Kitabı oku: «Obras Completas de Platón», sayfa 176
Carta III.
Platón a Dionisio ¡Felicidad!
¿Será esta la mejor fórmula de que pueda servirme? ¿Será preferible a la de sabiduría, que es la que acostumbro a poner cuando escribo a mis amigos? Tú mismo, si hemos de dar crédito a los que se hallaban presentes, has dirigido en Delfos la primera de estas fórmulas al dios, para serle agradable, y hecho grabar, según se dice, la inscripción siguiente:
Sed dichoso, y conservame la dulce vida de un Urano.
Pero yo, por el contrario, jamás hablaría así a un hombre, y mucho menos a un dios. Esto sería desconocer la virtud divina, que no está sujeta al placer ni al dolor, y desconocer la naturaleza humana, puesto que muchas veces el placer nos causa tanto daño como el dolor, engendrando en el alma la dificultad de aprender, el olvido, la necedad y la violencia. Pero basta ya de cumplimientos; reflexiona lo que acabo de decir, y escoge en seguida la fórmula que te agrade.
Ha llegado a mis oídos por mil conductos, que decías a los enviados cerca de tu persona, que habías tenido intención de restablecer las ciudades griegas de Sicilia, y de aligerar el yugo de Siracusa, sustituyendo con el gobierno real el gobierno tiránico, pero que te había impedido yo realizar este proyecto, a pesar del vivo deseo de llevarlo a cabo que tenías; que hoy invito a Dión a que lo haga; y que de esta manera uno y otro nos valemos de tus propias ideas para arruinar tu poder. A ti te toca juzgar si semejantes dichos pueden serte de alguna utilidad; pero de todos modos, eres injusto para conmigo diciendo como dices lo contrario de la verdad. Filístides y otros muchos han esparcido calumnias contra mí entre los mercenarios y pueblo de Siracusa; viví contigo en la ciudadela, y esto sólo bastó a los que estaban de la parte de fuera, para atribuirme todas las faltas de tu administración, porque suponían y aseguraban que tú obrabas sólo guiado por mis consejos. Sabes muy bien que me mezclé muy raras veces en los negocios, y eso contra mi voluntad. Y aun sólo lo hice al principio, cuando tenía esperanza de ser útil, y limitándome a hacer los preámbulos de las leyes, exceptuando lo que tú y algún otro añadíais, porque he sabido que posteriormente se han hecho interpolaciones que no dejarán de llamar la atención a los que están en disposición de reconocer mi manera de pensar y de escribir. No podía ser calumniado más amargamente que lo que he sido entre los siracusanos y entre todos aquellos que son crédulos, y así siento en mí una imprescindible necesidad de justificarme contra la primera acusación, así como contra la última, que es la más grave y la más odiosa. Puesto que el ataque es doble, es preciso que divida mi defensa. Demostraré primero que he huido siempre, como debía hacerlo, de tomar parte en los negocios públicos; y en segundo lugar, que jamás has encontrado en mis consejos obstáculos a tu proyecto de restablecer las ciudades griegas. Escucha ante todo mi respuesta sobre el primer punto.
