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LOS PROFESORES KRAUSISTAS DE LA FACULTAD DE DERECHO

En la Facultad de Derecho de Valencia destacaba un pequeño y muy activo grupo de profesores que se había significado por sus ideas krausistas y republicanas durante el sexenio democrático (1868-1874). Tres de ellos, el valenciano Eduardo Soler Pérez, el madrileño José Villó Ruiz y el salmantino Eduardo Pérez Pujol, participaron en el enérgico rechazo a una de las primeras medidas involucionistas de la Restauración, poco después de la formación del primer gobierno presidido por Antonio Cánovas del Castillo. La publicación en febrero de 1875 del real decreto sobre la libertad de cátedra, a instancias del ministro Manuel de Orovio, provocó una segunda cuestión universitaria.10 El decreto vino acompañado de una circular a los rectorados que prohibía la explicación de otras doctrinas religiosas que no fueran las del Estado o, lo que es lo mismo, obligaba a los profesores universitarios a sujetarse al dogma católico, la única religión reconocida oficialmente. La medida, además, amenazaba con sancionar a los profesores que no hicieran suyo el régimen de la monarquía borbónica, lo que agravó el enfrentamiento con los krausistas. Dos discípulos de Giner de los Ríos en la Universidad de Santiago fueron acusados de introducir el darwinismo, separados de su cátedra y encarcelados. La respuesta dio pie a un amplio movimiento de solidaridad por parte de un buen número de catedráticos de diversas universidades y de institutos de segunda enseñanza, encabezado por Francisco Giner de los Ríos, Gumersindo de Azcárate y Nicolás Salmerón. La expulsión o la renuncia de estos y otros profesores universitarios, como Emilio Castelar, llevó a la creación en 1876 de la Institución Libre de Enseñanza. Eduardo Soler, José Villó y Eduardo Pérez Pujol participaron en el rechazo a la política represiva del ministro Orovio. En abril de 1875, el periódico conservador Las Provincias informaba de que estos tres catedráticos de la Universidad de Valencia habían elevado su protesta al Gobierno con motivo de «la cuestión del profesorado». Eduardo Soler fue destituido de su cátedra y figurará en 1876 como fundador y profesor de la Institución Libre de Enseñanza. Semejante represalia no se ejerció con los otros dos catedráticos críticos con el decreto Orovio, José Villó y Eduardo Pérez Pujol, que pudieron mantener su puesto docente en la Universidad de Valencia. Apoyaron la Institución Libre de Enseñanza, pero sin tener en ella un papel tan destacado como el de Eduardo Soler.

La subida al poder en 1881 de Práxedes Mateo Sagasta (el retorno de Cánovas tuvo lugar a principios de 1884) y sobre todo la década de gobierno del partido liberal entre 1885, tras la muerte de Alfonso XII, y 1895 (con una corta interrupción, en 18911892, de gobierno del partido conservador), trajeron cambios importantes. Las reformas políticas de los liberales buscaron una mayor democratización del sistema (ley de imprenta en 1883, ley de asociaciones en 1887, ley del sufragio universal masculino en 1890) y la institución universitaria dejó atrás los peores momentos de la reacción conservadora. En esos años, resultaba posible la influencia de las nuevas corrientes de pensamiento, en especial de un krausismo que a su matriz idealista añadía ahora, de un modo ecléctico, la orientación científico-empírica. En 1881 Eduardo Soler recuperó su cátedra en Valencia. Tres años después, por la reforma de los estudios en las facultades de Derecho, pasó a la de «Derecho político y administrativo» y Eduardo Pérez Pujol a la de «Historia general del Derecho español». En pleno cambio democratizador y «positivista», por tanto, se encontraba la Facultad de Derecho de Valencia en los años en los que estudiaron en ella Rafael Altamira y Vicente Blasco Ibáñez. En sintonía con los ideales de la Institución Libre de Enseñanza, la apuesta de algunos de sus profesores por la ciencia y por la educación como motor del progreso, así como por un Estado laico que respetara todas las creencias, dejó huella perdurable en muchos de sus alumnos.

