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LOS REFORMISTAS Y LA CUESTIÓN SOCIAL

La llegada a Oviedo, escribe Francisco Moreno, trajo un interés creciente por la clase obrera en los escritos de Rafael Altamira, a consecuencia sobre todo de su incorporación a la obra de Extensión Universitaria y de las universidades populares, y de su intervención en actos y periódicos socialistas.74 De todo ello da testimonio el libro Cuestiones obreras, que ahora se reedita. No obstante, sería equivocado pensar que hasta entonces Altamira había permanecido ajeno al problema obrero o a la llamada «cuestión social». Muy pronto, recién llegado a la Facultad de Derecho de Valencia, ese problema adquirió en sus lecturas toda la importancia que en la época le confería un medio intelectual, el de los profesores krausistas, muy comprometido con la reforma social.

La historia de la igualdad, como Pierre Rosanvallon acaba de poner de relieve, ha sido la de una tensión permanente entre las formas de alcanzarla y los movimientos de resistencia, pero se vio marcada por una ruptura decisiva que cambió su curso: la de la Revolución industrial y el advenimiento del capitalismo. La perspectiva de la realización de una sociedad de los iguales, que hasta entonces había estado unida a una visión precapitalista de la economía, debió ser repensada sobre nuevas bases. El desarrollo de espectaculares desigualdades económicas y, más todavía, de exclusiones y divisiones hizo entrar a la modernidad en un nuevo ciclo de reacciones y revoluciones. En las primeras décadas del siglo XIX Inglaterra parecía una especie de laboratorio monstruoso de la modernidad y su situación fue seguida con atención en otras partes de Europa, sobre todo en Francia.75 La invención del término pauperismo, a comienzos de 1830, para referirse a una forma nueva de pobreza nacida del trabajo asalariado, que lejos de ser un accidente invadía «las clases obreras de la población» hasta convertirse en «la condición forzada de una gran parte de los miembros de la sociedad», como destacaba Alban de Villeneuve-Bargemont en su Économique politique chrétienne (1834), dio cumplida cuenta de la magnitud del problema. Lejos de la ilusión del progreso universal, la nueva organización económica y social, al compás de la expansión de la economía de mercado capitalista y de la industrialización, traía consigo una forma diferente de pobreza unida al trabajo y recreaba una exclusión tan extrema como la del antiguo «proletariado». Desde la crítica socialista o conservadora a ese sistema, el término cuestión social hizo fortuna en las décadas de 1830 y 1840, sobre todo en Francia. En palabras de Janet Horne, la cuestión social estuvo omnipresente en el discurso público de un extremo al otro del siglo XIX y se convirtió para los contemporáneos en una fórmula atrapa todo, para referirse a un conjunto de respuestas al cambio económico y social e incorporar una fuerte proporción de miedo social sentido por la burguesía. En especial denunciaba la nueva forma de pobreza unida al advenimiento de la era industrial e implicaba una reflexión de envergadura sobre la responsabilidad social, sobre la función de una elite moderna, sobre el vínculo cívico en el seno de una comunidad, sobre las relaciones entre las clases y sobre la identidad nacional.76

La expresión cuestión social apareció a lo largo del siglo XIX y primeras décadas del XX en textos de muy distinto carácter y con una gran diversidad de propósitos, enfoques, ideologías y opciones políticas. No hacía referencia a un problema particular de tipo económico, político o jurídico. En tanto que amenazaba los fundamentos del orden social, iba más allá de las disputas por la manera de concebir la economía, el régimen jurídico, el tipo de Estado, el modo de gobernar, las instituciones o las formas de hacer política. Se trataba de la ruptura de la cohesión social por el problema derivado del desmantelamiento de las viejas corporaciones, de la liberación del mercado de trabajo, del triunfo del interés individual, del egoísmo del individuo propietario y de la nueva pobreza unida a la extensión de la moderna condición salarial. El temor a que la gran masa de los trabajadores se decantara por la revolución social era una consecuencia alarmante de esta ruptura en ciernes. A todo ello quiso hacer frente el reformismo social.

