Kitabı oku: «Las maletas del olvido», sayfa 2
CAPÍTULO 2
Geminis: Si quieres que se arregle una situación familiar que te perturba tendrás que poner de tu parte. Controla tu genio para que todo vuelva a la normalidad.
No debería leer el horóscopo, al menos no cuando hay algo que no marcha bien, porque si me dice algo malo me paso todo el día esperando que suceda. Tiro del cable de la plancha y la dejo encima del mármol para que se enfríe sin haber planchado nada, lo que acabo de leer me angustia.
Que controle mi genio, dice. Bastante me guardo, a veces son tantas cosas que pienso que, si no las suelto, acabarán ahogándome. Cuando Muriel baje a desayunar hablaré con ella; no quiero ni pensar cómo debe sentirse y lo que le rondará por la cabeza. Con quien debería hablar también es con Inés, no puede seguir así, está sufriendo y yo con ella.
No es la primera mujer a la que abandonan, aunque sí una de las pocas a las que dejan el día antes de la boda. Fue terrible, lo recuerdo como si fuera ayer. El vestido de novia colgado en la lámpara del comedor para que no se arrugara. Ella tan contenta, tan ilusionada. Siempre tuvo buen carácter, no se parece en nada a Elena, no pueden ser más diferentes. Parece que la estoy viendo, paseando por casa con el pijama y los tacones para que no le hicieran daño al día siguiente. Le hicieron daño, pero no fueron los zapatos.
No entiendo por qué él esperó al día antes para decirle que no se casaba, qué cobarde. Aunque, pensándolo bien, podría decirse que romper con ella antes de empezar un matrimonio que los habría hecho infelices a ambos fue un gesto valiente. Ahora la única infeliz es Inés, y me cambiaría por ella para evitar verla así. Ese día, mi pequeña no perdió solo a su pareja, perdió la autoestima, la ilusión, la confianza... Después perdió mucho más: se quedó sin trabajo, sin amigas… Al principio la escuchaban, pero todo el mundo se cansa, además, se aisló, no salía de casa y no contestaba al teléfono.
Está hundida, pero no quiere salir del pozo, se pasa el día en pijama o en chándal, con esa chaqueta larga de punto que parece un abrigo y que tiene un agujero en la manga. Me entran ganas de arrastrarla a la bañera para lavarle el pelo, ese pelo graso pegado a la cara que lleva suelto todo el día como si quisiera esconderse debajo de él.
A veces pienso que está trastornada. Ha engordado un montón de kilos, está obesa y le da igual, porque no para de comer. Y aunque es descuidada con su aspecto nunca deja de pintarse los labios de rojo. Da verdadera pena verla con esa ropa, ese pelo y esos labios rojos. Se pasa el día hundida en el sofá o acostada escuchando música, siempre las mismas canciones de desamor, me las sé de memoria. El vestido de novia sigue colgado detrás de la puerta de su habitación. Al principio no quise quitarlo de ahí, pensaba que necesitaba un tiempo de duelo, pero ya está durando demasiado. Echo tanto de menos a mi hija, esta no es ella, es una réplica, una copia barata y de mala calidad. Está amargada. Lo peor que te puede pasar es vivir amargada, estar triste es malo, pero sentir rencor es horrible.
Llaman por teléfono y dejo que suene cuatro veces antes de cogerlo, es otra manía, pienso que si lo cojo antes será una mala noticia. Propaganda de telefonía, pensaba que sería Elena; cómo puede descuidar así a su hija; yo moriría por las mías y a ella parece que no le importe, no entiendo cómo puede ser así.
—Buenos días, abuela.
—Buenos días. —Al girarme veo a Muriel en la puerta de la cocina y pienso en lo menuda que se ve en pijama. Sin gota de maquillaje es una niña, aunque se empeñe en disfrazarse de adulta—. ¿Has descansado?
—No mucho, la tía Inés ha estado llorando toda la noche, y me daba tanta pena… Ya ha pasado mucho tiempo, y ese tío era un gilipollas, ya debería estar bien. He intentado hablar con ella, pero no me contesta. ¿Por qué tiene el vestido de novia colgado detrás de la puerta?