A pesar de los esfuerzos del grupo krausista por renovar la anquilosada institución universitaria, la Facultad de Derecho de Valencia tenía muchas carencias cuando Altamira y Blasco Ibáñez cursaban la licenciatura. Suele considerarse que el nombramiento de Eduardo Soler en 1898 como decano mejoró algo la situación, con la implantación de un sistema de becas y ayudas a los alumnos con pocos recursos,11 pero tampoco trajo una gran reforma. Desde el plan Gamazo de 1883 y durante buena parte del siglo XX, nos dice Mariano Peset, se mantuvieron las mismas asignaturas y cátedras, con algunos retoques. La Facultad de Derecho de Valencia no destacaba en la década de 1880, más bien era como las del resto de España, salvo la de Barcelona y sobre todo la de Madrid, que concentraban a los mejores juristas autóctonos de finales del siglo XIX.12 En la Universidad de Valencia las facultades de Derecho y de Medicina, a partes iguales, se llevaban el ochenta y nueve por ciento de los alumnos de la enseñanza superior en 1878-1879, en un ciclo regresivo del conjunto de la población universitaria que condujo a la pérdida de la mitad de los estudiantes en 1889-1890. Solo en 1931-1932 se recuperó el nivel de 1878-1879. Resulta sorprendente, y aún está por explicar, este bache tan pronunciado a finales del siglo XIX y en el primer tercio del XX, sin parangón en las demás universidades españolas. Las otras dos facultades, Filosofía y Letras y Ciencias, apenas reunían en 1878-1879 el once por ciento de los alumnos universitarios en Valencia, la primera en pleno declive.13 Tanto la de Filosofía y Letras como la de Ciencias tenían una función subordinada a las dos facultades más importantes, de preparatorio para entrar respectivamente en Derecho y en Medicina, aunque la de Ciencias empezara un camino propio en física y química.14 Por el contrario, la Facultad de Filosofía se suprimió en 1883 y solo volvió a abrir sus puertas en 1896, motivo por el cual ni siquiera la nombra Azorín, como acabamos de ver, al referirse al edificio de la Universidad que acogía entonces solo las facultades de Derecho y de Ciencias. En ese mismo edificio, la Facultad de Filosofía y Letras adquirió relieve en Valencia tras la reforma universitaria de 1900.

Las primeras cátedras de «Historia general de Derecho español» se crearon en 1883, de resultas del plan Gamazo. En 1884 el Consejo de Instrucción Pública propuso a Eduardo Pérez Pujol (1830-1894) para ocupar la de Valencia. Su titular, originario de Salamanca, había sido catedrático de «Derecho romano» en Santiago y, tras su llegada a Valencia, se encargó en 1858 de materias relacionadas con el derecho civil y la historia del derecho civil español. La amistad de Pérez Pujol con los profesores krausistas de la Universidad de Madrid (Julián Sanz del Río, Fernando de Castro) facilitó en 1869 su nombramiento como rector de la Universidad de Valencia con el apoyo de la Junta Revolucionaria de esta ciudad. Sensible al malestar de los trabajadores, pero contrario a la Primera Internacional, propició el debate sobre ella, que en 1871 tuvo lugar en la universidad de la que era rector, y elaboró el informe que en enero de 1872 se presentó a la Sociedad Económica con el título «La cuestión social en Valencia». En julio de 1873 aceptó formar parte de la junta revolucionaria del cantón de Valencia, en compañía de Vicente Noguera y de Vicente Boix, con quienes se marchó pronto cuando el nuevo organismo se radicalizó en sentido social. Su implicación en este movimiento le llevó a prisión y a la renuncia al cargo de rector, aceptada por el Gobierno a finales de ese mismo mes de julio.15

La dedicación de Pérez Pujol a la cátedra de Historia del Derecho, desde que en enero de 1885 salió publicado su nombramiento en la Gaceta de Madrid, duró poco (se jubiló en 1888), pero su conocimiento de esta materia venía de mucho tiempo atrás. La historia y la filosofía del derecho habían tenido una gran entidad en sus cursos de derecho civil y a los Orígenes y progresos del estado y del derecho en España dedicó su discurso de apertura del curso en la Universidad de Valencia, que se publicó en 1860. Su paso por la nueva cátedra, recién creada, así como la edición en 1886 en Valencia de su Historia general del derecho español. Curso 1885 a 1886. Apuntes de las clases, coincidieron de lleno con los años en los que Rafael Altamira terminaba la licenciatura en Valencia. La idea que Pérez Pujol tenía del derecho, tomada del krausismo, así como su enfoque histórico y su tendencia a incorporar a los estudios jurídicos la nueva ciencia de la sociología, debieron de influir en la formación universitaria de Rafael Altamira.16 Otro tanto ocurrió en relación con la cuestión social, no en vano Pérez Pujol dio en sus escritos una gran importancia a la instrucción del obrero y concibió este problema «como no solo de orden económico, sino también moral». Más adelante volveremos sobre ello.

