Kitabı oku: «Obras Completas de Platón», sayfa 179

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Carta VIII.
Platón a los parientes y amigos de Dión, Sabiduría.

¿Cómo podréis adquirir esta sabiduría? Voy a hacer los esfuerzos posibles para explicároslo. Me prometo dar consejos que no aprovecharán sólo a vosotros, aunque os interesen más particularmente, sino también a todos los siracusanos y a vuestros adversarios y vuestros enemigos, sin más excepción que los que hayan incurrido en el crimen de impiedad; porque este es un mal que no tiene remedio y para el cual no hay expiación suficiente. Prestadme vuestra atención.

Desde que ha desaparecido la tiranía en Sicilia, todas son luchas y disensiones, queriendo unos restablecer en su provecho la antigua autoridad, y queriendo otros acabar para siempre con la tiranía. No hay un consejo más aceptable para la multitud que el siguiente: causar el mayor mal posible a los enemigos y el mayor bien posible a los amigos. Pero si alguna cosa hay imposible, es hacer mucho mal a otros sin experimentarlo el mismo que lo hace. No es preciso ir muy lejos para probar la verdad de esta proposición. Basta considerar lo que pasa aquí: los unos intentando empresas y los otros haciendo esfuerzos para vengarse de aquellas. Vuestra historia es una enseñanza para los demás pueblos. Todo el mundo está en este punto de acuerdo. El bien común de los amigos y de los enemigos o el menor mal de los unos y de los otros, he aquí lo que es difícil descubrir, y cuando se ha descubierto realizar. Mis consejos y mis explicaciones serán como súplicas hechas al cielo; sí, súplicas en favor de todos vosotros; porque, sea que hablemos o pensemos, en todas las cosas debemos siempre comenzar por los dioses, y mis votos se verían cumplidos, si consiguiese mostraros el camino que conduce a un objeto tan ansiado.

Vosotros y vuestros enemigos, desde que la guerra se enardeció, no habéis cesado de obedecer a una familia que vuestros padres en otro tiempo encumbraron por encima de todos en circunstancias extremadamente graves, en el acto mismo en que la parte de la Sicilia, que pertenece a los griegos, devastada por los cartagineses, estaba en peligro de ser presa de los bárbaros y hacerse tan bárbara como ellos. Entonces eligieron a Dionisio, joven y hábil guerrero, para dirigir la guerra, y al anciano Hiparino por consejero, revistiendo a ambos con el soberano poder para proveer a la salvación de la Sicilia, y les dieron el nombre de tiranos. Sea consecuencia de una fortuna divina y del favor de un dios, sea debido al mérito de tales jefes o a ambas cosas reunidas, o sea la que quiera la causa, con el concurso de los sicilianos de entonces la Sicilia se salvó. De esta manera vuestros antepasados obtuvieron su salvación. Era natural que el pueblo se mostrara justo con sus libertadores. Si posteriormente la tiranía ha sido culpable para con el Estado, ya ha recibido su castigo y lo recibirá aún; pero en las presentes circunstancias, ¿en qué consiste un justo castigo? Si estuvierais vosotros en posición de libraros de ella sin peligros ni desgracias, o si pudiese la tiranía volver al poder sin sacudimientos, me guardaría bien de aconsejaros lo que voy a decir; pero recordad ahora cuántas veces unos y otros (los amigos de la libertad y los partidarios de la tiranía) habéis creído que una pequeñísima cosa impedía la seguridad de vuestro triunfo, siendo esta cosa la causa de inmensas e innumerables desgracias. Y así vuestros males no tienen nunca término, porque lo que parece ser el término es el principio de otros nuevos, y es como un círculo en el que alternativamente se exponen a perecer el partido tiránico y el partido democrático; y llegará día, que será funesto, en que la Sicilia entera será como un desierto, donde no se oírán ya las voces de los griegos, y pasará bajo el dominio de los fenicios o de los ópicos.[8] Todos los griegos tienen el deber de buscar un remedio que corte este mal. Si alguno sabe de uno mejor que el que yo voy a decir, que lo dé a conocer, y será llamado con razón el amigo de la Grecia. En cuanto al que yo tengo en mi mente, trataré de exponéroslo con entera libertad y con el lenguaje de la justicia y del buen sentido. Hablaré a manera de un árbitro, dirigiéndome a los que ejercen y a los que sufren la tiranía, y repetiré a cada uno de los dos partidos mis consejos, que no son nuevos.