Rafael Altamira tomó conciencia de la cuestión social y abrazó el reformismo muy pronto, a través del contacto con una de las corrientes intelectuales dispuesta, al mismo tiempo, a reivindicar los principios del Estado liberal y a ir más allá de ellos con el fin de hacer posible la reforma que evitara la fractura de la sociedad en dos clases o naciones77 antagónicas. Con dieciséis años, según él mismo recordaba a principios del siglo XX en el discurso con motivo del cuarto aniversario del surgimiento de la Juventud Socialista de La Arboleda,78 leyó la obra de Ahrens Curso de derecho natdral o filosofía del derecho. Nadie le había hablado hasta entonces «de cuestión obrera, ni de problemas económicos, ni de Socialismo, ni de ninguna de esas preocupaciones sociales que llevaban fecha de agitar el mundo moderno». Aquello que más le impresionó de la lectura de Ahrens fue su reivindicación del derecho del obrero a ser hombre, es decir, a educarse y desenvolver todas las cualidades de su espíritu y de su cuerpo; una de las razones fundamentales para que la jornada laboral no absorbiera todo su tiempo y se lo impidiera, como estaba sucediendo. Por tanto fue en 1882, recién llegado a Valencia, cuando Altamira tomó conciencia del problema obrero a través del Curso de Derecho Natural de Heinrich Julius Ahrens (1808-1874). Se trataba del libro de uno de los discípulos más destacados del filósofo alemán Karl Christian Friedrich Krause (1781-1832),79 un estudio que había sido publicado en francés en 1839 y traducido al español en 1841 por un amigo de Julián Sanz del Río y que supuso la primera toma de contacto de este con el krausismo, antes de su viaje a Alemania.80 Francisco Giner de los Ríos, discípulo a su vez de Sanz del Río y maestro como hemos visto de Altamira a su paso por la Institución Libre de Enseñanza, dirá en 1875 del Curso de derecho natural de Ahrens que era «verdadero vademécum hoy de todo hombre medianamente culto en nuestra patria».81

La cuestión social había centrado la atención de los profesores krausistas de la universidad española tras la revolución de 1868 y sobre todo durante la Primera República.82 La controversia sobre dicho problema había salido a relucir en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas y en el parlamento en 1871, a propósito de la legalización de la Primera Internacional. «El pauperismo: he aquí la gran cuestión de la época», escribió en 1868 Joaquín Costa, tras su estancia como obrero pensionado en la Exposición Internacional de París. «El peso bruto de la industria moderna caía como una montaña inmensa sobre los hombros de la clase obrera para no proporcionarle sino privaciones, disgustos, envidias y miserias».83 Pérez Pujol redactó en 1872, en plena expansión de la Internacional y del movimiento huelguístico en España, un informe sobre «La cuestión social en Valencia».84 En él tomaba partido a favor de los jurados mixtos para resolver las diferencias, de la beneficencia particular «para atenuar los males del pauperismo», de las sociedades de previsión y socorros, que habían logrado en Valencia un notable desarrollo, y de las cooperativas de consumo, de producción o de crédito, así como de la participación de los obreros en los beneficios de la industria. En Valencia «apenas existe la industria en grande», nos dice, pero en su comienzo era posible encontrar ensayos de participación del obrero en los beneficios. Como ejemplo Pérez Pujol ponía el de una fábrica de mosaicos. El empresario, con sus beneficios, sostenía la instrucción primaria en horas de descanso de los trabajadores que voluntariamente querían recibirla (obligatoria para los jóvenes de ambos sexos desde primero de año), se hacía cargo de las pensiones de retiro a los ancianos o inválidos «que han servido con buenas notas», y daba «premios a la aplicación y a la virtud». En dicha fábrica los niños podían entrar a trabajar a los ocho años y ganaban un real diario, que a los catorce subía a una peseta y a los quince a un límite superior, «conforme a sus adelantos». Muchos padres se contentaban con una parte del salario, sobre todo si excedía de una peseta, y dejaban el resto como imposición en la caja de ahorros a nombre de los hijos y al interés del cinco por ciento. Las mujeres solo se admitían si eran solteras y a partir de los quince años. Estaban en la fábrica separadas de los hombres y salían del trabajo un cuarto de hora antes. Ganaban de jornal desde una hasta dos pesetas. Para los hombres había salarios que llegaban hasta las seis pesetas. Esta era la fábrica modelo de sensibilidad social en la Valencia de aquellos años, según el informe elaborado por Pérez Pujol.

