Kitabı oku: «Veneficus El Embaucador», sayfa 4
El cardenal se acercó al hogar donde, en un gran caldero, bullía una sopa de verduras y maíz. El hombre agarró de las manos de la opulenta cocinera el arnés de cocina con el que estaba dando vueltas a la sopa de verduras, metió el dedo índice y se lo llevó a la boca. La mujerona lo miró asombrada y exclamó:
―¡Eminencia! ¿Vos aquí?
La prueba le hizo mover la cabeza. Luego cogió la sal que había en un tarro y la añadió copiosamente, mezcló y probó de nuevo.
―¿Habéis añadido el tocino? ―preguntó como amante de la buena comida.
―¡Cómo no! ―respondió la mujer con la frente sudorosa.
―Bien, entonces puedo retirarme y os dejo trabajar.
El comedor estaba siendo embellecido con un rico mantel bordado, cubiertos y porcelanas de la mejor artesanía, vasos de cristal de tallo largo y un centro de mesa de plata labrada. Los adornos florales que adornaba el comedor eran una explosión de colores y aromas.
Tranquilizado por aquello que había visto y saboreado el dueño de la casa, después de salir de la cocina y haber comprobado el comedor, se dirigió a donde estaban sus huéspedes extrañamente silenciosos. La escena que se encontró ante sus ojos no era la de una alegre comitiva sino la de un embarazoso silencio y suave murmullo. La condesa Cagliostro y la marquesa de Morvan hablando en el sofá, el vizconde y el barón mirando y remirando un cuadro colgado de la pared y el conde Mathis solo en los jardines.
―¿Qué ocurre amigos míos, ha muerto alguien? ―preguntó infelizmente el prelado.
―Hemos estado cerca ―respondió irónica la marquesa.
El cardenal, todavía embriagado por las admirables maravillas vistas en la cocina, invitó con alegría.
―¡Todos afuera! Vamos a disfrutar del bonito día.
Sosteniendo al vizconde por un brazo y arrastrándolo al aire libre, impartió la orden a los otros. Todos se fueron con el conde al exterior.
El comedor ya estaba organizado para la cena. El Gran Limosnero fue a recoger personalmente a la condesa Cagliostro a sus habitaciones, dado que su consorte estaba todavía atareado, y la condujo como primera huésped al salón.
La marquesa de Morvan hizo su entrada acompañada del vizconde du Grépon, ambos visiblemente emocionados por conocer a los nuevos huéspedes. Mathis, en cambio, estaba delante de la puerta de la italiana. Se había hecho anunciar por las camareras de la gran dama, entró y se quedó esperando. Cuando las puertas del dormitorio se abrieron de par en par, una mujer enormemente fascinante salió de él con toda seriedad, aunque a la moda. La noble dama caminó hasta llegar a Mathis.
―¡Qué agradable sorpresa! ―la noble romana lo sacó del aprieto al hablarle en primer lugar.
―El cardenal os quiere malcriar ―respondió retador y complacido el caballero.
―No, el cardenal quiere que le perdone ―añadió la señora riendo.
El conde, sorprendido por el comentario, sonrió a su vez. Nunca habría sospechado que una dama que parecía tan seria revelase un ánimo alegre.
―Sabéis bien quién soy y qué hago aquí ―dijo la señora con una mirada que no admitía réplica ―sois sabio, escoged al hombre que en la tierra representa a Dios y renegad del secuaz de Satanás.
―Me parece la decisión más obvia.
La marquesa, con un movimiento de cabeza, asintió satisfecha.
―Madame, me presento, soy el conde Mathis Armançon, a vuestras órdenes.
La mujer presentó su brazo al conde y juntos se fueron hacia el salón seguidos por la dama de compañía. La bella damisela italiana, en silencio, había prestado atención a sus cumplidos.