Ante todo, a los partidarios de la tiranía les requiero para que renuncien a la palabra y a la cosa, reemplazándolas, si es posible, con el reinado. Esto es posible, como lo ha hecho ver un hombre sabio y virtuoso, Licurgo; el cual viendo que sus parientes de Argos y de Mesene, al transformar el reinado en tiranía, habían causado a la vez su ruina y la de su país, y temiendo una desgracia semejante para su patria y su familia, aplicó un remedio a estas calamidades, creando un Senado y la magistratura de los éforos, salvaguardia del reinado. Así es como aseguró con gloria el bienestar de una multitud de generaciones, gracias a su gobierno, en el que la ley es la que rige a los hombres, no los hombres los que tiranizan a la ley. Lo que aconsejo en primer término a los que aspiran a la tiranía es que eviten, que huyan resueltamente de ese sueño de felicidad de los hombres ávidos e insensatos, y que se esfuercen en reemplazarla por el reinado, sometiéndose dócilmente a las leyes reales. Se honrarán extremadamente a sí mismos, mandando a hombres libres y obedeciendo a las leyes.

Digo igualmente a los amigos de la libertad, que huyan de la servidumbre como de un azote; que cuiden de que la pasión inmoderada de una libertad sin freno no los haga caer en la enfermedad de vuestros antepasados, resultado funesto de la anarquía a que los había reducido su insaciable amor a la libertad. Antes del reinado de Dionisio e Hiparinos los sicilianos creían haber alcanzado el colmo de la felicidad, porque vivían en la molicie y gobernaban a sus mismos gobernadores. Entonces fue cuando depusieron y desterraron a los que mandaban antes de Dionisio, sin haber juzgado ni a uno sólo según las leyes, para no obedecer a nadie ni reconocer la autoridad de la justicia ni la de la ley y por disfrutar una libertad absoluta. Éste fue el origen de las tiranías. La obediencia y la libertad, si son excesivas, son el origen de todos los males; si moderadas, son el origen de todos los bienes. La obediencia es justa cuando se trata de Dios, y es excesiva cuando se trata de los hombres. Dios es para los sabios la ley; para los insensatos es el placer.

He aquí lo que aconsejo a todos los siracusanos, y suplico a los amigos de Dión, que les trasmitan mis consejos que merecían la aprobación de éste. Voy a repetiros lo que me ha dicho para vosotros, cuando todavía respiraba y tenía fuerza para hablar. ¿Cuáles son estos consejos de Dión sobre la situación actual de los negocios? Los siguientes:

«Siracusanos, escoged desde luego leyes que no os conduzcan a desear riquezas y placeres; y puesto que hay tres cosas que considerar en el mundo, el alma, el cuerpo y el dinero, honrad ante todo el alma, después el cuerpo, cuya salud da fuerza al alma, y dad el tercer lugar al dinero, que sólo debe estar al servicio del alma y del cuerpo. Una ley, que procediera en vista de esto, sería necesariamente una buena ley y haría dichosos a los que ella rigiera; pero llamar dichosos a los que son ricos es emplear un lenguaje insensato y miserable, que sólo cuadra en boca de mujeres y niños y en los que son semejantes a estos. Si intentáis poner en práctica los consejos que os doy sobre las leyes, la experiencia justificará la verdad de mis palabras; la experiencia, que es en todas las cosas la piedra de toque. Cuando hayáis dado estas leyes, como la Sicilia está en una situación crítica, y ninguno de los dos partidos que la dividen parece tener ventaja sobre el otro, será quizá conveniente y justo tomar un término medio entre vosotros, es decir, entre los que teméis el azote de la servidumbre y los que desean con ardor la tiranía. Los antepasados de estos últimos libraron a los griegos de ser presa de los bárbaros, lo cual es ya un inmenso beneficio, y si estáis deliberando sobre la elección de un gobierno, a ellos es a quienes se lo debéis, porque si no hubieran salido victoriosos contra los bárbaros, no tendríamos nada que discutir ni que esperar. Por lo tanto, que los unos gocen de libertad bajo un régimen monárquico, y que los otros tengan en sus manos el poder real responsable, en el que las leyes puedan reprimir igualmente a los simples ciudadanos que a los mismos reyes si llegaran a infringirlas.