Nada se nos dice, en el escrito del entonces rector de la Universidad de Valencia, de la jornada laboral de los trabajadores, pero sabemos que en la industria sobrepasaba las diez e incluso las doce horas diarias y en la agricultura era muy corriente que fuese «de sol a sol».85 Para Pérez Pujol, en 1872, la instrucción del obrero resultaba esencial, no solo en el orden económico, sino también en el moral.

«El obrero, antes que obrero, es hombre –nos dice–, y no ha de vivir solamente la vida del instinto, no ha de permanecer aislado por la ignorancia, extraño al movimiento civilizador que le rodea, sin sublimar alguna vez su entendimiento, levantándose a la consideración de lo ideal, recreando y engrandeciendo el ánimo con los maravillosos descubrimientos de la ciencia. Es necesario, pues, mejorar la suerte del trabajador por medio de una instrucción, que ilustre y desarrolle su inteligencia, a la vez que perfeccione su aptitud económica y apareje las vías de su final destino.»86

Algo parecido escribirá Rafael Altamira en varios de los textos de principios del siglo XX reproducidos en la primera parte del libro Cuestiones obreras. El reformismo krausista ponía el acento en la vertiente educativa como modo de hacer frente al «problema obrero», pero no era el único rasgo característico de dicha corriente, porque la insistencia en la educación se enmarcaba en un concepto y en una filosofía y ciencia del derecho muy peculiar. De ella dejó constancia el Resumen de Filosofía del Derecho de Francisco Giner de los Ríos y Alfredo Calderón, publicado en 1898, al que pronto nos referiremos.87

Rafael Altamira llegó a escribir que Francisco Giner de los Ríos (1839-1915) representaba como pocos «entre los hombres ilustres de nuestro actual renacimiento… lo que se quiere decir con la frase ‘reforma social’».88 Enfrentado a la escolástica y al «doctrinarismo» de las concepciones liberales ortodoxas de la época, nos dice Juan José Gil Cremades, Giner recibió la influencia del organicismo de Krause a través de Ahrens y de Sanz del Río. Dentro de los krausistas españoles destacó por haber puesto de relieve, en la línea de Fichte, que la ciencia en general y la ciencia del derecho en particular debían partir del conocimiento de nosotros mismos, de la autoconciencia. La conciencia presentaba dos esferas de actuación,

«...como conciencia propiamente dicha, que a través de un método de análisis alcanza el sentido último de la realidad y de la propia intimidad centrada en la intuición inmediata del Yo, y como razón, por la que, a través de un método sintético y demostrativo, nos consideramos a nosotros mismos y a cada ser en particular en relación con el principio absoluto: la razón no pregunta por el qué de una cosa, sino por la razón de ser de esa cosa.»89

Como cualquier otro elemento de nuestra naturaleza, en nosotros mismos se hallaba no solo la idea del derecho, sino también el derecho mismo. Toda la conducta humana sin excepción, en cuanto orientada al bien por la razón y ejercida libremente, era para Giner de los Ríos moral y justa por naturaleza, de ahí la estrecha relación entre la moral y el derecho. Sin embargo, el derecho no era solo un principio absoluto, puramente racional, un núcleo permanente e inmutable, aquello que tradicionalmente recibía el nombre de «derecho natural». En Giner de los Ríos el derecho natural no estaba desligado del derecho positivo e histórico, lo que le alejaba del idealismo filosófico que confundía esas dos realidades y a cambio le acercaba a la «ciencia positiva» y su pretensión de dar cuenta de los hechos de un modo empírico.

