Kitabı oku: «Obras Completas de Platón», sayfa 178

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Pero quiero extenderme más sobre esta materia para que mi pensamiento aparezca con más claridad. Hay, en efecto, una razón sólida que se opone a toda tentativa de escribir sobre estas materias; ya más de una vez la he expuesto y no será inútil, a mi entender, repetirla de nuevo.

En todo ser, la ciencia tiene por condiciones necesarias tres cosas. La cuarta es la ciencia misma. En quinto lugar es preciso poner lo que se trata de conocer, a saber, la verdad. La primera es el nombre, la segunda la definición, la tercera la imagen, la cuarta la ciencia. Tomad un objeto por ejemplo, a fin de comprender mejor lo que precede, y podéis decir que lo mismo sucede con todo lo demás. Sea el círculo. Tiene un nombre, el mismo que acabo de pronunciar. Tiene en segundo lugar una definición, compuesta de nombres y de verbos, que es: aquello cuyos extremos están a igual distancia del centro; tal es la definición de lo que se llama esfera, circunferencia, círculo. La tercer cosa (la imagen) es el dibujo que se traza y que se borra, la figura que se fabrica y se destruye. En cuanto al círculo, que es al que se refiere todo esto, es extraño a todas estas vicisitudes, porque es esencialmente diferente. La cuarta cosa es la ciencia, el conocimiento, la opinión verdadera relativamente a este círculo. Todo esto no forma más que una unidad, y no reside ni en el lenguaje, ni en la figura del cuerpo, sino en el alma misma, lo cual prueba, que este nuevo elemento es de otra naturaleza que el círculo y las tres cosas de que hemos tratado. De estas cuatro cosas, la inteligencia es la que por el parentesco y por la semejanza se aproxima más a la quinta (la verdad); las demás se alejan mucho más. Las mismas observaciones se pueden hacer a propósito de las figuras rectilíneas o esféricas, del color, del bien, de lo bello, de lo justo, de los cuerpos fabricados por la mano del hombre o producidos por la naturaleza, del fuego, del agua y sus análogas, de toda especie de animales y de las diversas maneras de ser de las almas, de las acciones y pasiones de todas clases. A no poseer en cierta manera los cuatro elementos primeros, no se puede tener un conocimiento del quinto. Añadid, que el hombre no aspira menos a darse razón de las cualidades de las cosas que de su esencia, no obstante la impotencia de su razón. Pues bien; esta impotencia de la razón será siempre un obstáculo para que un hombre de buen sentido ordene sus pensamientos en un sistema, y en un sistema inmutable, como sucede cuando está escrito y fijado con caracteres permanentes. Pero volvamos a las figuras de que hablábamos.

