Kitabı oku: «Obras Completas de Platón», sayfa 175
La falta es una acción contraria a la recta razón.
La envidia es el pesar que sentimos en vista de los bienes presentes o pasados de nuestros amigos.
La impudencia es el hábito de exponerse al deshonor por el ansia de adquirir.
La temeridad es el exceso de valor que se muestra al despreciar el temor sin necesidad.
La ostentación es el hábito de prodigar los gastos contra toda razón.
El mal carácter es una imperfección, una falta, una enfermedad de la naturaleza.
La esperanza es la espera del bien.
La locura es una manera de ser, que nos impide descubrir la verdad.
La palabrería es la intemperancia irracional en el hablar.
La oposición es la mayor distancia posible entre dos objetos, que pertenecen al mismo género, y sin embargo son diferentes.
Lo involuntario es lo que uno hace a pesar suyo.
La educación es la cultura del alma.
El arte de enseñar es el arte de dar educación.
La ciencia legislativa es la ciencia que se ocupa de organizar convenientemente el Estado.
La reprensión es una advertencia, una censura dictada por la razón; es un discurso que se nos dirige para impedir que cometamos una falta.
El socorro consiste en apartar un mal actual o inminente.
El castigo es el remedio para el alma que ha cometido una falta.
El poder es la energía en la acción y en el pensamiento; es una firmeza que hace poderoso al que la posee; es una fuerza natural.
Salvar a alguno es librarle de todo daño.
POESÍAS
Argumento de las Poesías por Patricio de Azcárate
Estas poesías, de carácter ligero y muchas veces graciosas, se atribuyen por unos a Platón y por otros a distintos escritores. No se encuentran ni en las ediciones griegas más completas de las obras de Platón; sin embargo, las incluimos en ésta.
Poesías
Platón, después de oír a Sócrates, quema sus versos
Vulcano, ven a mí;
Platón reclama tu auxilio.[1]
A Áster.
Cuando tú consideras los astros,
Aster mío, querría ser el cielo
para mirarte con tantos ojos
como estrellas hay.
Al Mismo.
Aster, ha poco estrella de la mañana,
brillabas entre los vivos;
ahora, estrella de la tarde,
brillas entre los muertos.
A Dión.
Las Parcas han ahogado
en lágrimas la vida de Hécuba
y de los antiguos troyanos;
pero tú, Dión, tú has sido colmado
por los dioses;
los más gloriosos triunfos,
las más vastas esperanzas,
nada te han negado.
De vuelta en tu patria,
tus conciudadanos te honran a porfía.
¡Oh Dión, qué amor has encendido
en mi corazón!
Sobre Alexis.
Alexis no existe, pero nombradle,
hablad de su belleza,
y no hay nadie que no atienda.
Mas ¿para qué despertar una pasión
que no se puede satisfacer?
¿Era menos el bello Fedro?
También le hemos perdido.
Sobre Aqueanassa.
La bella Aqueanassa de Colofón es mia;
en sus arrugas se oculta aún el amor ardiente.
¡Ah vosotros, a quienes ha sido dado gustar
las primicias de su juventud,
con qué ardor ha debido abrazaros!
Sobre Agatón.
Cuando besaba a Agatón,
mi alma estaba en mis labios;
¡la desdichada parecía
dispuesta a abandonarme!
A una querida insensible.
Yo te doy esta manzana;
si me amas, recíbela
y concédeme tu virginidad;
si me rechazas,
recíbela también,
y mira cuán pasajeros
son su tez y colorido.
A Jantipa.
Yo soy una manzana;
alguno que te ama me arroja a ti;
cede a mis deseos, ¡oh, Jantipa!
y tú y yo mutuamente
nos marchitaremos.
Epitafio de los eretrianos enterrados en Susa.
Somos de Eubea,
originarios de Eretria,
y es cerca de Susa
donde descansamos.
¡Oh, Júpiter, cuán lejos estamos
de nuestra patria!
Epitafio de los eretrianos enterrados en Ecratana.
Después de haber abandonado
las encrespadas olas
del mar Egeo, descansamos
en los campos de Ecratana.
Adios, patria ya ilustre;
adios, Atenas, vecina de Eubea;
¡adios, mar querida!
Cipris y las Musas.