Como en reiteradas ocasiones puso de relieve a propósito de la filosofía del derecho y, más tarde, al referirse a la nueva ciencia, la sociología, Giner de los Ríos pretendió aunar krausismo y «positivismo», un término este que utilizaba en sentido amplio, no como sinónimo del positivismo de Compte y sus discípulos. A finales del siglo XIX y principios del XX, nos dice Gil Cremades, Giner tuvo el afán de emparentar a Krause con los sociólogos del momento, sobre todo Herbert Spencer, Wilhelm Max Wundt, Alfred Fouillée y Albert E. Schäffle. Su manera de concebir la sociedad como persona con distintas funciones, entre ellas la jurídica, por la que la sociedad se constituía en Estado y este contemplaba no solo la ley sino también la costumbre, un orden de derecho más amplio que el sometido a la sanción de los poderes públicos, «le llevó a la glorificación del self-governement, del autogobierno mediante corporaciones creadas desde abajo. En esto consiste, precisamente, el programa reformista de Giner, en esto reside su mediación tenue y desvaída entre individualismo y socialismo».90

Sin embargo, hay mucho más en las ideas reformistas del libro Resumen de Filosofía del Derecho (1898), escrito por Francisco Giner de los Ríos y Alfredo Calderón. Aun cuando los remedios para corregir el desenfrenado individualismo que reclaman los socialistas sean rechazados de pleno y calificados de autoritarios, no por ese motivo dejan de señalarse «los vicios radicales del sistema económico actual», ni de mencionarse las soluciones propuestas «y hasta ensayadas en la práctica». Entre los vicios, la «inmoralidad del principio del interés egoísta, erigido en ley fundamental de este orden; los males de una inhumana y desenfrenada competencia; la distribución desigual de los bienes materiales entre los hombres»; «la tiranía del capital, concentrado en pocas manos, e imponiendo la ley del más fuerte al trabajador». Entre las soluciones propuestas, «la determinación legal de un máximun o la de un mínimun de fortuna»; «el impuesto de pobres»; el establecimiento de talleres nacionales; «la abolición de la renta de la tierra y del interés del dinero»; «la regulación y tasa de todas las retribuciones»; la supresión de la herencia; el suministro por el Estado de los fondos para constituir cooperativas de obreros.91 En el Resumen de Filosofía del Derecho se pone en duda la eficacia de la mayoría de esas medidas si solo eran dictadas por el Estado, en tanto excedían su esfera de competencia, «cuya misión no es la de ser órgano supremo de la vida social entera, ni por tanto del orden económico, sino auxiliar en el desenvolvimiento de todas las instituciones que no pueden regirse exclusivamente por sí propias». La consideración del derecho como relación legislable y coercitiva ejecutada por los poderes públicos de la sociedad, tan querida por los partidarios «del concepto reinante del Derecho», incluidos los socialistas, no era la adecuada para corregir los excesos del individualismo, porque la parte del orden jurídico sometida a los poderes públicos era muy corta.

Ahora bien, de ello no había de seguirse

«...que la misión del Estado, tocante al orden económico, deba reducirse a un estéril laissez faire. Sin que le incumba operar una transformación en la propiedad, cuya necesidad imperiosa harto comienza a dejarse sentir; sin resolver la llamada «cuestión social», que con tan graves caracteres se ofrece en nuestros días, puede y debe, sin duda, cooperar en esta esfera al movimiento de la sociedad.»

La acción del Estado ha de revelarse por distintos medios, que van desde la modificación del actual sistema de ingresos a la promoción del elemento corporativo, de la mejora de la condición del obrero mediante la construcción de viviendas, a la ampliación del derecho relativo a las asociaciones para crear nuevas formas adecuadas a las necesidades actuales; del aumento de los bienes que por su naturaleza se prestan a un aprovechamiento común, a la protección del desenvolvimiento industrial y la creación de industrias nuevas y otras muchas más medidas. En definitiva,

«...emprendiendo aquellas reformas que corresponden al Estado, ya permanentemente, ya por razón de su tutela sobre intereses, clases y personas que no pueden valerse de por sí. Todas esas medidas, y tantas otras como pueden ser adoptadas, llegarán a constituir en su día una legislación completa concerniente a las relaciones económicas, regidas hoy todavía por leyes en gran parte impotentes para satisfacer las necesidades y exigencias superiores de la vida contemporánea.» No obstante lo cual, «la solución del grave problema económico solo puede proceder de la acción íntegra e indivisa de la sociedad entera y de la cooperación orgánica (no, ciertamente, de su lucha y rivalidad) de todos los elementos constitutivos de este orden».92