Cada uno de los círculos dibujados o fabricados, de que nos servimos en la práctica, está lleno de contradicciones con el quinto elemento (la verdad), porque en todas sus partes se encuentran la línea recta, cuando el círculo verdadero no puede tener en sí mismo, ni en pequeña ni en grande cantidad, nada que sea contrario a su naturaleza. El nombre con que designamos estas cosas, no tiene tampoco ninguna fijeza, y nada impide llamar recto a lo que nosotros llamamos esférico, y esférico a lo que nosotros llamamos recto, y una vez hecho este cambio en sentido contrario al uso actual, el nombre nuevo no sería menos fijo que el primero. Lo mismo sucede con la definición; compuesta de nombres y verbos que no son fijos, ¿cómo podrá serlo ella? Hay mil pruebas de la incertidumbre de nuestros cuatro primeros elementos, pero la mayor está en la distinción que acabo de anunciar de la esencia y de la cualidad. Cuando el alma intenta conocer, no la cualidad, sino la esencia, cada uno de nuestros cuatro elementos sólo le presenta desde luego, así en los razonamientos como en las cosas, contradicciones sensibles en lo que se dice y se muestra, y entrega, por decirlo así, el espíritu de todo hombre a mil dudas y mil oscuridades. Ésta es la razón, porque en las cosas en que no tenemos costumbre de buscar la verdad a causa de nuestra mala educación, y respecto de las que nos contentamos con la primera imagen que se presenta, no nos parecemos los unos a los otros ridículos, porque podemos siempre discutir y refutar estos cuatro principios. Pero en las cosas en que exigimos que se responda por el quinto elemento y que se demuestre, el que es capaz de refutar no necesita más que quererlo para vencer, y hacer creer a los oyentes que el que expone su doctrina en sus discursos, sus escritos o sus conversaciones, no sabe absolutamente nada de las cosas que quiere decir o escribir; porque se ignora algunas veces que no es el espíritu del escritor o del orador el que se refuta, sino el vicio innato de los cuatro principios de que hablamos. Recorriendo con la razón todos estos elementos, y examinando de un extremo a otro cada uno de ellos, apenas se llega a la ciencia, y esto se entiende cuando las cosas están bien dispuestas y el espíritu mismo bien preparado. Pero los que naturalmente tienen mala disposición para las ciencias y la virtud, y son muchos los que se encuentran en este triste estado, no podrían ver aunque tuvieran los ojos de Linceo. En una palabra, sin afinidad con el objeto que haya de conocerse, ni la inteligencia ni la memoria son nada, porque nada se da en un terreno estéril. De suerte que ni aquellos que no tienen afinidad natural alguna con lo justo y con lo bello, aunque estén dotados de una inteligencia y una memoria felices, ni los que tienen esta afinidad, pero están desprovistos de inteligencia y de memoria, conocen jamás toda la verdad que se puede conocer acerca del vicio y de la virtud; porque es una necesidad conocer los dos a la par, como igualmente lo falso y lo verdadero de toda esencia, lo cual exige mucho trabajo y mucho tiempo como dije al principio. Cuando se ha examinado por extenso cada cosa con relación a las demás, los nombres y las definiciones, las percepciones de la vista y las sensaciones en general, tratadas en discusiones tranquilas en las que la envidia no dicta las preguntas ni las respuestas, a duras penas la luz de la sabiduría ilumina entonces los objetos y nos permite alcanzarla en los límites del poder humano.

Por todas estas razones, un hombre grave que estudia cosas graves, se guardará bien de escribir jamás para la multitud y de atraerse la envidia y otros mil disgustos. De donde debemos concluir, cuando encontramos un libro de un legislador sobre las leyes o de otro sobre cualquier otro objeto, que el autor no ha hablado seriamente aunque sea un hombre muy serio, y que se ha reservado la mejor parte. Si realmente hubiese depositado en un escrito sus más serios pensamientos, no quedaba más partido que decir: no, no son los dioses sino los hombres los que le han privado de la razón.

Por poco que hayan sido comprendidas estas explicaciones, se verá, que si Dionisio o cualquiera otro, más o menos hábil, ha escrito sobre la naturaleza las maravillas o los principios de la misma, ni ha comprendido bien ni ha digerido bien lo que ha escrito. Ésta es mi convicción. De otra manera Dionisio hubiera respetado lo que yo mismo respeté; no se hubiera atrevido a entregar estas cosas santas al a ignorancia y a la necedad; porque al escribir lo que se ha propuesto no ha sido aliviar su memoria. No hay riesgo de perder estas verdades, una vez que el ánimo las ha comprendido bien, porque no hay cosa más rápidamente comprensible. Quizá ha obedecido a una ambición vergonzosa, sea que haya presentado esta doctrina como suya, o como habiendo sido objeto de nuestras conversaciones, conversaciones de que era indigno, puesto que aspiraba a apropiarse el honor de las mismas.

Si Dionisio ha podido aprender tantas cosas en una sola lección, sea en buen hora; ¡pero qué lección! Júpiter lo sabe, como diría un tebano. Le hablé de filosofía de la manera que os he dicho y una sola vez; después jamás le he vuelto a tocar este punto. He aquí lo que podría preguntar el que sea curioso: por qué no tuvimos una segunda conversación, ni una tercera, ni ninguna otra. Dionisio, después de haberme oído una sola vez, ¿se consideró bastante instruido, o ha creído estarlo, sea que haya encontrado la sabiduría por sí mismo, sea que la haya tomado de otros filósofos? ¿O bien ha creído que lo que yo enseñaba era de poco valor? ¿O bien en tercer lugar lo ha considerado, por el contrario, tan elevado, que no se ha sentido con fuerzas para conformar su vida a las reglas de la templanza y de la virtud? Si mi enseñanza le ha parecido de poco valor, no faltan para afirmar lo contrario testigos que son más capaces que Dionisio de formar juicio sobre estas cosas. Si ha encontrado y aprendido por sí mismo estos conocimientos, son por lo tanto dignos de servir para la educación de un alma libre; y entonces ¿cómo no extrañar que haya tratado con desprecio al mismo que debía ser su guía y su maestro? ¿En qué le trató con desprecio? Voy a decíroslo.

