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Juan de la Cruz. Mística del desamparo

Una monja del convento de la Encarnación guardó un dibujo de Jesús crucificado realizado por Juan de la Cruz. El azar quiso que llegara hasta nosotros. No es algo baladí, pues muchas de las cartas y apuntes del carmelita descalzo se perdieron sin remedio oscureciendo —o borrando— aspectos esenciales de su trayectoria biográfica y de su vida espiritual. Se trata de una imagen de una enorme fuerza dramática que a veces se ha malinterpretado como la expresión de una fe lastrada por el culto a la nada y al no saber. Juan de la Cruz representa a Cristo desde arriba, con una perspectiva lateral que acentúa su sufrimiento y su fragilidad. No es la imagen de un Cristo resplandeciente y glorificado, sino de un Dios humillado y, en apariencia, vencido; un Dios que se hace carne y soporta una forma de ejecución particularmente cruenta. Juan de la Cruz recorta la figura con un violento escorzo que refleja las contorsiones de un cuerpo clavado en un madero. No vemos el rostro de Jesús. Caído hacia delante, con las rodillas trágicamente dobladas y los brazos estirados para sostener un torso en cuyo interior se intuye la agonía de la asfixia, el dibujo transmite una angustia insuperable: parece un reo a punto de expirar, con el cuerpo roto y descoyuntado. Rosa Rossi señala que la versión que hizo Salvador Dalí en 1951 no puede estar más alejada del original: la perspectiva lateral desaparece, desplazada por un punto de vista frontal; el cuerpo deshidratado y ennegrecido se transforma en una figura atlética y luminosa que compone un triángulo con un inequívoco simbolismo trinitario; inscrita en un círculo, la cabeza de Cristo aparece sin corona de espinas. Dalí deshumaniza a Jesús para destacar su promesa de eternidad, pero solo consigue crear una estampa adecuada para ser expuesta en un escaparate de bagatelas o en una alcoba burguesa.

Rosa Rossi compara el Cristo de Juan de la Cruz con el de Matthias Grünewald, pero afirma que no alberga el mismo mensaje. Grünewald invita a la penitencia y al ascetismo; el carmelita descalzo apela a la experiencia de la noche, de la «soledad absoluta»; la «soledad absoluta» del ateísmo y la incredulidad. La mística de Juan de la Cruz conduce a una imagen de Dios que se confunde con la Nada. Dios no es Padre, sino ausencia total, un vacío perfecto, algo de lo que no se puede decir nada. Rossi apunta que el dibujo de Juan de la Cruz bebe de la teología negativa de Dionisio Areopagita, según la cual el conocimiento de lo sagrado solo puede inspirar un «silencio místico», y lo compara con Franz Kafka, pues ambos coligen que «no se puede decir nada de Dios, ni siquiera que existe». Juan de la Cruz es un visionario, pero lo que nos muestra es inquietante. Su dibujo de Cristo suscita la misma reacción que experimentó Fiódor Dostoyevski cuando contempló el Cristo muerto de Hans Holbein: «Con este cuadro se puede perder la fe». Verdaderamente, el Cristo del maestro augsburgués representa una imagen perturbadora: tendido sobre una sábana y con la boca abierta, anticipa el horror de Auschwitz, esa muerte impersonal que tanto horrorizaba a Rilke, en la que el individuo ya solo es materia desechable, pura biología abocada a un imparable proceso de descomposición. Se ha dicho que si Juan de la Cruz hubiera vivido un poco más, no sería un santo de la Iglesia católica, sino un hereje. ¿Es correcta esta interpretación? Pienso que no.