Si durante esos años la Facultad de Derecho de Valencia no parecía distinta de las de la mayor parte de España, como escribe Mariano Peset, en lo relacionado con la historia tenía una particularidad. Pérez Pujol era considerado entonces uno de los pocos historiadores «que a los ojos de la ciencia merecen ese nombre»;17 el mejor, con diferencia, de la primera hornada de catedráticos de historia general del derecho español, como se ha reconocido en nuestros días.18 Además, cuando Altamira comenzó sus estudios universitarios en el curso 1881-1882, a la formación histórica de los juristas también contribuía otra asignatura, si bien de menor entidad, dado que proporcionaba en aquella época una formación previa o preparatoria a la licenciatura en Derecho. En la reforma de estudios de Fermín Lasala en 1880, de tinte conservador, el ministro de Fomento del último gobierno de Cánovas (antes de que este fuera sustituido en 1881 por Sagasta) mantuvo la Historia Universal en dos cursos, primero y segundo. Dicha asignatura la impartía en Valencia José Villó Ruiz (1839-1907). Altamira lo tuvo de profesor y también más tarde Azorín. El escritor de Monòver dejó en 1941 un retrato del envejecido catedrático de la Facultad de Filosofía Letras, que antes se había hecho cargo de la asignatura de «Historia Universal» y desde el plan Pidal de 1884 enseñaba «Historia crítica de España» en el preparatorio de Derecho.19 Como sabemos, la Facultad de Filosofía y Letras había desaparecido por decisión tomada en 1883 y se mantendrá cerrada hasta 1896. La imagen de Azorín de un Villó abstraído, que cierra los ojos cuando explica y «se sume en suspensiones misteriosas», un «hombre bondadoso que no suspende a nadie» y vive en «una ciudad sumido en lo eterno»,20 ha sido repetidamente evocada por diversos historiadores en nuestros días. Sin embargo, un breve repaso a su biografía intelectual debería llevarnos a concluir que su trayectoria merece mayor atención por parte de los investigadores.

José Villó Ruiz había nacido en Madrid en 1839, se licenció en derecho civil y canónigo en 1864, se doctoró en Filosofía y Letras en 1867 con una tesis titulada «Juicio crítico sobre el reinado de San Fernando» y poco después fue nombrado catedrático de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Valencia. En su discurso de apertura del curso en esta universidad, en 1870, dejó clara su identificación con el krausismo y su sintonía con el ideal de Sanz del Río, de una humanidad convertida en sujeto de un proceso armónico de avance constante en la dirección del progreso y de manera acorde con el plan previsto por la naturaleza. El citado discurso no era solo de carácter filosóficohistórico, también suponía una defensa a ultranza de la autonomía universitaria, de la profesionalización de la enseñanza y a favor de la liberación de la universidad de la opresora tutela del Estado. Tras el decreto Orovio de 1875, firmó la carta de protesta de unos pocos profesores de la Universidad de Valencia, pero que sepamos no fue separado de su cátedra. Pronunció el discurso de apertura del curso 1879-1880 en el Ateneo de Valencia. De nuevo en 1902, en plena conmemoración del cuarto centenario de la fundación de la Universidad de Valencia, se hizo cargo del discurso inaugural del año académico. En ambos, además de defender el restablecimiento de la asignatura de filosofía de la historia, suprimida en las facultades de Filosofía y Letras, descalificaba tanto el positivismo como la sociología. Se proclamaba defensor de la concepción krausista de la historia, una filosofía que a estas alturas era incapaz de desprenderse del enfoque metafísico idealista y entender los planteamientos nuevos del fin de siglo y las propuestas metodológicas de las ciencias sociales.21

