La verdad en los tiempos de la posverdad

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La verdad en los tiempos de la posverdad
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RAFAEL GÓMEZ PÉREZ

LA VERDAD EN LOS TIEMPOS DE LA POSVERDAD

EDICIONES RIALP, S. A.

MADRID

© 2019 by Rafael Gómez Pérez

© 2020 by Ediciones Rialp, S. A.,

Colombia, 63, 8º A - 28016 Madrid

(www.rialp.com)

Realización ePub: produccioneditorial.com

ISBN (versión impresa): 978-84-321-5222-1

ISBN (versión digital): 978-84-321-5223-8

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

ÍNDICE

PORTADA

PORTADA INTERIOR

CRÉDITOS

INTRODUCCIÓN

PRIMERA PARTE

1. HISTORIA DE UNA DEFINICIÓN

2. INMUTABILIDAD Y RIQUEZA ÍNTIMA DE LA VERDAD

3. LA VERDAD LÓGICA: ¿MUTABILIDAD O INMUTABILIDAD?

4. LA MUTABILIDAD DE LA VERDAD

5. PARÍS, 1254. TOMÁS, BACHILLER SENTENCIARIO

6. INMUTABILIDAD Y MUTABILIDAD DE LA VERDAD EN EL COMENTARIO AL LIBRO I DE LAS SENTENCIAS

7. UN PROYECTO DE LECCIÓN MAGISTRAL

8. ESTUDIO COMPARATIVO DEL COMENTARIO A LAS SENTENCIAS Y EL DE VERITATE

9. DE VERITATE: ¿ES LA VERDAD CREADA INMUTABLE?

10. VERANO DE 1259. LA PRIMERA PARTE DE LA SUMA TEOLÓGICA

11. ¿QUÉ ES LA VERDAD? ¿PUEDE CAMBIAR?

12. RESPUESTA

13. LOS CAMBIOS EN LA VERDAD

14. TRANSICIÓN

SEGUNDA PARTE

15. TRAYECTORIA

16. TEXTOS SIGNIFICATIVOS

17. QUÉ ES EL HISTORICISMO

18. HEIDEGGER: HISTORICIDAD DEL DASEIN

19. EL SER HISTÓRICO. PRIMER INTENTO DE ELUCIDACIÓN

20. SEGUNDO INTENTO

21. LA RAÍZ Y LOS MODOS DE LA HISTORICIDAD

22. HISTORICIDAD DE LAS OPERACIONES HUMANAS

23. HISTORICIDAD DE LA VERDAD

24. SER, ESENCIA, ENTENDIMIENTO

25. LA SITUATIO

26. EL CRECIMIENTO EN LA VERDAD

27. CONOCER EN LA SITUATIO

28. CONCLUSIONES

EPÍLOGO. DE LA PASIÓN POR LA VERDAD A LA POSVERDAD

BIBLIOGRAFÍA

AUTOR

INTRODUCCIÓN

VIVIMOS EN OCCIDENTE UN TIEMPO en el que algo tan intrínsecamente contradictorio como el concepto de posverdad parece arrinconar una experiencia radicalmente humana como el conocimiento y la vivencia de lo que las cosas son.

En contra de eso está, además del uso diario de la verdad, de los avances en las ciencias y de los progresos en nuevas tecnologías, la comprobación de cambios de posiciones en el pensamiento filosófico, hacia más o menos verdad o hacia más o menos falsedad. Cabe, por tanto, preguntarse por las condiciones teóricas de posibilidad de esos cambios. Pero a poco que se reflexione, se observa que de lo que se trata es de la mutabilidad de la verdad lógica, es decir, de la verdad que se da en el entendimiento que juzga.