En el salón, estaba esperándoles un emocionado Rohan con su elegante hábito eclesiástico. Envuelto en una nube de perfume, deslumbrante en su valiosa túnica de seda roja, las largas puñetas de encaje se exhibían perfectos, sobre la muceta se apoyaba una cruz pastoral con gemas. En cuanto entraron en el salón Mathis confió la dama al Gran Limosnero:
―Nobles amigos, os presento a la marquesa Maria Addolorta Palma Rocca Masci.
La noble romana presentó a su dama de compañía:
―Mi acompañante es la baronesa Maria Annalis Colonnata, también ella de linaje romano y con ilustres antepasados.
Concluidas todas las presentaciones, los huéspedes se sentaron según el orden establecido por Rohan.
El dueño de la casa sabía que no había sido preciso en la disposición de los huéspedes, que habría debido ser según la importancia de los títulos nobiliarios, sus huéspedes, sin embargo, intuyeron el esfuerzo por contentar a todos los convidados al banquete y llegar a un compromiso para una cena alegre y desenfadada.
El acompañamiento musical era discreto. La tarea había sido confiada a una concertista que con su arpa hizo las delicias del agradable banquete. El inicio de la cena fue de lo más sensacional, una entrada con nueve camareros de elegante librea con los emblemas del linaje en relieve, cada uno con un coreográfico plato en la mano. La amplia mesa presentaba una variedad de bandejas ricas e incitantes. Alimentos calientes puestos sobre platos calientes. Alimentos fríos sobre fruteros de varios pisos dispuestos alrededor de una selección de manjares y decoraciones variopintas. Jamón de Bayyonne, famosos embutidos, huevos de avefría rellenos, carnes de cerdo y ternera a la brasa, piezas de caza condimentadas, verduras del tiempo cocidas de distintas maneras y hortalizas cocidas en abundancia. Para acabar el banquete, una variedad multicolor de dulces de aspecto incitante y goloso. Licores y vinos preciados, incluido el famoso vino egipcio.
La cena fue alegre y transcurrió en armonía. La marquesa Rocca Masci demostró su arte en la conversación al catalizar la atención con exquisita elegancia y Rohan no podía no estar orgulloso.
Horas después, con algún vaso de más, para el viejo du Grépon la velada concluyó siendo escoltado por dos camareros. Fue colocado sobre el lecho y dejado en su alcohólico mundo.
Todos volvieron a sus habitaciones. El conde Mathis acompañó a la gran dama italiana, seguidos por su dama de compañía. El barón Seguret, en cambio, prestó su brazo a la compañera de Cagliostro. La despedida entre la marquesa Palma y el conde Armançon descubrió una simpatía recíproca. La baronesa Colonnata, en cambio, donó al conde una sonrisa cómplice. Mathis, alegre, leyó una velada invitación para el futuro.
Con el corazón feliz, también el conde entró en sus habitaciones y después de haberse liberado de sus vestidos, cogió el escritorio portátil, se acostó en el lecho y comenzó a escribir a su duquesa.
Mi queridísima Señora:
Os quiero hacer saber que esta mañana se ha unido a nosotros una aristócrata italiana muy fascinante. Ya desde su entrada soberbia, la noble dama ha infundido en todos nosotros una cierta admiración y admito que ha despertado mi curiosidad.
La marquesa Maria Addolorata Palma Rocca Masci está haciendo una gira por Europa visitando varias ciudades. Después de París y Versalles, la gran dama está visitando al cardenal que la ha acogido triunfalmente. Pensad, Rohan en sus alojamientos la ha sorprendido con una infinidad de azucenas blancas y la marquesa los ha apreciado por su simbología. ¿Sabéis que la Madonna escogió a Giuseppe justo porque tenía en la mano este símbolo de pureza y nobleza de espíritu? Palabras de la marquesa Rocca Masci.
La marquesa italiana proviene de Roma y demuestra ser una mujer digna de su alto linaje. Nos ha hablado de su antepasado, el primer Papa franciscano de la Iglesia, Niccolò IV, el pontífice que mandó a algunos misioneros a la Corte del Khan.