Aun cuando Villó pertenecía al círculo de seguidores de Julián Sanz del Río (1814-1869) y de Fernando de Castro (18141874), su influencia sobre Altamira no fue decisiva. Su filosofía de la historia se llevaba mal con la nueva época de la «ciencia positiva». No obstante, algo tuvo que ver con el cambio de Altamira en los últimos años de carrera, cuando «sufrieron crisis mis ilusiones literarias» y empezaron a preocuparle otros asuntos. Renacieron entonces «aficiones a otros órdenes de cultura» que se habían apuntado en los primeros años y «principalmente en la clase de Historia, a que Villó daba especial vida e interés con sus disquisiciones filosóficas y su sentido ampliamente liberal». Con todo, «el cambio fue producido, en primer término, por una de las influencias que más hondo han calado en mi espíritu y a la que debo beneficios intelectuales que siempre tengo presentes, porque de ellos ha derivado serie larguísima de consecuencias trascendentales para mi cultura». Se refería a «mi maestro» Eduardo Soler, quien le había hecho leer «libros como los de Gervinus, Sanz del Río (la Analítica) y otros», y en sus inolvidables excursiones por la vega valenciana había despertado «las primeras ideas del arte monumental», al hacer que los edificios y ruinas de la Edad Media y del Renacimientos no parecieran restos muertos, «sino testigos elocuentes de la vida pretérita, que hablan el lenguaje misterioso que sirve para entender y reconstruir la imagen de los tiempos antiguos».22

Eduardo Soler Pérez (1845-1907) había nacido en Villajoyosa, estudió Derecho en Valencia, obtuvo el grado de doctor en Madrid y pasó a ocupar seguidamente la cátedra de «Procedimientos judiciales» que había dejado vacante Montero Ríos en Oviedo. Tras su regreso en 1874 a Valencia, como catedrático de «Disciplina eclesiástica», le llegó al año siguiente la destitución por la protesta en la «cuestión de los catedráticos», a consecuencia del decreto Orovio. Fundador y profesor de la Institución Libre de Enseñanza, estaba en plena sintonía con la evolución experimentada en este medio docente. Cada vez más alejados de la metafísica y la filosofía especulativa del primer krausismo, muchos profesores de la Institución Libre de Enseñanza, con Franciso Giner de los Ríos, Gumersindo de Azcárate y Manuel Bartolomé Cossío a la cabeza, se sumaban a la tendencia europea a favor de la renovación de los estudios jurídicos e históricos y de constituir nuevas disciplinas humanas y sociales (economía, sociología, psicología, pedagogía, geografía humana) con un carácter científico-empírico. De esa corriente, que más tarde Posada denominó «krausismo positivo», formaba parte Eduardo Soler en la Universidad de Valencia.

Eduardo Soler, que por la reforma en 1884 del plan de estudios de la licenciatura de Derecho pasó a la cátedra de «Derecho político y administrativo» y en 1898 sería nombrado decano de la Facultad de Derecho de Valencia, publicó libros sobre dicha materia, un manual de derecho mercantil, unas Lecciones sumarias de Psicología (en colaboración con Giner los Ríos y Alfredo Calderón) y el discurso leído en la apertura del año universitario 1885-1886, El Estado y sus relaciones con la Iglesia.23 De manera perdurable en la memoria de sus alumnos, como pondrá de relieve Azorín, destacó también por su amor a la naturaleza y la labor pedagógica de transmisión de un conocimiento «de cosas concretas y prácticas», trabajo personal de los estudiantes y «excursiones a campos y pueblos lejanos».24 Rafael Altamira lo considerará su maestro en los años de la carrera de Derecho en Valencia: «más tarde, fue Soler quien me empujó a Madrid, quien me puso en contacto con Giner, con Azcárate, con Salmerón...»,25 y, en definitiva, con la Institución Libre de Enseñanza.