Cipris dijo a las Musas:
Jóvenes, rendid homenaje a Venus,
o envío contra vosotras
al Amor armado con sus flechas.
Las Musas dijeron a Cipris:
Guardad para Marte esa chanzoneta;
que ese niño jamás
se separa de nosotras.
Sobre un tesoro.
Un hombre que iba a ahorcarse
encuentra un tesoro, lo coge
y tira la cuerda; el que lo ocultó,
al no encontrar el tesoro y sí la cuerda,
tomó ésta y se ahorcó con ella.
Lais consagra su espejo a Venus.
Lais, la que desdeñosa se ha reído
de toda la Grecia, la que se ha visto
asediada por multitud de amantes,
Lais consagra su espejo a Venus, diciendo:
«Porque verme tal como soy
ahora no quiero,
y tal como era, no puedo».
Sobre Píndaro.
Hospitalario con los extranjeros
y amigo de sus conciudadanos,
tal era Píndaro, ministro
de las Musas armoniosas.
Sobre una rana de bronce.
Cantora de los pantanos,
consagrada a las Ninfas,
amiga de la lluvia,
diestra en dar saltos ligeros,
la rana ha sido grabada en bronce
y dedicada por un viajero
que apagó la sed abrasadora
que da el calor. Andaba errante,
cuando oyó de repente
el canto de la rana,
que le indicaba la húmeda
gruta donde estaba.
Siguiendo con cuidado
esta voz y tomándola de guía,
encuentra el ansiado líquido
y bebe de él.
Sobre Aristófanes.
Las Gracias buscaban
un templo indestructible, inmortal;
y encontraron el espíritu
de Aristófanes.
Epitafio de un náufrago.
En el fondo de esta tumba
descanso yo, un náufrago;
y allá en frente
descansa un labrador.
Sobre el mar, sobre la tierra,
por todas partes
la muerte nos espera.
Sobre el mismo asunto.
Navegantes, sed dichosos
por mar y por tierra;
sabed que pasáis cerca
de la tumba de un náufrago.
Sobre el mismo asunto.
Yo soy un náufrago.
El mar ha tenido compasión de mí
y no se ha atrevido a arrancarme
mi último vestido;
pero un hombre bárbaro
me lo ha quitado. ¡Qué crimen!
¡Y por qué triste cosa!
¡Ah! ¡Que vista mi traje,
que vaya con él a los infiernos
y que Minos lo vea
cubierto con mis despojos!
Sobre una piedra de jaspe grabada.
Cinco becerras hay grabadas
en esta piedrecita de jaspe.
Parece que se las ve
pastar y respirar.
¿Dónde están las pequeñas?
Sin duda han huido,
y el ganado menudo está encerrado
en un establo de oro.
Sobre un nogal.
Nogal crecido
a orillas del camino,
estoy destinado a servir
de juguete de los niños
y de blanco de las piedras
que ellos lanzan.
Mis ganchos poderosos,
mis ramas florecidas,
todo lo despedazan,
todo lo acribillan
con sus pedradas.
¡Qué importa que los árboles
se cubran de fruto!
Los míos son para mí
mi desgracia.
Sobre el tiempo.
El tiempo todo lo arrebata.
Con el tiempo pasan nuestro nombre,
nuestra forma, nuestra naturaleza, nuestro destino,
sobre una estatua de Pan tocando la flauta.
Silencio, montañas erizadas de bosques,
fuentes que manáis de las rocas,
balido confuso de los ganados.
Pan hace resonar su caramillo armonioso
y mueve su humedecido labio
sobre los cañaverales reunidos.
En torno suyo, las ninfas, con sus pies ligeros,
forman coros, las ninfas de las aguas
y las ninfas de los bosques.
Sobre un pino.
Siéntate al pie de este elevado pino.
Los armoniosos sonidos que produce
al soplar el dulce céfiro,
el murmullo de las fuentes
y el caramillo rústico cerrarán
con el sueño tus encantados párpados.
Sobre un sátiro colocado cerca de una fuente, en que duerme el amor.
Soy el sátiro de Bromfas;
me ha esculpido con su mano hábil,
y con su maravilloso arte
ha animado la insensible piedra.
Soy el compañero de las ninfas.
Antes derramaba el colorado vino,
y hoy derramo el agua cristalina.
