Kitabı oku: «Inchaurrondo Blues», sayfa 2
—Mucosidades, Doña Soledad —diagnosticaba el teniente médico del cuartel que, por cierto, no le gustaba nada a su madre. Decía que muy mal médico tenía que ser para haber ido a parar a la Guardia Civil de Inchaurrondo pudiendo estar en un dispensario o en un hospital en cualquier otra parte del mundo.
Cuando recordaba el viaje que le llevó hasta San Sebastián, la oscuridad teñía de negro todo el cuartel de Inchaurrondo, el silencio era sorprendentemente profundo, excepto por los marciales cambios de guardia en los que el sonido de los tacones al golpearse retumbaban en la pared de su cuarto. Sobre las seis de la mañana el patio del cuartel y las luces de los bloques cobraban vida después del extraño e inestable sigilo de la noche. En su piso del bloque de casados, la luz del lavabo y el olor de la crema de afeitar del padre llegaban envueltos en el ruido del grifo, mientras se quedaba adormilado intentando ver a través de la ventana alguna señal del sol. A veces llegaba a pensar que Helios había castigado a ese pueblo no alumbrándolo por algún pecado universal.
Luego, flotaban en la atmósfera de la cocina una rica variedad de olores. La cafetera empezaba a hervir con su ruido burbujeante, a la vez que el aroma del café llegaba a su cuarto mezclado con la imagen de su padre sentado en la pequeña mesa de la cocina con su bien planchado uniforme, el pelo aún mojado y su tez brillante con olores de loción para después del afeitado. A su madre la veía de espaldas sirviendo el café y poniendo las tostadas en un plato, empapándose de su padre hasta que quizá por la noche volviera a casa. Si Dios quería, como decía su madre.
***
Lo primero que hacía al levantarse era mirar por la ventana con el deseo de encontrarse de frente con el sol y dejar que sus ojos soportaran su luz interminable. Como la presencia del astro era una quimera, se dedicaba a mirar por la ventana tratando de que sus ojos vieran lo que había detrás del muro del cuartel. Apenas se divisaba algún edificio, gris por lo general, algún coche, alguna persona andando, las luces de las casas que comenzaban a encenderse en el inicio de un nuevo día, pero desde el cuartel casi no se veía el mundo. Miraba al bloque de los solteros y veía a un joven guardia sentado frente a la ventana entregando su somnolienta cabeza a otro guardia que le recortaba el pelo de la nuca como si fuera la crin de un caballo. Cada mañana, el joven y Eloy se intercambiaban miradas por la ventana haciéndose un gesto con la mano a modo de buenos días. El cuello del joven guardia parecía demasiado grande para sostener su pequeña cabeza, como si fuera una escultura desproporcionada en la fachada de un decadente palacio. Con su negro y afilado bigote, que sin duda utilizaba para parecer mayor, y sus avispados ojos de color marrón, disimulaba el miedo que les invadía a todos los jóvenes guardias de Inchaurrondo con un porte de guerrero aristócrata al que contribuían su afilada nariz y sus andares orgullosos que tantas veces había visto desde la ventana.
Para ir al colegio, Eloy tenía que atravesar casi todo el cuartel de una punta a la otra y le daba tiempo para comprender que vivir allí era estar enclaustrado en una pequeña ciudad que sólo existía en su imaginario. Vivían apartados de la realidad, de la cruel realidad que les rodeaba, y el cuartel servía para que consiguieran abstraerse del miedo que había en el exterior. Pasaba por el comedor, tenuemente iluminado, con unos cuarenta o cincuenta agentes que estaban desayunando con su uniforme de campaña, y allí veía al joven guardia que le saludaba desde la ventana de su habitación cada mañana. Unos minutos después, el joven y su grupo estaban ya en el Land Rover causándole cierta pena al verlos salir, ya que de sus risas sólo se transmitía el miedo que siente un hombre ante el destino.
El sol comenzaba ya a levantarse en el horizonte, y en la bruma que envolvía a San Sebastián, se adivinaban las primeras nubes que a lo largo del día acabarían convirtiéndose en lluvia, en una pertinaz y juguetona lluvia.
