Kitabı oku: «Las maletas del olvido», sayfa 4
CAPÍTULO 4
Géminis: Cuestiones relacionadas con tu vida personal y familiar con las que habías tenido dificultades van a solucionarse. Aunque todavía tienes mucho trabajo por delante.
Cierro el periódico y lo dejo en la estantería, Dios quiera que el horóscopo acierte, daría todo lo que tengo por ver a Muriel entrar por la puerta y que estuviera bien. A lo mejor se fue para castigar a su madre y ahora le da miedo volver. No hemos dormido nada, toda la noche en vela, daba la sensación de que estábamos velando a un difunto. Me niego a pensar eso, Muriel está viva. Teresa me lo ha asegurado, sé que no me engañaría en una cosa así. Esta es la peor noche que paso desde hace mucho tiempo, solo es comparable a la que vivimos hace ya muchos años, cuando ocurrió la terrible desgracia que dejó a Teresa huérfana, no de padre y de madre, huérfana de familia, que es mucho peor.
Gracias a Dios mi hija ha reaccionado, me dejé la piel intentando inculcarle unos valores. Ya fracasé en mi matrimonio, no podría soportar haber fracasado también como madre. Estamos desesperadas, no sabemos qué hacer, esta situación es frustrante.
Cuando entro en casa veo cómo me miran y me doy cuenta de que no llevo nada en las manos. Hace un rato dije que iba a comprar algo para desayunar —necesitaba salir de casa— y he vuelto sin nada. Leí el horóscopo en el periódico de la gasolinera y un pequeño hilo de esperanza hizo que me olvidara de todo lo demás.
Los minutos pasan y se convierten en horas, Elena entra y sale de la cocina al comedor continuamente, solo se oye el golpeteo de los tacones, eso y el tictac del reloj. Me levanto y le quito las pilas, Elena se sienta, como si se las hubiera quitado a ella también.
El sonido del timbre nos saca de la inmovilidad y el mutismo. No sé si siento temor o alivio al escucharlo. Nos levantamos las cuatro y salimos al recibidor. Al abrir, casi me caigo al ver a la amiga de Muriel, por un momento pensé que era ella. Van vestidas igual, parecen clones.
—Hola.
—Hola, pasa por favor —digo echándome a un lado.
—No. Solo quería decirle una cosa. —Habla con la cabeza baja, sin mirarnos a la cara, como el otro día—. A veces vamos a la masía abandonada que hay al lado del cementerio, conocemos a algunos de los chicos que viven allí. Tengo que irme o llegaré tarde al instituto.
Sin darnos tiempo a preguntarle nada se da la vuelta para reunirse con un chico que la está esperando un poco más abajo, montado en una moto.
Sin decir ni una palabra, como si hubiéramos estado esperando una orden, nos ponemos los abrigos y salimos disparadas hacia el coche. Me paso todo el trayecto hasta la masía rezando, prometiendo cosas sin parar, cosas que, un segundo después de haber pensado en ellas, ya me parecen absurdas; que más le dará a Dios que deje de amenazar a mi hija de que voy a ir a su casa con bata y zapatillas como hago ahora para molestarla; o que prometa dejar de ir a ver a mi marido a escondidas, como hago de vez en cuando desde que descubrí que nunca se marchó de la ciudad y que tiene otra familia con otras hijas y otros nietos, que no le molestan ni le vienen grandes. Tampoco me parece importante decir que voy a dejar de comerme los dulces que trae Inés a casa, a escondidas también, porque los tengo prohibidos por el médico. Por más que pienso, no se me ocurre ni un pecado que ofrecer a Dios a cambio de que me devuelva a Muriel, no se me ocurre nada que me cueste un gran sacrificio. Entonces, Inés, que está sentada a mi lado, me coge la mano y la aprieta en un gesto cariñoso. Y siento que es tan desgraciada que le prometo a Dios que me voy a dejar la vida para que mi hija vuelva a ser feliz, que no voy a descansar ni un día hasta que vuelva a verla como era antes. Le voy a arrancar la pena que tiene instalada en el corazón, claro que, para que eso suceda, tenemos que encontrar a Muriel, si no es así ninguna de nosotras podremos salir de la oscuridad, ni siquiera Elena, que aparenta ser una roca. Cuando termino de hablar con Dios, siento un alivio enorme. Sé que vamos a encontrar a Muriel y que esto que ha pasado ha sido para hacernos reaccionar.