¡Silencio! Cuidad de no despertar al niño
ni de turbar su dulce sueño.
Sobre Safo.
¡Decís que hay nueve Musas!
Ciertamente os engañáis;
yo sé de una décima:
Safo de Lesbos.
Sobre la Venus de Praxiteles.
La diosa de Pafos, Citerea,
atravesó el mar y se trasladó a Gnido;
quería ver la estatua que la representaba.
Llega, se coloca en sitio
conveniente, mira y exclama:
¿Dónde me ha visto Praxiteles sin velo?
No, Praxiteles no ha visto
lo que no es permitido ver;
con su cincel ha esculpido una Venus
según los deseos de Marte.
Sobre el mismo asunto.
Tú no eres la obra de Praxiteles
ni de su cincel;
tú eres tal como en otro tiempo,
cuando esperabas el juicio de Paris.
Sobre el amor dormido en un bosque.
En el fondo de un bosque sombrío
encontramos al hijo de Citerea,
semejante a un fruto sazonado.
Tenía pendiente de las verdes ramas
su aljaba y su encorvado arco.
Vencido por el sueño, dormía sonriendo
en el cáliz de las rosas. Las abejas doradas,
construyendo sus panales en su boca,
vagaban sobre sus encantadores labios.
Sobre el sátiro de Diodoro, cincelado sobre un vaso de plata.
Diodoro no ha esculpido,
sino que ha adormecido a este sátiro.
Ten cuidado, no sea que a poco
que le toques, le despiertes;
esta plata está adormecida.
CARTAS
Argumento de las Cartas[1] por Patricio de Azcárate
La correspondencia que sigue comprende trece cartas, dirigidas una por Dión a Dionisio y las otras doce por Platón a diferentes personajes contemporáneos.
Las doce cartas de Platón se dividen de esta manera: tres a Dionisio, una a Dión, dos a los parientes y amigos de Dión, una a Aristodoro, amigo de Dión, dos a Arquitas, una a Pérdicas, una a Hermias, Erasmo y Coriseo, y en fin, una a Leodamo.
Las primeras, que hacen relación a las cosas de Sicilia y a los viajes de Platón, son las que tienen algún interés histórico; en cuanto al interés filosófico y literario a todas les falta igualmente. Bajo cualquier punto de vista que se las considere, estas cartas, aun sin exceptuar la séptima, no son en modo alguno dignas de Platón.
Cartas
Carta I.
Platón a Dionisio, Sabiduría.[1]
Mientras he vivido cerca de ti, asociado a tu gobierno y disfrutando más de tu confianza que todos tus servidores, soporté, sin quejarme, las más infames calumnias, porque estaba seguro de que jamás se me consideraría cómplice de semejantes iniquidades. Pongo por testigos a todos los que fueron conmigo partícipes de vuestro gobierno, y a los que más de una vez libré con esfuerzos inauditos de los más terribles castigos. Muchas veces mandé, como dueño absoluto, en vuestra capital, y heme aquí ahora arrojado más ignominiosamente que pudiera hacerse con un mendigo, y desterrado por vuestras ordenes más allá de los mares, después de haber pasado tan gran parte de mi vida a vuestro lado. Tengo ya tomada mi resolución; viviré en lo sucesivo lejos de los hombres, y tú, vil tirano, quedarás sólo. En cuanto a la magnífica suma de dinero que me has enviado para mi viaje, te la devuelvo por Baquio, portador de esta carta. Insuficiente para un camino tan largo e inútil para satisfacer mis necesidades, no produciría otro resultado que tu deshonor al dármela y el mío al aceptarla, y por esto la rechazo. ¿Qué te importa a ti dar o recibir semejante suma? Tómala, pues, y haz con ella un agasajo a cualquiera de tus amigos. En cuanto a mí, me considero suficientemente recompensado, y quizá llegue el caso de repetir el verso de Eurípides y decir que si la fortuna llega a mudar,
Desearás tener un hombre, tal como yo, a tu lado.[2]
Recuerda, te lo suplico, que la mayor parte de los demás poetas trágicos, cuando hacen morir un rey bajo el puñal de un traidor, no dejan de poner estas palabras en su boca:
¡Desgraciado! Muero porque no tengo amigos.[3]
Pero ninguno de ellos nos ha presentado un rey pereciendo por falta de dinero. He aquí otro pasaje que ha merecido siempre la aprobación de los hombres sensatos,
Ni el oro deslumbrador, tan raro en esta vida mezquina,
Ni el diamante, ni los lechos de plata que tanto precio tienen a los ojos de los hombres,
Ni las vastas llanuras cubiertas y cargadas de frutos:
Valen tanto como la identidad de los hombres de bien en un mismo pensamiento.[4]
Adiós. Recuerda siempre el mal comportamiento que has tenido conmigo, para que te conduzcas mejor con los demás.