EL IDEARIO DE LA INSTITUCIÓN LIBRE DE ENSEÑANZA

En otoño de 1886, Rafael Altamira llegó a Madrid para iniciar sus estudios con vistas al grado de doctor en Derecho, con tres cartas de recomendación escritas por Eduardo Soler para Francisco Giner de los Ríos, Gumersindo de Azcárate y Nicolás Salmerón. Así se le abrieron las puertas de la Institución Libre de Enseñanza. De la dirección de su tesis se encargó Gumersindo de Azcárate (1840-1917), reintegrado en 1881 a la actividad universitaria después de su expulsión en 1875 de la cátedra de «Economía Política y Estadística» en la Universidad de Madrid. Azcárate, que junto con Giner de los Ríos y otros profesores había fundado en 1876 la Institución Libre de Enseñanza, debió hacerse cargo en la Universidad Central, tras su reincorporación en 1881, de materias distintas de las económicas («Historia general del derecho español», «Instituciones del derecho privado», «Legislación comparada»), pero su interés por la economía, la sociología y el problema social no decayó. Entre sus numerosos escritos sobre estas cuestiones destacaban los siguientes: Estudios económicos y sociales (1876), Resumen de un debate sobre el problema social (1881), El concepto de Sociología, discurso leído en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas el 7 de mayo de 1891, El problema social. Discurso leído en el Ateneo Científico y Literario de Madrid el 10 de noviembre de 1893 y Concepto de la sociología y un estudio sobre los deberes de la riqueza (1904). A ello se añadió una participación muy activa en la Comisión de Reformas Sociales, constituida en 1883 y, más tarde, la presidencia del Instituto de Reformas Sociales, desde su fundación en 1903 hasta el fallecimiento de Azcárate en 1917.26

El director de la tesis doctoral de Rafael Altamira llevaba a cabo, dentro del krausismo español, una labor crítica de la ortodoxia liberal y otra no menos importante de recepción de las nuevas ideas económicas con vistas al «problema social». Sin embargo, se quedó a medio camino con un planteamiento ecléctico que defendía a ultranza la libertad de mercado y procuraba una limitada intervención del Estado, criticaba el individualismo económico «manchesteriano» y al mismo tiempo creía en la existencia de leyes naturales y principios generales de la economía.27 En el terreno metodológico, Gumersindo de Azcárate también se mostraba ecléctico: no estaba a favor del positivismo ni tampoco del historicismo y hacía suya tanto la lógica deductiva, importada de las ciencias naturales, como la lógica inductiva que reivindicaba la escuela alemana de estudios históricos. Semejante enfoque, que a finales del siglo XIX predominó en la segunda generación de profesores krausistas, era favorable a la «ciencia positiva» (es decir, empírica) y si se quiere al «positivismo», pero entendido este de un modo muy amplio. En las disciplinas sobre el ser humano resultaba imprescindible introducir ese enfoque, pero otra cosa era la «física social» preconizada tiempo atrás por el positivismo de Auguste Compte o en el cambio de siglo la sociología de Émile Durkheim. Semejante corriente despertó pocas simpatías en el entorno intelectual de Altamira. Su concepción de la historia partía de ese eclecticismo, algo que hoy no se percibe si de manera errónea se identifica sin más «ciencia positiva» con «positivismo científico» en sentido comptiano. Altamira, por el contrario, diferenciaba ambos y no sentía atracción por esta última corriente de pensamiento que empezaba a abrirse camino en la sociología española de la mano de Manuel Sales Ferré (1843-1910), otro profesor krausista. De ahí la poca sintonía entre el concepto de historia de Rafael Altamira y las ideas metodológicas del autor de Tratado de Sociología. Evolución social y política (1889-1897), profesor de Historia universal de la Universidad de Sevilla y desde 1899 titular de la primera cátedra de Sociología dotada en España, en la Facultad de Filosofía y Letras de Madrid.28

La defensa de la tesis doctoral de Altamira tuvo lugar con éxito en diciembre de 1887. El trabajo dio origen en 1890 al libro Historia de la propiedad comunal, prologado por Gumersindo de Azcárate. En 1929, cuando dicho libro se reeditó, el propio autor lo caracterizó como un estudio que, por lo referido a España, condensaba «las investigaciones anteriores de Costa, Azcárate, Linares, Pedregal, Webster, etc., aumentadas con otras mías». Su fin era despertar el interés de los investigadores «hacia formas de propiedad y disfrute que, a juzgar por nuestro Código civil, ni existen ni pueden darse en el pueblo español, y que sin embargo constituyen una rica y vigente realidad superior a todas las fórmulas abstractas de la ley».29 El libro y, en definitiva, la tesis doctoral de Altamira estaban en la línea del influyente Ensayo sobre la historia del Derecho de propiedad y su estado actual en Europa, escrito por Azcárate y editado en tres volúmenes (1879, 1880 y 1883), y del primer trabajo de envergadura de Joaquín Costa, La vida del derecho: ensayo sobre el derecho consuetudinario (1873), seguido de otras obras del pensador aragonés sobre el mismo tema. Los hechos observados en su Historia de la propiedad comunal, escribirá Altamira en la década de 1920, iban a ser confirmados por los admirables estudios de Costa reunidos y sistematizados «en el precioso libro» Colectivismo agrario en España (1898) y, tras ellos, en las numerosas monografías de derecho consuetudinario premiadas por la Real Academia de Ciencias Políticas.30