3. Me llamo Ander y soy cojo
Cuando tenía trece años ya era cojo. Sí, me podéis mirar bien. Miradme bien: soy cojo. También algo cabezón y solitario. Vivía en Inchaurrondo y me encantaba la lluvia y el viento. Como a mi aita. Él y yo caminábamos y deshacíamos caminos, rectos, sin atajos. Si hubiera podido me habría pasado la vida junto a él, paseando nuestros cuerpos huesudos y nuestros ojos por cualquier acantilado de Donosti. Pero a medida que iba creciendo, mi sangre y la de mi aita se llenaban de extraños objetos que día a día conseguían oscurecer nuestros ojos y lo que es peor, nuestra mirada. Pero quizá un día nuestros paseos volverían, como empujados por el viento del Cantábrico, como viejas espadas de lluvia que vuelven a aclarar nuestros ojos. Miradme bien: ésta es mi historia y soy cojo.
El embarazo de mi ama no fue fácil. Nací un poco antes de hora. Habían pasado ocho meses justos cuando el doctor Elósegui decidió sacarme de allí a toda prisa porque mi cordón umbilical, que viene a ser una especie de cinturón que me unía con mi ama, era tan largo y tortuoso que apenas me alimentaba. Mi aita me recordaba constantemente que cuando me vio por primera vez pensó que no había tenido un hijo, sino una especie de alienígena. Pesé muy poco al nacer, pero pronto empecé a crecer, sobre todo mi cabeza, que parecía un melón de los grandes, y con trece años medía casi un metro setenta, superando de largo la tabla de la consulta del doctor Elósegui. Debido a mi considerable cabeza, a mi altura y a mi cojera, mucha gente de Inchaurrondo Alto pensaba que me acabaría convirtiendo en un gigante.
—No pasa nada. Sólo que eres muy alto y que la mala suerte ha querido que andes como Juanjo, el vendedor de cupones. Pero harás grandes cosas en la vida —me decía mi aita.
Yo, sinceramente, le creí. Más que creerme que haría grandes cosas en la vida, estaba convencido de que tuve mala suerte con lo de ser cojo de nacimiento. Creo que es peor ser cojo de nacimiento que haber tenido la oportunidad de saber cómo se ve la vida sin andar a trompicones.
No tengo hermanos pero tenía un perro. La verdad es que nunca he echado de menos la presencia de otro Beguiristain en casa. Sin embargo, compartir la vida con mi perro Dogo fue algo extraordinario. Dogo era un perro negro como el carbón y unos ojos más humanos que los de cualquier habitante de Inchaurrondo Alto. Siempre estaba mirándome por si necesitaba algo de él, cosa que dudo que hiciera un hermano. Se quedaba con la cabeza ladeada y esa mirada penetrante que fue la causante de que mi aita lo recogiera un día de la calle y me dijera:
—Toma, Ander, aquí tienes al perro más listo de Euskal Herria. Me ha mirado y me ha convencido con esos ojos de esperanza angustiada y he sido incapaz de dejarlo ahí. Creo que será un buen amigo.
Dogo era un perro fuerte, con un lomo de guerrero y una raza indescifrable. Hay quien dice que era descendiente de pastor alemán y que quizá la madre fuera un labrador y hasta me han llegado a decir que es un típico perro vasco, fuerte por fuera y muy tierno por dentro. Mi aita lo recogió cuando yo tenía diez años, un mes de abril más lluvioso de lo normal, en uno de esos aguaceros desmesurados como todo lo que ocurre en Inchaurrondo. Aquí nada es normal. O no pasa absolutamente nada y se respira un silencio que te hace daño a los oídos, o de pronto parece que el mundo se vaya a acabar.
Ese día llovía mucho y el barrio se había convertido en un río lastimoso que lo arrastraba todo y hasta los guardias civiles del cuartel de Inchaurrondo estaban codo con codo con los vecinos del barrio achicando agua en unas escenas ciertamente surrealistas. Yo no había visto nunca hablar a un guardia civil con alguien del barrio. Y es algo que me costó entender. A veces me preguntaba si preferiría la camiseta de Arconada o el traje verde que vestían los guardias del cuartel. Me encantaba ese color verde con protecciones por todos los lados que me recordaban a los partidos de fútbol americano que a veces había visto en las películas. Lo que ya no me acababa de convencer era ese extraño gorro negro que llevan. Prefiero el casco de los Yankees de Nueva York.