Carta II.
Platón a Dionisio, Sabiduría.
Arquidemo me ha hecho presente tus intenciones: es preciso, dices, que en lo sucesivo yo y mis amigos permanezcamos en la inacción, y cesemos de hablar y de obrar contra ti; sólo exceptúas a Dión. Esta excepción deja ver claramente que no ejerzo ninguna influencia sobre mis amigos, porque si la ejerciere sobre ellos, sobre ti y sobre Dión, seriáis todos vosotros y los demás griegos más dichosos que lo sois actualmente; yo os lo aseguro. Por lo demás, si yo supero a todos, es porque me dejo conducir por la razón. Dígote esto, porque Cratístoles y Polixenes sólo te han referido falsedades. Se dice, que uno de ellos oyó a los que estaban conmigo en los juegos olímpicos cosas injuriosas para tu persona, y es preciso confesar que muy sutil debe ser su oído, cuando yo no oí nada. En lo sucesivo, si sigues mi consejo, cuando acusen a alguno de los mios, debes escribirme y preguntarme en la seguridad de que sin retardo y sin miramiento alguno te diré la verdad. He aquí nuestra posición respectiva. No creo que haya, un griego que no conozca, ni hay nadie que no hable, de nuestra amistad. Tampoco puedes dudar, que la posteridad hablará igualmente, a causa de los hombres a quienes esta amistad une, del tiempo que ha durado y del ruido que ha metido. ¿Y a qué se encaminan estas palabras? Voy a explicártelo, tomando las cosas de más atrás.
La naturaleza quiere que la sabiduría y el soberano poder se reúnan, y así es que se siguen uno a otro, se buscan y concluyen por amalgamarse. Por lo tanto, es un placer para los hombres ocuparse de ella, y gustan hablar y oír hablar de semejante unión, lo mismo en las conversaciones particulares que en las obras de los poetas. Por ejemplo, si se habla de Hierón y de Pausanias el Lacedemonio, hay una complacencia en recordar la amistad que tuvieron con Simónides, lo que éste hizo por ellos y lo que les dijo. Hay costumbre de celebrar a la par a Periandro de Corinto y a Tales de Mileto, a Pericles y Anaxágoras, a los sabios Creso y Solón y al poderoso Ciro. Los poetas, siguiendo esta costumbre, mezclan en sus cantos a Creonte y Tiresias, Polinides y Minos, Agamenón y Néstor, Ulises y Palamedes, y si no me engaño, los primeros hombres no han tenido otra razón para juntar a Júpiter y Prometeo. Cantan sus héroes, presentándonoslos ya unidos por la amistad o separados por el odio, tan pronto amigos como enemigos, o amigos en un punto y enemigos en otro.
Si te refiero todas estas cosas, es para hacerte ver, que después de nuestra muerte no se cesará de hablar de nosotros, y que no debemos perder esto de vista. Es nuestro deber preocuparnos del porvenir, porque la naturaleza ha querido que sólo sea indiferente al esclavo, mientras que el hombre libre y bien nacido debe hacer los mayores esfuerzos para dejar a la posteridad una reputación sin tacha. Esto me demuestra que los muertos conservan algún sentimiento de lo que pasa, en la tierra, las almas buenas lo presienten, las malas lo niegan; ¿y no debe tenerse más fe en los presagios de los hombres divinos que da los de los hombres malos? No dudo que los hombres célebres, que acabamos de nombrar, si pudieran corregir las relaciones que entre ellos hubo, harían los mayores esfuerzos para dejar a la posteridad un mejor recuerdo de si que el que nos han legado. En cuanto a nosotros, si hemos cometido algunas faltas en nuestras precedentes relaciones, tenemos tiempo, gracias a Dios, para remediarlo con nuestras lecciones y nuestros discursos. Porque la filosofía, me atrevo a decirlo, será más estimada, si nos conducimos nosotros de una manera digna; y quedará rebajada en el caso contrario. ¿Qué cosa más santa ni que indique mayor piedad que protegerla filosofía, ni qué impiedad mayor que despreciarla? Te diré, pues, lo que debemos hacer y lo que espera la justicia de nosotros.