Nos bajamos del coche y nos acercamos a la casa. Nos reciben un montón de perros que ladran pegados a la reja de la entrada. Tras ella, vemos una especie de patio sembrado de bombonas de butano, sillas de plástico viejas, montañas de chatarra y botellas vacías tiradas, además de bolsas de basura. El espacio está completamente abandonado. No podemos entrar, en la verja hay una cadena con un candado. La zarandeo y el ruido enloquece a los perros, que no paran de ladrar. Aunque rompiéramos el candado, cosa imposible, los animales nos impedirían el paso. Gritamos llamando a Muriel para ver si sale alguien, pero no obtenemos respuesta.
—Hay que llamar a la policía.
Busco en mi bolso el número de teléfono que me dio el agente, los perros se callan y, cuando levanto la cabeza, veo a un chico delgado y desgarbado. Los perros corren hacia él. Tiene el pelo lleno de rastas, un aro en la nariz y varios más en las orejas. Lleva un palo en la mano y se acerca a la puerta con aire amenazante.
—¡Joder!, menudo escándalo, ¿qué pasa?
—Abre la puerta, venimos a buscar a mi nieta. Si no abres, llamo ahora mismo a la policía.
—¿Y se puede saber quién es su nieta?
—Se llama Muriel y no nos iremos de aquí sin ella.
—No conozco a ninguna Muriel —dice con desgana.
Se da la vuelta riéndose de nosotras y nos hace la peineta, me agacho y le lanzo una piedra que cojo del suelo y que le da en la cabeza. Suelta el palo y se lleva las manos a la parte del cráneo donde ha notado el impacto.
—¡Hijas de puta! Joder con las putas chifladas, ¿estáis locas o qué? Os he dicho que no conozco a ninguna Muriel, si no os largáis ahora mismo suelto a los perros —dice mientras se acerca a la puerta de entrada, dándole una patada con fuerza. Los perros ladran sin parar. Inés saca una foto del bolso y se la enseña.
—Solo tiene quince años, si está ahí dentro tendrás problemas, no nos moveremos de aquí y llamaremos a la policía.
—¿Quince? ¡Vaya mierda! Parecía más mayor —confiesa mientras ordena a los perros que se callen y abre la puerta. El alivio que siento es tan grande que creo que me voy a desmayar—. Ya os la podéis llevar, está con la pálida, no quiero líos. Y no toquéis nada.
Entramos detrás de él, se detiene, nos amenaza con el dedo y nos repite que no toquemos nada. La casa da verdadero asco, huele a basura y parece un vertedero, así que no sé qué es lo que no quiere que toquemos. Reprimo una arcada y me tapo la boca con un pañuelo, el olor es nauseabundo. Tengo que agarrar a Teresa para que nos siga, se ha quedado paralizada mirando alrededor, asustada. Nunca en mi vida había visto tanta basura acumulada. En un rincón hay un par de chicos bebiendo cerveza. Uno de ellos acaricia una barra de hierro al vernos aparecer. El que nos ha abierto la verja le hace un gesto con la mano y se relaja, ignorándonos. Suena una música de fondo que parece salida del infierno y eso me lleva a pensar que si el infierno existe debe ser algo parecido a esto. Hay colchones tirados en el suelo con mantas viejas y sucias encima. Una mujer duerme en uno de ellos y no puedo dejar de mirarle los pies, que asoman por debajo de la manta, tan sucios que están completamente negros, como si los hubiera metido en un saco de carbón. El muchacho que nos guía se detiene, aparta una sábana colgada de una cuerda y señala un bulto que hay tirado encima de un sofá, tan viejo como todo lo demás.
—Ahí está. Ya podéis salir de aquí cagando leches si no queréis que os eche a los perros.