»Después de esto, animados de un espíritu sincero y sabio y contando con el auxilio de los dioses, proceded a la elección de los tres reyes. Escoged por lo pronto a mi hijo, que tiene un doble título a vuestro reconocimiento por mí y por mi padre, porque el uno ha librado «al Estado de los bárbaros, y yo lo he salvado dos veces de la tiranía, y si no que lo digan vuestros propios recuerdos. Escoged para segundo rey a aquel que lleva el mismo nombre que mi padre, el hijo de Dionisio, en recompensa de sus beneficios y de su justicia. Nacido de un tirano, ha dado voluntariamente la libertad a su patria y ha alcanzado para sí y los suyos una gloria inmortal en vez de un poder efímero e injusto. En fin, debéis llamar como tercer rey de Siracusa, previo su consentimiento y el del pueblo, al jefe actual del ejército enemigo, Dionisio, hijo de Dionisio, si consiente en aceptar el reinado por temor a los reveses de la fortuna, por compasión hacia su patria, por el abandono de los altares, por las tumbas de sus padres, y para que nuestras discordias no llenen de alegría a los bárbaros, causando la ruina de nuestro país.

»Pero ya concedáis a estos tres reyes una autoridad igual que la de los reyes de Lacedemonia, o ya la cercenéis, es preciso elegirles de común acuerdo, como os he dicho, y como creo deber repetíroslo aún. Si las familias de Dionisio y de Hiporino, para salvar la Sicilia y poner término a las desgracias que la despedazan, aceptan la dignidad real para el presente y para el porvenir, es preciso fijar las condiciones de que ya hemos hablado, y para terminar la paz, nombrarlos diputados que quieran, sea entre los extranjeros, sea entre los habitantes o entre unos y otros, tantos como estimen conveniente. Una vez reunidos estos diputados, comenzarán por redactar las leyes y establecer un gobierno, en el que será conveniente que los reyes dirijan las cosas sagradas y todas aquellas cuya dirección debe encomendar el Estado a sus antiguos bienhechores. Escogerán treinta y cinco guardadores de las leyes, que tendrán el derecho de hacer la paz y declarar la guerra en unión del pueblo y del Senado. Las diferentes clases de delitos serán justiciables ante diferentes tribunales; pero las penas de muerte y de destierro no podrán imponerse sino por los treinta y cinco, a los que se unirán otros jueces escogidos entre los magistrados que últimamente han cesado en sus funciones, tomando de cada clase el más estimado y el más justo; y todos estos serán los que pronunciarán durante un año las condenaciones a muerte, a destierro y a prisión. El rey no tomará parte en estos juicios, porque no debe profanar la dignidad sacerdotal de que está revestido, concurriendo a las sentencias de muerte, de prisión y de destierro.

»He aquí las instituciones que he deseado para mi país durante mi vida, y que ahora mismo deseo. Y si las furias hospitalarias[9] no me hubiesen impedido triunfar de mis enemigos, habría puesto en ejecución mi pensamiento, y después, por poco que la fortuna hubiese secundado mis votos, hubiera poblado el resto de la Sicilia de colonias griegas, arrojando los bárbaros de las tierras que ocupan en la actualidad, excepto aquellos que han combatido contra los tiranos en defensa de la libertad común, y hubiera traído a los griegos, que habitaban en otro tiempo cierto territorio, a los parajes mismos donde habían vivido sus padres.