Llegué a Sicilia gozando la reputación de ser el primer filósofo de este tiempo, y estando en Siracusa creí encontrar en ti un testigo dispuesto a reconocer esta preeminencia, para que la filosofía, representada por mí, fuese honrada por la multitud. Pero mis deseos no se vieron cumplidos. ¿Por qué? No me haré eco de acusaciones odiosas, pero te diré, que tú no mostrabas tener confianza en mí, que deseabas que yo volviera a mi país, para reemplazarme con otros; y tenías trazas de querer sondear mis intenciones movido por un sentimiento de desconfianza; por lo menos, así lo creo. No faltaban gentes que decían públicamente que desdeñabas mis consejos, y que eran otros cuidados los que te ocupaban; por lo menos este era el juicio público. En cuanto a tu pregunta de cómo debemos conducirnos el uno respecto del otro, escucha ahora la marcha que deberemos seguir. Si desprecias completamente la filosofía, no hay más que hablar; si has aprendido otra o si tú mismo has descubierto una mejor que la mía, que sea bienvenida; pero si estás satisfecho de mis lecciones, es preciso que se me haga la justicia que me es debida. Hoy, como en los primeros tiempos, marcha delante; yo seguiré tus pasos. Honrado por ti, yo te honraré; privado de los honores que me son debidos, guardaré silencio. Piensa bien en ello; honrándome a mí honras a la filosofía, y obtendrás entre la multitud la reputación de filósofo, que es el objeto de tu ambición. Pero, si por el contrario, yo te honrase a pesar de tus desaires, pasaría por un hombre que ama y busca las riquezas, y ya sabemos cuán odiosa es semejante calificación. En suma, si tú me honras, será una gloria para ti y para mí; y si yo te honrase solo, sería una vergüenza para ambos. He aquí lo que tenía que decirte sobre este punto.
La pequeña esfera no es exacta; Arquidemo te lo hará ver a su vuelta.
En cuanto a la cuestión, mucho más grave y en cierta manera divina, sobre que le has encargado que me consulte, queda de su cargo explicártelo. Según manifiesta, tú no estás contento de las razones que yo he expuesto sobre la naturaleza del primer ser. Voy por lo mismo a tratarla de nuevo, pero valiéndome del enigma, a fin de que si esta carta, por desgracia se extravía por mar o por tierra, el que la lea no pueda conocer su verdadero sentido. La cuestión es la siguiente,
En torno del rey de todas las cosas están todas las cosas; es el fin de todo lo que existe y el principio de todo lo que es bello. Lo que es de segundo orden está en torno de los segundos principios, y lo que es del tercer orden está en torno de los terceros principios. El alma humana desea con ardor penetrar estos misterios, y para llegar a conseguirlo, echa una mirada sobre todo lo que se parece a ella, y no encuentra absolutamente nada que la satisfaga. En cuanto al rey y a lo demás de que he hablado, no hay nada que se les parezca. Lo que viene después, está al alcance del alma.
¿Cómo responder, ¡oh, hijo de Dionisio y de Doris!, a tu pregunta, de cuál es la causa del mal en general? El alma se atormenta con su ignorancia, y mientras no se vea libre de ella, ningún medio tiene para descubrir la verdad. Sin embargo, un día que nos paseábamos en tus jardines a la sombra de los laureles, me dijiste que habías resuelto este problema sin el auxilio de nadie. Yo te respondí, que si habías conseguido convencerte, eran muchos los discursos que me ahorrabas, como que jamás había encontrado a nadie que hubiese hecho este descubrimiento, que me había costado a mí largas vigilias. Quizá has oído razonar sobre estas materias, y de esta circunstancia feliz habrán procedido tus primeras ideas. Sin embargo, ninguna prueba demostrativa me dabas, como lo habrías hecho si hubieras estado bien seguro de ti mismo, sino que te dejabas llevar a derecha o izquierda en alas de tu imaginación. No es así como se ventila una cuestión de tanta gravedad. Por lo demás, no eres el único a quien esto ha sucedido. Todos los que me han escuchado por primera vez han experimentado la misma dificultad, unos más, otros menos; pero no hay ninguno que sin grandes esfuerzos haya abordado este estudio.