Fui a Siracusa cediendo a tus instancias y a las de Dión. Hacia largo tiempo que Dión estaba unido a mí por los lazos de la hospitalidad, y le quería entrañablemente. Gozaba Dión de esa madurez y fuerza que dan la edad y que todo hombre sensato reconoce como necesarias en los que se proponen dirigir negocios tan difíciles, como eran entonces los tuyos. Tú, por el contrario, estabas en la primera juventud, no tenías ninguno de los conocimientos que necesitabas, y yo no te conocía. Poco tiempo después, por una desgracia que no sé a quién atribuir, si a un dios, si a un hombre o si al destino, Dión fue desterrado, y tú quedaste solo. ¿Crees que entonces pude tomar parte en los negocios, cuando me vi privado de mi sabio amigo, y cuando tenía delante de mis ojos al imprudente que había quedado rodeado de una porción de hombres corrompidos y dominado por ellos con la ilusión de creer que les mandaba? En tales circunstancias, ¿qué conducta debía yo seguir? ¿Podría ser otra que la que observé? Debía retirarme enteramente de los negocios públicos, para librarme de la calumnia de los envidiosos, y trabajar con todas mis fuerzas en reconciliarte con Dión, haciendo que cesara la división que os tenía alejados al uno del otro, y yo te pongo por testigo del celo constante que desplegué en esta empresa. Por último, convinimos en que volviese yo a mi patria y permaneciese allí hasta el fin de la guerra que tú habías comenzado, pero que, una vez hecha la paz, volvería con Dión a Siracusa, cuando nos llamases. He aquí lo que pasó durante mi primera estancia en Siracusa hasta mi vuelta a Grecia. Cuando se hizo la paz, me escribiste para que volviese, no con Dión como habíamos convenido, sino solo, diciéndome que le llamarías más tarde. Esto me impidió ir a Siracusa, y por ello me censuró Dión, que creía más razonable que partiera y obedeciera tus ordenes. Un año después me enviaste una galera con cartas tuyas, cuyo principal objeto parecía ser, que si llegaba a irme contigo, los negocios de Dión tomarían el giro que yo deseaba, pero que si dilataba mi ida, se perderían sin remedio. Me ruboriza, al llegar aquí, recordar la infinidad de cartas que llegaron de Italia y de Sicilia de ti y de otros muchos, dirigidas a no sé cuantos parientes y amigos mios, estrechándome todos con instancia a que cediera a tus ruegos y partiera inmediatamente. Todos mis amigos, y Dión el primero, fueron de dictamen que debía embarcarme sin dilación. Yo me excusé con la edad, y quise convencerles de que tú no tendrías fuerza para resistir a los que sembrasen calumnias contra mí e inventasen medios de dividirnos, porque ha largo tiempo que he observado y observo ahora, que las grandes y excesivas fortunas de los particulares y de los reyes alimentan una multitud de calumniadores y de cortesanos, tan peligrosos como mañosos, y cuyo número es tanto mayor cuanto más grande son las fortunas mismas, siendo este el mayor mal que producen el poder y la riqueza. Sin embargo y a pesar de todo esto, me presenté en Siracusa no queriendo que ninguno de mis amigos me acusara de haber perdido sus negocios por mi cobardía, cuando estaba en mi mano salvarlos.
Después de mi llegada no ignoras lo que pasó. Desde luego pedí, que en virtud de la promesa que repetidas veces me habías hecho en tus cartas, llamases a Dión y le volvieses tu antigua amistad. ¡Ojalá que hubieras seguido mis consejos!, porque si no me dejo llevar de falsos presentimientos, habrías asegurado tu felicidad, la de Siracusa y la de toda la Grecia. Pedí después que la administración de los bienes de Dión se confiase a sus parientes, sacándola de las manos de los encargados que tú sabes. Quise también que la suma de dinero, que acostumbrabas a pasarle todos los años, continuara remitiéndose, y que lejos de que mi presencia en Siracusa influyera para rebajársela, debías creerte comprometido más bien a aumentarla. No pudiendo obtener nada, determiné retirarme. Pero me invitaste a permanecer un año más, asegurándome que Dión no perdería nada de su fortuna, porque le enviarías la mitad a Corinto, donde se hallaba, y dejarías la otra mitad a su hijo. Podría citar otras muchas promesas que me hiciste, y que no cumpliste fielmente, pero sería muy largo de contar. Has hecho vender todos los bienes de Dión sin su consentimiento, que habías prometido esperar, poniendo así, hombre admirable, el colmo a la perfidia de tus promesas, y valiéndote de una maniobra tan desleal como vergonzosa, tan injusta como inútil, probando a aterrarme como si ignorara todo lo que pasaba, para que así cesase de reclamar el envío de los bienes de Dión a su dueño. En fin, cuando después del destierro de Heráclides, que me pareció injusto, como a todos los siracusanos, me uní a Teódoto y a Euribio para obtener tu perdón, aprovechando esta ocasión como un excelente pretexto, me echaste en cara mi falta de celo por tus intereses y el muy eficaz que tenía por Dión, por sus parientes y amigos, y añadiste que, a pesar de la acusación que pesaba sobre Teodoto y Heráclides, bastaba que fuesen amigos de Dión para que yo me esforzase por todos los medios en procurarles la impunidad. He aquí la parte que he tomado en tu gobierno. Y después de esto, ¿podrás extrañar que mis prevenciones respecto a ti hayan variado? ¿No habría pasado a los ojos de las personas sensatas por un hombre corrompido, si, alucinado por tu grandeza y tu poder, hubiera hecho traición a un amigo antiguo, a un huésped mío, cuya desgracia es obra tuya, y que, en suma, en nada es inferior a ti, para echarme en brazos de su perseguidor y someterme a sus caprichos, sin otro motivo evidentemente que el atractivo de tus riquezas, porque nadie hubiera atribuido mi cambio a otra causa? Tales son los sucesos que, gracias a ti, han sembrado entre nosotros la desconfianza y la división.