Nos abalanzamos sobre ella, está blanca y sudando, tiene la ropa manchada de vómito seco y las ojeras más pronunciadas que nunca. La levantamos, la sacamos de allí y la metemos como podemos en el coche. Elena la acuna como si fuera un bebé y no deja de llorar y hablarle bajito. Le doy gracias a Dios por haberme escuchado. A lo mejor teníamos que pasar por esto para que mi hija recuperara a la suya y yo pueda salvar a Inés. Muriel no ha dicho ni una palabra, tampoco creo que pueda. No es el momento de pedir explicaciones. Teresa también ha enmudecido, parece estar en shock.
Al llegar a casa me cambio de ropa, necesito desprenderme del olor de esa casa. De camino al comedor, al pasar por el baño, veo que Muriel, sentada en la taza del váter, estira la mano, como si quisiera acariciar a su madre, que está agachada quitándole las botas; sin embargo, la retira antes de llegar a tocarle la cabeza, como si le diera miedo porque en vez de su madre fuera un perro de raza peligrosa y no supiera cómo va a reaccionar. Elena no se siente cómoda con el contacto físico, abrazarla es como abrazar a un árbol, y aunque por un segundo me dan ganas de entrar para consolar a Muriel, no lo hago, no quiero quitarle el sitio a su madre, no ahora. Al salir de nuevo al comedor escucho un gemido, es como un maullido de gato. Busco con la mirada de dónde proviene hasta que mis ojos se detienen en Teresa, que está de pie con un bulto oculto bajo el abrigo y la culpa escondida en la mirada.
—Teresa, ¿no te habrás traído un gato de esa masía llena de mierda? Estará infestado de pulgas.
Salimos de allí tan deprisa y tan aliviadas por haber encontrado a Muriel que no me fijé en nada más. Se abre el abrigo y saca una sábana sucia con algo que se mueve dentro, me la tiende y me quiero morir cuando veo a un bebé. Es una bebé, negra como una noche sin luna, qué pequeña y qué delgada.
—Teresa, ¿qué has hecho?
Cómo pueden complicarse las cosas cuando menos te lo esperas. ¿En qué estaría pensando Teresa cuando cogió a la niña? ¿Qué vamos a hacer ahora?, no podemos quedarnos con ella.
Inés me mira desde la puerta de la cocina, aunque no dice nada, sé que se pondrá de mi parte, lo que yo decida le parecerá bien, aunque no lo esté o aunque sea un disparate. Elena, como siempre, será la que ponga el punto sensato. Nada de soñar, que después los sueños no salen bien, lo sabe por experiencia.
Dejo a la niña encima de la mesa y la observamos para ver si está bien. A primera vista no tiene marcas de golpes, solo está sucia. Oigo los tacones de Elena acercándose y pienso en que ya no tenemos tiempo de esconderla. Ninguna de las tres nos giramos a mirarla, nos da miedo cómo va a reaccionar, seguimos inclinadas en la mesa mirando a la niña de espaldas a Elena.
—Muriel está en la cama, no me puedo creer la suerte que hemos tenido, no quiero pensar qué le podría haber pasado si su amiga no… ¿Qué estáis mirando? —dice al ver que no le hacemos caso.
Nos separamos un poco para dejar que la vea. Se acerca a la mesa, abre mucho los ojos, parece que se le van a salir de las cuencas, y se tapa la boca con las dos manos.
—¿Pero de dónde habéis sacado a esta niña?
Silencio por respuesta.
—La habéis cogido de la casa. Estáis locas. Nos pueden denunciar por secuestro. Lo que me faltaba. Salir en las noticias como una delincuente. —No para de andar de un lado a otro y habla más para sí misma que para nosotras—. Estamos a punto de perder todo lo que tenemos. Lo último que necesitamos es un escándalo. Teresa, dame a la niña, su madre la estará buscando. —De repente, se detiene, coge el abrigo que está encima del sofá, se lo pone y le tiende las manos a Teresa pidiéndole a la niña, que la aprieta contra su pecho, con fuerza. La niña empieza a llorar, supongo que tendrá hambre.
—Teresa, dámela.