Supuesto esto, tengo la convicción de haber encontrado respuesta a lo que exigías de mí de cómo deberemos conducirnos el uno con el otro. Examina, uniéndote a quien quieras, mis principios, considerándolos sea en sí mismos, sea en comparación con los de los demás, y si este examen resulta bien hecho, necesariamente los adoptarás y serás de mi opinión. ¿Cómo no puede ser así lo mismo en este punto que en todo lo demás? Has hecho muy bien en enviarme a Arquidemo. Cuando a su vuelta te haya dado razón de mis respuestas, surgirán quizá nuevas dudas en tu espíritu. Entonces me le vuelves a enviar, y a su vuelta irá bien provisto de amplias explicaciones. Si le obligas a que haga este viaje dos o tres veces, y si examinas con cuidado lo que yo te comunicaré, me sorprenderá mucho que tus dudas no se vean reemplazadas por las nociones más claras y más ciertas. Ánimo, y arregla vuestra conducta según mis consejos. Jamás emprenderás ninguna expedición, jamás Arquidemo hará un negocio más precioso ni más agradable a los dioses. Pero procura que estas doctrinas no lleguen a ser conocidas por los ignorantes, porque creo que no hay doctrina más ridícula que ésta a los ojos del pueblo, así como no hay otra que más agrade a los hombres bien nacidos, ni que excite más vivamente su entusiasmo. Esta doctrina es preciso meditarla muchas veces, estudiarla sin cesar, porque, como el oro, no se purifica sino después de largos años y grandes trabajos. Pero escucha lo que hay en esto de sorprendente; hay hombres, muchos en número, gentes de entendimiento, dotados de feliz memoria y de un juicio seguro y penetrante, avanzados en edad y conocedores de esta doctrina hace ya cuando menos treinta años; pues bien; estos hombres aseguran que lo que en otro tiempo les parecía increíble, es al presente para ellos lo más digno de fe y muy cierto, y que lo que les parecía indudable no tiene a sus ojos ninguna certidumbre. Teniendo en cuenta estos hechos, no pierdas la paciencia ni te disgustes porque hasta ahora no hayan tenido buen éxito tus indagaciones. Ten cuidado sobre todo de no escribir nada en estas materias, porque es preciso encomendarlo todo a la memoria, pues el papel en que se hacen apuntes, puede desaparecer. Por esto yo nunca he escrito nada, y no hay ni habrá jamás obras de Platón; las que se me atribuyen son de Sócrates, cuando era joven. Adios, atiende mis consejos; y después que hayas leído y releído esta carta, arrójala al fuego.
Basta sobre este punto. Extrañas, que no te haya enviado a Polixenes, pero mi opinión sobre él, sobre Licofrón y los demás filósofos que están cerca de ti, no ha mudado ni mudará; y es que en la dialéctica ninguno de ellos puede, ni por el talento natural, ni por el arte y el método, compararse contigo, y si ceden y se reconocen vencidos, no lo hacen voluntariamente, como algunos imaginan, sino que lo hacen muy a pesar suyo. Creo que has sacado de ellos todo el partido posible, y que les has enriquecido con tus liberalidades. No diré más, y lo dicho es demasiado sobre semejantes gentes. Si Filistión va a Sicilia, utilízale como igualmente a Espeusipo, que harás que vuelva acá; éste tiene un servicio que reclamar de ti. Respecto a Filistión me ha prometido venir en seguida a Atenas, si tú se lo permites. Has hecho bien en sacarle de las minas, y es necesario que me interese contigo para que mires por sus amigos y por Hegesipo, hijo de Aristón, puesto que me has escrito que como llegues a saber que se hace la menor injusticia a alguno de ellos no lo sufrirías. Es preciso hacer justicia a Lisíclides; es el único de los que han ido de Sicilia a Atenas, que da razón de nuestra amistad sin faltar a la verdad; no cesa de hablar de ella en términos favorables y altamente honrosos para nosotros.