He llegado insensiblemente a la segunda parte de mi apología. Mira y examina con cuidado si en lo que voy a decir me separo en nada de la verdad. Estábamos un día en tu jardín, hallándose presentes Arquidemo y Aristócrito, como veinte días poco más o menos antes de mi salida de Siracusa, cuando me dijiste lo que repites hoy, que tenía más cuidado por los intereses de Heráclides y de sus amigos que por los tuyos. En seguida me preguntaste, en presencia de los que he nombrado, si me acordaba de haberte aconsejado en los primeros tiempos de mi llegada el restablecimiento de las ciudades griegas. Te respondí que me acordaba perfectamente, y que aún aprobaba el proyecto. Es preciso hablar claro, Dionisio; en el curso de nuestra conversación te pregunté si había sido ese solo el consejo que habías recibido de mí, y si no te había dado otros. Al oír estas palabras, enfurecido tú y deseoso de injuriarme (esta escena tan viva no es sin duda más que un sueño hoy en tu memoria) dijiste riéndote a carcajada y burlándote de mí, si mal no recuerdo: «Sí, me mandabas hacer y deshacer como si fuera un escolar». Te respondí que tenías muy buena memoria. Y tú continuaste: «sí, como a un verdadero escolar a quien se enseña la geometría; ¿no es así?». Contuve la respuesta que tenía en los labios, por temor de que una palabra imprudente me privase del permiso de partir, que esperaba obtener. Pero he aquí para qué traigo a cuenta todo esto: cesa de calumniarme, diciendo que yo me he opuesto al restablecimiento de las ciudades griegas arruinadas por los bárbaros, y a que sustituyeras en Siracusa con la monarquía el gobierno tiránico. Es imposible que pudieras atribuirme una falsedad, que esté más en pugna con mis principios. Si hubiese un tribunal competente para juzgarnos, yo suministraría pruebas más claras aún y más convincentes de que yo he sido el que te he dado este consejo, y tú el que no ha querido seguirle; como que era muy sencillo demostrar hasta la evidencia las grandes ventajas que la ejecución de este proyecto debía producir para ti, para Siracusa y para toda la Sicilia. Si pretendes no haber tenido conmigo las conversaciones que realmente han mediado, tengo medios para confundirte. Si convienes en ellas, no tienes más que seguir el sabio ejemplo de Estesícoro en su palinodia, y sustituir con la verdad la mentira.
Carta IV.
Platón a Dión de Siracusa, Sabiduría.
Creo no haber cesado un instante de dar pruebas del interés que tomo en los sucesos que se realizan y haber puesto todo mi cuidado en que lleguen a feliz desenlace, movido únicamente por el deseo de la gloria que sigue a las buenas acciones; porque creo que es justo que los que son verdaderamente hombres de bien y obran como deben, sean honrados según su mérito. Al presente todo va bien, pero el porvenir nos reserva una lucha más difícil. Pueden contentarse ciertos hombres con el valor, con la ligereza, con la fuerza; pero los que se ven poseídos de tu ambición deben mirar como cuestión de honra el hacerse superiores a todos los demás por el amor a la verdad, por la justicia, la grandeza de alma y la dignidad que acompaña generalmente a todas estas virtudes. Estas verdades son evidentes, pero no olvidemos que ciertas personas (ya sabes de las que quiero hablar) deben elevarse por encima de todos los hombres, como éstos lo están por encima de los niños. Es preciso que vean todos con claridad que nosotros somos verdaderamente lo que pretendemos ser; y con ayuda de Dios, esto no será muy difícil. Los demás tienen necesariamente que andar errantes de país en país, si quieren darse a conocer; pero tú tienes la suerte feliz de que toda la tierra, si puede decirse así, tiene vueltos los ojos hacia un solo y mismo punto, y en este punto sólo en ti se fijan. Preocupados universalmente los ánimos contigo, es un deber tuyo rivalizar con el antiguo Licurgo, con Ciro, con todos aquellos que se han distinguido por sus virtudes y las instituciones que han creado. Tanto más, cuanto que gran número de gentes, y aquí todo el mundo casi, presagian que, muerto Dionisio, va a ser Siracusa victima de tu ambición, de la de Heráclides, de Teódoto y de los grandes en general. ¡Ojalá ninguno de vosotros se deje arrastrar por esta pasión! Y si alguno se muestra poseído de ella, a ti te toca curarle, consultando el interés común. Quizá te reirás al oírme usar este lenguaje, porque no ignoras ninguna de estas cosas, pero en el teatro los niños excitan el ardor de los atletas; ¿y por qué no han de acogerse los consejos de los amigos, cuando se sabe que son inspirados por el celo y por el cariño? Combatid ahora con valor, y si os falta alguna cosa, escribidme.