Si Rafael Altamira dejó constancia de la alta estima por Giner de los Ríos, del que destacaba sus ideas como filósofo del derecho, moralista, educador y reformador social, y su conducta ejemplar, otro tanto hizo con Joaquín Costa (1846-1911), sobre todo por su influyente papel de «intelectual» preñado de ideas y planes de cara al futuro. El pensador aragonés había terminado en 1873, con muchas dificultades económicas, los estudios de Derecho y de Filosofía y Letras en la Universidad de Madrid. La influencia recibida de algunos de sus profesores, en especial de Fernando de Castro, Giner de los Ríos y Gumersindo de Azcárate, le llevó al krausismo y, en sintonía con dicha corriente de pensamiento, a interesarse por el derecho consuetudinario. En 1875 se solidarizó con Giner, Salmerón y Azcárate y renunció a su puesto de profesor auxiliar de Legislación comparada en la Facultad de Derecho de Madrid, sin que más tarde tuvieran éxito sus intentos de hacer carrera académica en esta facultad o en la de Filosofía y Letras. Desde fuera del medio universitario, desarrolló una labor intelectual de enormes proporciones y variada temática en la que, junto con su interés por los problemas jurídicos, destacó su preocupación agrarista.93 Costa fue uno de los grandes reformadores sociales de la época y su reformismo, de carácter agrario, en buena medida era una consecuencia de la dura crítica al modo como había sido instaurado el régimen liberal en España, a partir de un individualismo abstracto y uniforme de impronta francesa, ajeno por completo a las tradiciones españolas de economía colectiva o popular.94 De manera reiterada, el autor de Colectivismo agrario en España (1898) y de Oligarquía y caciquismo (1901) manifestó su postura a favor de la intervención del Estado en el problema social creado por el nuevo régimen en España. Su «neoliberalismo», como el de los otros liberalismos sociales con los que se relacionaba estrechamente, cada vez más influyentes políticamente en otras partes de Europa, se pronunció por la rectificación en sentido social del camino recorrido hasta entonces por el Estado liberal.

Joaquín Costa, del mismo modo que Giner de los Ríos, no pensaba que la reforma resultara solo cosa de leyes o que las leyes fueran garantía de derecho, y puso el acento en la necesidad de otro tipo de política, muy distinta de la que era moneda corriente en el régimen de la Restauración. En su opinión, «la garantía de derecho no está en la ley, como la ley no tenga asiento y raíz en la conciencia de los que han de guardarla y cumplirla». La política nacional defendida por Costa no era la que favorecía los tres grandes vicios de nuestra administración pública, «la burocracia, la empleomanía y el expedienteo», ni la de las componendas electorales y las del poder legislativo que a lo sumo llegaban a producir efectos en La Gaceta. Se trataba de una política ejecutiva, «radicalmente transformadora, o si se quiere revolucionaria», así como «eminentemente sustantiva y de edificación interior; por tanto, política pedagógica, económica, financiera, social…».95 Costa reivindicaba en 1904 la acción de la República de 1873, aquella República tan calumniada, que se preocupó tanto de la reforma política como de la reforma social e inició vigorosamente esta

«...con dos leyes y tres proyectos de ley y otras tantas proposiciones parlamentarias, referentes unas al trabajo industrial de las mujeres y de los niños, a la seguridad y salubridad de las viviendas y de las fábricas, etcétera, encaminadas otras a que se repartiese a censo entre el pueblo las tierras de propios, las de aprovechamiento común, y las privadas que quedaran sin cultivo; leyes y proyectos de ley en cuyo conjunto se halla la base y punto de partida de todo lo que ahora, al cabo de treinta y un años, empieza a preocupar a los hombres de Estado de la Restauración.»96

La influencia de las ideas y de la persona de Costa sobre Rafael Altamira solo tuvo parangón con la de Giner de los Ríos. Los dos le transmitieron un reformismo que entendía las sociedades como si fueran personas (cada una con su idiosincrasia) u organismos con distintas funciones, y la evolución social de forma paulatina y orgánica (sin rupturas drásticas), al tiempo que consideraba la transformación para hacer frente a los problemas creados por el nuevo sistema económico como algo necesario para restablecer la unidad social. Dicha transformación debía hacerse de manera que la intervención del Estado, forzosamente limitada, estuviera acompañada de la acción de la sociedad entera en todos los órdenes, entre ellos y de modo muy señalado en el educativo, por medio de las asociaciones creadas a tal efecto y dirigidas por minorías ilustradas.