»Éste es el plan que os aconsejo meditéis, y luego pongáis en ejecución. Haced un llamamiento para que todo el mundo concurra a la obra; y si alguno se niega, miradle como un enemigo público. El logro de esta empresa no es imposible, porque lo que quieren a la vez dos almas y lo que se presenta a primer golpe a hombres consagrados a la indagación del bien, sería preciso haber perdido la razón para suponerlo imposible. Estas dos almas son las de Hiporino, hijo de Dionisio, y la de mi propio hijo. Una vez puestos los dos de acuerdo, no veo cómo los siracusanos, que amen verdaderamente a su país, puedan dividirse. Llevad vuestras ofrendas y vuestras súplicas a los altares de todos los dioses y de todos aquellos que son dignos de participar con ellos de vuestros homenajes; dirigíos después a vuestros conciudadanos de todos los partidos sin ninguna diferencia y con igual dulzura; y por último, no os detengáis hasta no haber ejecutado y cumplido enteramente con valor y perseverancia los consejos que acabo de daros, y semejantes a los sueños divinos inspirados durante la vigilia, se vean transformados por vosotros en hechos patentes y completamente realizados por medio de saludables y dichosas instituciones.

Carta IX.
Platón a Arquitas de Tarento, Sabiduría.

Arquipo y Filónides han venido aquí, y nos han traído las cartas que les encomendaste, dándonos razón de tu persona. No han tenido inconveniente en llevar a buen término el negocio que tenían que tratar con el Estado, porque tampoco ofrecía dificultad. Con respecto a ti, nos han dicho lo disgustado que estás por no poderte librar de los cargos públicos y disfrutar de algún descanso. ¡Cuán dulce es consagrar su vida a sus propias ocupaciones, sobre todo cuando se acogen estas libremente como has hecho tú, como todos saben! Pero es preciso que reflexiones, que ningún hombre ha nacido para sí solo; que una porción de nuestra vida pertenece a la patria, otra a nuestros parientes, otra a nuestros amigos, y que es preciso, en fin, tener en cuenta las circunstancias. Cuando la patria nos llama en nombre del interés público, no es permitido desentenderse dé este llamamiento. ¿Qué sucedería en otro caso? Que se dejaría el campo libre a los intrigantes que aspiran al poder, sin tener en cuenta ni el bien ni el honor. Basta sobre este punto. En cuanto a Hequécrates no le pierdo de vista ni le perderé en lo sucesivo por ti, por su padre Frinión y por el mismo joven.

Carta X.
Platón a Atistodoro, Sabiduría.

Me consta, que tú eres actualmente muy amigo de Dión, que lo has sido siempre, y que arreglas sabiamente tu conducta a los preceptos de la filosofía. Principios sólidos, firmes e intachables, he aquí lo que yo llamo verdadera filosofía. En cuanto a las demás artes que tienden a otro objeto, mi dictamen es que el nombre que mejor las conviene es el de lujo y vana elegancia. Conservate bueno, y persevera en la conducta que observas en la actualidad.

Carta XI.
Platón a Laodamas, Sabiduría.

Ya te he dicho en otra carta cuán urgente es que vengas a Atenas para discutir los negocios de que me hablas. Me respondes que este viaje es imposible, y que en este supuesto lo mejor sería que fuera yo mismo o enviara a Sócrates. Pero en este momento Sócrates está malo de una estangurria; y en cuanto a mí, si fuese allá sin contar salir bien en el negocio que motiva tu llamamiento, sería para mí una vergüenza, porque a la verdad tengo poca fe en el buen éxito. ¿Por qué razones? Sería preciso escribir una larga carta para explicarlas. Añade, que por mi edad no cuento con una salud robusta para emprender largos viajes y arrostrar los peligros de mar y tierra; porque hoy en los caminos todo se vuelven peligros. Pero nada me impide darte a ti y a los fundadores de colonias, consejos, que en mi boca, según la palabra de Hesíodo, podrán parecerte de poco valor, si bien no es fácil darlos sino después de largas meditaciones.