Si la verdad lógica puede cambiar, es posible el progreso de la filosofía, o su retroceso. En este libro se estudiará la cuestión de la mutabilidad de la verdad lógica, tal y como lo afrontó santo Tomás en tres épocas de su vida. Pero hay otro factor que Tomás de Aquino no tuvo en cuenta, aunque su influjo es decisivo en la mutabilidad de la verdad: es el factor histórico, que alumbrará una cuestión conexa a la de la mutabilidad de la verdad: su historicidad. De ahí la comparación con algunos textos esenciales de Heidegger. Aunque en otro contexto metafísico, suscribo afirmaciones del filósofo alemán como estas: «El suceder de eso que llamamos historia: es decir, del ser del ente»[1].

Como contrapunto de la mutabilidad de la verdad —que comprende mutabilidad stricte dicta y la historicidad— aparecerá siempre destacada la inmutabilidad.

Se delinea así un panorama que asiente a estas antiguas palabras de Gaston Paris: «¿Qué hay en la actitud de los maestros medievales que nos ofenda o nos moleste? Nada, quizá, sino su modesta docilidad para instruirse en la filosofía antes de trabajar en su progreso. Si eso es un crimen, lo cometieron y ya no tiene remedio. Creyeron que la filosofía no podía ser la obra de un hombre, cualquiera que sea su genio, sino que, como la ciencia, progresa por la paciente colaboración de las generaciones que se suceden, cada uno de los cuales se apoya en el precedente para excederlo»[2]. Pero tampoco es posible negar la justicia de esta queja de un teólogo del siglo xii, Adelard of Bath 3: «Habet haec generatio ingenitum vitium, ut nihil quod a modernis reperiatur putent esse recipiendum, tiene esta generación un vicio ingénito: que estiman que no ha de acogerse nada de lo que los modernos encuentran»[3].

Es necesario abrir paso a lo nuevo, porque no se trata de lo nuevo por lo nuevo, sino de lo nuevo por lo verdadero, de lo nuevo en el ser.

He dividido estas páginas en dos partes: la Primera trata del problema de la mutabilidad de la verdad tal y cómo se lo planteó santo Tomás de Aquino. Se procura también “ambientar” las soluciones tomistas, para ir, como de paso, introduciendo la cuestión de la historicidad. La Segunda trata de la historicidad de la verdad, con algunos problemas conexos: los caminos de posibilidad de una profundización en la verdad. Ambas partes tienen una única conclusión; progresar en la verdad en el trasfondo de su inmutabilidad. La grandeza de la verdad, en el ser humano, radica precisamente en el campo indefinido que ofrece a una comprensión variable.

[1] De la esencia de la verdad, Herder, Barcelona, 2009, p. 69. Transcripción de un curso impartido en la Universidad de Friburgo, 1931-1932. Retoma el tema de la conferencia La esencia de la verdad, de 1930.

[2] PARIS. G., La littérature francaise au Moyen Age; Hachette, París, 1888.

[3] De BARTH, A., Quaestiones naturales, prol. dans Marténe et Durand. Thesaurum novum anecdotorum, I, 2a 1, citado por CHENU, M. D, La théologie au douziéme siecle, París, Hachette, 1957, p. 3. La dialéctica “antiguos” / “modernos” es muy anterior a la Modernidad.

PRIMERA PARTE

1.

HISTORIA DE UNA DEFINICIÓN

ISAAC BEN SALOMÓN ISRAEL, del siglo IX y X, vivió entre los años 885 y 895 en El Cairo, donde adquirió fama de gran médico. Dejó escrito en el Liber definitionum (Séger ha-Yesodot)[1] una definición de verdad destinada a ser repetida mil veces por toda la Escolástica y por no pocos autores no escolásticos[2]. Para Isaac, que recoge la doctrina aristotélica del libro I de la Metafísica (cap. 1) y del libro VI (cap. 3), veritas est adaequatio intellectus et rei, verdad es adecuación del intelecto y la realidad. Tomás de Aquino trascribirá a menudo esta definición del judío Isaac.

 

Pero antes de intentar esclarecer esa definición, convendrá señalar someramente la historia de la concepción de la verdad, la historia de la definición: historia compleja, porque el tema de la verdad es —ni más ni menos— el tema de la filosofía o del saber.

