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Teresa de Jesús. Mística de la felicidad

Edith Stein escribió: «Quien busca la verdad, sea o no consciente de ello, busca a Dios». Nacida en el seno de una familia judía, Stein perdió la fe durante la adolescencia. Feminista comprometida, pacifista nada ingenua, brillante discípula de Edmund Husserl y Max Scheler, y autora de una obra de gran densidad filosófica y teológica, la lectura de san Agustín, Søren Kierkegaard e Ignacio de Loyola la acercó al catolicismo. La fe sencilla de una mujer que entró en la catedral de Fráncfort para un breve encuentro con Dios y la entereza de su amiga Pauline Reinach —católica y, más tarde, benedictina— ante la muerte de su marido en el frente la animaron a seguir aproximándose a Cristo, aunque la experiencia decisiva que determinó su conversión fue la lectura del Libro de la vida de Teresa de Jesús: «Cuando cerré el libro, me dije: “Esta es la verdad”». No se trató de una lectura filosófica y meditada, sino sapiencial, es decir, de persona a persona. Dios siempre aparece en el horizonte de lo humano, no en frías abstracciones. Edith Stein se ordenó carmelita con el nombre de Teresa Benedicta de la Cruz, lo cual no impidió que muriera con su hermana Rosa en una de las cámaras de gas de Auschwitz el 9 de agosto de 1942. Pudo huir, pero prefirió solidarizarse con su pueblo y dar testimonio de su fe.

¿Qué hay en las páginas del Libro de la vida? ¿Dónde reside su fuerza, su capacidad de inspirar actos excepcionales? Con una rigurosa formación filosófica, científica y literaria, Stein buscó de manera incansable la verdad, pero no experimentó la convicción de haberla hallado hasta que el Libro de la vida le enseñó que Dios no se revela a la razón, sino al corazón, lo cual hace mediante la Cruz. La mística teresiana que inspiró a Edith Stein, canonizada por Juan Pablo II y nombrada copatrona de Europa, no es un canto al sufrimiento y a la renuncia, sino un camino hacia la dicha y la plenitud. Teresa de Jesús excusó su febril actividad con una confesión que esclarece de manera inequívoca su motivación más profunda: «He cometido el peor de los pecados: quise ser feliz».

Algunos consideran que la reformadora del Carmelo es uno de los símbolos más emblemáticos del franquismo, pero Joseph Pérez ha recordado que la izquierda republicana admiraba a Teresa de Jesús por su espiritualidad sincera, su valerosa iniciativa en una época de estricta hegemonía masculina y su calidad como escritora; un juicio que comparte Rosa Rossi, quien atribuye mucha importancia a su condición de nieta de un judío converso, Juan Sánchez, condenado por la Inquisición de Toledo a llevar durante siete viernes el famoso sambenito de capuz amarillo por «muchos y graves crímenes y delitos de herejía y apostasía». Tras cumplir la pena, Juan Sánchez se mudó a Ávila para iniciar una nueva vida, ocultando su pasado. Su talento para los negocios le permitió trabajar en la recaudación de alcabalas. Gracias al patrimonio acumulado, pudo comprar certificados de hidalguía para sus hijos. Alonso Sánchez de Cepeda, padre de Teresa, continuó con las alcabalas, disfrutando de una vida cómoda y holgada. Era muy piadoso y no poseía esclavos moriscos, pues le apenaba privar de libertad a un ser humano, prefiriendo confiar el cuidado de sus hijos a nodrizas y criados. Es poco probable que Teresa y el resto de sus hermanos conocieran la historia de su abuelo, ya que la prudencia aconsejaba no hablar de estas cuestiones, ni siquiera en familia. Quizás el temperamento de su padre influyó en que Teresa de Ahumada no aceptara el tratamiento de doña y estableciera la igualdad entre todas las carmelitas descalzas, menospreciando la honra y la hidalguía como criterios de excelencia. En ese sentido, apunta Rossi, seguía las enseñanzas de Juan de Ávila, según el cual la limpieza de sangre no era una concepción cristiana. Otros historiadores (Teófanes Egido y el mismo Joseph Pérez) consideran que se ha exagerado el peso de la herencia judeoconversa, tal vez por influencia de Américo Castro, que explica la identidad de la nación española como una síntesis de tres culturas.

