Kitabı oku: «El Alfabeto del Silencio», sayfa 2
La visión oceánica
Cuando miramos el mar y pensamos «estoy viendo el mar», lo que realmente estamos viendo no es el mar, sino su superficie. No vemos las corrientes, los fondos, las playas, la vida desbordante en su seno, la luz filtrada traspasando las aguas, los corales, las algas y el plancton, los médanos, las ensenadas, las innumerables orillas, las extensiones desconocidas, las fosas, las tempestades, las rías ni las grandes llanuras heladas.
Igualmente, cuando miramos lo que llamamos mundo no estamos viendo el mundo. Al observar el cielo, una silla, una roca o el libro que sostenemos entre las manos, lo que captamos es la capa externa de todas esas cosas. Si pudiéramos alcanzar más allá descubriríamos una infinita corriente vital. Repararíamos en las moléculas, en los átomos en movimiento y en las partículas elementales que conforman cada átomo interrelacionándose para engendrar algo intensamente vivo; oiríamos un fragor; sentiríamos una imperiosa corriente de energía; presenciaríamos un enorme espacio vacío entre todo ello. Y, aun así, no estaríamos asistiendo a lo que es si obviáramos la innombrable presencia de una realidad inasible más allá de la materia.
Por motivos similares, cuando miramos a una persona y pensamos «estoy viendo una persona» lo que vemos es un cuerpo, un rostro, una raza, un género, una expresión, una edad. No es por casualidad que la palabra persona provenga del griego máscara —«prósõpon»—. En la antigüedad los actores actuaban ocultándose el rostro con una careta a través de la cual hablaban. «Per» significa ‘a través’, «sona» significa ‘sonido’. La fuente del sonido no es la máscara, sino algo mucho más profundo e invisible oculto tras ella. La persona es la forma que cubre el indescifrable Ser existente detrás. La personalidad y el cuerpo son la máscara, la rígida expresión.
Mas lo que principalmente vemos al relacionarnos con un semejante es nuestra propia atracción, rechazo o indiferencia hacia él, nuestra reacción hacia su rostro, nuestro acuerdo o desacuerdo con lo que dice, nuestra opinión. Todo ello viene dado por una experiencia previa, por una educación, por un entorno, por una programación. En caso de que lo conozcamos, tendremos en mente una biografía parcial, una pequeña historia, consideraremos su manera de comportarse en el pasado y cómo creemos lo hará en el futuro. Probablemente, sea de manera consciente o inconsciente, juzguemos esos supuestos actos. En ese preciso instante hemos dejado de verlo, porque lo hemos sustituido por un cúmulo de impresiones. Sobre ese ser se ha superpuesto una proyección elaborada por quien lo mira. Una vez fabricada dicha proyección, no es raro que la apuntalemos con un nuevo conjunto de valoraciones y así acabemos creyendo en su verosimilitud. Inmediatamente la volvemos a proyectar, los ojos la confirman y así queda refrendada.
Cuando presenciamos el mar, un objeto o a un semejante, no estamos presenciando el mar, el objeto ni a ese semejante. Sin embargo, a la superficie del mar la llamamos «mar», a nuestras opiniones sobre alguien las llamamos «semejante», y a nuestra idea del mundo la llamamos «mundo». Cuando nos encontramos frente al océano, no estamos asistiendo al océano, sino a nuestra idea de océano. Cuando hablamos con un semejante, no estamos hablando con un semejante, sino con nuestra idea de él. Cuando afrontamos cualesquiera circunstancias, estamos afrontando nuestra interpretación de ellas. Cuando actuamos en el mundo estamos actuando sobre nuestra percepción.
Nunca actuamos sobre la realidad, sino sobre nuestra idea de la realidad. Cómo la hayamos forjado determinará nuestra noción del entorno y por ende nuestra manera de actuar sobre él.