La pregunta de los presocráticos (de Tales a Demócrito) por el άρχη de las cosas, era una pregunta sobre su verdad. La búsqueda de la verdad tuvo en los presocráticos ese sabor telúrico, atenerse a lo más inmediato: el agua, el aire, el fuego. Parménides da un salto ya metafísico. En su poema, la diosa lo incita a entregarse totalmente a la verdad; «que es y no es posible que no sea», lo inmutable, lo perfecto, lo que los sentimientos no puedan conocer, porque es tierra privada del entendimiento[3]. Su «una sola cosa es el pensar y el ser», traducido de diversas maneras, da ya en la diana: ser y entendimiento son el uno para el otro.

Platón pone la verdad en el mundo de las ideas, y en este sentido no admite una inmediata comprensión de ella. Pero deja una vía abierta en su búsqueda: la vía de la opinión, que no es infalible, pero que es de uso inderogable, mientras no contemplemos las ideas en su medio, cara a cara. Platón no es escéptico: acertamos con opiniones verdaderas, pero para alcanzar la verdad plenamente hay que salir de la “caverna”, elevarse al mundo ideal, y, liberados de las prisiones de los sentidos, unirse en acto con el arquetipo de todo lo verdadero, la idea de Bien[4].

Aristóteles, que ante el ser parmenidiano ha afirmado que el ser se dice en muchos sentidos, pone la verdad en relación con el ser, y con el acto del entendimiento que desvela al ser, con el juicio[5]. El aristotelismo resolvió la antinomia inmovilismo-movilismo con el concepto de potencia; ahora introduce la analogía en el ser-verdad de Parménides y lo hace más asequible al entendimiento. La mentalidad lógica de Aristóteles —junto con una genuina experiencia metafísica— le lleva a afirmar que en el juicio nos ponemos en relación con el ser, que allí —como en su lugar propio— lo tocamos, cuando unimos lo que está unido y dividimos lo dividido. El juicio es, por tanto, una síntesis; y una síntesis que se adecúa a la realidad. Sería interesante “perseguir” este concepto aristotélico de verdad hasta la definición de Isaac: adaequatio intellectus et rei. Y sobre todo ver hasta qué punto se ha entendido esta definición como verdad-copia. Este estudio falta.

Santo Tomás recoge la tradición filosófica de esta definición de verdad, y la elabora ya desde sus primeros escritos En los Comentarios a los libros de las Sentencias, en el De Veritate, en la Summa contra Gentiles, en la Iª pars de la Summa Theologiae… Es una cuestión que aparece y reaparece en todo el pensamiento tomista.

Es preciso destacar una característica fundamental de la labor de Tomás: frente a toda una tradición (Platón, Plotino, Anselmo, Agustín) afirma que no hace falta acudir a la verdad divina para explicar la verdad de nuestro conocimiento. No hace falta, se entiende, caso por caso; sí principiative, si se atiende al origen, porque «de la verdad del intelecto divino ejemplarmente procede en nuestro intelecto la verdad de los primeros principios según la cual juzgamos todo»[6].

Santo Tomás, en definitiva, acepta la definición de verdad como adaequatio. Pero siempre cabe preguntarse: ¿qué significa que el entendimiento se adecúa a una cosa?, ¿cómo sucede? Hay un texto —De Veritate, q.1, art. 9— que suele entenderse como el fundamento de una interpretación más lúcida de la gnoseología tomista: «El conocimiento por el intelecto se da en la medida en que el intelecto reflexiona sobre su acto (de entender); pero no solo en la medida en que conoce su propio acto sino también en la medida en que conoce su proporción con la cosa (conocida). No se puede conocer a no ser que sea conocida la naturaleza del mismo acto de conocer, y esto no puede ser conocido a no ser que se conozca la naturaleza del principio activo, que es el mismo intelecto, en cuya naturaleza está que se conforme a las cosas»[7].