En la última década del siglo XIX, mientras daba clases en la Institución Libre de Enseñanza y desempeñaba un cargo de relieve en el Museo Pedagógico, fue formándose el ideario pedagógico y el concepto de historia de Rafael Altamira. Poco más de un año después de la edición de Cuestiones obreras, Altamira publicó también en la editorial Prometeo un pequeño libro de un centenar de páginas con el título de Giner de los Ríos educador. Como él mismo recoge en el prólogo, fechado en marzo de 1915, las páginas de este libro «fueron escritas en aquellos días de dolor que siguieron a la muerte de Giner», un mes antes, «como un desahogo».31 En dicho libro, Altamira condensó el ideario elaborado por este hombre de comportamiento ejemplar, trasmitido a sus discípulos. En opinión de Altamira, «Costa y Giner son los dos cerebros que más han sembrado para la España presente y futura; pero no cabe compararlos, porque su campo era muy diferente». Costa dejó «un legado de ideas y planes para nuestro mañana», «un programa de gobierno tan preñado de ideas y soluciones, que de él decía el mismo don Francisco ser cantera que podía alimentar, durante cien años, la actividad de los políticos españoles resueltos a estudiar las necesidades del país y a darles satisfacción». Por el contrario, Giner de los Ríos no tenía «fórmula para los problemas concretos del mañana». Su obra «fue de presente, hecha en vida», una obra «eminentemente personal y no de influencia de sistema». Su acción educadora se encuentra, tanto o más que en su creación más poderosa, la Institución Libre de Enseñanza, en la enorme cantidad de gente que no fueron alumnos en aquel centro, «pero llegaron a conocer a don Francisco cuando ya su primera educación (y a menudo también la universitaria) estaba hecha». El «efecto de su espiritualidad» era muy poderoso, «grande la autoridad de su pensamiento y de su ejemplo vivo». Confesor y director espiritual de muchas conciencias, solo pueden llamarse con razón discípulos de Giner de los Ríos quienes «dirigen su conducta… según la norma moral que constituyó la base de la doctrina y de la conducta del maestro».32

Según nos dice Altamira, lo importante para Giner de los Ríos, como para todos los moralistas, era la conducta. En el orden del saber le preocupaba el respeto a la verdad y a las ideas, «y el uso que de la fuerza intelectual se hiciese en la vida», y esto era también la honradez del científico que va desde la más prudente reserva en lo afirmado, hasta el respeto a toda conclusión ajena «y a toda la rectificación que la realidad traiga a nuestras más queridas convicciones, a nuestros más halagadores prejuicios». Por ese motivo, lo que sus discípulos han recogido de él «y lo que él les daba principalmente, era la regla de conducta, que en el conocer se llama método, rigor lógico, espíritu científico, flexibilidad de criterio, y en moral austeridad, desinterés, pureza, justicia, tolerancia».33 Giner fue para Altamira «maestro (es decir, educador)», con su empeño en la educación física en contacto con la naturaleza (una corriente vigorosa que desde hacía tiempo se daba en Inglaterra), en la educación artística (enseñaba a estimar la belleza y la significación del arte en la historia) y en la educación moral (la formación del carácter, la tolerancia y el respeto a la persona).34 Un Ideario Pedagógico que en 1923 seguía teniendo muy presente Altamira cuando publicó el libro de ese título.35