Lo que llamamos mundo, pues, es el conjunto de nuestras ideas, un grupo de pequeños conceptos cerrados, una colección de objetos mentales, un ámbito infinito convertido en un esquema estático y severamente limitado. En ese trueque nos perdemos la maravillosa inmensidad, tanto material como incorpórea, oculta detrás. El mundo que percibimos no existe. Aquello que existe es algo mucho más vasto, mágico e insondable.
¿Cómo acceder a él? El primer paso es sencillo. Consiste en recordar que tras la superficie existe el fondo. Eso es suficiente para comenzar a ver. Haz la prueba, y observa si todo no comienza a conocerse de una manera asombrosamente distinta.
Comprender
Cuando el mar se agita aparece una ola. Algo destaca, salta y se desprende adquiriendo un color y una forma diferenciada. El razonamiento percibe el océano como una cosa y la ola como otra distinta. Para poder distinguirlas da a cada una un nombre diferente. Puede incluso llegar a analizar la masa de la ola, la velocidad a la cual se mueve, su aceleración, su amplitud, las fuerzas intrínsecas al desplazamiento, su constitución interna, el fenómeno por el cual se forma la espuma, el rozamiento que ejerce sobre el fondo marino. Así le es posible llegar a entender detalladamente la ola. Pero si soslayara el hecho de que la ola es realmente el océano manifestándose en una forma concreta, que ambos son el mismo elemento, que forman una unidad y que esencialmente no son diferentes, habría perdido completamente su significado. Habría entendido la ola aisladamente, pero no habría comprendido nada.
Podríamos equiparar la ola con lo físico y su realidad oceánica con lo etéreo; igualmente, los objetos de nuestro entorno son ondas surgidas de un gran mar impalpable tendido en su raíz.
Entender y comprender pueden parecer términos equivalentes. No obstante comprender posee un sentido adicional: también significa abarcar, unir.
Al empeñarnos en escudriñar independientemente cada elemento a nuestro alcance, dejamos de comprender el todo. El raciocinio y los sentidos captan la fachada del entorno desmembrándola en partes sueltas y considerando cada una por separado. Al hacerlo se pierde el sentido esencial de Unidad. Los objetos, los acontecimientos se perciben como olas desconectadas de un gran océano.
Para comprender no es necesario elaborar, sino simplemente advertir, notar lo que Es sin añadir ni quitar nada, presenciar cómo la ola se forma por un movimiento de la superficie oceánica y cómo, cuando pierde su forma, vuelve a disolverse en aquello de lo cual surgió y que nunca dejó de ser. A partir de ahí, subordinado a la comprensión, el estudio aislado de cualquier fenómeno es un maravilloso ejercicio intelectual capaz de añadir gran riqueza a la experiencia; por el contrario, cuando se antepone a ella, es motivo de una formidable confusión.
El cristal quebrado
Imagina que un día comenzaras a ver todo a tu alrededor con aspecto roto, como si alguien hubiese tomado fotografías de cada cosa, las hubiese despedazado y hubiese descolocado los recortes. Supón que al mirarte a ti mismo te vieses de la misma manera. Sin duda serías presa de un gran temor. En caso de que esa percepción se prolongara durante mucho tiempo, probablemente ese miedo se atenuaría, aunque quedaría latente en ti, y acabarías tomándolo como la manera normal de vivir.
Figúrate que al cabo de un tiempo advirtieses que, por algún motivo, frente a ti se había interpuesto un cristal quebrado en el cual no habías reparado anteriormente, y cayeras en la cuenta de que la fragmentación no se encontraba en lo que estabas viendo, sino en ese cristal. Al ver a su través habías atribuido erróneamente la rotura al entorno, porque cuando se mira por un cristal roto todo lo que hay detrás cobra esa misma apariencia.
El entorno roto es lo que llamaremos lo aparente. El cristal, la mente dividida. Lo que hay tras él, lo real. El sueño se da por fragmentación, por una percepción troceada, desintegrada, desmenuzada, inconexa, instalada sin culpa por nosotros en nosotros mismos.