El texto está lleno de sugerencias, y las más importantes se refieren directamente a la cuestión que aquí se trata. Interesa destacar en este momento algo que en el texto se dice abiertamente: que en la adecuación que es la verdad, intellectus et res (“cosa” tiene un sentido amplio equivalente a “lo que es”, a lo ente) no se comportan “como modelo y fotógrafo”, por poner un ejemplo; si es verdad que el ser de la cosa es la causa ontológica de nuestro conocimiento (y de la verdad), no lo es menos que al conocer prefiguro en cierto modo la cosa.

La definición aristotélica-escolástica de la verdad ha durado; el descrédito que en algunos aspectos ha sufrido la filosofía no ha alcanzado casi nunca a la definición de verdad[8]. No han faltado —cierto— los ataques, pero son de esos ataques que demuestran la permanencia. La definición adaequatio intellectus et rei va unida a toda gnoseología realista que da por segura esta afirmación: conocer, decir verdad de una cosa, es decir lo que la cosa es, por el ser.

De Descartes a Heidegger hay un paréntesis crítico. La verdad se hace inmanente. No falta tampoco el escepticismo: para Bacon veritas est filia temporis. Y cuando el racionalismo se convierte en idealismo, la verdad se concebirá dentro del ciclo de la evolución del Espíritu Absoluto. No es el momento de detenerse en un análisis de la concepción de la verdad en el pensamiento filosófico que va de Descartes a Heidegger. Pero interesa precisar —aunque ahora sea de paso— la concepción que tiene de la verdad el filósofo existencialista alemán.

Heidegger critica el concepto tradicional de verdad, es decir, el escolástico[9], aunque no afirma que sea falso, sino solo que es derivado, que no es “originario”. La verdad, escribe Heidegger, no es el objeto del pensamiento (contra Hegel). Parménides, en el albor de la filosofía, intuyó la verdad del ser, como “presencialidad”, como “develación”, como puro manifestarse. Desde Platón la verdad se ha conceptualizado, siguiendo el camino de la conceptualización y del olvido del ser.

Después eso se cristianiza: «La veritas como adaequatio rei (creandae) ad intellectum (divinum) da la garantía para la veritas como adaequatio intellectus (humani) ad rem (creatam)»[10]. Así, la fórmula veritas est adaequatio intellectus et rei se hace autocomprensible y, por tanto, resulta de validez general evidente para cualquiera. Tanto, señala Heidegger, que hay que estar en guardia para no caer en ella.

Como quiere deshacerse de esa visión, según él, teológica, entenderá la verdad en el ámbito del Dasein, del humano ser-ahí, de su temporalidad, de su apertura al Ser. De ese modo la verdad es des-ocultamiento, que se patentiza, se descubre. La estructura de ser del Dasein es el lugar de la esencia de la verdad. Pero no de la verdad “en general”: la verdad en su sentido más originario es un carácter del ser del hombre (Dasein) antes que un atributo posible del enunciado.

El carácter destacado del Dasein es la aperturidad. El Dasein es ente que por sí mismo viene desoculto en el ahí. Por eso la frase, que parece un retruécano, de que «la esencia de la verdad es la verdad de la esencia». La verdad reside, para Heidegger, en la aperturidad o estado-de-abierto del Dasein; de ahí que diga también que la verdad es libertad. Eso no implica que el Dasein dé siempre con la verdad. En ese des-ocultarse puede darse que algo quede oculto, la no verdad.

La “validez universal” de la verdad (lo que más en Heidegger se parece a lo que aquí llamo inmutabilidad) se enraíza en el hecho de que el Dasein puede descubrir y dejar en libertad al ente en sí mismo. Este ente puede ser en sí mismo vinculante para todo posible enunciado de validez universal.