Kafka solo mencionó la esperanza para afirmar que el hombre no debía albergar ninguna ilusión de felicidad, sentido o plenitud. «Hay esperanza, pero no para nosotros», le comentó a su amigo Max Brod. El Edén aún existe, aunque hace tiempo que no acoge nuestra presencia. Una culpa indefinida nos arrojó al exilio y todos nuestros intentos de regresar al hogar perdido han fracasado. Nuestro destino consiste en vagar por la periferia de la vida, excluidos de cualquier posibilidad de dicha, como un moderno Odiseo que navega a ciegas por mares oscuros. La literatura de Kafka puede explicarse como un arte de la fuga. Su objetivo último no es la gloria, sino un espacio creado para la salvación y la curación, pero —según Marthe Robert— solo cosecha «una inmortalidad sin esperanza, vacía y sombría». Es la recompensa irrisoria que lo aguarda por apartarse de sus semejantes para escribir su obra. No es un apóstol del nihilismo, como Nietzsche, sino una conciencia desdichada que ha naufragado en las aguas turbulentas de la neurosis. Juan de la Cruz no es un hombre desesperanzado: su humildad no es un signo de nihilismo; su desnudez existencial no es un tributo a la desolación vital. No quiere poseer nada ni tener gusto en nada para «serlo todo». Ese «todo» no es algo abstracto e impreciso, sino la plenitud que se desprende de fundirse con Dios. Dios no es «el principio cósmico o vital» del taoísmo, sino una Persona que ama. El alma que «anda en amor, ni cansa ni se cansa». Juan de la Cruz habla de morir en todo lo finito, aunque con la idea de acceder a la vida infinita de Dios. No hay melancolía ni tibieza en su poesía, sino alegría y fraternidad. El que no ama está muerto. Quien no ama a su prójimo aborrece a Dios. Seremos juzgados por el amor.

Todos los testimonios que se conservan acreditan el carácter dulce y apacible de Juan de la Cruz. Al igual que Teresa de Jesús, siempre fue el primero en cumplir con las tareas más ingratas, como barrer o cocinar. Cuando no tenía nada que hacer, arrancaba con paciencia las malas hierbas del huerto. Mientras trabajó de enfermero en el hospital de la Concepción de Medina, hacía la cama de los enfermos más ancianos y les preparaba la comida, aliviando sus penurias con cuentos y chascarrillos. Siempre mantuvo esa actitud de afecto y condescendencia. Como prior en Granada y en Segovia, anunciaba su presencia con una tos fingida para evitar regañar a sus hermanos por si los sorprendía en alguna falta.

Siempre entendió que la actitud hacia el otro debía basarse en una disposición de acogida y fraternidad. En una carta enviada a María de la Encarnación, sostiene que «adonde no hay amor, ponga amor y sacará amor». Juan de la Cruz aconseja afrontar la adversidad con alegría, sin caer en el desánimo. En Subida al monte Carmelo (III, 6, 3), escribe: «aunque todo se acabe y se hunda y todas las cosas sucedan al revés y adversas, vano es el turbarse, pues, por eso, antes más se dañan que se remedian». Desprendido y tolerante, pacífico y tranquilo, Juan de la Cruz no era un intelectual celoso de su tiempo e incapaz de interesarse por los demás. En sus actos siempre hubo amor e indulgencia: «Cuanto más santo es un hombre —comentaba el carmelita descalzo—, más gentil es y menos se escandaliza de las faltas de los demás, porque conoce la debilidad del hombre». En cambio, para Kafka el amor es algo lejano e inaccesible. Siempre estaremos separados del otro. El sino de la condición humana es vivir confinada en una subjetividad doliente y escindida. Kafka fantasea con desaparecer por un desagüe; Juan de la Cruz espera a Dios: «véante mis ojos, / pues eres lumbre dellos, / y solo para ti quiero tenellos».