Veamos a continuación cómo se construye el cristal quebrado.
El velo del pensamiento
El pensamiento es una pequeña porción de la mente cuya sobreutilización deriva en la racionalización de un mundo últimamente mágico. Cuando se utiliza de manera abusiva actúa como un denso cedazo, como una retícula cuyos hilos trocean la experiencia en piezas, prototipos, maquetas, pequeños objetos mentales inteligibles por mecanismos lógicos, secuenciales, memorísticos, cartesianos a través de los cuales nos complacemos en entender. Identificamos una forma como árbol, otra como edificio, otra como viento, otra como lápiz, otra como sabor, otra como nube, otra como música, otra como mujer. Para ello hemos de recortar cada input a fin de hacerlo inteligible y colocar cada uno en una casilla preconcebida por factores perceptivos, biográficos, emocionales, educativos, sociales, perfilando una silueta para cada elemento. Así, a través de un severo proceso reductivo, aislamos cada pieza. Una vez armadas las costillas de la percepción, las rellenamos adaptando la realidad a esa forma preconcebida, y al hacerlo, seguros de haberla abarcado, nos sentimos momentáneamente satisfechos. Mediante este proceso inconsciente de colosal reducción olvidamos la riqueza, la interconexión y el misterio de la creación.
Los hilos de esa retícula quedan cristalizados en palabras, formas rígidas cuya función es acuñar conceptos. Las palabras guardadas en la memoria llevan en sí una distorsión implícita. En el momento en que damos nombre a las cosas las sustituimos por conceptos y creemos entenderlas. Entonces nos alejamos de ellas. Sin darnos cuenta comenzamos a ver una realidad dominada por pequeños modelos a causa de los cuales el orbe queda inmensamente empobrecido. Consecuentemente comenzamos a percibir un entorno repetitivo, monótono, gris, mortecino, carente de interés.
Si alguien te dijera que esta mañana ha visto un pájaro, tú inmediatamente extraerías de la memoria tu concepto de pájaro —una imagen, un color, un sonido, una sensación— y pensarías «comprendo lo que has visto». Pero con certeza lo que el otro ha presenciado no ha sido la imagen ni el color ni la sensación que tú tienes en mente, sino una realidad diferente y mucho más honda, aunque tal vez tampoco la haya captado al haberla conceptualizado en su pensar. Fíjate: mientras el pensar siga cribando sin interrupción, el mundo percibido seguirá despojado de significado para ambos.
Esto no quiere decir que el lenguaje y la razón no sean herramientas maravillosas. Cuando se utilizan para apuntar hacia lo innombrable son instrumentos de riqueza inusitada. Sin embargo, cuando se usan para sustituirla por símbolos recortados constituyen una sutil pared entre nosotros y la infinita realidad. Solo darse cuenta de esto es ya una manera de volver a conectar con ella.
El velo de los sentidos
Los sentidos son incapaces de acceder a lo que Es por tres motivos. Por un lado, porque únicamente tienen acceso a parte de la envoltura física de las cosas. Solo ven superficie y una superficie transformada. Por otro, porque, aunque captar una porción mayor de la materia tal vez nos ayudaría a entender algo más de ella, aún nos faltaría acceder a un gran reino impalpable existente más allá de lo físico, a una parte sustancial de la totalidad que nada tiene que ver con lo tangible. La vista de las águilas es mucho más profunda que la nuestra y el oído de los perros es mucho más penetrante, pero en caso de que existiera un animal capaz de captar todo lo físico, solo se quedaría en el umbral. A medida que conocemos más del entorno, al igual que de nosotros mismos, nos damos cuenta de que la creación es un incontable mar donde se conjugan lo explícito y lo tácito. La forma es manifiesta y parcialmente captable por los sentidos, mientras que su origen es imperceptible. Como veremos más adelante, este último solo se puede alcanzar por la gran mente oculta tras el pensar obsesivo. Finalmente, porque los utilizamos principalmente para reafirmar nuestras ideas, una suma preestablecida antes de mirar, escuchar u oír. Entre esas preconcepciones existe una particularmente determinante en la captación de lo creado: la convicción de que somos seres separados tanto de todo lo demás como de nosotros mismos. Y al estar ciertos de ello, eso es exactamente lo que experimentamos.