La experiencia mística de santa Teresa de Jesús debe entenderse como un encuentro con Dios basado en la amistad, el diálogo, la palabra y la contemplación. La mística teresiana se expresa en el Libro de la vida con la metáfora del hortelano que riega un huerto. Puede hacerlo sacando agua de un pozo con un cubo, empleando una noria, cavando surcos o esperando la lluvia del cielo. El último método equivale al encuentro con Dios, en el que la unión se consuma como ebriedad y ensoñación, frenesí y ensimismamiento, canto y silencio. El místico trasciende su yo para participar en el amor y en el conocimiento con el que Dios se ama y se conoce a sí mismo. La experiencia mística es goce y sufrimiento, una «herida dichosa», un salir de sí mismo que conduce a lo más profundo de la conciencia, a esa «noche sosegada» donde el alma se desposa con Dios. En Las moradas o El castillo interior se describe un simbólico itinerario por siete estancias. En la última, «queda el alma —digo el espíritu de esta alma— hecho una cosa con Dios». Si bien el Santo Oficio estudió y retuvo el manuscrito del Libro de la vida, no halló nada herético y consintió su publicación en 1588. Fray Luis de León se encargó de la edición, escogiendo como título Los libros de la madre Teresa, pues la obra también incluía Las moradas y Camino de perfección.

Teresa de Jesús fue interrogada por la Inquisición, pero no procesada. Su praxis de la oración mental y la mortificación interior despertó ciertos recelos. En un tiempo de reformas y escisiones, la vigilancia de la ortodoxia se volvió más meticulosa e intransigente. A la reformadora del Carmelo, la penitencia física le parecía mucho menos importante que asfixiar el orgullo y la vanidad. La voz interior que guía su ascesis espiritual se parece al daimon socrático y no a un hipotético cuadro de histeria. Santa Teresa habla con Dios y percibe su presencia como algo vivo e intensamente real. No recurre a la tradición ni a los grandes maestros de su tiempo para explicar su vivencia. Lucha en solitario contra las palabras para narrar y clarificar su encuentro con Dios, asumiendo que tal vez solo logre plasmar de forma imperfecta e insuficiente lo que le ha sucedido. Se ha dicho que el famoso episodio de la transverberación recreado en el Libro de la vida pudo ser un simple infarto de miocardio, pero en un infarto el dolor es un agudo síntoma de malestar, no algo capaz de inspirar la famosa frase de la santa y doctora de la Iglesia: «Me dejaba toda abrasada en amor grande de Dios».

Teresa de Jesús no cree que exista un método para propiciar el éxtasis espiritual y rechaza las objeciones contra las imágenes que invitan a una fe abstracta y desencarnada. Piensa que «la humanidad de Cristo ha de ser el medio para la más alta contemplación» y entiende que nadie debe «levantar el espíritu a cosas altas si el Señor no lo levanta». El éxtasis místico solo brota cuando el amor sobrenatural de Dios infunde su luz en el entendimiento y la voluntad. En el éxtasis hay una dimensión positiva: goce, felicidad, liberación, elevación —o vuelo— de las propias facultades, y otra negativa: «todo su entendimiento se querría emplear para entender algo de lo que siente y como no llegan sus fuerzas a esto, quédase espantado, de manera que, si no se pierde del todo, no menea ni pie ni mano, como acá decimos de una persona que está tan desmayada, que nos parece está muerta». El alma queda temblando y confusa, sin entender «cómo, ni qué es lo que ama, ni qué querría». Este desconcierto está provocado simultáneamente por la angustia y la dicha. La angustia que produce el conocimiento de lo sagrado —alteridad radical— convive con la felicidad, pues el que se anonada en Dios pierde el miedo y contempla el mundo desde la perspectiva de la eternidad. Al entrar en contacto con la Trascendencia, el hombre sobrepasa su condición de criatura finita. La amistad de Dios procura alegría dignificando todo lo existente. No hay que ofrecer resistencia al Misterio; solo cabe entregarse a él. Cuando se alcanza esa disposición, se abre la puerta a la posibilidad del éxtasis místico. No obstante, esa puerta permanecerá cerrada si no se cultiva la purificación ascética. La irrupción de la Presencia en el alma exige el desprendimiento de las pasiones que nos atan al mundo y nos hacen siervos de la soberbia, la ira o la avaricia. Teresa de Jesús logró liberarse, desatarse, salir de la cárcel en la que muchos viven recluidos sin sospecharlo. Su epopeya individual representa un auténtico camino de perfección, pues conduce a la felicidad y a la alegría. Como afirmó Juan Pablo II en su homilía del 1 de noviembre de 1982, en Ávila, conmemorando el cuarto centenario de la muerte de Teresa de Jesús: «Teresa de Jesús es arroyo que lleva a la fuente, es resplandor que conduce a la luz. Y su luz es Cristo, el “Maestro de la Sabiduría”, el “Libro vivo” en que aprendió las verdades; es esa “luz del cielo”, el Espíritu de la Sabiduría, que ella invocaba para que hablase en su nombre y guiase su pluma».