Aquí después de tu partida no ha habido ninguna alteración. Escribídmelo que habéis hecho y lo que hacéis ahora, porque en medio de tantos rumores, no sabemos nada. Llegan cartas de Teodoto y de Heráclides a Lacedemonia y Egina; pero como acabo de decirte, nosotros nada sabemos. Es preciso que sepas, que en la opinión de muchos, no eres tan afable como convendría que lo fueras. Ten presente que el agradar a las gentes es un medio de salir bien en los negocios, y que el orgullo tiene la soledad por compañera.
Deseo que seas feliz.
Carta V.
Platón a Pérdicas, Sabiduría.
He aconsejado a Eufreo,[5] conforme a los deseos que me manifestaste en tu carta, que continúe ocupándose con celo de la administración de tus negocios. Justo es, puesto que nos unen los sagrados lazos de la hospitalidad, que yo te dé a ti todos los consejos que me pidas, y que te manifieste el partido que puedes sacar de Eufreo. Es un hombre que te será útil en muchos conceptos, sobre todo por los buenos consejos que puede darte, que tan necesarios son en tu edad, y que son tanto más de estimar cuanto que son pocas las personas capaces de hacer igual servicio en esta materia. Sucede con los gobiernos lo que con los animales: cada uno tiene su lenguaje, uno la democracia, otro la oligarquía, otro la monarquía. Todos creen saber estos diferentes lenguajes, si bien son pocos los que están realmente en estado de comprenderlos. Todo gobierno, que hable el lenguaje propio de su constitución en sus relaciones con los dioses y con los hombres y que arregla su conducta a este lenguaje, florece y se conserva, mientras que si imita el lenguaje de otro gobierno, su ruina es infalible. Bajo este punto de vista, Eufreo no te será de escasa utilidad, siendo de notar que su mérito se extiende a todas las demás cosas; y estoy persuadido de que desarrollará los principios del gobierno monárquico también como las personas que te rodean. Sus servicios en este punto te serán muy útiles, y tú a la vez puedes también prestárselos.
Quizá si me oyese alguno hablar de esta manera, diría: Platón al parecer tiene la pretensión de saber lo que conviene a un gobierno democrático, y cuando se han presentado mil ocasiones de hablar al pueblo y de darle excelentes consejos, jamás se ha levantado, jamás ha pedido la palabra. A esto puede responderse, que Platón ha venido tarde a su patria, que ha encontrado ya el pueblo viejo, habituado por una larga práctica a hacer cosas contrarias a los consejos que habría podido darle. Hubiera sido para él una fortuna inmensa hacer bien a este pueblo, como si fuera su padre, pero comprendio que era exponerse a un peligro inútil y sin esperanza de éxito. De nada habrían servido mis consejos, porque cuando un mal es incurable, los consejos no producen efecto alguno ni sobre el enfermo ni sobre la enfermedad.
Carta VI.
Platón a Hermias, Erasto y Coriseo, Sabiduría.