Más adelante se verá qué hay de verdad en esta crítica de Heidegger. Baste por ahora anticipar que la definición adaequatio intellectus et rei no merece esta crítica de “conceptualización”. La definición responde, por el contrario, a las más profundas exigencias ontológicas (adecuación: el logos descubre el on al que está ordenado; el on se abre al logos y causa el conocimiento); a esas exigencias ontológicas que el mismo Heidegger no puede ignorar. La definición tomista de la verdad (siempre que no se entienda como mecánica verdad-copia) es la conditio sine qua non del progreso en nuestro conocimiento y, como se verá, de la comprehensión histórica de la verdad. No es algo “derivado” porque, como también se verá más adelante afecta al corazón del ser[11].

[1] La versión latina en Opera Omnia Isaac, Lyon; edic. crítica de J. T. MUCKLE, en “Arch. Hist. doct. lit.” 1937-38, pp. 299-340.

[2] No parece ser de Isaac: vid. S. RÁBADE, Verdad, conocimiento y ser, Gredos, Madrid, 1965.

[3] «Preciso es que te enteres del todo: tanto del corazón imperturbable de la verdad, bien redonda, como de las opiniones de mortales en que no cabe creencia verdadera (…) los únicos caminos de búsqueda que cabe concebir: el uno, el de que es y no es posible que no sea (…) el otro el de que no es y el de que es preciso que no sea» en De Tales a Demócrito, Alianza, 1988, versión de Alberto Bernabé, pp. 160-161.

[4] Cfr. Una interpretación heideggeriana sobre el mito de la caverna y los textos del Teeteto, en De la esencia de la verdad, Turner, Barcelona, 2009. Ahí está una vez más su afirmación de que, desviándose de la intuición heraclitiana (lo ente, en su ser, ama ocultarse), Platón inicia “el olvido del ser”, cuando «la historia occidental de la filosofia emprende ya una marcha pervertida y fatídica» (p. 28). Estos acentos crepusculares y casi proféticos son muy típicos del estilo de Heidegger.

[5] Metafísica, 1, VI.

[6] De Veritate, q. 1, a. 4.

[7] De Veritate, q.1, a. 9.

[8] Aquí cabría incluir la influencia que sobre esta concepción de la verdad ha tenido el “giro lingüístico” de gran parte de la filosofía de la segunda mitad del xx y de lo que va de xxi, así como el discurso posmodernista de la posverdad y las fake news. Pero la verdad es la verdad la diga Agamenón, su porquero o la niegue Rorty. Más sobre esto en el Epílogo.

[9] Sobre todo, en Vom Wesen der Wahrheit, Klosterman, Frankfurt, 1943. Obra citada anteriormente.

[10] La esencia de la verdad, conferencia de 1930.

[11] Cfr. CARLINI, A., en el artículo Verità, de la Enciclopedia Filosofica, Firenze, 1957, pp. 1549-1561: No sembri, dunque, un forzar troppo il pensiero di S. Tommaso se diciamo que, per lui, l’adaequatio intellectus et rei, in cui viene abitualmente definita la verità, e in cui egli stesso la definisce (cfr., De Veritate, q. 1, a.15; S. The.1. 16, a. 1) ben lunghi dall’essere una passiva riproduzione del datto, è una attiva ricostruzione e interpretazione per opera del inteletto.

2.

INMUTABILIDAD Y RIQUEZA ÍNTIMA DE LA VERDAD

LA VERDAD, LO VERDADERO, ES UN TÉRMINO análogo, porque el ser se dice análogamente y verum et ens convertuntur, lo verdadero y el ser son convertibles. La definición de verdad puede aplicarse, por tanto, a la verdad ontológica y a la verdad lógica. Hecha esta salvedad, será bueno sintetizar en el siguiente esquema las distintas acepciones de verdad.

Verdad subsistente: Dios que se conoce a sí mismo, conoce los modos de su participabilidad y conoce los existentes constituyéndolos en el ser. Es la Veritas prima en la que todas las cosas son verdaderas.

Verdad ontológica: Es la verdad de la cosa. Hace, pues, referencia precisa y principalmente al entendimiento divino; pero también al entendimiento humano, ordenado a conocerla y del que causa así el conocimiento.