Había pasado poco tiempo, cuando Dionisio, que hasta entonces había dejado a Dión en posesión y goce de sus bienes, no quiso permitir que se le remitieran sus rentas al Peloponeso, como si hubiera olvidado por completo su carta y sus promesas. Estos bienes, decía él, no pertenecen a Dión, sino a su hijo, y a mí, como tío del joven, y por consiguiente su tutor legítimo. He aquí lo que por entonces pasó. Estos hechos me demostraban claramente, qué clase de amor tenía Dionisio por la filosofía, y yo podía anchamente dejarme llevar de mi indignación. Esto era por el verano, y las naves iban y venían. Me parecía que debía acusar no tanto a Dionisio como a mí mismo, y a los que me habían comprometido a pasar por tercera vez el estrecho de Scila, y de arrostrar otra vez la fatal Caribdis,[7] y que debía declarar a Dionisio, que me era imposible permanecer cerca de él desde el momento que Dión era tratado con esta injusticia.

Dionisio se esforzó por tranquilizarme, y me conjuró a que no me moviera. No creía conveniente dejar partir tan pronto un mensajero que refiriera lo que estaba sucediendo en Siracusa. No pudiendo convencerme, dijo que él prepararía mi viaje; pues estaba resuelto a aprovechar el primer buque de trasporte que se me presentara. Estaba resuelto a romper por todo, efecto de mi indignación; pues Dionisio ningún motivo de queja tenía de mí, y yo tenía muchos de Dionisio. Cuando vio que no quería detenerme, apeló para impedir mi marcha a la superchería que vais a oír.

Al día siguiente de nuestra primera conversación, Dionisio vino en mi busca, y en un mañoso discurso me dijo:

«Entre tú y yo no hay otra causa de división que Dión y sus intereses. Arreglémoslos hoy mismo. Atiende ahora a lo que; en obsequio de tu amistad, haré por Dión. Gozará de sus bienes y permanecerá en el Peloponeso, no como un desterrado, sino con la libertad de volver aquí cuando nos hayamos puesto de acuerdo tú y yo, que somos sus amigos; en inteligencia que ha de comprometerse a no conspirar más contra mí. Vosotros me responderéis de ello: tú, tus parientes y los de Dión, que viven aquí; y a él corresponde daros por su parte garantías. En cuanto al dinero que haya de enviársele, se depositará en el Peloponeso y en Atenas en manos de quien escojáis, y Dión percibirá los intereses, sin ser dueño de disponer de ellos sin vuestro consentimiento. Yo no tengo bastante confianza en él para creer que obre justamente respecto de mí en el uso que haga de sus riquezas, porque son de consideración. Me fío con más gusto de ti y de los tuyos. Mira si estas proposiciones te convienen: permanece aquí este año aún, y el verano próximo, al marchar, llevarás contigo la fortuna de Dión; y Dión, estoy muy seguro de ello, se manifestará muy reconocido por este servicio que le haces».

Yo no pude oír este discurso sin indignación; quise, sin embargo, dar tiempo a la reflexión, y le supliqué que me dejara aplazar mi respuesta para el día siguiente. Quedamos conformes. Pero cuando quedé solo, tomé consejo de mí mismo y me vi no poco perplejo. He aquí el razonamiento que yo me hacia: «Veamos; si Dionisio no tiene intención de realizar sus promesas, y yo parto, ¿no escribirá a Dión, y a la par que él otros muchos, diciendo que quería servirle, que yo no he querido aceptar sus condiciones, y que me importan poco los intereses de mi amigo? Y si no le conviene dejarme marchar, sin necesidad de ningún mandato y con sólo hacer entender a los patrones de las naves que me marcho contra su voluntad, ¿habrá nadie que se atreva a sacarme de su palacio? (Porque yo habitaba, para colmo de desgracia, en el jardín adjunto al palacio, y el portero no me habría dejado salir sin una orden expresa de Dionisio). Si, por el contrario, permanezco aquí un año entero, tendré tiempo de hacer saber a Dión las circunstancias de este asunto y mi conducta; y si Dionisio me cumple su palabra, tendré ocasión de felicitarme por haber tomado este partido, porque la fortuna de Dión, estimada en su justo valor, no importa menos de cien talentos. Si las cosas tienen el resultado que es fácil prever, no sé en verdad a qué resolverme; pero a todo evento vale sin duda más tener paciencia un año y dejar a los sucesos el cuidado y tiempo de poner en evidencia los artificios de Dionisio».