Teresa de Cepeda y Ahumada nació el 28 de marzo de 1515, probablemente en Gotarrendura, a unos veinte kilómetros al norte de Ávila. En sus inicios como carmelita, su espiritualidad fue convencional, tibia y de escasa originalidad. Necesitó casi veinte años para comprender que el acercamiento a Dios exige un verdadero renacimiento interior. El encuentro con Dios no invita al aislamiento; por el contrario, exige salir al exterior, compartir la alegría del evangelio y formar parte de una comunidad. Teresa de Jesús reformó el Carmelo en una época en la que ser mujer significaba vivir bajo la rigurosa dominación masculina. Su humildad no implicaba menosprecio de sí misma ni conformidad con lo injusto o imperfecto. Sus diecisiete fundaciones reflejan la determinación de su carácter, que no vaciló ante ningún obstáculo. Denunciada al Santo Oficio por Ana de Mendoza de la Cerda, princesa de Éboli, que entregó como prueba incriminatoria una copia del manuscrito del Libro de la vida, la carmelita apeló a Felipe II para demostrar que no se desviaba de las enseñanzas canónicas. Sus enemigos sostenían que era una alumbrada y una embustera. Los alumbrados, iluministas o, simplemente, «dejados» afirmaban que habían conocido a Dios y que su conducta era el fiel reflejo de su voluntad, incluso cuando ignoraban los sacramentos o se desentendían de las obras de misericordia y caridad. Teresa de Jesús nunca siguió ese camino. Obedecer la ley de Dios no conlleva aniquilar la personalidad individual, pues solo la persona puede escoger la virtud y renunciar al mal. Destruir la personalidad es renunciar a la humanidad. Dios no pide eso. Si renunciamos a nuestra condición de personas, el abismo entre Dios y el hombre se hace insalvable.

Santa Teresa de Jesús nunca recuperó el manuscrito del Libro de la vida, secuestrado por el Santo Oficio desde 1575 hasta 1588, pero jamás fue acusada de herejía. Los inquisidores le causaron menos problemas que las carmelitas calzadas, indignadas por los cambios que significó la reforma. Teresa de Jesús no sentía especial aprecio por la penitencia física, pues entendía que la mortificación de la carne constituía muchas veces un exceso. En cambio, se mostraba partidaria de un firme rigor en la mortificación interior, ya que lo verdaderamente cristiano era combatir el orgullo y la vanidad. Las fundaciones de Teresa de Jesús son admirables, pero el reto mayor al que se enfrentó fue trasladar al lenguaje la vivencia de lo sobrenatural. Lo «inefable» no es un concepto inventado para justificar lo inverosímil, sino un límite inherente al conocimiento humano. Desde la Ilustración consideramos que el criterio de verdad es un privilegio de las ciencias naturales, pero Hans-Georg Gadamer ya advirtió que «las preguntas que ocupan desde siempre el querer saber humano van mucho más allá de lo que es lícito conocer o siquiera plantear desde la perspectiva de las ciencias naturales» («Historia del universo e historicidad del ser humano», 1988). Lo inefable no es el nombre de lo meramente especulativo, aunque altamente improbable; lo inefable es el punto en el que se hace necesario buscar un camino alternativo. El lenguaje puede esbozar ese itinerario, pero de forma insuficiente. En Las moradas, Teresa de Jesús expresa ese conflicto, con su espontaneidad habitual: «Siempre en cosas dificultosas, aunque me parece que lo entiendo y que digo verdad, voy con este lenguaje de que “me parece”, porque si me engañare, estoy muy aparejada a creer lo que dijeren los que tienen letras muchas» (I, 8).

