los hombres de Harrelson, tan listo como Colombo, Banacek y Kojak. Recordaba el titular que le costó un suspenso en el colegio por poner en la edición del periódico escolar «Banacek pega a Jesús Ibáñez», en alusión al tortazo que Pedro presenció en clase, propinado por un maestro conocido así entre el alumnado por su parecido con el protagonista de esa serie. Aquel titular a cuatro columnas ensombreció la noticia de balonmano que aparecía justo debajo, también en la portada.
En su particular periplo escolar, dadas las reducidas dimensiones del patio del colegio Aneja, los deportes en equipo eran muy limitados. Las clases de Educación Física se ceñían a subir a pulso la cuerda, lanzar lo más lejos posible el balón medicinal y saltar el potro. Sin embargo, debido al entusiasmo que ponía en la divulgación del balonmano don Justo Robles, esta modalidad deportiva atrajo a Pedro. De todos modos, su escasa corpulencia y altura eran condiciones físicas que, según consideraba, le impedían tener opciones de jugar al nivel de otros compañeros. El interés creció más a su llegada al instituto viendo los campeonatos en los que jugaba José Carlos Sobrado, un vecino mayor que él, así como compañeros como José María Jiménez Molino, Manuel Latorre Ramiro o Esteban Jodar Gimeno. El equipo del Virgen del Carmen, dirigido por don Manuel Ortega Cáceres, brillaba en los campeonatos entre centros docentes.
La gran pasión por el balonmano explotó a raíz de la excelente trayectoria liguera del ADA Jaén, que, en la temporada 78/79, se proclamaba campeón de Primera y ascendía a División de Honor bajo la presidencia de Honorato Morente. El ascenso se consumó tras una temporada sensacional. El equipo, entrenado por Justo Gámez, del que emergía el corpulento y magnífico lanzador Carlos De Blas, era recibido a los sones del himno a Jaén por un siempre abarrotado pabellón de La Salobreja. Pedro tenía intención de sacarse el carnet de socio con el fin de seguir animando cada domingo a un equipo que iba a tener rivales tan relevantes como su Atlético de Madrid o el antipático Barcelona. El ADA-Jaén, en cuyas filas seguía De Blas, se había reforzado con Elberdín, López León, Román y Muñoz Benito.
En aquellos años, tampoco ahora —reconocía Pedro— no era ni la mitad de corpulento que esos balonmanistas de antaño, pero quería ser un hombre de carácter, y no un lerdo, como el marido de la señora Mildred en Los Roper.
En el 79 detectaba bienestares nunca antes sentidos al vislumbrar los escotes de Victoria Vera por la Albufera valenciana de Cañas y Barro, prosiguiendo con frecuentes izados de pene derivados de los constantes toqueteos de Tonet a Roseta y de Roseta a Tonet en La Barraca. El estallido hormonal adquirió carta de naturaleza a causa de Los Gozos y las sombras, y a consecuencia de Charo López. Más aún, cuando descubrió —gracias a Buytrago, un espigado compañero del colegio— que hacerlo a dos manos les traería a sus gónadas más placentera cuenta. Aguayo, otro con quien compartió pupitre, trató que Fernández retomara el camino hacia el cielo, invitándole al club Antara. Allí, un cura —no obrero, sino de la Obra[6] — se empeñaba en que saliese del aula de estudio para enseñarle ajedrez, negándose si quiera a recibir las primeras nociones porque el clérigo, en vez de en una mesa, colocaba el tablero en un sofá. A don Claudio, que movía la sotana mejor que Lola Flores la bata de cola, le debió quedar claro que a Pedro lo que le gustaba era jugar a las damas, porque no volvió a verle el pelo.
IV
Donde sí se lo veían a menudo era en el quiosco El Porvenir, al que acudía con la excusa de comprar un par de cigarros Lola y se quedaba prendado de la portada semanal de la revista Interviú. El ejemplar de ocho páginas dedicadas a Sofía Loren le pareció apoteósico, y, por eso, aprovechando un descuido, lo birló. Su tío de Pegalajar, Fernando Gutiérrez, empleado de Simago, mantenía la tesis de que el hombre no debía matrimoniarse con una mujer para compartir solo unos efusivos y exclusivos cinco minutos diarios, como tampoco para 23 horas y 55 minutos, sino para las 24 horas del día.
Según Pedro, su tío hablaba con gran razón y sólido criterio, con un pequeño pero importantísimo matiz en el que no cayó en la cuenta hasta que, en los aledaños de la veintena, conoció a la que se convertiría, no mucho después, en su mujer. El matiz en cuestión es que la pareja con la que llegara a matrimoniarse para 24 horas diarias —tal cual sentenció su tío— fuese muy bella, como mínimo, en consonancia con la espectacular hermosura de la Loren. Espectaculares también le habían contado que eran entonces y seguían siendo, como él había tenido ocasión de comprobar, las viandas, muy concretamente las anchoas en salazón y el chuletón de buey, regadas con excelentes vinos que ofrecía taberna Zurito, inaugurada en 1915 y situada en una calle, céntrica, de las típicamente jaeneras, Correa Weglison.