La invención del miedo
La colonia se hallaba dormida. Solo Agu, tumbado sobre una rama con el cuerpo voluptuosamente aplastado por su propio peso, un brazo tendido hacia el vacío y el otro plegado bajo la enorme testa, permanecía despierto. Mientras, los ojos cerrados de los demás se movían eléctricamente tras los párpados en una ensoñación aguzada por la espesa canícula.
El sol se filtraba a través de la saturación acuosa suspendida en el ambiente. Las gotas residuales de la última lluvia iban cayendo desde las hojas al lejano suelo. Agu las veía desaparecer y poco después oía su chasquido sobre el substrato. Tras fijarse en ellas miró su garra derecha balancearse en el aire. Advirtió cómo el vaivén era producido por la corriente sanguínea. Cuando el corazón bombeaba, el brazo, inflándose sutilmente, se movía. Cuando se contraía, quería volver a su posición original, pero la inercia lo desplazaba un poco más allá. Al concentrarse en ese movimiento sintió la sensación hormigueante de la vida fluyendo por cada hueso, por cada célula, por cada miembro, y también por los árboles, por los otros cuerpos dormidos, por el rocío, por el liquen, extendiendo un profundo sosiego.
Se movió lentamente para desentumecerse. Los magnos hombros se reacomodaron para disponerla espalda en una postura escorzada. Flexionó las patas, giró la cadera, y los muslos quedaron semienredados en el frescor de las hojas. El bullir de la vida se le desbordó por todo el cuerpo acentuando la sensación elástica, abiertamente fluida, anegándole en un placer extático. Cuando su respiración salía cálida por las fosas nasales, los pulmones se desinflaban haciendo descender ligeramente el voluminoso abdomen. Luego, al inhalar el aire cargado de olor a clorofila y musgo, su tronco —robusto, musculado, algo rígido— se elevaba nuevamente hasta la posición inicial. Entonces notaba una punción en las costillas producida por una protuberancia en la rama, y disfrutaba de esa sensación cercana al dolor.
Volvió a dirigir la atención al entorno. La densa trama enramada formaba una constelación ilimitada, y una masa de ruidos hasta ahora desapercibidos emergió en su consciencia. Sonaban innumerables cantos de ave, unos en primer término, otros semienterrados en el trasfondo. Agu fue consciente de todos a la vez. También escuchó un intenso zumbido surgir desde los troncos, de entre las hojas y del interior del frondoso piso. Incontables insectos invisibles roían las entrañas de la floresta, carcomiéndola y alimentándola a la vez en un lento destruir y construir. El fragor del bosque húmedo elevaba en el ambiente una armonía entonada a mil voces desde el primer tiempo.
La inteligencia intuitiva, profunda, inocente de Agu, comprendía más el conjunto de la selva que cada uno de los detalles inscritos en ella. Al escucharla sintió un agradecimiento grande y puro.