Rohan, en su honor, ha ofrecido una suculenta cena y para la ocasión ha exhibido una valiosa cruz pastoral, en el interior de la cual se conserva un trozo de la cruz de Cristo. El cardenal nos ha entretenido con el relato de la reliquia: ha pertenecido a su linaje desde hace siglos y fue cogida del monasterio de San Toribio de Liébana en España.
Los vinos con cuerpo y los deliciosos licores han hecho nuestras delicias e inspirado al vizconde que ahora está profundamente dormido en su cama y en breve escucharemos su sinfonía.
Vuestro Mathis.
Concluida la carta, Mathis sintió llamar a la puerta, la impetuosidad de la intrusión obligó al joven a despertarse. Uno después de otro entran: Cagliostro y Rohan.
―Decidnos qué os ha dicho la marquesa Rocca Masci.
Sorprendido, Mathis respondió:
―La dama ha intuido vuestros propósitos, conde Cagliostro, ha percibido el interés de mis servicios y comprendido que, Vuestra Eminencia, quiere redimirse ante sus ojos.
Preso del desaliento el cardenal cayó sobre la butaca con un ruido sordo. Cagliostro, en cambio, abrió de par en par hacia Mathis los ojos cada vez más asombrados. El joven, llegado a este punto, intentó explicarse con mayor claridad.
―Madame, además de amable, parece incorruptible.
La afirmación de Mathis hizo reír a Cagliostro que respondió además con una sonrisa en los labios.
―También ella lo es, creedme.
―La marquesa no fallará a la promesa hecha al papa.
―¿Con respecto a qué? ―preguntó el cardenal preocupado.
―A descubrir la naturaleza de vuestra amistad.
―¡Oh, Dios Mío!
―Para el Papa, el Maestro es un grano en el culo y vos Rohan, algo en lo que piensa.
―¡Jesús, María y José!
―Cardenal, tranquilizaos. No debéis ser como uno de esos hombres que se dejan atemorizar por una mujer poderosa e inteligente ―Cagliostro fue a sentase en la otra butaca enfrente de Rohan.
―Su juicio será implacable, lo presiento.
―Lo era ya antes de llegar, Eminencia.
―Pio VI no será clemente.
Mathis disfrutaba con la escena de Rohan desesperado y su compadre enfadado, hasta que Cagliostro levantó la barbilla y con los ojos centelleantes por la cólera dijo:
―Y sin embargo, habría una solución.
―¿Cuál, amigo mío?
El mago sacó de su casaca una cajita de marfil. Haciendo una seña con el mentón al dueño de la casa, sonrió burlón.
―¿Qué estáis diciendo, monsieur? ―Rohan estaba asombrado.
―Es invisible disuelto en agua y rápido una vez que se ha tomado ―concluyó Cagliostro cerrando con un golpe seco el pequeño cofre en cuyo interior había un polvo blanco.
La mirada desorientada del joven miró uno detrás de otro a los dos compadres. Lanzó una mirada priva de simpatía al mago.
―Vos, Mathis, podríais hacernos el favor, no estaríais en pecado mortal, el cardenal os daría la absolución.
―Estamos hablando de vuestras culpas, no de las mías ―respondió indignado el conde Armançon.
El dueño de la casa suspiró impaciente, se había dado cuenta de la estupidez dicha por su amigo y volvió a hablar:
―Absolutio ab instantia.
Cagliostro se encontró confesando su estupidez:
―Mea culpa. Algunas veces nos atrevemos a pensar cosas absurdas sin sopesar las palabras.
―A veces incluso las decimos. Maestro, hacedme caso, vayamos a meditar nuestras acciones.
Rohan se levantó invitando a su amigo a seguirlo fuera de la habitación de Mathis.
―Os deseo una buena noche, conde, olvidaos de esta visita
―Con vuestra bendición, Eminencia.