Verdad lógica: Es la verdad desde el punto de vista del entendimiento humano.

 

In via inventionis, de abajo a arriba, la exposición sobre estas distintas acepciones de la verdad sería precisamente la inversa. Se partiría de la verdad lógica del juicio, ascendiendo luego a la verdad ontológica (ens et verum convertuntur) y, finalmente, a la verdad subsistente.

No hará falta indicar aquí extensamente cuál sea el lugar propio de la verdad. La afirmación de que en el juicio que descubre el ser, se da la verdad aparece frecuentemente tanto en Aristóteles como en santo Tomás. Porque la verdad hace siempre referencia a un entendimiento[1]. La verdad de Dios es el conocimiento de su esencia y de los modos de su participabilidad. Dios conoce lo creado y lo posible de tal modo que su conocimiento es su misma esencia, y como la esencia divina es inmutable, porque en Dios no puede haber mutación alguna, Dios conoce todo (lo necesario y lo contingente, lo inmutable y lo mutable) modo inmutabili. En la verdad de Dios, no cabe, por tanto, ni mutabilidad ni variación alguna: veritas Domini manet in aeternum, la verdad del Señor permanece en la eternidad.

Pero se podrá preguntar: si las cosas son verdaderas en cuanto causadas y medidas por el entendimiento divino, ¿será inmutable también la verdad de las cosas? La verdad de las cosas en Dios (conocidas por Dios) es, ciertamente, inmutable. En este caso está no solo la verdad de cada uno de los existentes, sino también la verdad de su naturaleza y de sus operaciones, la verdad de las situaciones. También lo que fue permanece inmutable en el haber sido.

Todo lo que es, es causado y, por tanto, conocido por Dios. Todo lo que es tiene su verdad en Dios y, en este sentido, es inmutable. El triángulo tiene tres lados: un ejemplo claro de verdad inmutable; una verdad que combate el paso de cualquier época: el triángulo tiene, ha tenido y tendrá in aeternum tres lados.

Esto que hay aquí es un árbol frondoso: una verdad que, como se ha dicho, se funda —por el ser— en la inmutabilidad da la verdad de Dios. Pero llega el invierno, y el árbol se seca. Este árbol no es un árbol frondoso: otra verdad, atribuible a este mismo árbol, fundada también en la sustentación que el ser de este árbol seco tiene en Dios. Llega un leñador, corta el árbol, pasa a una fábrica y acaba convertido en mesa. Esta mesa era un árbol. ¿Ha cambiado la verdad del árbol? O quizá, ¿para cada cosa existen varias verdades, tantas cuantas sean los grados de sus mutaciones? En realidad, la verdad ontológica de ese árbol no ha cambiado; sucede que su proyecto de existencia es una realización continua. La verdad de ese árbol en Dios contiene todas sus mutaciones, cambios, aumentos, contiene esa “historia”. El desenvolverse de todos esos cambios, el darse de esas mutaciones, todo ese incesante fieri es una sola verdad: su verdad ontológica.

Esta verdad de la cosa —verdad ontológica— es la verdad del ente en cuanto que es ente, en cuanto que es por el ser: verum et ens convertuntur. Todo lo que tiene el ente de ser lo tiene también de inteligibilidad, es decir, de aptitud para adecuarse al entendimiento; con otras palabras, todo lo que el ente tiene de ser lo tiene de verdadero.

La verdad ontológica, por tanto, hace siempre referencia al ser; y la verdad ontológica de los existentes intramundanos se mide por la realización del ser en ellos. Pero uno solo es el acto de ser por el que cada cosa es, luego una sola es la verdad de cada cosa, de cada relación, de cada circunstancia y problema.