Al notar cómo el caer de las gotas perforaba sin cesar esa nube sonora creando una criba de silencios redondos, ocupó su atención en una presencia sutil más allá del intenso sonido. Era una presencia callada cargada de un poder constante, inalcanzable para el oído o la vista aunque omnipresente. Cada vez que algún elemento germinaba —un nuevo brote sobre un tronco, un ápice de rocío en una hoja, una larva, una cría en la tribu— era alumbrado por ella, y al desaparecer a ella volvía. Lo notaba en el latir de su corazón, cada vez que posaba su mano sobre otro pecho, al observar hipnotizado la cara blanca de la luna; en el sol elevándose tras el confín de la noche; en las ingentes nubes henchidas de vegetación futura atravesando lentamente las ramas altas. De ese vacío fértil existente tras todo ello, brotaba la unidad de la selva, transformándola continuamente para que no cambiara nunca. Tal conocimiento no lo abandonaba y lo mantenía unido a ella.
Volvió a fijarse en su brazo pendulante. Escuchó tanto el pulso de la sangre como el silencio tendido detrás, reconociendo en sí mismo un fragmento callado de la gran armonía. Evitó el sueño comiendo algunas bayas, y siguió sintiéndose integrado en esa unidad.
Sin embargo, esa mañana sucedió algo, en apariencia. Algo que hizo retumbar la selva. No hubo causa, ni detonante, ni origen. Agu conjeturó inverosímilmente, con un candor pueril cuyo único propósito era explorar, la posibilidad de poder existir separado del gran todo. Era una posibilidad excéntrica, hilarante si por ventura hubiese recordado reír. La punta de ese pensamiento casi ajeno a él se le clavó en la boca del estómago abriendo un espacio no colmado, un hueco imposible. No había sentido nada parecido antes.
No quiso darle importancia, pero en vez de orillar la idea al igual que se bordea un tronco incómodo atravesado en una senda, se detuvo a contemplarla. La posibilidad de poder aislarse de toda la vida le produjo un oscuro atractivo y a la vez un gran rechazo, como cuando se topaba con un cuerpo descompuesto entre la hojarasca sin poder dejar de mirarlo mientras deseaba seguir camino. La extraña idea era un brote creciendo sin raíz, un miembro suyo seccionado medrando absurdamente por su cuenta, una fruta acorchada colgando baja, resplandeciente e insípida. Decidió considerarla para ver a dónde le llevaba. Tensó el hocico y giró la testuz. Su mirada quedó enajenada en una expresión perpleja similar a lo que notaba dentro.
Entonces sintió mucho sueño, un sopor al cual le era imposible resistirse, aun cuando aquel día estuviera lleno de luz. Sin darse cuenta, cayó en un profundo letargo que hizo que lo sucesivo transcurriera en una alucinación sorprendentemente real.
Vio un insecto de cuerpo metálico reptando por el suelo junto a él, y por primera vez no le encontró sentido. Lo concibió como un fragmento aislado. Atendió a los límites de ese cuerpo bruñido, dando más importancia a su frontera que al latir compartido albergado dentro. Advirtió entonces que, si el insecto no fuera parte del fértil vacío del cual surgía la selva, podría caer en la aniquilación. Su pálpito ya no estaría fundido con el conjunto, ni con su fuente, y podría perderse para siempre. Entornó la imponente testa hacia el contorno de su pecho mientras consideraba la misma posibilidad sobre sí mismo. Se debatió en una disyuntiva: por un lado, permanecer en la gran unión a través del núcleo callado señor del bosque; por otro, la fascinante perspectiva de vivir apartado. Esa contradicción se amplificó tanto, tan rápidamente, que tuvo la sensación de estar convirtiéndose en un ser demediado, pleno y desunido a la vez. Detenido entre ambas voluntades no advirtió lo extravagante de lo segundo. Aletargado, imaginó cómo sería olvidarse del invisible caudal fluyente entre los árboles y las rocas que les daba vida. Desunirse del origen de la selva equivalía a la posibilidad que había vislumbrado en el insecto, la de poder extinguirse para siempre. Esa figuración le hizo visualizar su cuerpo inerte, su mente extinta. En contrapartida, consideró cómo, si fuera independiente, quizá podría conseguir algo de lo que había carecido hasta entonces. Tal vez la autonomía le aportase algo valioso.