Cada uno debe hacer su camino, pero si aparta a Dios desde el punto de partida solo hallará lo que presupone dogmáticamente. Pensar no es eso. Pensar es arriesgarse y abrirse a lo inesperado. «Un mundo iluminado por la fe es más inteligible que un mundo sin fe», escribe el filósofo polaco Leszek Kołakowski en Si Dios no existe… En una ocasión le preguntaron a la carmelita descalza: «Madre, me han dicho que vos sois hermosa, discreta y santa. ¿Qué decís a eso?». Teresa contestó: «En cuanto a hermosa, a la vista está; en cuanto a discreta, nunca me tuve por boba; en cuanto a santa, solo Dios lo sabe».

Teresa de Jesús escribía deprisa. Jerónimo Gracián, carmelita descalzo y su director espiritual, dijo que no corregía sus textos, pero ahora sabemos que sí los repasaba añadiendo y restando frases. Su ritmo vertiginoso en la composición no era un impulso irrefrenable o un automatismo interiorizado por la necesidad de expresarse, sino la forma de objetivar un itinerario espiritual que ya había acontecido y que solo podía hacerse inteligible y transmisible mediante la palabra. Una autobiografía no es un acta notarial, sino una reelaboración de la experiencia que utiliza recursos formales para incrementar su credibilidad. Lo esencial es algo íntimo y recóndito que raramente comparece como evidencia. El problema adquiere su máxima tensión dramática cuando surge la necesidad de recrear la experiencia mística. La unión con Dios incluye asimilar por unos instantes su visión del mundo: «Estando una vez en oración, se me representó muy en breve (sin ver cosa formada, mas fue una representación con toda claridad) cómo se ven en Dios todas las cosas, y cómo las tiene todas en sí. Saber escribir esto, yo no lo sé» (Vida, XL, 9). La unión con Dios invita al recogimiento, pero ese retiro no es un adiós a la vida, sino el inicio de una existencia más auténtica e intensa donde el miedo al vacío se desvanece y la angustia se aquieta: «Deseaba vivir, que bien entendía que no vivía sino que peleaba con una sombra de muerte y no había quién me diese vida» (Vida, III, 13).

En un tiempo que solo reconoce el criterio de verdad de las ciencias naturales, las experiencias místicas de Teresa de Jesús son despachadas como manifestaciones de una imprecisa patología mental. Esa tesis se apoya en los tres años de enfermedad y postración que sufrió al poco de ingresar en el convento de la Encarnación. Se ha hablado de epilepsia, pero sus síntomas («cuatro días de paroxismo, […] la lengua hecha pedazos de mordida […]. Toda me parecía estaba descoyuntada. Con grandísimo desatino en la cabeza; toda encogida, hecha un ovillo», Vida) apuntan hacia una meningoencefalitis. Sin embargo, no se menciona con el suficiente énfasis que el resto de su existencia se caracterizó por una vigorosa lucidez, sin la cual no podría haber reformado el Carmelo. Las alucinaciones resultan incompatibles con una actividad semejante. La hipótesis de la enfermedad es endeble y escasamente convincente. Los estados místicos no son cuadros de histeria ni enajenaciones temporales. No solo es necesaria la fe, sino también la inteligencia: «De devociones a bobas nos libre Dios», escribe en la Vida (XIII).