Dogo llegó a mi vida ese día. A mi vida y a la de aita. Los dos competíamos en darle besos al perro. Dogo lo veía como si fuera su aita. Y a veces tenía que recordarle que Joseba Beguiristain era mi aita. Creo que lo entendió y se conformó con ser un can.
Mi aita era el mejor aita del mundo. Siempre pensé que no había nadie como él. Ni a Arconada, el mejor portero de la liga que jugaba en la Real y que hubiera dado cualquier cosa por conocer, lo cambiaba yo por mi aita. Había nacido en Inchaurrondo, y trabajaba en la tienda que había abierto unos años atrás; era una tienda que tenía de todo, desde jamón, quesos, pan, leche y donuts, hasta lejía, papel higiénico y diarios. De todo, no hacía falta ir a ningún otro sitio para comprar. Se podía venir a mi tienda y salir con todo lo necesario para comer bien, leer lo que quisieras y tener tu casa bien limpia. Yo, los sábados por la mañana, como no podía jugar a fútbol con mis amigos porque ya sabéis que soy cojo, iba a ayudar a mi aita a la tienda.
Me llamo Ander a pesar de que mi ama quería que me llamara Asier, pero, y ahí comenzaron las desavenencias entre mis padres, mi aita se empeñó en ponerme el nombre de mi padrino, que es su mejor amigo y está en la cárcel. No es que haya hecho nada malo, pero decían los periódicos que había matado a dos guardias civiles. Yo no me lo creía en aquel momento. ¿Por qué mi padrino iba querer matar a nadie? ¡No! ¡Pero si mi padrino iba a ser cura! ¿Cómo alguien que quiere ser cura iba a matar a nadie? Y escuchaba con él por la radio los partidos de la Real y me compraba churros del puesto del Boulevard. Como decía mi aita, eso era un disparate, aunque cuando me iba a dormir y pensaban que no los oía, comentaban algunas cosas que en aquel momento me costaba entender. Eran disparates de mi aita que me producían risa cuando los escuchaba. La noche que detuvieron al padrino dijo que era «un tío que los tenía muy bien puestos» y que era un gran gudari y que la lucha sería larga y que tendríamos que sufrir mucho hasta conseguir la libertad de Euskal Herria, pero con gudaris como mi padrino el pueblo vasco lo conseguiría. Yo me hacía el dormido y no le preguntaba qué quería decir con eso, pero no hacía falta porque con lo divertido y bromista que era mi aita, tenía que estar de fiesta, pensaba ingenuamente. Cuando salía por la noche y regresaba muy tarde, a veces discutía con mi ama porque era muy amable con las mujeres de los guardias civiles.
Cuando nací algo debió de salir mal porque según me decía aita, tengo una malformación en la cadera que hace que mi pierna derecha mida bastante menos que la izquierda. Y no tiene arreglo, porque yo me negaba a ponerme esas botas de inválido para igualar las dos piernas y no parecer cojo. A veces pienso que esta enfermedad para toda la vida es una soberana injusticia. Porque no me puedo engañar, ya ha quedado claro que no tiene arreglo y no la podré vencer nunca. La única posibilidad para superarla es una especie de pacto con mi pierna (o sea, conmigo). Bueno también hay dos posibilidades más pero creo que son un poco absurdas: la resignación o la desesperación. La primera supondría aceptar que Dios existe y que él ha decidido que mi pierna derecha sea muy corta comparada con la izquierda. Como si Dios no tuviera otra cosa que hacer que castigarme a mí, a Ander, un niño vasco de trece años, hijo de Joseba y de Leire. Por otro lado la desesperación me parece todavía más patética y me ha obligado a hacer continuos pactos con mi pierna a medida que iban pasando los años. No podía jugar a fútbol pero a cambio no me cansaba y lo que era más importante: nunca perdía un partido. Si llegaba tarde a la ikastola, la culpa siempre era de mi pierna. Sólo faltaría.