El Cristo de Juan de la Cruz no expresa una «soledad absoluta», sino la proximidad de Dios. Un cuerpo idealizado como el del Cristo de Dalí refleja lejanía, pues la perfección anatómica solo es un arquetipo, una forma. Apenas se conservan restos de crucificados, pero los que han sido recuperados por azar (hasta ahora menos de media docena) revelan que a veces se utilizaban clavos de hierro de casi doce centímetros para atravesar los talones, forzando una posición humillante. En un tipo de ejecución reservada a esclavos, extranjeros y rebeldes, no podía haber ni un ápice de dignidad. El Cristo de Juan de la Cruz revela una comprensión intuitiva de esa muerte atroz, en la que el alma y el cuerpo convergen en un gemido de espanto. El carmelita descalzo entendió que una imagen realista y nada dulcificada de la crucifixión recreaba con fidelidad la entrega de Dios al hombre. Cristo no murió para pagar una deuda, sino por amor. Por eso, el místico solo puede ser un alma enamorada que busca de manera incansable a su Esposo: «Descubre tu presencia, / y máteme tu vista y hermosura; / mira que la dolencia / de amor, que no se cura, / sino con la presencia y la figura». El crudo dibujo del Cristo crucificado se inscribe en la tradición de la «teología de la cruz». Como señala Jürgen Moltmann en El Dios crucificado: «La cruz ni se ama ni se puede amar. Y, sin embargo, solo el Crucificado es el que realiza aquella libertad que cambia al mundo, porque ya no teme a la muerte».

Juan de la Cruz entendió que el Crucificado, siempre motivo de burla y escándalo, ocupa el centro de la fe, ya que —como escribe Moltmann— solo él «libera a los hombres del poder de los hechos presentes y de las leyes y las coacciones de la historia, abriéndolos para un futuro que no vuelve a oscurecerse». Cristo murió quejándose de su desamparo, pero su desesperación sembró en el corazón humano una promesa de dicha. En el prólogo de El Dios crucificado, Moltmann nos cuenta que desde hace mucho lo acompaña una reproducción del cuadro de Marc Chagall titulado Crucifixión amarilla. En la obra aparecen náufragos y fugitivos, hombres sin casa, patria ni esperanza; al fondo, tiembla un fulgor amarillento y, al lado del Crucificado, un ángel sostiene una trompeta y el libro de la vida. Es una imagen que nos revela el fracaso del dolor, su impotencia frente al júbilo del Cristo vivo. Se trata de un cuadro especialmente valioso, pues fue realizado por un judío que sufrió en sus propias carnes la persecución desatada por los nazis. Lejos de sentir odio por la responsabilidad del cristianismo en el furor antisemita, Chagall interpreta la imagen de Cristo como un signo de consuelo y un motivo de esperanza. No hay nada sombrío en ese rabino colgado de un madero por el poder romano. Su capacidad de convocar a todas las víctimas procede de la autoridad conferida por el sufrimiento. Del mismo modo, Juan de la Cruz no se complace en los tormentos de la crucifixión, pero su mano atrapa el dolor y lo plasma en un sencillo dibujo exento de sentimentalismos. Y no para invitar a la penitencia, sino para dejar claro que Jesús no es nada sin la cruz.