El conocimiento de Dios es imposible sin el conocimiento de uno mismo. Teresa de Jesús constituye un ejemplo de socratismo cristiano. Las visiones no son alucinaciones visuales, sino estados de clarividencia. De ahí que Teresa de Jesús recurra a la luz como metáfora de sus experiencias místicas: «No digo que se ve sol ni claridad, sino una luz que, sin ver luz, alumbra el entendimiento» (Vida, XXVII). La famosa transverberación de santa Teresa no es una metáfora sexual (Américo Castro pide sensatez: «La Santa pensaba en un dardo o en una flecha. […] No saquemos las cosas de tino»), sino un lugar común de la literatura del siglo XVI, que explota en diferentes géneros (comedia, picaresca, novela de caballería o pastoril) la imagen del corazón traspasado por dardos o flechas. La flecha era un arma muy común. Es un disparate atribuirle un simbolismo sexual de corte freudiano. Quizá la carmelita descalza se inspirase en uno de sus libros predilectos, el Tercer abecedario espiritual del sacerdote franciscano Francisco de Osuna, en el cual ya aparecen el querubín, el dardo y el fuego como elementos de la visión mística. Una vez más, Teresa de Jesús actúa como una escritora que combina lo vivido y lo leído para transmitir su experiencia interior. ¿Por qué subraya con tanto énfasis la dimensión física de la vivencia mística? En La piedra y el centro José Ángel Valente responde así a esta pregunta: «El místico tiene una muy definida relación con el cuerpo. No hay experiencia espiritual sin la complicidad de lo corpóreo. En la plenitud del estado unitivo, cuerpo y espíritu han abolido toda relación dual para sumirse en la unidad simple». Valente añade: «La noticia del evangelio es una noticia carnal. Su sustancia extrema sería esta: el Verbo se hizo carne». Teresa de Jesús comprendió perfectamente ese acontecimiento y por eso destacó la participación del cuerpo en la experiencia mística. El escándalo de la fe cristiana consiste en que convierte el cuerpo en el templo donde se manifiesta lo divino. La carne no es despreciable, como creía la tradición que parte del orfismo y desemboca en el gnosticismo, tras pasar por la escuela pitagórica y la Academia platónica. «Nosotros no somos ángeles, sino tenemos cuerpo», advierte Teresa de Jesús (Vida, XXII, 10). Francisco de Osuna ya había señalado que: «Doquiera que vayas lleves tu entendimiento contigo y no ande por su parte dividido, así que el cuerpo ande por una parte, y el corazón por otra».

Rosa Rossi aprecia en la experiencia mística «una gran semejanza con las formas de libre aparición de imágenes que acompañan toda experiencia creativa». La experiencia mística es creatividad, pero no invención. «La experiencia del místico —escribe José Ángel Valente— es una experiencia de confines, de puntos de horizonte donde todo converge». El místico puede ser un gran escritor, como Teresa de Jesús, pero no un simple soñador. Es un testigo de la verdad, no un fabulador. En lo más íntimo de su ser, Dios se hace Presencia. Teresa de Jesús habría suscrito la frase de John Henry Newman: «¿Qué es el cielo si Tú no estás allí? Una pesada carga».

Teresa de Jesús no se caracterizó por su mansedumbre, sino por su rebeldía. El nuncio Sega no ocultó el disgusto que le producían sus iniciativas, describiéndola como «fémina inquieta, andariega, desobediente y contumaz». Teresa de Jesús se disculpó alegando: «En este tiempo son menester amigos fuertes de Dios». Conviene aclarar sus palabras: no se atribuye fortaleza, sino una gran determinación de amar. La vida cristiana no se basa «en pensar mucho, sino en amar mucho» y «todos son hábiles de su natural para amar». La tenacidad de la reformadora se encuadra en esa lucha por la libertad que define lo mejor del ser humano. No se dejó intimidar por los sectores de la aristocracia y el clero que intentaron boicotear la reforma. Nunca se menospreció, si bien admitió sus errores y jamás se desvió de su propósito esencial: «Bien veo […] que estoy hecha una imperfección, si no es en los deseos y en amar» (Vida, XXX, 17).

A pesar de su aprecio por la vida ermitaña, Teresa de Jesús rehuyó el campo y buscó la proximidad de las ciudades más prósperas y dinámicas. Los conventos de las carmelitas descalzas se alzaron en una franja de doscientos kilómetros de ancho, donde se concentraban las universidades más prestigiosas de la época. En esa zona, que recorre España de norte a sur, desde Bilbao a Sevilla pasando por Burgos, Medina del Campo y Toledo, florecieron el humanismo, el erasmismo, el iluminismo y el luteranismo, ferozmente reprimido. Teresa de Jesús no quiso permanecer al margen de los acontecimientos, sino participar en la renovación espiritual de su tiempo. Sería una insensatez atribuirle un precoz feminismo, pero sabemos que la idea del matrimonio no le agradaba. No quería someterse a un hombre e identificaba la vida conventual con un espacio de libertad. En el Libro de las fundaciones no oculta la felicidad que le produce «este gran consuelo de vernos a solas» y comenta desinhibida: «Mirad de qué sujeción os habéis librado, hermanas». Piensa que las mujeres poseen más cualidades para transitar por la vía contemplativa. No en vano, Cristo buscó su compañía y les otorgó su confianza: «Señor de mi alma, cuando andábades por el mundo, las mujeres, antes las favorecistes siempre con mucha piedad y hallastes en ella tanto amor» (Camino de perfección). El camino hacia Dios no es una progresión lineal, sino de un viaje por las estancias del alma. La metáfora del castillo interior refleja ese sentido ascendente que impregna la humildad teresiana: conocerse a uno mismo no implica renunciar a los «altos pensamientos», sino rebelarse contra la mediocridad. La humildad es virtud y la virtud es excelencia, ambición, santidad: «Dios nos libre, hermanas, cuando algo hiciéramos no perfecto decir: “no somos ángeles”, “no somos santas”. Mirad que, aunque no lo somos, es gran bien pensar, si nos esforzamos, lo podríamos ser, dándonos Dios la mano» (Camino de perfección).