Se diría que una divinidad propicia os había provisto abundantemente de todos los elementos de felicidad, si supierais sacar partido de ellos. Vuestras viviendas están contiguas, y esto os proporciona la felicidad de prestaros recíprocamente los mayores servicios. Hermias jamás encontrará, ni entre sus caballos, ni entre los demás objetos que reclama la guerra, ni en el oro, nada que pueda compararse con amigos firmes y de intachables costumbres. Erasto y Coriseo poseen la hermosa ciencia de las ideas; pero, permítase a un anciano decirlo, les falta la ciencia de defenderse contra los malos y los injustos, y el poder de rechazar el ultraje, que es la ciencia del mundo. No tienen experiencia, toda vez que han pasado una gran parte de su vida cerca de nosotros, que somos moderados y estamos exentos de malicia. Por esta razón digo, que tienen necesidad de que se les preste auxilio para que no se vean precisados a despreciar la verdadera sabiduría, y para que consagren un tiempo precioso a aprender la ciencia del mundo, sin la que es difícil pasar la vida. Este vacío que se nota en ellos no le tiene Hermias, a mi parecer, por haber recibido esta ciencia práctica como un don de la naturaleza y también merced al arte que posee como fruto de su experiencia.
¿Qué quiero decir con esto? Con respecto a ti, Hermias, como yo conozco mejor que tú a Erasto y Coriseo, afirmo, declaro y atestiguo, que no sería fácil encontrar hombres más dignos de confianza que tus vecinos; y si sigues mis consejos, procurarás unirte a ellos en todos conceptos, bien convencido de que semejante proceder importa mucho a infelicidad. Y a vosotros, Coriseo y Erasto, recíprocamente, os aconsejo que os unáis a Hermias, y que os esforcéis por uniros todos mediante los lazos de una mutua amistad. Y si alguno de vosotros se mostrase infiel, porque ninguna cosa humana es sólida, escribidme a mí o a mis amigos, denunciándolo, y tengo la confianza de que nuestros discursos justos y moderados, si vuestra disidencia no es muy grave, renovarán mejor que los encantamientos vuestras antiguas relaciones y os volverán a vuestros primeros sentimientos de afección. Seamos verdaderamente filósofos, apliquémonos con todas nuestras fuerzas al estudio de la sabiduría, y mis predicciones se realizarán. Si obramos de otra manera, más me vale callar, porque quiero ser un adivino de buen agüero y no decir nada que no sea favorable. Espero, pues, que haremos todas las cosas como conviene hacerlas con el auxilio de Dios.
Es preciso que leáis esta carta todos tres juntos, o por lo menos dos a la vez, que la leáis cuantas veces sea posible; que os unáis por una promesa, por una ley soberana, como es justo; y que juréis dedicaros al culto de las Musas y a todos los ejercicios que convienen a este culto, tomando por testigo a Dios, que es señor de todo, del presente y del porvenir, así como al soberano padre de este Dios, de esta causa, que si algún día nos hacemos verdaderos filósofos, conoceremos todos tan claramente como es dado al genio del hombre.
Carta VII.
Platón a los parientes y amigos de Dión, Sabiduría.
Os habéis propuesto en vuestra carta convencerme de que abrigáis los mismos propósitos que Dión, y me invitáis a que me asocie a vuestros designios con todo mi poder de palabra y de hecho. Si realmente participáis de las ideas y proyectos de Dión, podéis contar conmigo; de lo contrario, tengo necesidad de pensarlo. ¿Cuáles eran estas ideas y estos proyectos? No los conozco por meras conjeturas, sino que tengo de ellos un conocimiento exacto. Cuando fui la primera vez a Siracusa, Dión tenía como cuarenta años, la misma edad que tiene hoy su hijo Hiparinos, y desde aquel momento tuvo el pensamiento, que jamás ha abandonado, de hacer libres a los siracusanos y darles sabias leyes. No me sorprendería que alguna divinidad haya inspirado el mismo pensamiento político al espíritu del hijo. ¿Cómo Dión había llegado a formar este proyecto? Vale la pena de que lo sepan jóvenes y ancianos, y os lo voy a referir desde su principio, puesto que las presentes circunstancias hacen que sea muy oportuna esta historia.