Saca una botella de Cacaolat de la nevera y bebe a morro.
—No lo sé, por más vueltas que le doy no encuentro explicación, y ella no habla de eso. Una vez lo guardé mientras se duchaba y, cuando se dio cuenta de que no estaba, se volvió loca. Voy a ver si baja a desayunar con nosotras.
Hace nada que me he levantado y ya estoy agotada. Subo la escalera para ir a la habitación de Inés arrastrando los pies, como si lo que llevo a cuestas pesara demasiado. Odio esta casa y pienso que nos trae mala suerte. Llamo a la puerta, Inés no contesta y, en cuanto oye que entro, se tapa la cabeza con la sábana. Me siento en el borde de la cama y le pongo una mano en el hombro.
—Inés, ven a desayunar con nosotras, anda, Muriel necesita compañía y yo soy mayor, no entiendo de cosas de jóvenes. Te vendrá bien madrugar un poquito, después podemos ir al centro comercial, necesitas ropa, y así te distraes. —El bulto que hay debajo de la sábana y que se supone que es mi hija no se mueve ni contesta, es como si hablara con la pared. —Está bien, haz lo que quieras, pero te vas a arrepentir del tiempo que estás desperdiciando, tirándolo a la basura. El tiempo es lo más valioso que tenemos, no vuelve nunca, no podrás recuperarlo jamás. ¿Por qué te empeñas en ser infeliz? Tu actitud es masoquista, ¿te acuerdas de cómo eras antes? Derrochabas alegría, igual agotaste tus reservas y por eso ahora no te queda nada. Nadie se merece este sufrimiento, Inés. Si ese hombre no quería estar contigo, peor para él. Tú estás aquí, dejándote la vida, escondida detrás de ese pijama viejo, montañas de donuts y ese pintalabios rojo, y él seguramente no se acuerda de ti ni un segundo del día. Déjame ayudarte, no sabes lo que supone para mí ver como desaprovechas tu vida de esta manera absurda.
Me da la sensación de que se ha encogido. Me duele hablarle así y acabo callando; le diría muchas más cosas, pero no quiero hacerle más daño. Espero unos instantes en los que Inés no se mueve, casi parece que no respire, como si además de estar muerta por dentro lo estuviera también físicamente. Me levanto de la cama y salgo de la habitación sin obtener respuesta. Me dan ganas de entrar de nuevo, arrastrarla escaleras abajo y echarla a la calle para no tener que ver en lo que se ha convertido. ¿Qué clase de madre soy que me veo incapaz de ayudar a mi hija?
Después de desayunar acerco a Muriel, que se ha disfrazado de nuevo, al instituto. Esa ropa y ese maquillaje para parecer más dura no engañan a nadie. Tengo hora en la peluquería para ponerme el tinte y ella me dice que volverá a casa con una amiga, que no me preocupe. Al despedirnos me da un abrazo, siento su cuerpo menudo entre mis brazos y pienso que es tan frágil que la vida podría destrozarla de un zarpazo en un suspiro. Espero en el coche hasta que la pierdo de vista, porque se camufla entre un montón de adolescentes, y me siento vieja, como si la vida ya no tuviera sentido para mí porque no me tiene nada nuevo reservado.
En la peluquería tengo que esperar un poco y la cabeza no deja de dar vueltas. Tengo una revista en las manos, aunque no leo nada, estoy escuchando a la mujer que está sentada a mi lado y no sé si reírme o llorar. Está hablando con la peluquera, dando lecciones de cómo ser una buena madre y una perfecta ama de casa. Me parece increíble.
Dice que no hay que apuntar a los niños a actividades extraescolares, que es mejor estar con ellos, que hay padres que los aparcan allí para quitárselos de encima. Nada de precocinados, a ella le gusta cocinar. Para cenar, verdura y pescado a la plancha; si algún día toca pizza, como un extra, no por norma, la masa la hace ella. La comida no se sirve en la cocina, aunque sea más incómodo hay que llevar la sopa al comedor, con una sopera. Hay que dedicar tiempo a los hijos, dice, porque si no, luego te salen mal. La miro con descaro y ella me sonríe, como si pensara que le estoy dando la razón. Me fijo en que luce una manicura perfecta y que va pintada como una puerta, por lo que se ha tenido que pasar un buen rato delante del espejo. Además va vestida de manera impecable, no me la imagino haciendo todo eso que predica. Me estoy poniendo enferma. Qué mierda de madre y ama de casa he debido de ser. Además de haberlo hecho tan mal nunca he tenido una sopera.