Más tarde, apegados a textos de santo Tomás, se volverá sobre esto mismo. Ahora solo interesa clarear el problema, decir lo antes posible qué será objeto de un estudio inmediato. No debe extrañar que desde el principio aparezcan aspectos concretos que parecerán conclusiones. En un tema como la mutabilidad y la historicidad de la verdad está todo tan anudado que un aspecto llama al otro. No es solo cuestión de orden en un lugar, sino de sedimentación. Es imposible que un trabajo sobre la historicidad de la verdad se libre de una historicidad incluso endógena.

En resumen: la verdad, que se dice ontológica o verdad de las cosas (pero siempre en relación con un entendimiento: en este caso, divino) es una e inmutable para cada ser. Todo lo creado y todo lo posible es objeto del conocimiento de la Veritas prima; el ser recibido de Dios funda esta verdad ontológica, que no es sino el on referido al logos divino. Y esto no solo se aplica a la verdad de este árbol, de esta mesa, de este caballo, de este hombre; se aplica a todo lo que es, porque, en cuanto que es, es por participación. De ahí que cuando se hable de verdad ontológica inmutable siempre se hará referencia tanto a la verdad de esos objetos de conocimiento que han servido siempre de ejemplos (Pedro, el triángulo, el árbol, la piedra, etc.) cuanto a la verdad ontológica de un problema, de una acción, de una situación concreta… Todo es y todo tiene necesidad de ser entendido porque todo es inteligible.

El deseo de comprensión no es solo una aspiración sentimental; es una exigencia del mismo ser, porque el ser está hecho para ser comprendido. En eso podría basarse la afirmación de una “filosofía total”, que intente comprender todo el ser, todo el hombre. No hay una zona aislada destinada ex nativitate a la incomprensión. Si todo es, todo es verdad, y todo es, por tanto, susceptible de conocimiento.

Dos palabras más: la inmutabilidad de la verdad de la cosa (verdad ontológica), no impide la riqueza del ser. Nada escapa a la comprensión de la Veritas Prima; en Dios está de un solo golpe de vista toda la estructura íntima y la evolución de cada ser; algo semejante al infinito hegeliano que conoce, una por una, todas sus determinaciones finitas. Según Hegel las conoce como propias; partiendo de la creación se puede usar la idea de Hegel sin ningún compromiso de panteísmo.

Por eso, nada hay más rico, nada más lleno, ni más inagotable que la verdad ontológica de cualquier ser. El entendimiento humano se acerca a ella cautamente, y su primer intento de comprehensión es genérico, es un orden de razón por el que procura “sujetar” ese dinamismo interno del ser: “Pedro es animal racional”. Este primer acercamiento —imprescindible— es insuficiente. El entendimiento profundizará en el Es que le ha dado el primer juicio, y estará en condiciones de emprender un camino inagotable. El hombre Es: he aquí el camino del ser; y he aquí también la verdad inicial y la final.

Esta verdad que nos va a descubrir tanto es la verdad de nuestro entendimiento: la verdad lógica.

[1] Cfr. los textos antes citados del De Veritate. Toda esa obra está montada en ese planteamiento, difícilmente negable. Además los comentarios a Peri Herme. I, 3, n.9 y Metaph. VI, 4, n.1236. En la Suma Teológica, Iª Pars, q. 16, a. 2.

3.

LA VERDAD LÓGICA: ¿MUTABILIDAD O INMUTABILIDAD?

EN EL PAISAJE HUMANO —POR USAR UNA EXPRESIÓN muy querida de los historicistas— hay una variedad rica, inacabable de seres, todos con una plenitud óntica no absoluta, pero sí de algún modo inagotable. Todo es ser y todo es inteligible. Tarea del hombre es esforzarse con su inteligencia, en eso que, con términos muy siglo XIX, se ha llamado «penetrar los secretos de la Naturaleza».