Teresa no contesta, pero en su mirada hay determinación, no se la entregará. No sé qué demonios le pasa a mi hija, hace solo unos minutos estaba llorando de alivio por haber recuperado a Muriel y ahora parece que solo le importa evitar un escándalo. Ha estado a punto de perder lo más valioso que tiene y no ha aprendido nada. Ya sé que no podemos quedárnosla, pero no es necesario llevarla allí otra vez. No creo que su madre esté muy preocupada si la dejó sola en un sitio como ese, con un frío del demonio y rodeada de borrachos que podrían haberle hecho cualquier cosa.
—Mamá, eres inteligente, sabes que no podéis quedárosla.
—La niña se queda. —Me pongo al lado de Teresa e, inmediatamente, Inés se une a nosotras. Formamos un escudo para no dejarla pasar.
—No sabes lo que dices, ¡esto es un delito! Habéis secuestrado a un bebé.
—Lo único que te importa es que nadie se entere de que tu vida es una farsa. Te da igual que esta niña estuviera tirada entre ratas y basura.
—No pretendo llevarla a aquella casa, me ofende que pienses eso, hablaba de llevarla a la policía.
Quiero creerla, porque de lo contrario no podré volver a mirarla a la cara.
—Me voy, no quiero ser cómplice de esto. Mañana vendré a recoger a Muriel, no creo que ahora sea el mejor momento para que vuelva a casa, espero que sepáis lo que estáis haciendo.
Coge el bolso y, antes de que salga, la alcanzo en la puerta y la agarro del brazo.
—Júrame que no pensabas llevarla allí otra vez.
Sorpresa. En su cara veo sorpresa o quizá decepción y creo que me he equivocado con ella. Primero por pensar que es la clase de persona que haría una cosa así y después por hacérselo saber. Su silencio me pesa como una losa y preferiría que me dijera lo injusta que soy o cualquier otra cosa, pero no dice nada y veo tristeza en sus ojos. La suelto y sale de casa dejándome con un sentimiento de culpa que no voy a ser capaz de sacudirme en mucho tiempo. Vuelvo despacio al comedor y me acerco a Teresa, que parece una leona dispuesta a defender a su cría.
—Teresa, no puedes quedarte a la niña. Elena tiene razón, aunque me dé coraje reconocerlo. No puedes tenerla escondida, ¿y si se pone enferma?, cuando crezca tendrá que ir al colegio…
—Contrataré a un abogado, la adoptaré. No podemos dejarla allí abandonada, se morirá, y si la entregamos a la policía la llevarán a Servicios Sociales y no sabemos qué pasará con ella.
—Eso no es posible, no te dejarán quedártela, sabes que tengo razón.
Me dirijo a Inés, que aún no ha dicho nada.
—Inés, ve al centro comercial, compra leche en polvo, un biberón y algo de ropa. —De momento es lo único que se me ocurre, después ya veremos lo que hacemos.
Dejo a la niña con Teresa y voy a ver cómo está Muriel. Me indigna que Elena se haya ido dejándola aquí. Podría haberse quedado ella también. Es evidente que no está cómoda con nosotras, pero eso no es excusa. Mi nieta está despierta, aunque cierra los ojos al verme. Me siento en la cama, le paso la mano por el pelo y cojo su mano entre las mías, dando gracias a Dios de nuevo por habérmela devuelto. Tiene mala cara, los labios morados y un arañazo en la frente, parece que está muerta de frío y no para de tiritar. Me meto con ella en la cama y la abrazo por la espalda, como cuando era pequeña, y rompe a llorar; es un llanto hondo y cargado de pena, su cuerpo menudo se sacude y la aprieto con fuerza, como si estuviera hecha de piezas y quisiera evitar que se desmontara. En este momento detesto a Elena con toda mi alma.