La madre perfecta no existe, aunque para mí estaría más cerca de serlo la que cría a sus hijas sola porque su marido desaparece para siempre después de decidir que quiere vivir la vida y que le viene grande el oficio de padre. La que se levanta a las cinco de la mañana para dejar la comida preparada porque trabaja tantas horas en una mierda de fábrica que si no cocinara de madrugada no tendría tiempo para estar con ellas después. La que no se da un capricho nunca porque el dinero no alcanza y, a ratos, está tan agotada que le molestan hasta sus hijas. Y llega incluso a plantearse si no hubiera sido mejor no tenerlas, para arrepentirse enseguida de esos pensamientos que hacen que se sienta una mala persona y una madre nefasta. Esa misma que miente a lo grande y les dice que su padre se ha tenido que ir a trabajar fuera, que no viene a verlas porque está muy lejos y trabaja mucho para que no les falte de nada, porque su papá las quiere más que a nada en el mundo. Después, de noche, a escondidas, escribe cartas que echa al correo para que ellas piensen que se las ha escrito él.
Los recuerdos duelen, a pesar del tiempo que ha pasado, y por un instante pienso que me echaré a llorar, porque ellas no eligieron a su padre, la culpable fui yo, que no supe elegir. La mujer de la manicura perfecta me ha estropeado el día, sigue hablando sin parar, no se calla y me está dando dolor de cabeza. Intento no escucharla, cosa que me resulta muy difícil. Las ganas de llorar aprietan y pienso en que a lo mejor si hubiera tenido una sopera y hubiera hecho todas esas cosas que dice mi marido no se hubiera ido con otra.
Le digo a la peluquera que no me encuentro bien, que vendré otro día, y me voy a casa. Me siento derrotada y me pregunto si la situación que están viviendo ahora mis hijas es una consecuencia del abandono de su padre y de haber tenido una madre a veces ausente, porque no podía llegar a todo, y a veces absorbente por el mismo motivo, y no sé si todas estamos tocadas psicológicamente ni hasta cuándo seremos capaces de soportar esta situación.
Inés
Ya se han ido. ¿Por qué no me dejarán tranquila? Qué pesada que es mi madre. Sé que se preocupa por mí, pero a ella no la dejaron plantada el día antes de su boda con el piso montado ni tuvo que llamar a los invitados para anular la ceremonia sin saber qué decir. ¿Qué explicación podía dar? ¿Que el novio había descubierto que estaba enamorado de otra mujer, a pesar de que el día antes había hecho el amor con la que estaba a punto de convertirse en su esposa y con quien iba a compartir el resto de su vida?
A ratos lo disculpo diciéndome a mí misma que fue honesto: no me quería y no hubiéramos sido felices. Pero la mayoría del tiempo lo odio por lo que me hizo: no había necesidad de esperar tanto, debió haberme dejado antes. Y esa manera cobarde de decírmelo, por teléfono, sin atreverse a dar la cara.