Siendo joven, incurrí en los mismos errores en que incurren la mayor parte de los jóvenes. Me lisonjeaba la idea de que el día que llegara a ser dueño de mis acciones, tomaría parte en la cosa pública. La situación en que en aquellos momentos se hallaba el Estado era la siguiente. Como había un gran número de descontentos, se hizo necesario un cambio, y a la cabeza de esta revolución se pusieron cincuenta y un magistrados, once en la ciudad, diez en el Pireo para la dirección de los negocios de la plaza pública y de la administración civil, y los treinta restantes se encargaron del poder soberano. Algunos de mis parientes y de mis amigos eran del número de estos últimos, y me llamaron muy pronto para que desempeñara funciones que creían que me convenían. Lo que me sucedio, nada tiene de extraño, si se tiene en cuenta mi juventud. Creía que estos hombres gobernarían el Estado, haciéndole pasar de las vías de la injusticia a las de la justicia, y en este concepto no perdía de vista ni sus personas, ni sus acciones. Pero he aquí con lo que me encontré apenas ocuparon el poder. El gobierno anterior, comparado con el suyo, parecía una verdadera edad de oro. Entre otras fechorías mandaron a Sócrates, mi anciano amigo, a quien no temo proclamar el más justo de los hombres de este tiempo, que fuera con algunos otros a apoderarse por la fuerza de un ciudadano que habían condenado a muerte, queriendo de esta manera que Sócrates se hiciera su cómplice, quisiera o no quisiera. Pero Sócrates no obedeció, prefiriendo exponerse a todos los peligros antes que asociarse a sus crímenes. En vista de todos estos desordenes y de otros hechos igualmente odiosos, me alejé indignado, para no ser testigo de tantas desgracias.
Poco tiempo después los treinta cayeron, y con ellos las instituciones que habían establecido. Entonces, aunque con menos vivacidad, se despertó en mí de nuevo el deseo de mezclarme en los negocios y en la administración pública. Pero en esta época, como en todos los tiempos de revolución, pasaron cosas deplorables; y no hay que extrañar que en medio de tales desordenes, el espíritu de partido conduzca algunas veces a violentas venganzas. Sin embargo, es preciso confesar, que los emigrados restituidos a su país mostraron en su mayor parte mucha moderación. Pero he aquí, que no sé por qué nueva fatalidad algunos hombres se valieron de su crédito para llevar ante los tribunales a Sócrates, mi amigo, acusándole de los más negros crímenes, de aquellos de que era menos capaz. Le acusaron de impiedad, y los demás condenaron e hicieron morir a un hombre que se había negado a tomar parte en el arresto de uno de los amigos de los expatriados, ¡cuando ellos mismos estaban en la emigración y en la desgracia! Yo consideré estos crímenes; consideré los hombres que gobernaban, las leyes y las costumbres que regían, y cuánto más avanzaba en edad, tanto más difícil me parecía dar a los negocios públicos una buena dirección. Tampoco hubiera podido emprender esta empresa sin amigos fieles y compañeros decididos; y no era fácil descubrirlos, si es que los había, porque no vivíamos ya según las instituciones y las costumbres de nuestros padres; y por otra parte no podrían formarse de nuevo, sino con grandísimas dificultades, toda vez que nuestras leyes y nuestras costumbres habían desaparecido. Y yo, admiraos de este cambio, yo, que al principio me dejé llevar del deseo de tomar parte en el gobierno de mi patria, al ver tantos desordenes y viendo que todo corría arrastrado como en un torrente, concluí por ser presa de un vértigo. Sin embargo, no perdí de vista los sucesos políticos, esperando que circunstancias mejores me diesen ocasión de obrar; pero concluí por reconocer que todos los Estados de este tiempo están mal gobernados. Sus leyes son de tal manera viciosas, que sólo subsisten como por una feliz casualidad, lo cual no puede menos de causar admiración. Entonces me vi obligado a decirme a mí mismo, en elogio de la verdadera filosofía, que sólo ella podía distinguir lo justo respecto a los individuos y a los pueblos, y que los males de los hombres no tendrían fin mientras los verdaderos filósofos no estuvieran a la cabeza de los negocios públicos y de los Estados, o mientras los que se hallan en el poder en las ciudades no fuesen, por un favor de los dioses, verdaderamente filósofos.