Vimos en el texto de la cuestión disputada De Veritate —q. 1, art. 9— que en la naturaleza del entendimiento está ut rebus conformetur, que se conforme a las cosas. Así de una parte se encuentra la oferta de la inteligibilidad de todo lo que es; de otra, la exigencia de intelección que por naturaleza tiene el entendimiento humano. Es más, esta exigencia de entender no se agota (por naturaleza también) en un simple conocimiento, en el presentarse intencionalmente cosas, personas, hechos y situaciones. La exigencia de entender, es una exigencia de verdad. No se pueden olvidar esas palabras: ut rebus conformetur. Y conformarse a las cosas no es sino hacerse —como apuntaba Aristóteles— quodammodo omnia, de algún modo todas las cosas. “Conformarse, “hacerse”, ¿no es esto, en definitiva, adaequatio intellectus et rei?

Señala Carlini[1] que la expresión “verdad lógica” suena mal al oído moderno. Es cierto. Lógica se ha hecho sinónimo de formalismo abstracto, de separación de lo vivo. Sin embargo, incluso en el lenguaje común se encuentran expresiones que acreditan el uso legítimo de “lógico”. Decimos, por ejemplo, “como es lógico” y no pretendemos insinuar “como es abstracto; frío y formal”, sino precisamente todo lo contrario: “Como es natural”. “Como es natural”: esto sí que no resulta tan poco amable a ese hipotético oído moderno. Verdad lógica quiere decir precisamente esa verdad de nuestro entendimiento, algo tan “natural” en el hombre que, concretamente, lo distingue del animal o de la planta. En definitiva, ese “lógica” se refiere al logos, intellectus, que es uno de los términos de la definición de la verdad.

La verdad lógica es, por tanto, la verdad de nuestro entendimiento; una verdad medida por lo que conocemos, pero que, como ya ha habido ocasión de indicar más de una vez[2], no es mera copia del objeto; es, en cierto modo, adecuarse a algo hacia lo que ya se “estaba” ordenado.

La verdad lógica —y este es quizá el aspecto más interesante, el que permitirá un desarrollo más rico— se halla formaliter in iudicio, formal, propiamente en el juicio. En el juicio el entendimiento se adecúa a la cosa y descubre el ser de una manera aparentemente simple pero que encierra toda la hondura del filosofar. Un texto, entre muchos, de santo Tomás:

«Solo en esta segunda operación del intelecto está la verdad o la falsedad, porque no solo el intelecto tiene similitud con la cosa entendida, sino que reflexiona sobre esa misma semejanza, conociéndola y juzgándola»[3].

Este reflexionar sobre esa misma semejanza se puede llamar con toda propiedad un acto de “coimplicación” en el ser. Más claro: reflexionar sobre esta semejanza es el primer paso para adentrarse en el misterio del ser quo, por el que las cosas son y por el que puedo yo “comprometerme” en esa existencia.

Cuando afirmamos: “El río es ancho”, no enunciamos una verdad totalmente fuera de nosotros mismos. El juicio nos complica en el ser, demuestra que estamos abiertos a él, que lo “arañamos” de alguna manera, que, en definitiva, descubrimos en él un horizonte apenas explorado.

En resumen, puede decirse que la verdad lógica (su sede es el juicio) es nuestra arma en el intento de comprehensión del mundo, de nosotros mismos, y de lo que es. Se llega así a un conjunto de proposiciones verdaderas, que no hacen sino comunicarnos con el ser por el que las cosas son. La verdad lógica es algo así como el lenguaje para el ser.

El problema que ahora se plantea puede enunciarse así: ¿la verdad lógica es inmutable o, por el contrario, muda o es susceptible de mutación? Lo que antes fue verdad, ¿seguirá siendo verdad siempre? Las circunstancias distintas, los cambios de situaciones, las mutaciones substanciales o accidentales, el tiempo ¿influyen o no en el contenido de la verdad? ¿Es la verdad filia temporis, hija del tiempo? Si es un hecho que el espíritu evoluciona, ¿cómo se mantendrá la verdad que antes se consideró inmutable? ¿Qué hay más absurdo que considerar la verdad como inmutable, cuando ese “rei” de la definición es un perpetuo cambio, es una continua corriente vital?