¿Cómo es que no me di cuenta antes? Me martirizo pensando eso, en lo ciega que estuve. Quizá si no hubiera sido tan ingenua no lo hubiera pasado tan mal después. Perder algo que no es perfecto no duele tanto, aunque para mí él lo era y nuestra relación también. Lo peor de todo fue tener que ir a recoger mis cosas al piso en el que íbamos a vivir. Me dio la sensación de estar vaciando los armarios de un difunto. Me había imaginado lo doloroso que debía ser deshacerse de las pertenencias de un ser querido cuando fallece; y ahí estaba yo, sacando cosas de los cajones, llenando cajas y maletas sin poder parar de llorar; con mi madre ayudándome e intentando animarme a su manera, que no siempre es la mejor. Tendría que haberle hecho caso y haber llenado una maleta de recuerdos y de pasado, como si todo lo que viví con él no hubiera existido, cerrarla y tirar la llave. Pero ¿cómo se hace eso? «Inés, deja una maleta vacía y llénala de las cosas que quieras olvidar, tómate tu tiempo y mete todo lo que no quieras recordar porque te hará daño. La dejaremos tirada por el camino, así, cuando tengas la tentación de recordar, pensarás en que es mejor olvidar, mete lo que duele en una maleta y abandónala». No quise decirle que no, aunque me parecía ridículo. Estaba tan hecha polvo que todo me daba igual. Lo que a cualquiera le parecería un disparate, en mi madre es lo más normal del mundo. Me dejó sola en una habitación con una maleta vacía abierta, una libreta y un boli, para que hiciera una lista con todo de lo que quería deshacerme. La tiramos en un contenedor antes de llegar a casa. Lástima, porque abandoné la maleta allí, pero traje conmigo lo que tendría que haberse quedado en su interior y no soy capaz de hacer que desaparezca.
Cuando lo analizo, pienso que ya debería sentirme bien, pero el amor es irracional. Cada vez estoy más gorda, todo me queda pequeño y, como salgo poquísimo, ni me visto. Lo único que conservo de mi vida anterior son los labios pintados de rojo. Esa boca que tanto le gustaba a él. Siempre me decía que mis labios estaban hechos para ser besados. Cuando me miro al espejo es lo único bonito que veo. La cara me ha engordado y la papada me tapa el cuello hasta un punto que parece haber desaparecido; sin embargo, no puedo dejar de comer. Como no tengo bastante con mi madre, anoche Muriel me hizo sentir fatal.
«Tita, no puedes estar así, ese tío era un gilipollas. ¿No veías cómo le miraba las tetas a mi madre? Debería darte igual que te dejara, hay más hombres y más guapos. Estás muy gorda, con lo guapa que eras. ¿Por qué no llamas a tus amigas? No sales nunca. Además, a veces es mejor estar sola. Mira, mi madre no quiere a mi padre ni él la quiere a ella, eso es peor que que te dejen. Cuando sea mayor, si me caso, no quiero estar con una persona que no me quiera, prefiero que me deje, como te pasó a ti. ¿Para qué estar con un hombre que no te quiere? Eso es engañar al otro aunque no le pongas los cuernos. Mis padres no hacen nada juntos, no se quieren ni se soportan. A mí tampoco me quieren. —Suspiró y esperó un poco antes de seguir hablando—. Les da igual lo que haga, no se preocupan si me voy a casa de una amiga el fin de semana y no los llamo, ellos no me llaman para nada, no saben si estoy bien o si me ha pasado algo. Alguna vez he llegado a casa borracha después de una noche de fiesta y ni siquiera me han reñido, han hecho como que no han visto nada. A ti la abuela te quiere y se preocupa por ti, qué suerte, y tú llorando por ese imbécil. ¿Por qué no te descargas una app para buscar pareja? —Ahí le cambió la voz, estaba emocionada con su ocurrencia y noté cómo se incorporó en la cama—. Ponemos una foto falsa por si te encuentras a algún conocido, a lo mejor conoces a alguien interesante, aunque sea para hablar, puede ser divertido. Esta noche te lo piensas y me dices algo. Tita, te quiero. Mucho. Buenas noches».
Me dio mucha pena por ella y por mí. Pensar que tus padres no te quieren debe de ser horrible, aunque no fui capaz de decirle que yo también la quiero. Estuve esperando a que apagara la luz de la lamparita, pero ni quedándonos a oscuras me salió decírselo. Me senté en la cama y me quedé un rato así, esperando a ver si era capaz de decirle que no estaba sola y que la quería. Me hubiera gustado meterme en su cama y abrazarla, pero pensé que no cabríamos las dos, porque estoy muy gorda, y que yo igual le daba asco. Solo un abrazo, eso me hubiera gustado, acompasar mi respiración a la suya. ¿En qué me estoy convirtiendo? Quiero a esta niña como si fuera mía, a veces pienso que la quiero más que su propia madre. Cuando era pequeña pasaba muchas temporadas en casa; sus padres viajaban mucho, es lo que tiene ser rico. Mi hermana está ciega. ¿No se da cuenta de que toda esa rebeldía es para llamar la atención? Ella está feliz de la vida solo con que Agustina le diga «señora esto, señora lo otro». ¡Qué ridícula! No la envidio para nada, hay cosas que el dinero no puede comprar.