La experiencia mística de Teresa de Jesús es una tensión inacabable, un movimiento que nunca se interrumpe, un viaje interminable, pues su destino último es Dios, una realidad infinita. Juan Martín Velasco explica ese progreso sin fin con el término epéxtasis, utilizado por Gregorio de Nisa para describir las experiencias místicas de san Pablo, que confiesa haber olvidado lo que dejó atrás, «lanzándome (epecteinomenos) a lo que queda por delante». Las reliquias de la reformadora del Carmelo soportaron las mismas extravagancias que las de Voltaire. Después de la autopsia, uno se queda con el cerebro del filósofo; otro, con el corazón. El París de 1791 reclama un brazo. De un modo similar, los restos de Teresa de Jesús se repartieron entre Alba de Tormes, Ávila, Ronda, Roma, Santiago de Compostela, Sevilla, Toledo, Cádiz, Puebla de Zaragoza (México) o París, no sin sufrir toda clase de peripecias. La mística teresiana nos dejó reliquias, pero, sobre todo, nos legó una invitación a la felicidad. La sed de Dios nunca se calma cuando se ha comprendido que el alma, infinita en su devenir, solo se contenta con la perspectiva del encuentro real con Dios, infinito en acto. La mística teresiana constituye el umbral de una vida nueva. Se discute sobre la naturaleza de las visiones, sin mencionar que el contacto con lo sobrenatural diviniza al ser humano salvándolo de la angustia y la soledad. Como apunta Pablo de Tarso en la Carta a los gálatas: «Vivo yo; mas no yo, es Cristo quien vive en mí». La unión perpetua con Dios en la alegría no es una sucesión de iluminaciones discontinuas, sino una continuidad que impregna toda la existencia, incluso en sus aspectos más insignificantes. La unión con Dios no separa del mundo; por el contrario, permite comprender toda su belleza y apreciar la importancia de cada forma individual. La resurrección de la carne no es una extravagancia, sino el reconocimiento de la trascendencia de todo lo que irrumpe en la existencia. La mirada de Dios no es el panóptico de Jeremy Bentham, sino una expresión de amor comprometida con la preservación de todo lo que vive. El místico descubre este hecho, auténticamente milagroso, y por eso rebosa gozo y alegría. La biología no es una objeción contra Dios, sino la evidencia de su poder creador, como advirtió fray Luis de Granada.

Teresa de Jesús escribía de rodillas en su celda, un espacio parco, frugal, con un pequeño reclinatorio. Su mano corría a una velocidad vertiginosa. Se ha hablado de sencillez, pureza, espontaneidad y elegancia, pero también de rudeza, casticismo y «estilo ermitaño» (Menéndez Pidal), humilde y deliberadamente descuidado. Se ha dicho que su prosa refleja el lenguaje familiar de la Castilla de la segunda mitad del siglo XVI. Azorín aborda su estilo desde una perspectiva noventayochista: «todo en esas páginas, sin formas del mundo exterior, sin color, sin exterioridades, todo puro, denso, escueto, es de un dramatismo, de un interés, de una ansiedad trágicos». Eugenio d’Ors añade un matiz importante: «Como Quevedo, como Fernando de Rojas, como Góngora, da la impresión de estar creando en cada momento el lenguaje en que se expresa». Esa fecunda dimensión creadora es un aspecto inherente a la experiencia mística, pues se empuja el idioma hasta sus límites para reflejar la misteriosa vivencia de lo infinito, de lo que solo es accesible a «los ojos del alma».