Elena
Estoy rabiosa y no sé por qué. Debería estar feliz, pero hay algo dentro de mí que me empuja a no serlo. Le doy una patada a una lata que hay en el suelo y el líquido que quedaba dentro me mancha los zapatos de ante como si se vengara de mí. El taxi tarda y vuelvo a llamar para quejarme descargando toda mi frustración con la mujer que está al otro lado del teléfono. Cuando llega y me subo ladro la dirección al conductor haciéndole saber que no tengo ganas de conversación. La pregunta que me ha hecho mi madre sigue taladrándome el cerebro: si ha pensado que soy capaz de hacer eso es porque piensa que soy una persona horrible. ¿Eso es lo que transmito? Tengo ganas de llorar. Hace apenas unos instantes parecía que todo empezaba a recomponerse, que volvíamos a ser algo parecido a una familia —aunque todavía quedase mucho para volver a ser lo que fuimos— y, de repente, todo se ha hecho añicos de nuevo.
No pienso decirle a Santiago que Muriel está bien. Ni siquiera ha llamado para preguntarme si sé algo de ella. Qué mierda de matrimonio, qué mierda de vida. ¿En qué estará pensando mi madre? Teresa siempre ha sido rara, mística, espiritual, no sé cómo definirla, pero pensaba que mi madre era más sensata. Esa niña solo nos traerá problemas. No quiero ni pensar en la repercusión que tendría esto si se supiera. Sería el final. Las arpías del club de tenis tendrían carnaza para meses.
Nunca me han aceptado. ¿Por qué me empeño y me arrastro tanto, con la de desprecios que me han hecho? Jamás he encajado en su mundo de lujo y perfección. A pesar de frecuentar los mismos centros de belleza, las mismas tiendas exclusivas de ropa, siempre se han encargado de recordarme que yo sobro, que mi origen es humilde. Organizan cenas a las que no me invitan y después se encargan de hacerme saber lo bien que se lo han pasado. ¿Por qué tengo la necesidad de agradar a esas mujeres que no valen nada? Claro que, ahora mismo, recordando las bajezas que les he perdonado, creo que yo valgo menos que ellas.
Recuerdo el último viaje que organizaron, un fin de semana a unas cabañas de lujo encima de unos árboles. «Algo diferente», dijeron, en plena naturaleza, sin tacones, sin ropa de fiesta, solas, sin maridos. Eligieron el fin de semana del cumpleaños de Muriel, porque pensaban que no iría, que se librarían de mí. Aun así me comprometí a ir, les dije que Muriel ya era mayor y que le daría igual que yo no estuviera porque prefería celebrarlo con sus amigas. Quedamos a las nueve, el sitio al que íbamos estaba cerca, a tan solo una hora de nuestra urbanización. Llegué un poco antes al punto de encuentro y me extrañó no encontrarme con nadie. Cada vez que se acercaba un coche me levantaba del banco donde hacía rato que las esperaba por si eran ellas. Cuando pasaban veinte minutos de la hora señalada comprendí que se habían ido sin mí. Las llamé por teléfono, y solo me dijeron que yo me había confundido con la hora, que habíamos quedado a las ocho. No les extrañó que no apareciera. Pensaron que a lo mejor me lo había pensado mejor y que finalmente me quedaba en casa para estar con mi hija en su cumpleaños. «Vente si quieres, tu cama está libre», así que, una vez más me arrastré y fui detrás de ellas. Las elegí a ellas en lugar de a Muriel. ¿Por qué tengo la necesidad de ser aceptada en su círculo? Todavía hoy no lo sé, pero empiezo a no soportarlas.
Tengo un dolor de cabeza horrible y no sé cómo voy a manejar la situación con Muriel. Ambas necesitamos tiempo. Mañana iré a casa de mi madre como si no hubiera pasado nada. No es el momento de hacer reproches, además, temo que ella tenga más cosas que reprocharme a mí que yo a ella.
Al llegar a casa me encuentro a Santiago en el sofá con el portátil en el regazo. No levanta la vista cuando entro, ni pregunta de dónde vengo; ni siquiera pregunta por su hija. Paso por su lado sin mirarlo para ir a mi habitación y llamo a Arturo.
—Tengo ganas de verte.
No tengo que decir nada más.
Me ducho, me visto de puta de lujo y voy a su encuentro, a olvidarme por un rato de Santiago, de mi hija, de mi madre, de Teresa, de la niña negra, de las arpías y, sobre todo, de lo que he hecho con mi vida.
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