Saco un paquete de dónuts de chocolate y me siento con la caja en el regazo. Paseo la vista por la cocina y veo todo perfectamente ordenado, no hay nada fuera de su sitio: los botes de las especias con la etiqueta hacia delante; los paños de cocina doblados todos igual, perfectos; las bolsas de plástico dentro de un tarro de cristal, meticulosamente dobladas. Me chupo los dedos antes de coger otro dónut. A mi hermana le ponen enferma las manías de mi madre; a mí me dan igual, la mujer no hace daño a nadie. Se cree mejor que nosotras. No viene casi nunca y, cuando lo hace, me mira con cara de asco, debe de odiar a los gordos; ella luce cuerpazo de gimnasio y tetas operadas.
Si hubiera algo que me devolviera las ganas de vivir… Necesito un empujón, yo sola no puedo. Al principio estaba hundida, algo después hice un esfuerzo, pero ya me fue imposible. Sé que por mucho tiempo que pase y, aunque me recupere, nunca volveré a ser la misma: algo se rompió dentro de mí el día que me dejó. El pasado no deja de venir a visitarme, me lleva de paseo, me monta en el tren de los recuerdos, un tren del que no me quiero bajar, y poco importa que abandonara esa maleta en el camino, la tristeza viaja ligera de equipaje.
CAPÍTULO 3
Soñar con pestañas: Es de mal augurio. Si sueña que se le caen significa que algo va a ir mal. Soñar que tiene las pestañas cortas quiere decir que va a llorar mucho por una desgracia.
Como si necesitase un recordatorio de lo que está pasando, la pantalla del ordenador se encarga de advertirme para que no me olvide. ¿Para qué habré mirado el significado del sueño? ¡Qué tontería! ¿Cómo va a saber nadie lo que significa un sueño? Es mejor no hacer caso, creerse estas cosas es de gente inculta, como dice Elena.
Hoy es sábado, el día de la cena con la familia del socio de mi yerno. Muriel se ha empeñado en que no va y su madre en que vaya. Ahora es cuestión de ver quién puede más. Esta noche la llamaré, ayer la llevé a su casa para que se sentara a la mesa en esa dichosa cena. Después, si quiere, puede mudarse conmigo. Nunca se lo he permitido, aunque me lo ha pedido montones de veces. Tenía la absurda esperanza de que las cosas se arreglarían entre ellas, pero me temo que eso no va a pasar. Solo espero que, con el paso del tiempo, mi hija se dé cuenta de lo mal que lo está haciendo. Muriel no se merece pasar la adolescencia en esa casa, tan falta de amor y tan llena de mentiras y engaños.
Salgo a comprar y no puedo quitarme de la cabeza lo absurdo que es buscar el significado de los sueños. Me siento en un banco porque no me encuentro bien. Desde hace años tengo unas manías que no logro dejar atrás. Estoy convencida de que si dejo de hacer determinadas cosas, sucederá algo malo. Como si que las mujeres de mi casa seamos unas infelices no fuera ya suficiente catástrofe. Todas somos desgraciadas. Estamos dejando escapar la vida, como se escapa la arena de la playa entre los dedos cuando quieres retenerla en tus manos.