Sin la humillación infligida, sin la muerte infame, sin la angustia del hombre que se enfrenta al poder más grande de la época, Jesús sería un profeta, pero no un liberador. Mesías de carnaval, grotesco en su indefensión, de carne mortal y en absoluto inmune al temor y a la desesperación, Jesús es un paria. Para Roma, un agitador en un país de agitadores, un loco que grita en la plaza, con una enseñanza basada en parábolas, ni siquiera digno de ser comparado con los filósofos griegos, que se mofarían de sus simplezas. Para los judíos, un farsante, un blasfemo, un fraude que escarnece la esperanza mesiánica de un pueblo. Poncio Pilatos y Herodes Antipas coinciden en su menosprecio hacia una figura que les parece insignificante. Herodes se burla de él, vistiéndolo con una ropa espléndida, y Pilatos lo entrega a la soldadesca para que lo azote. Los evangelios no muestran discrepancias al relatar la indefensión de Jesús, que se refugia en el silencio o habla con sentencias breves. La Pasión se puede interpretar como un despertar hacia el otro. Jesús es el hombre ante otros y para otros, Dios en los otros, nada para los que buscan un dios al que adorar como un ídolo. La mística de Juan de la Cruz es una mística del desamparo, no del vacío o del no ser. La noche oscura es una epifanía del amor, no la teofanía de una ausencia o de una pura negatividad con rango de absoluto: «Gozémonos, Amado, / y vámonos a ver en tu hermosura / al monte y al collado, / do mana el agua pura; / entremos más adentro en la espesura». Juan de la Cruz no aboga por la disgregación de la persona, ni por el anonadamiento del yo, sino por un matrimonio espiritual con Dios. Definir a Dios como amor implica admitir que es una Persona, señala Julián Marías en La perspectiva cristiana. Sin la dimensión personal, no hay un vínculo afectivo. Siempre se ama a un «Tú», a una alteridad que nos permite trascender nuestra soledad. Para Juan de la Cruz, como explica en la Noche oscura (6, 2), el infierno consiste en estar separado de Dios: «Dolores de infierno siente el ánima muy a lo vivo, que consiste en sentirse sin Dios». La mística de Juan de la Cruz es una mística del desamparo porque intenta restañar la herida provocada por la separación abierta entre Dios y el hombre por el pecado original: «¿Por qué, pues as llagado / aqueste coraçón, no le sanaste? / Y, pues me la as robado, / ¿por qué assí le dexaste, / y no tomas el robo que robaste?».

Juan de Yepes y Álvarez nació en 1542 en Fontiveros, una aldea situada a mitad de camino entre Ávila y Salamanca. Su padre, Gonzalo de Yepes, era hijo de un próspero comerciante de seda de Toledo, pero se casó con Catalina Álvarez, una muchacha pobre y huérfana que se ganaba la vida como tejedora. El gesto le costó perder su herencia y la ruptura con sus tíos, que ocupaban importantes cargos eclesiásticos (cuatro canónigos, un arcediano y hasta un inquisidor). Se ha especulado que se trataba de una familia de «cristianos nuevos» o judeoconversos, pero no hay pruebas. También se ha barajado la posibilidad de que se tratara de ancestros moriscos. Su afición al huerto, el baile y a sentarse en el suelo apunta en esa dirección. Ser hijo de tejedores, una profesión habitual en los conversos de orígenes islámicos, refuerza la tesis, aunque, una vez más, solo hay vagos indicios. El historiador carmelita Teófanes Egido pone en duda que Gonzalo procediera de una familia acaudalada. Francisco, hermano de Juan, alteró la historia en un tiempo en el que la pobreza era algo vergonzante, si bien no lo hizo por vanidad, sino para promover la causa de la beatificación. Lo cierto es que Gonzalo murió de manera prematura, dejando a su mujer y a sus tres hijos en una desoladora miseria. En 1551, la viuda se trasladó a Medina del Campo y, al carecer de medios, internó al pequeño Juan en un orfanato, el Colegio de la Doctrina, donde aprendió a leer y escribir. Gracias a su afición a la lectura y a su carácter piadoso y humilde, se dispuso su ingreso en un colegio de jesuitas. Al finalizar los estudios, se le ofreció ser capellán de un hospital, pero prefirió vestir los hábitos en el convento carmelita de Santa Ana, con el nombre de fray Juan de Santo Matía. Su formación era insuficiente para ordenarlo sacerdote y se le envió a la Universidad de Salamanca. Aunque resulta tentador pensar que asistió a las clases de fray Luis de León, no hay ningún dato al respecto.