Capítulo 4
Su Excelencia, después de un desayuno abundante con todos sus huéspedes, se vio obligado a abandonarlos. Sus muchas obligaciones le imponían alejarse durante unas horas y, en su ausencia, el prelado concibió para sus amigos una distracción. Una excursión y una comida campestre. La hermosa jornada permitió admirar el área circundante y la naturaleza en todo su esplendor. Rohan invitó a todos a retirarse y a prepararse para el acontecimiento. La noble dama italiana volvió a sus habitaciones acompañada por Mathis.
―Conde Armançon, ¿os puedo pedir un favor? ―preguntó la marquesa Rocca Masci ―¿responderíais a las preguntas que os haré?
―Con sumo placer, madame.
La marquesa se sentó en el canapé haciendo señas al joven para que se acomodase en una silla enfrente de ella.
―Baronesa, traedme un vaso de agua ―ordenó la marquesa a su dama de compañía. ―¿Queréis también uno vos, conde?
―Si a la baronesa no le ocasiona ninguna molestia, sí, también yo querría uno.
Maria Annalisa se alejó y la marquesa aprovechó el momento:
―Debo pediros alguna información reservada, si la presencia de mi dama de compañía os molesta, la alejo rápidamente.
―Ninguna molestia, madame.
La baronesa sirvió a los dos nobles y se sentó en otra butaca cerca de Mathis.
―Decidme, por favor, madame, ¿qué queréis saber?
―¿Hace cuánto tiempo estáis en Saverne?
―He llegado al castillo hace dos días.
―¿Dónde habéis conocido a Cagliostro?
―En su laboratorio. El cardenal me ha acompañado y he tenido este privilegio.
―Y decidme, ¿qué impresión os ha dado? De él se dicen muchas cosas y yo confío en vuestro juicio.
―Realmente, marquesa, Cagliostro es un hombre por encima del resto de los mortales. Lo que el pueblo dice a su favor, en mi modesta opinión, es verdad. Su cueva de alquimista me ha impresionado, todos aquellos aparatos y aquellos experimentos se pueden ver en cuanto se atraviesa el umbral. Admito, sin embargo, que es un poco desordenado ―Mathis hizo esta última afirmación sonriendo.
―Mientras estabais allí, ¿Rohan qué hacía y qué decía?
―Su Excelencia es un gran admirador suyo y en ese local él es su ayudante y colabora con Cagliostro dirigiéndose a él de manera obsequiosa y llamándole Maestro. Se integra tanto en aquel vestido de ayudante alquímico que viste normales delantales de laboratorio, gorros de punta y una insignia que no pertenece a una orden católica, abandonando de este modo la cruz pectoral y la mitra. Obediente a cada una de sus palabras, Rohan hace lo que el conde Alessandro desea. El vizconde du Grépon, que habéis conocido ayer en la cena, ha tenido la osadía de hablar mal de él tanto en su ausencia como en su presencia y el cardenal lo ha amenazado con meterlo entre rejas.
―¿El cardenal llegaría hasta este punto? ¿Proteger a un mago en perjuicio de su amigo?
―Por lo que parece no acepta críticas sobre Cagliostro de nadie e incluso la marquesa de Morvan ha osado dar su opinión pero ha sido reprendida por Rohan.
―De mala gana tomo nota ―afirmó con esfuerzo la noble.
Mathis prosiguió con sus revelaciones, no pensando en las consecuencias de sus confidencias:
―En Versalles, Su Excelencia muestra orgulloso los regalos que Cagliostro le ha hecho. En vez del Báculo Pastoral lleva un bastón con el pomo dorado con un reloj de cuerda engastado de diamantes y distintos anillos que pertenecen a órdenes no eclesiásticas.
Las palabras de Mathis molestaron a la marquesa al confirmarle la duda sobre la fidelidad al Papa por parte de Rohan. Indignada respondió:
―Sustituir el Santo Cayado Pastoral que es un emblema desde el siglo V es realmente una ignominia.
―Espero, marquesa, que las cosas que os he dicho no perjudiquen vuestro juicio pero creo que me habría equivocado si hubiese omitido los detalles que os he descrito.