Después de pensarlo bien, dije a Dionisio al día siguiente que estaba resuelto a permanecer. Creo, le añadí, que no debes considerarme como el árbitro supremo de los negocios de Dión, sino prevenirle, comunicándole nuestras resoluciones, preguntarle si le convienen; o si desea alguna modificación, que conteste en el plazo más breve, y que quedan las cosas entre tanto en el estado en que se hallan.

Esto es lo que convinimos poco más o menos. Las naves no tardaron en hacerse a la vela, y no me hubiera sido ya posible embarcarme. Entonces fue cuando Dionisio se acordó de decirme que Dión no tenía derecho más que a la mitad de los bienes y que la otra mitad pertenecía a su hijo. Añadio, que haría que se vendiera una mitad, cuyo importe me entregaría para remitir a Dión, y que su hijo quedaría propietario de la otra mitad. Esto era según él lo más justo. Semejantes palabras me consternaron, y comprendiendo que sería ridículo discutir, le supliqué que aguardase la carta de Dión y que se le comunicase este cambio. Pero él sobre la marcha y con la mayor impudencia se puso a vender los bienes de Dión, lo que quiso, como quiso y a quien quiso, sin dignarse decirme ni una palabra. Cesé por lo tanto de reclamar por Dión, viendo claramente que nada podía hacerse.

He aquí cómo hasta este momento pude servir cerca de Dionisio a la filosofía y a mis amigos.

Desde entonces Dionisio y yo vivíamos, yo dirigiendo mis miradas al exterior, como un pájaro que aspira a tomar vuelo, y él buscando todos los medios de aterrarme, sin entregarme nada de los bienes de Dión. Sin embargo, a los ojos de la Sicilia aparecíamos como amigos. Dionisio quiso disminuir entonces el sueldo de los mercenarios veteranos que era lo contrario de lo que había hecho su padre; los soldados irritados se reunieron y en medio del desorden gritaron que no cederían. El tirano quiso someterlos cerrando las puertas del Acrópolo, pero se precipitaron a las murallas dando gritos de guerra a manera de los bárbaros. Fue tal el terror de Dionisio, que les concedio todo lo que quisieron, y al mismo tiempo aumentó la paga de los peltastos, que habían tomado parte en la revuelta.

Se dijo al momento, que Heráclides era el autor de esta sedición. Al circular esta nueva, Heráclides se apuró a ocultarse y Dionisio se apuró a buscarle. No pudiendo encontrarle, Dionisio mandó a Teodoto que se presentara en sus jardines, donde casualmente me hallaba yo paseando. No sé cual fue al principio su conversación, porque no sé lo que decían; pero lo que Teodoto dijo a Dionisio a mi presencia lo sé, y me acuerdo de ello: «Platón, dijo, aconsejo a Dionisio, que si consigo hacer venir aquí a Heráclides a dar cuenta de su conducta y justificarse de las acusaciones de que es objeto, ya que no le deje permanecer en Sicilia, le permita trasladarse con su hijo y su mujer al Peloponeso, y que viva allí sin causar ningún daño a Dionisio y goce de su fortuna. Le he enviado ya un aviso, y le voy a enviar otro, a fin de que, si no obedece al primero, ceda al segundo. Pido y suplico a Dionisio, que, si se encuentra a Heráclides en el campo o aquí, no le cause daño y que solo le dé la orden de abandonar el país, hasta que Dionisio cambie respecto a él de modo de pensar. ¿Consientes en ello?, dijo, dirigiéndose a Dionisio. Consiento en ello, y aun cuando fuese descubierto en tu propia casa, no le sucederá otro mal que lo dicho». Pero al día siguiente vi llegar a Euribio y Teodoto asustados y en una turbación extraordinaria, y Teodoto me dijo: Presente estuviste ayer y sabes qué promesas nos hizo Dionisio a ti y a mí. ¿Cómo no lo he de saber?, respondí yo. Pues bien, replicó Teodoto, hoy los peltastos corren por todas partes y le buscan, y es fácil que esté muy cerca de aquí. Acompáñanos, y ven a unir tus esfuerzos a los nuestros cerca de Dionisio.