En 1567 conoció a Teresa de Jesús en Medina del Campo. Por aquella época acumulaba un profundo descontento con la relajación de su orden y se había refugiado en la soledad y la vida contemplativa. Teresa de Jesús apreció de inmediato su honda espiritualidad y lo consideró el más indicado para reformar el Carmelo: «Aunque es chico, entiendo que es grande a los ojos de Dios». Los restos óseos del carmelita han revelado que su estatura apenas superaba el metro y sesenta centímetros, lo cual explica que Teresa —una mujer de buena talla— le llamara «medio fraile», con más afecto que malicia. Esa estima se refleja en repetidas ocasiones en sus libros y en su correspondencia. En las Fundaciones escribe: «Era un hombre tan bueno que por lo menos yo podría haber aprendido más de él que él de mí. Sin embargo, no lo hice y me limité a mostrarle cómo viven las hermanas». En noviembre de 1568 se funda en Duruelo, Ávila, el primer convento de carmelitas descalzos. Fray Juan de Santo Matía, que había cumplido veintiséis años, se convierte en Juan de la Cruz. Promete, junto con otros dos frailes, vivir según la regla primitiva establecida por san Alberto en 1247 y se viste con un sencillo hábito tejido expresamente para él por Teresa de Jesús, que entonces tenía cincuenta y dos años.

Juan de la Cruz destacaba por su capacidad de concentración. Podía pasar horas en completa soledad, sin distraerse ni interrumpir su recogimiento. Su vida espiritual era un prodigio de creatividad. No se limitaba a rezar mentalmente; contemplaba su interior buscando a Cristo. Su introspección convivía con un delicado amor por la naturaleza. Solía pasear por montes y riberas cantando con alegría desinhibida. A veces, se sentaba en la orilla de un arroyo contemplando el agua hasta que caía la noche. Si iba acompañado por algún fraile, le hablaba de la belleza del cielo y de la tierra y le comentaba que todas las criaturas alababan a Dios con sus movimientos y sonidos. Entendía que el zumbar de las abejas, el trinar de los pájaros y los gemidos de los árboles sacudidos por el viento representaban las notas de una melodía eterna. Pensaba que en el silencio también había música. La soledad, compañera habitual del silencio, es sonora y creadora. Sucede lo mismo con la noche, cáliz de esperanza y luz del alma. En una carta dirigida a Catalina de Jesús, carmelita descalza, señala que es «gran luz padecer tinieblas». Se ha especulado mucho sobre el origen de la metáfora de la noche; siempre hay que hablar de noche espiritual, no de simple oscuridad: «noche» como sinónimo de «purificación». Miguel Asín Palacios sostiene que la noche oscura del alma es un lugar común de los místicos sufíes tardíos del siglo XIII. No es una invención, sino una herencia de la imagen del «rayo de tiniebla» del Pseudo Dionisio. La noche sagrada de lo incognoscible es una noche luminosa. El encuentro con lo divino resplandece como una llama de amor viva o como una lámpara que se enciende en el alma. La experiencia mística de Juan de la Cruz difiere de la de Teresa de Jesús: no hay visiones, sino intuiciones nacidas de una meticulosa depuración de las vivencias y ejercicios de contemplación. La soledad no lo aflige; lo acompaña. Su objetivo es ser como un «pájaro solitario», que vuela por lo más alto, con el pico al aire, casi transparente y con un suave canto. El místico mora en lo alto y cultiva la soledad, pero no es un alma lúgubre y solemne. En una ocasión, Juan de la Cruz cogió en brazos una imagen del Niño Jesús y comenzó a bailar, cantando los primeros versos de una canción de amor muy popular: «Mi dulce y tierno Jesús, / si amores me han de matar, / agora tienen lugar».