En 1890, en su Historia de la propiedad comunal, Rafael Altamira había hecho una defensa de las instituciones tradicionales, concebidas como la expresión de la conciencia jurídica del pueblo, y distinguía su postura de la propia de las doctrinas conservadoras y reaccionarias y de «los planes, si generosos en la intención, las más de las veces inadecuados e inaplicables, del comunismo teórico de todos los tiempos y del comunismo socialista de nuestra época». Para él no cabía duda de que la propiedad individual iba unida al desarrollo de la civilización, pero la «revolución individualista» del liberalismo decimonónico, con la desafortunada obra llevada a cabo por la desamortización, creó un egoísmo y unas desigualdades insoportables, al destruir la antigua organización municipal y las formas tradicionales de la propiedad comunal. Para devolverle autonomía y sustantividad a la vida popular, que era el fundamento de la identidad de las naciones, se imponía un correctivo social, una reforma.97

En la España de finales del siglo XIX, con una población mayoritariamente agraria, se trataba de resolver el problema social de la tierra, como con insistencia proclamaba Joaquín Costa. Sin embargo, el problema de la tierra no era el único importante y la cuestión social adquirió una vertiente obrera cada vez más manifiesta a medida que, también entre nosotros, la «segunda revolución industrial» hizo acto de presencia. Así se manifestó en la información oral y escrita recogida por la Comisión de Reformas Sociales y publicada en varios tomos editados desde 1889 hasta 1893. Dicho organismo recibió en 1890 la competencia de asesorar al Gobierno y preparar proyectos legislativos en materia social, y los estudios y debates llevados a cabo dieron pie a las dos primeras leyes del trabajo industrial aprobadas en 1900 por el régimen de la Restauración, la ley sobre las condiciones de trabajo de mujeres y niños, y la ley de accidentes del trabajo, a las que en 1904 se añadió la ley de descanso dominical.

En la última década del siglo XIX, mientras Rafael Altamira ejercía su labor en el Museo Pedagógico, entraba en política a favor del republicanismo moderado de Gumersindo de Azcárate y preparaba las oposiciones a la cátedra de Historia del Derecho de la Universidad de Oviedo, en el Madrid del Ateneo y de la Academia de Ciencias Morales y Políticas iba a darse un intenso debate sobre el modo de hacer frente a la cuestión social. En el Ateneo Científico y Literario de Madrid, Gumersindo de Azcárate pronunció en noviembre de 1893 un discurso en el que mencionaba algunas de las posturas intelectuales en la Europa de entonces y se hacía eco del nuevo movimiento legislativo, para concluir del siguiente modo. En su opinión, «el problema todo de la vida moderna, el problema social y el problema obrero, se reflejan, quizá con más claridad que en ninguna otra esfera, en la del derecho». En el orden jurídico se hacía patente la crisis al coexistir un derecho privado y un derecho público, este último fruto del espíritu reformista y obra de la civilización moderna. El origen de la cuestión obrera estaba «en la sustitución de la pequeña industria por la industria en grande, en el extraordinario desarrollo de la propiedad mobiliaria, en las nuevas circunstancias del mundo económico». Sin embargo, «nuestros Códigos civiles son los Códigos del antiguo régimen, los Códigos de la propiedad inmueble». Las leyes llamadas obreras o sociales expresaban el «deseo de resolver la antítesis existente entre el derecho privado y el público… de restablecer la armonía entre el derecho sustantivo y las condiciones de la vida económica y moderna; de emprender, en fin, el lento camino de las reformas para evitar el violento de las revoluciones».98 Por su parte, en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas las tesis intervencionistas del grupo encabezado por Azcárate se impusieron en 1894 y principios de 1895, a resultas del debate sobre el «socialismo de Estado» en Alemania. Se trataba de un intervencionismo limitado, como era típico del reformismo krausista, y contrapuesto tanto al laissez-faire del liberalismo ortodoxo como al intervencionismo «autoritario», bien de los conservadores de Bismarck y de los «socialistas de cátedra», bien del socialismo obrerista o marxista.99

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