En aquel momento tenía trece años, casi catorce, pero a los cinco emprendí la primera gran aventura de mi vida. Me llevaron a Marsella para que me operara un médico que decían que hacía milagros; a pesar de ello, mi abuela aseguraba que los milagros sólo los hacía Dios (ella sí creía en Dios), que el médico intentaría arreglar lo que pudiera, pero de milagros, nada de nada. Fue un viaje maravilloso. Recuerdo que fuimos en la furgoneta blanca de aita y mi ama había alquilado un piso en Marsella porque teníamos que quedarnos unas semanas. Era en un pueblo pequeño que estaba cerca de la ciudad y de la playa, con una arena de un color diferente a la de Donosti, un muelle larguísimo, una explanada que bordeaba todo el paseo, un montón de hoteles y yo calculo que cientos de tiendas donde vendían desde toallas hasta cubos de playa.
Sí, soy cojo y no me gusta nada serlo. Supongo que es natural. Decía mi ama que con los años lo aceptaría, que incluso dejaría de pensar en ello como si fuera una gran desgracia y vería lo positivo de ser cojo. Pobre ama, no se daba cuenta de que ser cojo no tiene nada de positivo. Yo no quería que me dejasen sentar en el autobús, ni que me dieran una paga de invalidez cuando fuera mayor. Ni tan siquiera deseaba que mis padres compraran una planta baja para que no tuviera que subir tantas escaleras. Yo lo que quería era subir los peldaños a toda velocidad, dejar de hacer de árbitro y poder ser Arconada, que es el mejor portero del mundo. Pero lo que más deseaba era tener más amigos. Nadie quería jugar conmigo a fútbol porque decían los de mi clase que era como jugar con uno menos, que no podía ser, que igual que las niñas no podían jugar, yo tampoco. Porque al fútbol se juega para ganar, no para hacerle un favor a nadie. Yo los comprendía pero a veces pienso que podrían haberme dejado jugar, aunque fuera de portero. O como Maradona, ese futbolista del Barça que, como decía mi aita, con la pierna izquierda le bastaba para ser el mejor jugador del mundo.
Mi ikastola se llamaba Egunon, que quiere decir «buenos días». Yo me sentaba al lado de Egoitz, que probablemente era el niño más listo de la clase. También el más raro y callado. Por eso creo que era tan listo, porque venía a la ikastola, escuchaba mientras los demás nos distraíamos, se comía el bocadillo solo en el patio y se iba para su casa sin haber abierto la boca excepto para contestar a las preguntas de la señorita Arteche.
Mi silla estaba al lado de la ventana y aunque a mí me encantaba poder mirar a través de ella, la señorita Arteche me decía a menudo que la próxima vez que me pillara distraído me cambiaría de sitio.
A escondidas seguía mirando hacia el patio y lo veía gris y brillante bajo la lluvia, desprendiendo destellos de luz hacia la ventana. Hoy, como ayer, y como mañana, hacía frío y la señorita Arteche había encendido la estufa. Siempre hacía un frío que subía por los dedos de los pies y poco a poco iba llegando a la cabeza a través de los huesos. Recuerdo que llegaba a temblar como si tuviera ese aire gélido en mis entrañas.
A veces, mientras trataba de concentrarme en recordar las siete provincias vascas (porque había una que nunca me salía y era Lapurdi y me la repetía una y otra vez utilizando todas las artimañas posibles como de-le-tre-ár-me-la, LA-PUR-DI o más fácil, me decía DI-LA-PUR, pero al revés o repasaba mentalmente los ríos vascos), Egoitz se levantaba y entregaba el examen a los diez minutos de haber empezado, emitiendo una leve y socarrona sonrisa en mi dirección a pesar de que nunca me pareció que se riera de mí, y notaba que su ausencia, cuando se levantaba, dejaba un resquicio de aire frío que lograba envolverme y conseguía que empezara a tiritar hasta que volvía a sentarse. Jamás le pedí que me soplara alguna pregunta. Sé que lo estaba deseando y estoy casi seguro que lo habría hecho, pero me negaba a preguntarle. Decía mi aita que la dignidad de un Beguiristain está muy por encima de aprobar o suspender un examen. Y aunque me moría de ganas, jamás le pregunté nada.
A esa edad todavía no me había enamorado de ninguna chica, aunque según me contaba la abuela eso se sabe enseguida. Me decía la abuela que cuando me enamorase no tendría dudas y no pararía de sonreír durante todo el día. Que estaría siempre feliz. Aunque también me llegó a decir algo que no entendí muy bien en aquel momento. Decía la abuela que el amor genera deudas eternas. A estas alturas de mi vida sigo sin entenderlo.