En 1572 acude al convento de la Encarnación de Ávila y permanece allí hasta 1577, donde ejerce de vicario y confesor de las monjas. Viaja con la reformadora y colabora en las nuevas fundaciones de conventos de carmelitas descalzas. El 3 de diciembre de 1577 los carmelitas calzados lo detienen y lo confinan durante nueve meses en un convento de Toledo. Encerrado en un diminuto calabozo que había sido utilizado como letrina, lo invaden los piojos, pues no le permiten mudarse de ropa ni asearse. Lo azotan y lo humillan a diario. Su alimentación consiste en mendrugos de pan y alguna sardina. Contrae disentería y adelgaza hasta quedarse en la piel y los huesos. Teresa de Jesús escribe a Felipe II, ya que ignora su paradero, y confiesa que preferiría saber que lo han secuestrado los moros y no los calzados, «pues aquellos tendrían más piedad». En esas condiciones tan penosas, Juan de la Cruz compone las primeras estrofas del Cántico espiritual, varios romances y algún poema. Escribe Rosa Rossi: «Allí, en aquel retrete maloliente, en la segregación más absoluta, Juan era libre. Allí pudo describir el secreto de la relación entre escritura y experiencia, entre el poder del no-decir —el silencio— y el poder del no-no-decir —la palabra—. Por eso escribió poesía, porque la poesía es el punto extremo de este descubrimiento». Rossi cita a Samuel Beckett, según el cual «la oscuridad es la luz de la comprensión». Gerald Brenan compara el sufrimiento de Juan de la Cruz con el de Dostoyevski en Siberia: el dolor puede aniquilar, pero también puede inspirar y hacer crecer. Gracias a la ayuda de un carcelero que se apiada de su estado, logra huir y, con el auxilio de las carmelitas descalzas, se esconde en el hospital de Santa Cruz.

Durante los años siguientes, ocupa cargos de importancia creciente y realiza fundaciones en Baeza, Segovia y Alcalá de Henares, pero en 1590 cae en desgracia y pierde todos sus privilegios. En 1591 enferma y se le traslada a Úbeda. Muere la noche del 13 al 14 de diciembre, rodeado de frailes que recitan el De profundis y el Miserere. Pide que lean en voz alta unos versos del Cantar de los Cantares y, tras escucharlos, exclama: «¡Oh, qué preciosas margaritas!». Suenan las doce en el reloj de la iglesia y pronuncia sus últimas palabras: «Hoy estaré en el cielo diciendo maitines». Sus restos corren la misma suerte que los de Teresa de Jesús: convertidos en reliquias, se dispersan hasta encontrar reposo en Segovia. Fue canonizado en 1726 y Pío XI lo nombró Doctor de la Iglesia en 1926.

Juan de la Cruz es el místico más fascinante y enigmático de las letras españolas. Santa Teresa de Jesús clama con admiración: «No lo entiendo. Espiritualiza hasta el extremo». En sus versos resuenan las figuras literarias de la lírica mística musulmana, que explotan el contraste entre la luz y la oscuridad. Se ha dicho que trasfunde el versículo hebreo al castellano, trascendiendo cualquier equivalencia idiomática. Los tratados en prosa (Subida al monte Carmelo [1583] y el inconcluso Noche oscura [1579]) solo profundizan el misterio: «Dios excede al entendimiento». El místico enseguida aprende que la razón aparta de Dios. «Aunque es verdad que la gloria consiste en el entendimiento, el fin del alma es amar», anota Juan de la Cruz en el margen del Cántico espiritual. Por eso su poesía, en tanto que acto de amor, juega con la yuxtaposición, la indeterminación, el deliro, la alusión y la analogía. El amor a Dios es una experiencia, una vivencia, no un acto de conocimiento y solo puede expresarse mediante alusiones, piruetas o contrastes. En el prólogo a Subida al monte Carmelo escribe: «Ni basta ciencia humana para lo saber entender ni experiencia para lo saber decir; porque solo el que por ello pasa lo sabrá sentir, mas no decir». Juan Ramón Jiménez considera que la del carmelita descalzo es una «poesía simbolista» y no está de más recordar la advertencia del propio Juan de la Cruz: «Entreme donde no supe». Se le ha comparado con Miguel de Molinos (Muniesa, Teruel, 1628-Roma, 1696), que escribe la última página de la mística española. Molinos publicó en 1675 su breve e intensa Guía espiritual, «que desembaraza al alma y la conduce por el interior camino para alcanzar la perfecta contemplación y el rico tesoro de la interior paz».