―Os aseguro que no me estáis condicionando pero ciertos detalles me hacen pensar ―la mujer estaba estupefacta, había asumido aquellas revelaciones y las tuvo en cuenta para su informe a Pio VI. ―Ahora dejo que vayáis con vuestras obligaciones. Nos encontraremos dentro de unas horas para la excursión. Hacedme un último favor. Id vos a recoger a la marquesa de Morvan más tarde, ayer por la noche he escuchado una queja con respecto a vos y no querría causar un incidente diplomático.
―A vuestras órdenes, madame.
Mathis se despidió de las dos nobles, volvió a sus habitaciones, mientras que la marquesa Rocca Masci mandó a su dama de compañía en busca del vizconde du Grépon.
El noble, agradecido por la invitación de la marquesa Rocca Masci, fue a su alojamiento muy contento.
―Querido vizconde, finalmente podemos hablar, ayer por la noche durante la cena habéis estado en completo silencio, cuando, en cambio, me hubiera sentido feliz de escuchar vuestras intervenciones.
―Si tan sólo supieseis… ―farfulló el vizconde desconsolado.
―¿Qué queréis decir? ―preguntó la marquesa interesada.
―Ayer por la tarde he prometido a Rohan que no os arruinaría la velada despotricando contra el mago y sus actividades, por lo tanto he preferido comprometer la boca con el buen vino que me fue servido sin descanso.
―¿La promesa la habéis hecha vos a Rohan u os ha sido impuesta?
―Sois una mujer aguda y esto no me desagrada. Sí, Su Excelencia me ha amenazado.
―Vizconde, os conozco poco, pero me parecéis un hombre tranquilo y de gran experiencia, ¿porque Rohan os ve como una amenaza?
―Mis consideraciones sobre Cagliostro son detalladas y muy incisivas y esto disgusta al cardenal y al mismo alquimista. Soy incómodo.
―Ahora lo entiendo. Os pido perdón si por mi causa habéis debido sufrir la intimidación del cardenal, aunque comprendo las intenciones de Su Excelencia. Probablemente quería evitaros una situación embarazosa.
―Vos, madame, no debéis excusaros por nada, ha sido difícil contenerme, pero lo he hecho con gusto.
―Os propongo, sin embargo, una revancha sobre los que os han hecho esta afrenta.
―¿Cómo decís, marquesa?
―Como sabéis soy una persona cercana al Pontífice. Si queréis, escribidme la información que tenéis sobre Cagliostro y dádmela antes de mi partida.
Du Grépon se tensó pero la marquesa permaneció impasible.
―¿Me estáis pidiendo una carta difamatoria sobre el mago?
―Os pido que escribáis la verdad.
―Pienso que Su Santidad haya recibido ya bastantes cartas sobre Cagliostro y la mía no sería más valiosa que las otras…
Ella lo miró fijamente a los ojos:
―Tenéis razón pero ninguna le ha llegado nunca del castillo de Saverne.
La observación de la mujer sacó al vizconde una sonrisa cómplice.
La respuesta de la dama italiana no daba pábulo a malentendidos y el vizconde aceptó en silencio. Los nobles se entretuvieron hablando sobre otros temas menos importantes hasta la hora del rendez-vous. El vizconde du Grépon se sintió honrado en acompañar a la marquesa a la sala de los querubines donde se encontraban todos los otros huéspedes.
Para gozar de la fascinación de aquellos lugares, para formar parte de aquella naturaleza próspera, para complacerse de aquella variedad de colores y para detectar la variedad de los olores, el cardenal había ofrecido dos carretas agradables.
El aire era húmedo y asfixiante, lo que hacía pensar que sería una jornada tórrida. Todas las señoras optaron por una vestimenta ligera y práctica, pero igualmente elegante, cada una con su sombrilla creando un admirable juego de colores y sombras.