Fuimos y en presencia ya de Dionisio los dos comenzaron a derramar lágrimas sin hablar; pero yo le dije: «temen que te olvides de las promesas de ayer, y que te conduzcas respecto a Heráclides, que por la cuenta se ha dejado ver por estos sitios, de una manera diferente». Apenas me oyó, se le vio encolerizarse tomando su semblante todos los colores, tan grande era su cólera. Teodoto se arrojó a sus pies, le cogió las manos, y le suplicó que no cometiera esta mala acción. «Tranquilízate, Teodoto, le dije; Dionisio no se atreverá a obrar en contra de las promesas que nos hizo ayer». Pero Dionisio volviéndose hacia mí, y mirándome con ojos de tirano, alzando la voz dijo: a ti nada te he prometido. ¡Por los dioses!, repuse yo, has prometido no hacer lo que este hombre te pide que no hagas. Luego que dije esto, volví la espalda y me retiré. Después de esta ocurrencia no cesaron las pesquisas en busca de Heráclides, pero Teodoto le envió oportunos avisos para que huyera. Dionisio hizo que una fuerza de peltastos a las ordenes de Crisias le persiguiera; pero Heráclides, prevenido a tiempo, tomó la delantera, y con el corto intervalo de una jornada llegó a las fronteras cartaginesas.

A raíz de estos sucesos, Dionisio, que hacia mucho tiempo había resuelto no entregar a Dión sus bienes, creyó que era ésta la ocasión favorable; rompió conmigo, arrojándome fuera del Acrópolo, dando por pretexto que las mujeres iban a celebrar en el jardín donde estaba mi habitación un sacrificio de diez días. Me mandó que fuera durante este tiempo a casa de Arquidemo. Allí estaba cuando Teodoto me envió a buscar, y estando en su casa me manifestó su vivo sentimiento por todo lo que había pasado, y se quejó amargamente de Dionisio. Habiendo sabido éste que había ido yo a casa de Teodoto, encontró en esto un nuevo pretexto de enemistad, completamente análogo al primero, y me envió a preguntar si había realmente visitado a Teodoto a ruego suyo. «Si, ciertamente», le respondí. Dionisio me manda, repuso el mensajero, decirte que obras mal haciendo más caso de los intereses de Dión y de sus amigos que de los suyos. Dichas estas palabras, jamás me llamó a palacio, como si fuera ya indudable que yo era amigo de Teodoto y Heráclides y enemigo suyo. Comprendía que yo no podía tener sentimientos de benevolencia para con un hombre que había disipado los bienes de Dión. En lo sucesivo habité fuera de la ciudadela entre los soldados mercenarios. Se me dijo por algunos criados atenienses, mis compatriotas, que se me había calumniado con ánimo de malquistarme con los peltastos, y que algunos decían que me matarían si me encontraban. Entonces imaginé un medio de salvarme. Hice que conocieran mi posición Arquitas y otros amigos de Tarento, y les di a conocer mi situación. Éstos, con pretexto de una embajada, me enviaron una nave de treinta remos, en la que venía Lamisco. A su llegada, Lamisco intercedio con Dionisio para que me dejara marchar, asegurándole que no era otro mi deseo. Dionisio consintió en ello, y mandó darme el dinero necesario para mi viaje. En cuanto a los bienes de Dión, nada pedí y nada se me dio.