Yo no sabía si era porque les gustaba a todos los niños de la clase, o si era porque realmente me había enamorado, pero había una niña que se llama Ane que cada vez que la miraba sentía algo extraño en el estómago, y me parece que cuando me preguntaba algo me ponía muy nervioso. Y había mañanas en que me despertaba y tenía la sensación de haber soñado con ella. Era la más alta de la clase y tenía la piel muy blanca y su pelo era rojo como la sangre. Parecía una muñeca como la que tenía mi ama encima de su cama. La recuerdo con un vestido de cuadros rojos que se deslizaba por sus caderas, mientras unos largos calcetines blancos conseguían que pareciera más alta, más inalcanzable. A veces, en clase, Ane miraba hacia atrás, pero siempre pensé que miraba a Egoitz y no a mí. Aunque en alguna ocasión me hacía dudar. Con mi habitual falta de autoestima, estaba casi convencido de que no podía ser, pero me gustaba fantasear con que era a mí a quien miraba. Una noche soñaba que era Arconada y todo Atocha coreaba mi nombre, y otra noche soñaba que estaba apoyado en cualquier pared y se aproximaba Ane. Y se aproximaba a mí porque en esa pared no había nadie más, y de cerca parecía mucho más bonita con el pelo rojizo casi oxidado y con sus mechones de cabello sudorosos en su carrera hacia mí. Yo la miraba y, como decía la abuela, me entraban ganas de sonreír y le decía en mi sueño:
—Soy Ander y te quiero.
Y le daba un beso.
En ese sueño, cuando acababa, siempre aparecía Egoitz mirando a lo lejos, agazapado entre algún árbol, sorprendido ante lo que acababa de ver. Luego, en mi sueño, salía mi aita y me decía:
—Bravo Ander, no lo has hecho mal.
Y me daba un golpecito en el hombro mientras yo no paraba de sonreír.
Siempre he pensado que el mundo de mis sueños debería haber sido mi mundo real. El mundo de las películas del oeste de los sábados por la tarde o el de los partidos de la Real cuando goleamos al Real Madrid o al Barça en Atocha. En ese mundo, ni era cojo ni vivía en un barrio tan triste como Inchaurrondo, ni me sobresaltaban ruidos extraños parecidos a las bombas de las películas de guerra, ni al mirar por la ventana de mi cuarto veía un muro gris en el que a lo lejos me parecía ver algún niño rodeado de gente vestida de color verde. Pero no era así. Los besos que le daba a Ane sólo existían en mis sueños y jamás se los pude dar de verdad. Y ser Arconada todavía me parecía más difícil. Me conformaba con ir algún día al campo de Atocha a ver un partido.
El apellido de mi aita, el mío y el de la abuela Mari Lamiak era el mismo. Mi abuela se llamaba Edurne Beguiristain, aunque todo el barrio la conocía como Mari Lamiak, y como nadie sabía quién era el aita de mi aita, o sea mi abuelo, pues el párroco de Santa María aceptó ponerle el mismo apellido de la abuela. ¿Cuál le iban a poner, sino? El párroco insistió una y otra vez en preguntarle a Mari Lamiak por el paradero del padre del niño, pero la abuela se negaba en redondo a responder. Incluso se mostraba altiva y le soltaba al cura que eso ni a él ni a Dios les interesaba. Que si no lo quería bautizar, pues no lo bautizaba y sanseacabó. O mejor, se acabó, sin el san.
La cuestión es que mi aita salió bautizado de la iglesia y con la confianza que le dio el saber que ya estaba en manos de Dios, asomaba la cabeza cada dos o tres segundos del regazo de la abuela como si buscara a su padre. Se imaginaba que de pronto aparecerían unas manos fuertes y lo mecerían de una manera asombrosamente fácil con movimientos musicales. Pero no fue así. Él, mi aita, pretendía en sus sueños infantiles ser el hijo de algún príncipe antiquísimo de dos metros de altura con manos de hierro para los demás y suaves, muy suaves para él. Tendrían que pasar unos años para encontrarse con la realidad de que no aparecía nadie con aspecto de príncipe y del que poder presumir ante los impávidos habitantes de Inchaurrondo Alto. Probablemente el barrio más desagradablemente inoportuno que he visto en mi vida.