Si se cree que basta formar leyes para establecer con firmeza un Estado, sin crear un poder encargado de vigilar constantemente las costumbres y la conducta de los ciudadanos, y educar en la sabiduría y en la templanza lo mismo a los esclavos que a los hombres libres, se incurre en un error. Por lo tanto, si entre vosotros hay ciudadanos dignos de ejercer esta magistratura, comenzad por establecerla. Pero si tenéis necesidad de alguno, que os enseñe en primer lugar la virtud, tengo mis temores de que entre vosotros no se encuentre ni maestro, ni discípulos, y que no os quede otro recurso que llamar a los dioses en vuestro auxilio y dirigirles vuestras súplicas. Los demás Estados han tenido desde el principio instituciones muy análogas a las vuestras, y sólo con el trascurso del tiempo es como han llegado a una forma mejor, cuando en medio de graves acontecimientos, ya durante la guerra, ya durante la paz, un hombre de bien, arrastrado por las circunstancias, ha parecido revestido de una gran autoridad. Teniendo espera, tu deber es cobrar ánimo, meditar lo que te digo, y no arrojarte locamente a una empresa, cuyas dificultades no has podido prever.

Sé feliz.

Carta XII.
Platón a Arquitas de Tarento, Sabiduría.

Las obras que nos has enviado nos han sido en extremo agradables, y ha ganado mi aprecio su autor, digno, a mi juicio, de sus antiguos abuelos; porque se dice que era uno de los diez mil guerreros que, bajo Laomedonte, abandonaron Troya y emigraron, según cuenta la tradición. En cuanto a las obras mías que reclamas, no están aún tan acabadas como yo deseo; sin embargo, te las envío en el estado que se encuentran. Ambos sabemos con qué cuidado es preciso guardarlas, y así no tengo necesidad de hacerte ninguna advertencia sobre este punto. Pásalo bien.

Carta XIII.
Platón a Dionisio de Siracusa, Sabiduría.

El principio de esta carta te hará conocer desde luego que es mia. Un día que hablabas con los jóvenes locrios y estabas sentado distante de mí, te levantaste y viniste a decirme con cierta amabilidad una palabra que me agradó mucho, así como agradó al joven que estaba sentado a mi lado. Habiéndote dicho éste: «Verdaderamente, Dionisio, Platón te presta grandes servicios para tu instrucción». Tú respondiste: «Y me presta otros muchos, y así, apenas le invité para este festín, se apresuró a complacerme». Perseveremos por favor en estas buenas relaciones, para que nos seamos más y más útiles recíprocamente.

Con este designio te envío un hombre versado en la doctrina pitagórica, y del cual tú y Arquitas, si Arquitas se encuentra en tu corte, podréis sacar un buen partido. Se llama Helicón. Es natural de Cícica, discípulo de Eudoxio, cuyas opiniones tiene en la punta de los dedos. Además ha recibido lecciones de uno de los discípulos de Sócrates, así como de Polixenes, uno de los amigos de Brisón. Añade, cosa muy rara, que no le falta gracia, que no hay en él rudeza, y que, si por algo peca, es por un acceso de abandono y naturalidad. Dudo hablar de esta manera, porque el hombre me parece un animal, no malo, pero sí mudable, excepto unos pocos y sobre un pequeño número de cosas. Lleno de estos temores y de una justa desconfianza, he examinado el personaje mismo y he pedido informes a sus conciudadanos, y todos están conformes en reconocer su mérito. Examínale a tu vez con circunspección. Pero, sobre todo, si tienes tiempo, escucha sus lecciones y hazte filósofo. En el caso contrario, no te desentiendas de sus conversaciones, para que reflexionando en seguida, cuando el tiempo te lo permita, te hagas mejor y más digno de estimación. Así es como no cesarás de sacar de mí alguna utilidad. Pero hasta sobre este punto lo dicho.