Cuando llegué a Olimpia, en el Peloponeso, encontré a Dión entre los espectadores de los juegos, y le referí todo lo ocurrido. Dión tomó a Júpiter por testigo, y nos declaró a mí, a mis amigos y a mis parientes que iba a vengar en Dionisio la hospitalidad ultrajada en mi persona (estas fueron sus palabras y su pensamiento) como igualmente las injusticias que él mismo había sufrido y su destierro. Al oír esto, yo le dije: «Llama en tu auxilio a los amigos, si quieres; pues en cuanto a mí, tú me forzaste en cierta manera a ser partícipe de la mesa, de la estancia y de los sacrificios de Dionisio, y bien que haya dado crédito a los que me acusaban de conspirar contigo contra su persona y su tiranía, respetó, sin embargo, mi vida, ya lo sabéis. Yo no estoy en edad de empuñar las armas, ni de asociarme a ninguna guerra. Reservo mis servicios para cuando la virtud os aproxime y os inspire el propósito de renovar nuestra antigua amistad. Pero en tanto que tengáis el designio de apelar a la violencia, buscad otros auxiliares».

Así hablé bajo el amargo recuerdo de mis viajes y de mis infortunios en Sicilia. No pude persuadir a Dión y a los suyos, y su obcecación fue la causa de todas las desgracias que han sobrevenido; desgracias que no habrían tenido lugar, en cuanto puede decirse de los negocios humanos, si Dionisio hubiera devuelto a Dión su fortuna, o más bien, si se hubiera reconciliado con él, porque entonces habría yo podido fácilmente con mis consejos y mi autoridad contener a Dión. Pero, al marchar uno contra otro con las armas en la mano, no han hecho sino engendrar toda clase de males. Sin embargo, las intenciones de Dión eran de aquellas que podía aprobar yo mismo, es decir, todo hombre sensato y de juicio. Si quería el poder para él, para sus amigos y para su patria, era porque pensaba que no es posible ser útil sin el poder y los honores, y sólo los grandes pueden hacer grandes cosas. No es como el hombre, que, pobre, incapaz de gobernarse a sí mismo y esclavo del placer, sólo trata de enriquecerse, engañar a sus amigos y al Estado, tramar conspiraciones, degollar los ricos acusándoles de traición, quitarles sus bienes e invitar a sus compañeros y cómplices a imitarle, para evitar que uno solo de ellos pueda echarle en cara su miseria. Es preciso decir otro tanto del que no sabe atraerse la estimación de sus conciudadanos por otros medios que por decretos, en que se manda distribuir entre el populacho los bienes de los ricos, o que, dueño de una ciudad poderosa a que están sometidas otras ciudades, despoja injustamente las más pequeñas para enriquecer a la capital. Ni Dión, ni ninguno de sus amigos han querido un poder eternamente funesto para sí mismos y para la nación, sino que sólo aspiraban a obtener una constitución política y leyes justas y buenas, sin comprar este beneficio con la muerte ni con el destierro de un solo hombre.

Ahí tenéis cómo se condujo Dión; prefiriendo mil veces sufrir la injusticia que cometerla, y esforzándose sin embargo por librarse de ella, sucumbió en el momento en que iba a triunfar de sus enemigos, sin que pueda sorprender este resultado. ¿Qué puede prometerse el hombre virtuoso, sabio y prudente en medio de malvados? ¿Cómo podía estar libre de lo que puede suceder al más entendido piloto, que si bien prevé la tempestad próxima, nunca puede prever el furor extraordinario de los vientos desencadenados de repente que le hacen víctima de su violencia? Así es como Dión ha sucumbido bajo el esfuerzo de unos pocos. No ignoraba la maldad de los que han causado su ruina, pero que la llevasen al colmo de la insensatez, de la malicia y de la barbarie, esto lo ignoraba; y he aquí lo que le ha perdido, y lo que ha llenado a la Sicilia de inmenso duelo.

Ahora ya sabéis los consejos que debo daros, y nada tengo que añadir a lo que llevo dicho. Me pareció que debía explicaros los motivos que me obligaron a hacer mi segundo viaje a Sicilia a causa de los ruidosos y extraordinarios sucesos que posteriormente han tenido lugar. Si mis explicaciones os parecen razonables y si aprobáis los motivos que han sido origen de mi conducta, creeré no haberme excedido en esta dilatada carta y haberme suficientemente justificado.

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