La labor docente de Rafael Altamira en la Institución Libre de Enseñanza favoreció el vínculo personal e intelectual, estrecho y perdurable, con Giner de los Ríos (1839-1915), quien llegó a nombrarle su auxiliar en la cátedra de Filosofía del Derecho. Como ha puesto de relieve Francisco Moreno en su biografía de Rafael Altamira,36 la década entre la lectura de la tesis, en diciembre de 1887, y la preparación de la oposición a la cátedra de Historia del Derecho en Oviedo, que se celebraría en febrero y marzo de 1897, trajo para el recién doctorado una muy intensa y variada experiencia de cara a su formación intelectual y no pocas dudas sobre el camino a seguir. En 1888 entró como segundo secretario en el Museo de Instrucción Primaria, que seis años antes había sido creado por Cossío y pronto recibirá el nombre de Museo Pedagógico. En él se acrecentó el interés de Altamira por los temas de la enseñanza y, en especial, de la enseñanza de la historia. Como confesaría más tarde, la afición histórica predominó sobre la filosófica y se convirtió en el cauce principal de su vocación. Por otra parte, también en estos años y con la reprobación según parece de Giner de los Ríos, Altamira se metió en política activa. Colaboró en el diario La Justicia, portavoz del Partido Republicano Centralista, que dirigía Salmerón con el apoyo de Azcárate. Dicho partido político proclamaba su propósito de traer la república por medios electorales.37 En 1891 Altamira fue nombrado director de La Justicia y dos años después dimitiría por los problemas económicos del periódico. En 1893 se presentó a las elecciones legislativas, por la circunscripción de Alicante, y sufrió una estrepitosa derrota.

También fue durante esa década cuando Altamira se hizo amigo de escritores famosos o a punto de serlo, de muy diversa ideología, como Benito Pérez Galdós, Emilia Pardo Bazán, Leopoldo Alas Clarín, Armando Palacio Valdés o Miguel de Unamuno y, en especial, de dos intelectuales tan diferentes como eran Joaquín Costa y Marcelino Menéndez Pelayo. Años de intensa producción, Altamira se encargó durante un tiempo del Boletín de la Institución Libre de Enseñanza, colaboró en numerosos periódicos y revistas científicas, editados en España o en el extranjero, siguió cultivando la crítica literaria y dio a conocer la mayor parte de sus cuentos y novelas. Asimismo dirigió o codirigió la Revista Crítica de Historia y Literatura Españolas, Portuguesas e Hispanoamericanas.38 Sin embargo, cada vez más su afición histórica se traducía en un conocimiento pormenorizado del desarrollo incipiente, fuera de España, de una nueva forma de historia (concebida como «ciencia positiva») y de su enseñanza en los distintos niveles educativos. A ello contribuyeron, de manera decisiva, su actividad organizativa y como docente en el Museo Pedagógico y los viajes al extranjero que hizo por encargo de dicha institución, para estar al corriente de la renovación de los estudios históricos y de la enseñanza de la historia sobre todo en Francia.

El Museo de Instrucción Primaria, más tarde Museo Pedagógico, se creó poco después del Congreso Pedagógico Nacional, inaugurado en enero de 1882 en Madrid, en la Universidad Central, con el apoyo del Gobierno y la presencia del rey Alfonso XII. Por tal motivo, la Institución Libre de Enseñanza presentó un escrito con sus ideas sobre la educación, firmado entre otros por Giner, Costa, Azcárate y Cossío, y ellos con sus intervenciones adquirieron un gran protagonismo en el congreso. El ministro de Fomento fue sensible en 1882 a la necesidad de tener también en España, como ocurría en gran parte de Europa, un museo de educación. Las oposiciones para cubrir las plazas de director y de secretario del Museo de Instrucción Primaria tuvieron lugar a finales de 1883 y el nombramiento para la primera recayó en Manuel Bartolomé Cossío (1857-1935). Un año después Cossío participó, en calidad de delegado de España, en la Conferencia Internacional sobre Educación que tuvo lugar en Londres. Giner de los Ríos le acompañó e hizo entonces una relación de los progresos de la enseñanza en España desde 1868 y de las dificultades con las que todavía se encontraba «la necesidad de dar a nuestra educación un carácter más práctico y fecundo». Presentó allí la Institución Libre de Enseñanza como la primera que en España había introducido el trabajo manual en toda la enseñanza primaria y tal vez una de las primeras de Europa que lo había incluido en la secundaria. A instancia del «movimiento pedagógico que la iniciativa privada, sobre todo, ha promovido en España», como escribió Cossío, nació el Museo Pedagógico de Instrucción Primaria, que empezó a funcionar en 1884. Su objetivo era «la educación de los maestros, que han de crear luego las escuelas primarias y populares, base de toda cultura, por ser donde se forma el país (no los sabios ni los especialistas, sino el país que es lo que más hace falta en nuestra patria)».39 Más tarde, el propio Cossío le cambió el nombre y se convirtió en Museo Pedagógico Nacional, para que pudiera abarcar todos los niveles educativos y no solo la formación de los maestros.40

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9788437093383
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