Las luchas internas por el poder entre el gobernador Francisco Rodríguez Acosta y el nuevo jefe provincial del movimiento, Luis Toro Buiza, provocó la destitución de los dos y el nombramiento en abril de 1940, para ambos cargos, de Antonio Correa Weglison.
El régimen franquista le encomendó restablecer la disciplina, eliminando las divisiones internas entre falangistas camisas viejas y camisas nuevas, y luchar contra la corrupción en la administración local, apartando a los sospechosos de practicarla. Correa Weglison decía: «Yo no admito que nadie pueda venir diciendo que es falangista de este o de aquel: no hay más que un solo modo de ser falangista, y es sirviendo al Caudillo y a los postulados de nuestro Movimiento».
Durante el año y medio que permaneció en el cargo destituyó a numerosos alcaldes y jefes locales del movimiento implicados en corrupciones, o por ser especialmente ineficientes. Puede que, como reconocimiento a la depuración efectuada, Antonio Correa Weglison fuese ascendido a gobernador y jefe provincial del movimiento en Barcelona, en octubre de 1941. Sin embargo, no desperdiciaba ocasión para volver. Así lo hizo el nueve de marzo del 42 para adorar al Santo Rostro y, exclusivamente, para disfrutar de una noche de feria por San Lucas, el 18 de octubre de 1943.
Detenerse en todos estos vericuetos históricos no era baladí. Conformaban las numerosas indagaciones que hubo de efectuar con el fin de enhebrar fechas, reuniones y testimonios que tuvieran cualquier relación, por pequeña que fuese, con el contenido del enigmático manuscrito que debía escrutar por encargo de la organización de la que hoy se había desvinculado definitivamente. Así, analizó la presencia de autoridades franquistas en Jaén, que le deparó arrojar algo más de luz.
El ministro y el secretario general del Movimiento y del Trabajo, José Luis Arrese y José Antonio Girón, respectivamente, llegaron a la capital el lunes 15 de mayo de 1944, siendo recibidos por el gobernador, Fernando Coca de la Piñera, por el vicario de la diócesis, doctor De la Fuente, y por el presidente de la Diputación, Joaquín Mollinedo. A continuación se trasladaron al cementerio donde, ante la tumba del teniente José Escobedo Ruiz, dejaron posar la condecoración Aspa de Plata, concedida por la Junta Central de Distinciones y Recompensas. Más tarde, en la Diputación, se les sirvió un desayuno y, seguidamente, giraron visita a la catedral. Allí fueron recibidos por el obispo Rafael García y García de Castro, marchando al altar del Santo Rostro, reliquia que les fue mostrada. El prelado les explicó las vicisitudes sufridas por la Santa Faz del Redentor durante la que definió como revolución roja.
Finalmente, en la sala capitular, pudieron admirar el relicario florentino del siglo XVIII, felizmente recuperado, así como un tenebrario del siglo XIII, joya valorada en cuatro millones de pesetas. De la catedral se fueron a la Alameda de Calvo Sotelo, donde tuvo lugar una concentración de Milicias de toda la provincia. Acabada la ceremonia, Arrese y Girón se acercaron al Egido de Belén para conocer la marcha de construcción de 100 viviendas denominadas ultra baratas, al estar edificándose en terrenos cedidos por el Ayuntamiento. Después, los ministros se situaron en la tribuna emplazada en la calle Bernabé Soriano para asistir al desfile de milicias y centurias. Pasadas las tres de la tarde se sirvió un almuerzo en el balneario de Jabalcuz.
A los postres, la orquesta de Educación y Descanso y grupos de la Sección Femenina interpretaron diversas composiciones. Avanzada la tarde, ambos cargos ministeriales llevaron a cabo la verificación de la entrega de 96 viviendas promovidas por el Ayuntamiento, mientras que otras 90, promovidas por la Diputación para sus empleados, estaban casi finalizadas. Los alquileres fijados iban de seis a 100 o 180 pesetas mensuales, en función del número de habitaciones. El régimen franquista las dotó del carácter de protección oficial, de ahí la denominación de Protegidas.
[5] El vítor o víctor es un símbolo derivado del crismón del Bajo Imperio romano. Fue adoptado por algunas universidades españolas como emblema conmemorativo de quienes obtenían el título de doctor. Tras la Guerra Civil Española, se eligió para ser utilizado en el Desfile de la Victoria (19 de mayo de 1939), y, a partir de entonces, durante toda la dictadura franquista, como emblema propio de Francisco Franco.
[6] En términos coloquiales se les llama de la Obra a los miembros de la entidad católica Opus Dei, expresión latina que significa «obra de Dios».