Los hombres, para aquella ocasión, fueron más decadentes que las mujeres: Mathis llevaba un traje plateado tan luminoso que a la luz del sol el tejido producía reflejos cambiantes, el vizconde uno de color negro elegante, diplomático, y el barón Seguret un traje marrón tenue, con adorno de encajes de valioso acabado.
En la primera carroza Mathis, Faust y el vizconde se dividían las atenciones de la condesa Seraphina. En la segunda, las nobles italianas gozaban de la compañía de la marquesa de Morvan. De escolta, como siempre, estaban los dos caballeros de la marquesa de Rocca Masci y el fiel guardaespaldas del conde de Armançon. A la cola del cortejo, en un coche cerrado, seguía la servidumbre de las señoras con las vituallas y lo necesario para el servicio al exterior.
Sobre el carruaje la marquesa de Morvan no perdía la ocasión para hablar con libertad:
―Queridas señoras, aunque aprecio vuestra compañía, creo que es injusto la distribución que ha hecho el cardenal en esos carruajes. La condesa Seraphina está disfrutando de la atención de tres hombres y nosotras aquí solas.
―Os pido permiso, madame de Morvan. Soy la causa de vuestra desilusión. Ha sido mi deseo compartir con vos la carroza.
―¿Con qué fin, marquesa?
―Sois una mujer perspicaz y me comprenderéis. Quiero hablar de Cagliostro y de su protector Alsaciano.
Sylvie se calló y escuchó las preguntas de la aristócrata italiana.
―¿Quién es Cagliostro, según vos?
―Un mago de feria. Un estafador sin escrúpulos.
―¿Y Rohan?
―Una pobre víctima.
―Marquesa, os noto decidida en vuestro juicio y esto me conforta.
―Con toda sinceridad me siento feliz por vuestra presencia aquí en Saverne y por vuestras preguntas.
―¿De qué manera?
―Somos mujeres, somos superiores a los hombres. No es por casualidad que Pio VI os ha escogido. Volveréis a Roma vencedora.
―Lo espero ―la respuesta de la marquesa Rocca Masci encontró el consenso también de la baronesa Maria Annalisa que hizo una seña con la cabeza.
―He comprendido la naturaleza de vuestra visita al cardenal. Las preguntas que estáis haciendo. Los testimonios que estáis pidiendo. El Pontífice quiere pruebas contra Cagliostro y estaré contenta al dárselas, pero recordad que Su Excelencia no tiene la culpa.
Ambas nobles italianas se quedaron sin palabras, la marquesa de Morvan había intuido muchas cosas y a la marquesa Rocca Masci no le quedó más remedio que jugar con las cartas al descubierto.
―¿Qué pruebas tenéis?
―La oposición de Cagliostro, de la que me honro formar parte, custodia el documento que certifica la iniciación masónica de ese charlatán. En Londres, en el barrio del Soho en Gerard street, el 12 de abril de 1777, un cierto Giuseppe Balsamo y su mujer Lorenza Feliciani, se unieron a la masonería. L’Esperance, logia de humilde censo, compuesta preferentemente por franceses e italianos emigrantes, acogieron con benevolencia a la pareja. Desde ese momento los cónyuges sicilianos adquirieron el título de condes. Por arte de magia desaparecieron los Balsamo y aparecieron los Cagliostro.
―Marquesa, me sorprendéis ―exclamó la noble italiana, interesada.
―Su Santidad estará contento de leer una redacción blasfema de Cagliostro. Estoy en posesión de un efecto personal del mago que demuestra su aversión hacia el Papa. La encíclica Inscrutabile Divinae del Santo Padre llena a rebosar de notas al margen, dibujos y anatemas que llevan a pié de página la firma de Cagliostro.
―Notable.
―Un compendio galo: el De medicamentis, preparados farmacológicos de Marcus Empiricus4 . En este documento Cagliostro hace hincapié en el encantamiento-mágico de su autor con algunas adicciones suyas.
―Perfecto, me place.