Con respecto a los objetos que, según tu carta, quieres que te remita, he comprado, y Léptimo te remitirá, un Apolo, hecho por un joven y excelente estatuario, que se llama Leocares. He comprado otra estatua del mismo, que es muy preciosa a mi parecer. Quisiera hacer con ella un presente a tu esposa, que me ha prodigado, lo mismo cuando estaba sano que cuando estaba enfermo, cuidados dignos de ti y de mí. Ofrécesela, sino lo llevas a mal. Envío igualmente para tus hijos doce cántaros de vino dulce y dos de miel. Con respecto a los higos, cuando llegué, estaban ya recogidos y pasados, sin poderse utilizar. Para otra vez procuraré recogerlos en tiempo más oportuno. En punto a árboles, Léptimo te dará explicaciones.

El dinero necesario para la compra de estos objetos y derechos de entrada en la ciudad se lo he pedido a Léptimo, haciéndole ver, como era muy conveniente y muy justo, que he gastado de lo mío para la nave de Leucadia diez y seis minas. Una vez que lo hube pedido y recibido, lo he gastado en parte para mí y en parte para pagar lo que te he enviado. Y puesto que se trata de intereses, es preciso que sepas cómo manejaré los tuyos y los mios en Atenas. Dispondré de tu dinero, según te dije, como acostumbro a hacer con el de los amigos, que es emplearlo con la más estricta economía en cosas necesarias, justas y convenientes a mí y a la persona que de mí hace confianza. En cuanto al estado de mis propios negocios, es el siguiente. Tengo cuatro sobrinas muy jóvenes que han perdido sus madres en la época que rehusé la corona que me ofreciste; son cuatro, una en edad núbil, otra de ocho años, otra de poco más de tres años, y la última de un año justo. Necesito dotar a las que se casen viviendo yo; en cuanto a las demás ya no es cosa mia. Aquellas, cuyos padres habrán de ser más ricos que yo, no las dotaré; mas al presente mis recursos son superiores a los suyos. Ya había dotado a sus madres con el concurso de los amigos y de Dión. Una de estas jóvenes se casa con Espeusipo, hermano de su madre. A ésta la bastan treinta minas, y para nosotros es una dote proporcionada. Además cuando mi madre muera, no necesitaré más de diez minas para, levantarla un sepulcro. He aquí en las actuales circunstancias mis únicos gastos necesarios. Si ocurre algún otro, sea público, sea privado, en mi viaje para ir a tu lado, según nuestro convenio, los escatimaré todo lo posible; pero serán de tu cargo. En cuanto a los gastos que tengas que hacer en Atenas para un coro o cosas semejantes, debo advertirte, que no tienes aquí, como creíamos, ni un solo amigo que esté dispuesto a adelantarte el dinero. Tendrás que reintegrar inmediatamente lo que te anticipen, pues de otra manera no cuentes con préstamos, y habría que esperar a la llegada del propio que envíes con el dinero, y esto no es sólo un inconveniente, sino que es una vergüenza. He hecho la experiencia enviando a Erasto a estar con Andrómedes de Egina, tu huésped, a quien debía dirigirme cuando necesitara dinero, según me previniste, y lo hice, porque quería cumplir y enviarte los encargos de consideración que me Labias hecho; pero me respondió una cosa justa y muy conforme con la naturaleza humana, diciendo que en otro tiempo había prestado a tu padre, y que le había costado trabajo recobrar su dinero, y que lo más que haría sería adelantar una pequeña cantidad, pero no más.