Un domingo del 79
I
El viaje por autovía de Sevilla a Jaén —repasando la novela- no estaba siendo nada aburrido. Más aún al evocar que en 1979, había superado el listón que le impedía ver películas de un rombo. Ya casi no le entretenía Un globo, dos globos, tres globos, apenas disfrutaba con las canciones de La Banda del Mirlitón. Sabía cómo terminaban Furia, Bonanza y El Virginiano. Le hacía poca gracia Barrio Sésamo. Consideraba demasiado simplonas las letras de La gallina turuleta, Susanita tiene un ratón y Hola don Pepito, cantadas por Gaby, Fofó y Miliki. En el 79 le parecían extremadamente pueriles las correrías de Heidi con Copito de Nieve por las montañas del abuelo. Esas, para él, eran ya cosas de críos.
Su afición por las damas —término utilizado con una sustanciosa porción de ironía— llegó a cotas estrambóticas con un vídeo que veía con su amigo Andrés Molina los sábados por la tarde, en cuanto sus padres salían del piso que tenían en Las Protegidas para —según decían— que los dos pudieran estudiar tranquilos. Detalle que agradecían porque, de ese modo, mientras merendaban picatostes, presenciaban una cinta VHS que mostraba apasionantes encuentros carnales cuyos participantes ponían en práctica certeros movimientos que, por mucho que los viera, le parecían siempre novedosos.
La mañana del domingo 26 de agosto de 1979 empezó de muy distinta manera a cómo había arrancado el año. Pedro recordaba que el Sorteo de El Niño trajo a Jaén 1100 millones de pesetas, al resultar premiado el número 54772. Entre los afortunados, el dueño del bar Herrador, cuyo establecimiento se encontraba en el barrio La Guita.
En los años 50, coincidiendo la construcción de un grupo de viviendas de protección oficial, los que iban a ser sus moradores, a falta de cinta métrica, acudían con guitas a medir las habitaciones de las viviendas, que eran de dimensiones muy reducidas (unos 40 metros cuadrados). Así, midiendo con la guita, comprobaban si en su interior tendrían cabida los muebles. El origen de la barriada de La Guita era muy anterior, se remontaba al siglo XV, en el que un caballero de la ciudad llamado Peña fue el impulsor de la construcción de una fuente en aquellos descampados. El término Peñamefécit provenía de la expresión «Peña me fecit», que en latín significa literalmente «Peña me hizo». En ese periodo medieval existían, por sus inmediaciones, un conjunto de cuevas naturales colindantes con el Cerro de los Lirios, y que corrían hacia la zona este de la ciudad.
Cinco días antes del mencionado domingo agosteño, la cosa —dijo Pedro levantado su ceja derecha en actitud pensativa— se había puesto muy chunga en el cuarto capítulo de Hombre rico, hombre pobre con la aparición del malvado Falconetti. La serie de TVE versaba sobre las vidas, con muy distinta suerte y éxito de los hermanos Jordache. Tom, boxeador, y Rudy, senador de los EE. UU. La mala fortuna del primero se cebó con Pedro aquella mañana en la carretera de Torrequebradilla, bajando para el chalet de su amigo Andrés en el Puente Tablas, porque los municipales le cascaron 1000 pelas de multa por conducir, sin haber cumplido los 16, la moto amarilla prestada por Jero Garrido, el Indio, hijo del dueño de Muebles Jerónimo, comprada, seguramente, en la tienda de Fermín Chorro en la plaza Queipo de Llano.
A la plaza de los Jardinillos, el régimen franquista le adjudicó el nombre de Gonzalo Queipo de Llano y Sierra, un teniente general del arma de Caballería, conocido por su participación en la Guerra Civil española, durante la cual la ciudad permaneció leal al Gobierno de la II República hasta abril de 1939. El bombardeo de Jaén por parte de la Legión Cóndor fue decidido por Queipo de Llano el día uno de abril de 1937, en respuesta al bombardeo republicano sobre Córdoba.
Ian Gibson, en su biografía de Federico García Lorca, le acusó de haber ordenado el fusilamiento del poeta y dramaturgo español. Queipo, en conversación telefónica, habría dicho la frase clave: «Dadle café, mucho café». De esta conversación se conserva únicamente el testimonio del telefonista de la capitanía de Sevilla, relatado posteriormente a sus parientes. La frase clave escondería el acrónimo «Camaradas Arriba Falange Española», grito usado tras los fusilamientos llevados a cabo por los milicianos falangistas. El teniente general Queipo de Llano, con quien colaboró estrechamente el giennense Cuesta Monereo, destacó por el uso que hizo de Unión Radio Sevilla, lanzando arengas diarias a favor del alzamiento. Nombrado jefe del Ejército del Sur, asumió el Gobierno militar y civil, y a lo largo de la guerra actuó con casi total independencia, lo que le llevó a ser conocido como el Virrey de Andalucía. Ascendido a teniente general y condecorado con la Laureada de San Fernando tras su triunfo en la Guerra Civil, fue sin embargo cada vez más postergado por Franco, al que se refería burlonamente como Paca la Culona.