Teresa de Jesús habla de tres estados místicos. El primero es la oración mental, también llamada «de quietud o recogimiento»: «Llámase recogimiento porque recoge el alma todas las potencias y se entra dentro de sí con su Dios». La oración mental conlleva rezar con el entendimiento. Teresa de Jesús repite en muchas ocasiones que su entendimiento es pobre y que por eso recurre a los libros o reflexiona sobre los pasos de la vida de Jesús. El segundo grado de la oración o mística —la oración siempre es mística, pues se dirige a lo que excede lo manifiesto y patente— es la contemplación intuitiva, en la que el alma experimenta el encuentro con Dios sin haber hecho nada que explique o justifique ese don. Teresa de Jesús describe su primer éxtasis, acaecido en 1558, cuando tenía cuarenta y tres años, como «un ímpetu tan acelerado y fuerte, [como cuando] veis y sentís levantarse esta nube o esta águila caudalosa y cogeros con sus alas» (Vida, XX, 3). El tercer y último estado es el matrimonio espiritual. Teresa de Jesús no lo menciona en el Libro de la vida, pues solo lo conocerá años más tarde, en concreto en 1572, cuando Juan de la Cruz le dio la comunión partiendo en dos la hostia, a pesar de que conocía su aprecio por las formas grandes: «Díjome Su Majestad: “No hayas miedo, hija, que nadie sea parte para quitarte de mí”, dándome a entender que no importaba. Entonces, representóseme por visión imaginaria, como otras veces, muy en lo interior, y diome su mano derecha, y díjome: “Mira este clavo, que es señal que serás mi esposa desde hoy; hasta ahora no lo había merecido; de aquí adelante, no solo como Criador y como Rey y tu Dios mirarás mi honra; sino, como verdadera esposa mía, mi honra es tuya, y la tuya mía» (Cuentas de conciencia, 25). Para los grandes místicos españoles, las visiones, levitaciones, vuelos o arrobamientos son fenómenos secundarios, accidentales. Desconfían de ellos como desconfían de la mortificación física. La esencia de la mística es la unión con Dios mediante la oración.

El matrimonio espiritual representa la unión permanente del alma con la Trinidad, que acontece «en lo muy interior del alma». Teresa de Jesús se debate con las palabras para hallar una imagen adecuada a ese estado y solo encuentra un símil: la llama de dos velas —el alma y Dios— fundidas: «el pábilo y la luz y la cera es todo uno» (Moradas, VII, 2). Se trata de una unión asimétrica entre algo humilde —el alma— y la perfección de Dios, Creador del Universo y Señor del Tiempo y de la Historia. En esa unión desigual la vida activa y la vida contemplativa se hallan perfectamente concertadas, como dos alas que se impulsan al unísono: «Marta [la vida activa] y María [la vida contemplativa] han de andar juntas para hospedar al Señor y tenerlo siempre consigo, y no le hacer mal hospedaje, no le dando de comer. ¿Cómo se lo diera María, sentada siempre a los pies, si su hermana no lo ayudara?» (Moradas, VII, 4). En su Historia de la literatura española, Gerald Brenan apunta con un símil afortunado que los libros de Teresa de Jesús «causan una impresión de gran blancura, la blancura de las paredes encaladas de las mesas encaladas y de las mesas fregoteadas, la blancura del polvo, la blancura de los cantos granito de los montes abulenses, la cegadora blancura del sol español».

Blanca de los Ríos considera que Teresa de Jesús, lejos de limitarse a reproducir el lenguaje coloquial de las personas instruidas de ciudades como Segovia, Ávila, Córdoba o Salamanca, aportó al castellano la forma y el genio de una verdadera literatura nacional: «Su decir está pegado a las entrañas étnicas, al concepto de nuestra nacionalidad; su fusión de misticismo y realismo fue la causa eficiente de nuestro gran arte nacional (el de Cervantes y el de Tirso de Molina); ella inspiró a los que lo crearon y sigue inspirando a los que lo resucitan; ella es para nosotros devoción y bandera». Pocas veces ha llegado tan lejos el lenguaje místico. El místico no escribe teología; habla de su encuentro con Dios. No evoca algo abstracto; relata una vivencia. Teresa de Jesús demanda «nuevas palabras» para explicar sus éxtasis. Es cierto que no inventa vocablos, pero transforma los existentes en palabra ardiente, sincera e incisiva, con el pálpito de lo sobrenatural. Quizá por eso escribió Miguel de Unamuno: «Otros pueblos nos han dejado sobre todo instituciones, libros; nosotros hemos dejado almas. Santa Teresa vale por cualquier instituto, por cualquier Crítica de la razón pura».

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