Tales son los pensamientos que me llevaron a Italia y Sicilia en mi primer viaje. A mi llegada vi, aunque con disgusto, la vida que allí se pasa, y que llaman dichosa; sus perpetuos festines sicilianos y siracusanos, aquellas dos comidas diarias, aquellas noches nunca pasadas en la soledad y todos los placeres análogos. Educado desde la infancia en medio de costumbres tan corrompidas ¿Hay un solo hombre bajo el cielo, por admirables que sean sus disposiciones naturales, que pueda hacerse sabio? ¿Hay uno que pueda formarse en la templanza y en las demás virtudes? ¿Hay un Estado que pueda encontrar paz y estabilidad en las leyes, cuando los ciudadanos se imaginan que es preciso prodigar locamente el oro y la plata, y cuando se cree que lo mejor que puede hacerse es saborear los placeres de la mesa y extremar los caprichos del amor? Necesariamente semejantes Estados deben pasar por todas las formas de gobierno, tiranía, oligarquía, democracia, sin reposo ni tregua, no pudiendo los que ejercen el poder soportar ni aun el nombre de un gobierno fundado en la justicia y la igualdad. Yo tenía todas estas ideas presentes en mi espíritu cuando fui a Siracusa. Será quizá obra del azar; pero me parece que entonces la mano de un dios arrojaba las semillas de lo que después ha sucedido a Dión y a los siracusanos, y de lo que os sucederá a vosotros mismos, me lo temo, si no seguís los consejos que doy por segunda vez.
¿Pero cómo los sucesos que han ocurrido desde entonces tienen su principio en mi viaje a Sicilia? Teniendo con Dión repetidas conferencias, le expuse en nuestras conversaciones las máximas que creía eficaces para labrar la felicidad de los hombres, y le exhorté a ponerlas en práctica, sin pasar por mi mente que de esta manera preparaba la destrucción de la tiranía. Dión, que tenía un espíritu apto para toda clase de conocimientos, hizo suyo todo lo que le enseñaba con una facilidad que jamás encontré en ninguno de mis jóvenes discípulos; y desde entonces resolvió observar una vida del todo diferente de la de la mayor parte de los italianos y siracusanos, poniendo la virtud muy por encima de los placeres y de la molicie. A partir desde este momento, tuvo un odio inextinguible a todos los fautores del gobierno tiránico, hasta la muerte de Dionisio.
En tal situación reconoció que no era sólo a participar de estas convicciones nacidas de la sana razón; vio que ellas habían ganado otros espíritus, en pequeño número, es cierto, pero entre los cuales podía contar al joven Dionisio por un favor especial de los dioses; porque esta circunstancia le parecía que era una fortuna inmensa para él y para los siracusanos. Además juzgó que yo debía apresurarme a ir a Siracusa para asociarme a sus designios; él recordaba nuestra amistad y la facilidad con que le había inspirado el deseo de abrazar una vida honesta y virtuosa. Si lograba atraer a sus planes a Dionisio, tenía la esperanza de obtener para su patria, sin matanzas, sin asesinatos, sin todos los males que hoy deploramos, los elementos de la verdadera felicidad. Empapado el espíritu en tan justos pensamientos, convenció a Dionisio de que era preciso llamarme, y él mismo me escribió, suplicándome que fuera luego sin reparar en ningún obstáculo, por temor de que otros ejercieran una fatal influencia sobre Dionisio y le condujesen a otro género de vida. Y no se contentaba con decir esto, sino que me exhortaba con largos discursos. ¿Qué más podíamos esperar, ni cómo era posible que se pudiera presentar una ocasión mejor que la que se nos venía a las manos por un favor de los dioses? Me hacía una pintura de la grandeza de los Estados de Sicilia y de Italia, su propio crédito, la juventud de Dionisio, su pasión por la filosofía y por la verdad; me decía que sus sobrinos y parientes estaban dispuestos a adoptar mis principios y mis reglas de conducta; que ejercían bastante predominio sobre Dionisio para atraerle; y que ahora o nunca sería la ocasión de ver a unos mismos hombres profesar la filosofía y gobernar poderosos Estados. Tales eran las razones que hacia valer Dión y con ellas otras muchas del mismo género. Yo no dejaba de estar con alguna inquietud con respecto a las disposiciones de los jóvenes, porque nada hay más inconstante que sus pasiones, y se lanzan muchas veces de un extremo a otro, si bien me daban cierta confianza la gravedad natural de Dión y la madurez de su edad. Por esta razón, bien examinado todo y pesados detenidamente el pro y el contra, creí que si quería aplicar mis ideas a las leyes y al gobierno y realizarlas, había llegado el momento de poner manos a la obra. Ya no me quedaba más que convencer a un hombre, para estar en posición de hacer todo el bien posible.
He aquí por qué consideraciones y con qué esperanza me determiné a partir. Algunos me han achacado otros móviles que son imaginarios. Si no hubiera adoptado este partido, habría pasado por un magnífico charlatán, que se entretiene con vanos discursos, sin saber obrar.