Mientras tanto, la corriente impalpable seguía presente generando vida, manifestándose y ocultándose como un río paralelo al canto selvático. Pero Agu no lo veía más. Lanzó un gemido doloroso seguido inmediatamente de uno placentero; luego uno perplejo a medio camino entre ambos. Miró sus dos manos: una seguía siendo parte de todo, la otra se había convertido en una pieza desgajada. Sin querer, las fue separando hasta no poder enfocarlas simultáneamente. De forma involuntaria fue orientando primero los ojos y después todo el torso hacia la mano desligada mientras olvidaba la otra. El sueño se hizo aún más denso. Elevó los ojos duros como dos obsidianas hacia el cielo en una mezcla de felicidad y zozobra. Llevó ese puño al pecho, lo golpeó rotundamente sin poder parar mientras seguía alborozándose y gimiendo.
Cuando miró a su alrededor se sintió solo por vez primera. Todo había cambiado. La selva ya no era una. Estaba formada por elementos desengranados. Los árboles habían dejado de formar un tejido. Los sonidos vibraban por separado en frecuencias distintas. El cauce callado desde el cual todo surgía había quedado oculto. La gran respiración había cesado. Las ramas a su alcance flotaban apáticas en un aire turbio. También su cuerpo se había convertido en un objeto carente de sentido. Al notarlo, su atención se siguió entreteniendo más en los límites que en el interior. No recordó cuando, tumbado, percibía el sutil germen de vida que era el origen del flujo sanguíneo y de la rotundidad ósea, de los músculos laxos y turgentes.
Quiso demostrar lo acertado de esa nueva sensación buscando alguna evidencia. La encontró en su propia piel. Acercó los dedos a la cara notando el roce en las yemas. Los alejó fijándose en el espacio entre el vello y la mano. La colocó frente a sí, enfocando las duras huellas, y confirmó estar presenciando un objeto desmarcado. Entonces se persuadió de ser solo un cuerpo, una forma concreta animada por una vida privada, desvinculada de cualquier origen, un fragmento encaminado al deterioro, sujeto a un principio y a un fin tajantes.
En el interior de ese sueño reconoció al resto de la manada. Llevaba dormida mucho tiempo, y su olvido era más profundo. En Agu aún quedaba una muy débil noción de sí mismo, pero los demás habían caído en un hondo desmayo donde el conocimiento había desaparecido totalmente, haciéndoles soñar ser ralladuras desprendidas.
Él fue avanzando hacia la misma oscuridad casi sin darse cuenta, y al hacerlo fue nutriendo el temor colectivo con el suyo propio. Comenzó a preocuparse por su propia existencia, a necesitar hacer cosas por sí mismo para asegurarla. Entonces algo acabó de dar absoluta verosimilitud al sueño: ideó que en algún momento, él volvería a ser completo. Al olvidar que ya lo era, imaginó un momento en el futuro en el cual llegaría a serlo. Para él, tal momento debía encontrarse más adelante, puesto que le era obvia su inexistencia en el preciso segundo en el cual se hallaba. Eso le llevó a mirar hacia un lugar invisible en el futuro. Así, el error se perpetuó en la temerosa esperanza de acabar algún día.
Mas el sueño de Agu solo duró un instante. Fue una cabezada que pareció extenderse ilimitadamente, como cuando un relámpago cruje sobrecogiendo el ánimo durante un largo segundo. Durante ese ápice el resplandor parece no acabar, pero inmediatamente todo vuelve a quedar como antes. Tal fue la duración del sueño, aunque nadie lo habría creído durante su transcurso. Nada podría haberle convencido de que, durante una ilusión tan contundente, seguía acostado en la pura seguridad de un abrazo en el cual se contenía todo.
Porque, a pesar de creerlo, Agu no había abandonado la selva. Continuaba irremisiblemente inmerso en el cálido lazo de la única realidad donde nada cesa jamás de existir.