Cuando el padre de mis hijas me abandonó no tuve tiempo para lamentarme. Claro que lloraba, cada día, pero seguí viviendo. Tuve que criarlas yo sola, sin ayuda y sin dinero; pero no recuerdo esa época como una etapa gris. A nuestra manera, lo pasábamos bien. Les escondí mi pena, o eso pensaba yo. Quizá no lo hice tan bien y ahora repiten un patrón aprendido. ¿Cuándo empezaron a torcerse las cosas? No lo sé, pero sí sé que no se arreglarán porque doble las toallas de una manera determinada o ponga los libros ordenados de más gruesos a más finos, ni por tener que poner la lavadora siempre en el número tres. Nunca he puesto otro programa, da igual si hay mucha ropa o poca. Me da pavor hacer las cosas de otra manera. Lo he intentado y soy incapaz.
Hoy presiento que me van a dar una mala noticia, parece que llame al mal tiempo, así que decido dejar de hacer todas esas cosas irracionales y disparatadas propias de una mente enferma.
Entro al supermercado, respiro hondo y agarro el carro con fuerza. Cojo una bolsa y la lleno de naranjas, sin contarlas. Luego los tomates, tampoco los cuento. Rompo la rutina de empezar por un pasillo y llegar hasta el final —aunque no necesite nada de esos estantes— antes de pasar al siguiente.
Ya en las cajas, evito la número siete y la doce, las de siempre, y me voy a la uno. Estoy sudando y me tiemblan las manos, me siento como una kamikaze. Salgo del supermercado y dejo las bolsas en el maletero de cualquier manera. Al montarme en el coche apoyo la cabeza en el volante y cierro los ojos, estoy mareada. Ya está, lo he conseguido, esto es lo que deben de sentir los adictos cuando se están desintoxicando.
De camino a casa, me siento eufórica y canto en voz baja mientras sigo el compás de la música, repiqueteando en el volante con los dedos.
Cuando aparco, apago la radio sin esperar a que termine la canción, al contrario de lo que suelo hacer. Entro en casa y, al guardar la compra, arrugo las bolsas de plástico. Estoy contenta y sigo tarareando mientras saco las que están perfectamente dobladas en un tarro de cristal y las desdoblo, hago bolas con ellas y las meto otra vez, apretujadas. Desordeno los botes de las especias y cambio el orden de los vasos, intercalando los altos con los pequeños de café. Pienso en que nosotras, las tres, tenemos los sentimientos desordenados por una u otra razón y me pregunto si no vendrán de ahí mis manías. Igual intento compensar el caos que tengo en mi vida con el orden en mi casa.
Ya está anocheciendo y la euforia ha desaparecido. No logro sacudirme la estúpida sensación de que algo va a salir mal. No hago más que mirar el reloj. Estoy deseando que den las doce para que llegue mañana, como si fuera una cenicienta moderna y el castigo por saltarme las normas terminara a esa hora. Me arrepiento de todo lo que he hecho y ordeno los botes de cocina, no puedo con este caos.
Decido llamar a Muriel, se pondrá contenta cuando le diga que puede venirse a vivir aquí, si quiere.
A lo mejor le va bien estar una temporada separada de su madre, hasta que logren entenderse. No me coge el teléfono y me extraña, ayer le escribí y tampoco contestó. A veces tarda en hacerlo y otras se le olvida, pero no dos días seguidos. Cuando le envío un wasap y veo que no le llega, respiro hondo y me digo que tengo que tranquilizarme. Probablemente se habrá quedado sin batería. Decido llamar a su casa, Elena estará porque hoy es la cena, si la llamo al móvil no lo cogerá y después se excusará diciendo que estaba muy ocupada, cuando lo único que tiene que hacer es decidir qué modelito va a ponerse.
—Residencia de los Cano. Dígame.
—Agustina, soy yo. Déjate de tanta ceremonia y dile a mi nieta que se ponga.
—La señorita no está.
—Pues que se ponga mi hija.
—Ay, señora, la señora Elena me pidió que no la molestara, se enfadará conmigo si le llevo el teléfono.
—Una madre no debería ser motivo de molestia. Llévale el teléfono y dile que, si no se pone, juro por Dios que no volveré a dirigirle la palabra. —Agustina le repite mi amenaza, y la rabia crece dentro de mí cuando escucho que dice en voz baja que soy una pesada.
—Mamá, ¿qué quieres? Me estoy vistiendo para la cena, no tengo tiempo de sermones.
—¿Dónde está Muriel? He llamado para hablar con ella.