―No he acabado. Con riesgo de vida de un muy fiel amigo, hace unos meses que hemos conseguido sustraer al corrupto, el borrador de su mysteium magnum. El documento es la base de su manuscrito Maçonnerie Ègyptienne. Tal como yo lo veo el texto trata sobre la seducción del mal. Anticristianos son sus ritos y sus intenciones, heréticos desvaríos.
―Madame, vuestras palabras me conturban.
―Os pido perdón, marquesa, no era mi intención.
―Perdonada. No sois vos quien me hace sentir mal sino Cagliostro. Vuestro servicio a la Iglesia será pagado con creces. La estima por vos estará en mis alabanzas.
―Quedo deudora vuestra, marquesa. Seré feliz de haceros llegar estas cartas antes de vuestra partida, a condición de que defendáis a mi amigo Rohan, él ha sido seducido por el mal y no debe ser castigado sino defendido.
―Así será.
La pequeña caravana alcanzó a paso lento una altura cubierta de árboles: un refugio natural con una confortable sombra. El sitio, encima de una colina, se abría hacia el valle, presentando un espectáculo que asombró a los nobles.
Gracias a la moderada altitud del exuberante relieve, ante los ojos aristocráticos deseosos de novedades, se mostró un panorama agradable. Los colores del campo que lo circundaban mostraban por gradaciones todas las tonalidades del verde, del amarillo, del índigo y del amaranto de las flores del campo.
La naturaleza suscitaba diversas emociones en las mentes de la compañía, bienestar y paz para las almas más puras, improvisto deseo y apetito de erotismo para los espíritus más apasionados y materialistas.
Todos de acuerdo sobre la elección de aquella altura para recuperarse, se ordenó a los servidores preparar todo lo necesario, que extendiesen las alfombras, los manteles, los cojines, las pequeñas sillas y las colchonetas. El grupo se sentó a la sombra de un roble.
La marquesa italiana, extasiada y contemplativa saboreando la belleza del panorama dio gracias a Dios por haberlos llevado hasta aquel pequeño Edén.
Para Mathis y para Faust, el paraíso eran las mujeres presentes, para el vizconde y las damas eran las delicias culinarias del día dispuestas como en un cuadro gastronómico, lleno de bondades, coloreadas especialidades y especiados manjares. La comida fue servida en valiosas porcelanas de Sèvres y, como habitual en la famosa mesa de los Rohan, con la mejor cubertería de plata.
―Encantador paisaje, madame. Francia es un reino de notables recursos naturales, un prodigio divino ―exclamó el joven conde con entusiasmo, consintiendo a la marquesa Rocca Masci una respuesta obvia:
―Estoy de acuerdo, he notado su belleza desde hace días.
―Conde, probad estos muslos de liebre ―la marquesa de Morvan avanzó hacia Mathis, que no se echó atrás.
―Comed también estas verduras adobadas con cúrcuma, son especiales ―la condesa Seraphina seguía divertida el ejemplo de la marquesa y acercó su tenedor a la boca del joven.
―Probad también estos dulces con fruta, monsieur ―se entrometió Maria Annalisa Colonnata tendiendo al conde una bandeja que acababa de depositar una de las camareras.
―Conde, estáis circundado por la atención de todas estas bellas mujeres. Me siento complacido pero igualmente celoso ―comentó el anciano du Grépon.
―¿Querido vizconde, qué mundo sería este sin mujeres?
―Muy cierto, Mathis, para mí ya un dulce recuerdo. Mis conquistas ya han entrado en el mito y aunque si hoy pudiese podría hacer alguna pero he dejado el campo libre a vosotros, jóvenes, ¡sacrificándome! Gozad hasta que podáis y no os privéis de ninguna emoción ―replicó el anciano, nostálgico.
Con la edad el hombre pierde las fuerzas y el vicio y para darse valor se ilusiona él solo engañándose sobre que el abandono ha sido voluntario, pensó la marquesa Sylvie sonriendo.
―Este amable don de Dios, desde el alba de los tiempos, nos restituye cada día infinitas alegrías e infinitos dolores.