Entonces acudí a Léptimo, el cual es digno de alabanza, no sólo por haberte prestado, sino por el celo y el gusto manifestados en sus palabras y en sus acciones con que lo ha hecho, habiéndose mostrado verdaderamente amigo tuyo. Es preciso, que te entere del bien y del mal, para que conozcas las disposiciones en que me parece estar cada cual con respecto a ti. Voy a decirte francamente lo que pienso en esta materia. Es esto tanto más justo, cuanto que tengo un conocimiento perfecto de ello. Los que tienen que rendirte cuentas no se atreven a señalar los gastos por temor de que te ofendas. Hazlos entrar en caja; hostígalos a que lo mismo en esto que en todo lo demás te den cuenta de todo. Es preciso, en cuanto sea posible, que lo veas todo, que de todo seas juez, y que no esquives el conocimiento de todos. Es el primer deber de todo hombre que ejerce mando. No ignoras, y convendrás siempre en esto, que importa a la buena administración de tus bienes y de tus intereses, que los gastos se justifiquen y los pagos sean religiosamente satisfechos. Que no puedan calumniarte ante el público aquellos que se dicen ser tus amigos; porque esto ni es justo ni decoroso, y no puede menos de hacer daño a tu reputación.

Ahora es preciso hablar de Dión. Antes de tu respuesta no puedo decir nada sobre los demás puntos, y respecto a los que me prohibiste comunicarle, nada absolutamente le he dicho, ni le he hecho la menor indicación. Le he sondeado sólo para saber si los vería realizarse con sentimiento o con placer, y me ha parecido que le ofenderían vivamente. Sobre todos los demás puntos me parece presentarse moderado respecto a ti en sus palabras y en sus acciones.

A Cratino, hermano de Timoteo y amigo mío, le daremos una coraza de las que lleva nuestra infantería pesada, que es tan preciosa, y a las hijas de Cebes tres túnicas de siete codos, no de las magníficas telas de Amorgines, sino de los modestos tejidos de Sicilia. Probablemente conoces de nombre a Cebes. Figura en los diálogos socráticos; discute con Simmias contra Sócrates en el diálogo sobre el alma. Es nuestro común amigo y es un hombre excelente.

En cuanto al signo que distingue mis cartas serias de las que no lo son, supongo que no lo habrás olvidado; sin embargo, no dejes de recordarlo y poner en él tu atención. Muchos quieren a la fuerza que les escriba, y no es fácil sustraerse a sus importunas exigencias. Mis cartas serias comienzan por Dios; y las que no lo son, por los dioses.[10]

Los embajadores me instaron a que te escribiera, y con razón. Demuestran gran celo en alabarnos a ti y a mí, y más que todos Filagro que en este momento tiene la mano mala. Filebo, que acaba de venir de la corte del gran rey, me ha hablado igualmente de ti. Si mi carta no fuese ya demasiado larga, te referiría sus discursos, pero Léptimo te los referirá.

La coraza y los otros objetos que te suplico me envíes, confíalos a quien tú quieras, y si no tienes a nadie, dáselos a Terilo. No cesa de hacer la travesía; es uno de mis amigos, que sobresale en muchas artes y sobre todo en la filosofía. Es el yerno de Tisón que en el momento de mi partida dirigía la policía de la ciudad.

Pásalo bien, cultiva la filosofía; excita a los jóvenes a que se consagren a ella; saluda en mi nombre a nuestros compañeros de juego; recomienda a Aristócrito y a los demás, que cuando llegue alguna carta o escrito mío, te lo digan luego, y te recuerden, para que no las olvides, las cosas que yo te pida. Tampoco dilates volver a Léptimo el dinero que nos ha anticipado, para que con este ejemplo duden menos los demás en servirnos.

Latroclo, a quien doy la libertad juntamente con Mirónides, va a embarcarse con todos los encargos que te envío. Tómale a tu servicio, pues por su parte tiene buenos deseos, y empléale como te parezca. ¿Se ha conservado la carta misma o una copia de la carta? Haz por saberlo.

Yaş sınırı:
0+
Hacim:
3355 s. 10 illüstrasyon
ISBN:
9782380374100
Yayıncı:
Telif hakkı:
Bookwire
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