—Aquí no está. Se supone que estaba en tu casa. Desde que se fue no ha vuelto. —Al oír su respuesta siento miedo, el miedo al que se refería el horóscopo hace unos días. ¿Dónde diablos estará Muriel? Y lo que es peor, ¿estará bien?
—Ayer la llevé a tu casa, me dijo que iba a hablar contigo, que si no volvía era porque estaba todo arreglado y que se quedaba allí. La dejé en la puerta.
—Pues aquí no está. Ya ves que se ha empeñado en fastidiarme la cena.
—Elena, no sabes dónde está tu hija ni dónde ha dormido, ¿y solo te preocupa esa maldita cena?
—Mamá, no seas dramática, estará en casa de alguna amiga. Mañana aparecerá para restregarme por la cara que se ha salido con la suya.
—Si le pasa algo, no te lo perdonaré nunca.
La certeza de que ha ocurrido una desgracia me golpea el estómago dejándome sin aliento. Algo ha sucedido, lo sé como se saben esas cosas que presientes y en las que no quieres pensar por temor a que se hagan realidad. Llamo a Teresa inmediatamente. Teresa es mi amiga y además es vidente. Le explico lo ocurrido y me dice que estará aquí en dos minutos.
Voy a la habitación de Inés, que sigue acostada y le retiro las sábanas bruscamente.
—Muriel ha desaparecido —le digo gritando—. Levántate, tenemos que ir a buscarla.
—¿Que ha desaparecido?, explícate. ¿Y a dónde hay que ir a buscarla? ¿La has llamado al móvil?
—Sí, no contesta. He llamado a casa de tu hermana, hace dos días que no sabe nada de ella, pensaba que estaba aquí, con nosotras. Hoy es la cena, se habrá escapado. Dos días por ahí, ¿dónde estará?, ¿dónde habrá dormido? No me ha llamado, tiene que haberle pasado algo. Si le ha pasado algo malo, me muero, es culpa mía, tendría que haberla dejado quedarse aquí. Tenemos que ir a la policía. Ahora viene Teresa, ella nos dirá si está bien. No tendría que haber pagado en esa caja, ni haber cogido la fruta sin ton ni son, ¿por qué me habré saltado los pasillos del supermercado? Voy a doblar bien las bolsas mientras llega Teresa.
—Mamá, por favor, no te entiendo, para.
Inés me mira asustada y es la primera vez desde hace mucho tiempo que veo algo en sus ojos y en su actitud que no es desidia ni apatía; y, por un instante que dura solo una milésima de segundo, me alegro de que algo la haya hecho reaccionar, aunque sea la desaparición de Muriel. No sé si eso me convierte en una mala persona, pero ahora no tengo tiempo para juzgarme. Abro el armario y le tiro la ropa encima de la cama.
—Vístete.
—Tranquilízate —dice—, ahora voy. Y cuéntame otra vez lo que ha pasado, porque no entiendo nada.
El timbre nos salva a las dos: a mí porque evita que le diga a Inés lo que pienso sobre su cobardía para enfrentarse a los problemas —sé que mis palabras pueden hacerle mucho daño y después me arrepentiría—; y a ella, porque si lo escuchara la hundiría para siempre, y eso es lo que menos necesitamos en estos momentos.
—Teresa —susurro.
Inés
Suena el timbre, será Teresa.
Me da miedo mi madre, no entiendo nada de lo que me ha dicho, no dejaba de andar de un lado a otro de la habitación llorando mientras decía que Muriel había desaparecido, no sé qué dice de la fruta, del supermercado y de unas bolsas de plástico. No la había visto nunca así, ¿qué habrá pasado? Le escribo un mensaje a Muriel, mi madre y el móvil no son buenos amigos, la mayoría de las veces se equivoca de destinatario cuando envía los wasaps; otras la llamas y cuelga e incluso ni contesta porque dice que no suena. Como mis mensajes no le llegan, la llamo. Muriel tiene el móvil apagado y eso sí que es extraño, porque mi sobrina anda todo el día con el teléfono en la mano, no dejaría que se quedara sin batería.