―Cuidado, conde, os estáis adentrando en un terreno demasiado inestable, cuidado con lo que decís u os encontraréis sin amigas ―advirtió la marquesa italiana esperando que Mathis no se dejarse llevar por trivialidades.
―Sois joven e inexperto, las mujeres saben más que el diablo y son volubles de manera incomprensible. Continuad siendo un perfecto caballero como lo sois hasta ahora y tendréis el apoyo de todas las mujeres ―aconsejó la marquesa de Morvan que había seguido la sugerencia de la marquesa de Rocca Masci.
―¡Mujeres! ¡Mujeres! Cuántos han claudicado a los pies de estas espléndidas criaturas.
―Mi joven amigo, cuántos hombres han perdido la cabeza por hechiceras de enorme fascinación ―replicó el vizconde suspirando.
―Aquí tenemos un ejemplo ―exclamó la marquesa de Morvan volviendo la atención a la consorte del Gran Maestro.
Madame Seraphina se ruborizó al instante, sentía ser el centro de atención de todos, con un hilo de voz respondió:
―Yo… yo… ¿por qué sería una seductora?
―Para conquistar un hombre como vuestro marido es indudable que sois una mujer distinta de las otras. Es sabido que Cagliostro tiene un nutrido séquito de mujeres, pero no obstante, os ha escogido a vos.
―La marquesa de Morvan os ha hecho un cumplido, madame ―se vio obligada a precisar la marquesa Rocca Masci ―sois una hermosa mujer y seguramente inspiráis a vuestro consorte en sus elecciones.
―Admito que Alessandro, de vez en cuando, pide mi opinión pero las suyas son elecciones inspiradas por un poder superior a los comunes mortales.
El vizconde, ante aquel absurdo, estuvo a punto de decir algo pero la papista lo paró con una señal de la mano. Palma presionó a la mujer para conocer las indiscreciones delante de testigos:
―¿Tenéis algún ejemplo sobre esto?
―Mi marido es el Superior Incógnito y lo que hace es un prodigio. Sus famosas píldoras amarillas han curado milagrosamente a mucha gente. La señora Boutourlin ha podido parir rápidamente y sin problemas y monsieur Isleniev ha sanado de cáncer.
―Cagliostro sana a algunos no sana a todos ―la exclamación espontánea del vizconde acalló momentáneamente a Seraphina.
―En Polonia, en el laboratorio alquimista del castillo del príncipe Poniski, mi marido ha dado a una joven el poder de la adivinación. Por medio de ella, el maligno se ha manifestado y ha profetizado acontecimientos futuros nefastos.
―Madame, es imprudente por vuestra parte hacer estas afirmaciones. Nada menos que delante de una papista como la marquesa de Rocca Masci ―la reprendió el barón Seguret.
―Perdonadme, no quería ofenderos.
―No me habéis ofendido, al contrario… ―replicó satisfecha la noble dama italiana.
―Perfecto, ¿por qué no hablamos de otra cosa? Dejemos que también madame Seraphina goce de nuestra bella jornada ―afirmó Faust Seguret, sacando del punto muerto a la condesa Cagliostro.
Los aperitivos sustituyeron a las conversaciones serias, abriendo el apetito de los voraces comensales campestres. Las crostate5 de pistacho, de albaricoque y melocotones, merengues y rollitos de plátano sellaron el éxito de la cocina de casa Rohan.
La hora del regreso fue señalada por una ligera brisa que comenzó a soplar cuando el sol estaba ya un poco débil. Esto obligó a las señoras a subir de nuevo a las carrozas. La marquesa Rocca Masci invitó a la condesa Cagliostro a que le hiciese compañía.
―Madame Seraphina, estoy contenta de que hayáis aceptado mi invitación.
―El honor es mío, marquesa.
―Os debo felicitar, señora. Estos días habéis debido soportar feroces ataques contra vuestro marido, sin embargo, habéis mantenido una contención admirable.
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