En la Guía, Molinos sostiene que la ciencia mística no se adquiere en los libros, sino por «la liberal infusión del divino espíritu». Nada puede hacer el hombre sin la intervención de la gracia, que sigue su propio camino. Tendemos a pensar que Dios prefiere a los prudentes, templados y recios, pero no suele ser así: «No llama Dios por mérito al más fuerte, sino al más flaco y miserable, para que más resplandezca su infinita misericordia». Si queremos conocer a Dios, debemos abrazar el recogimiento interior dejando atrás todo entender, todo discurso, toda representación basada en los sentidos, pues «toda imagen corporal o sensible dista infinitamente de Dios». El recogimiento interior o contemplación solo puede florecer en el «santo y bienaventurado silencio», no en el árido taller de los conceptos, impotentes para una genuina comprensión de lo sobrenatural. El mismísimo Tomás de Aquino ya advirtió que «es muy poco lo que el entendimiento puede alcanzar de Dios en esta vida, pero es mucho lo que la voluntad puede amar». El amor a Dios —continúa Molinos— nos enseña la «perfecta resignación», la aceptación incondicional de su voluntad, que debe prevalecer sobre nuestros deseos y afectos. La meditación no es desdeñable, pero solo constituye el primer paso de la ascensión hacia Dios: «La meditación siembra y la contemplación coge; la meditación busca y la contemplación halla; la meditación rumia el manjar, la contemplación le gusta y se sustenta con él».

Molinos asegura que «la meditación obra con trabajo y con fruto; la contemplación sin trabajo, con sosiego, paz, deleite y mucho mayor fruto». Debemos buscar a Dios en nuestro interior y no en los dogmas: «Has de saber que es tu alma el centro, la morada y el reino de Dios. Pero para que el gran rey descanse en ese trono de tu alma, has de procurar tenerla limpia, quieta, vacía y pacífica». El alma debe callarse, resignarse, morir, abandonar todo anhelo, toda ambición material o intelectual y cultivar la quietud. Solo de ese modo será digna morada de Dios. Aunque, en apariencia, su estado de inactividad puede confundirse con un ocio estéril, está labrando su camino de salvación. El alma no debe orar con ternura, amor y sentimiento, sino con sequedad, desolación y aspereza, bordeando abismos y sin rehuir la angustia, el miedo y la tribulación. Para Molinos, la mortificación de la carne es mucho menos importante que la mortificación interior. Hay que sumergirse en la nada, la paciencia, la humillación, la oscuridad, el vacío, el olvido, el desapego. Es necesario prescindir de imágenes y palabras que complacen a los sentidos si queremos lograr una fe pura, sencilla, desnuda. «La perfección del alma no consiste en hablar ni en pensar mucho en Dios, sino en amarlo mucho». El amor a Dios no necesita signos externos, sino un silencio perfecto. Pedro proclamó una y otra vez su amor a Cristo, pero lo negó tres veces. En cambio, «la Magdalena no habló palabra, y el mismo Señor, enamorado de su amor perfecto, se hizo su cronista, diciendo que amó mucho».

El alma culmina la vida contemplativa cuando al fin logra estar sola, ser menospreciada, muerta al querer, entender y pensar, vaciada y despojada: «¡Oh, qué dichosa alma la que así se halla muerta y aniquilada! Ya esta no vive en sí, porque vive Dios en ella; ya con toda verdad se puede decir que es otra fénix renovada, porque está trocada, espiritualizada, transformada y deificada». La vía contemplativa de Miguel de Molinos muestra un estrecho parentesco con la mística de Teresa de Jesús y la de Juan de la Cruz, pero hay una significativa diferencia. Si bien Molinos habla de desposarse con Cristo, lo hace en su dimensión sobrenatural, no en su condición de hombre ultrajado y escarnecido. Su amor es demasiado abstracto y puede confundirse con una forma de panteísmo que desdibuja los límites entre el ser humano y Dios. Se aleja de la carne de Jesús y exagera el papel de la gracia, olvidando que Jesús conoció la duda y la vacilación cuando oraba en el huerto de Getsemaní. De hecho, sudó sangre e incluso suplicó: «Padre, si es posible, aparta de mí este cáliz» (Mt 26,40). El hombre no puede esperar que la gracia lo exima de la lucha por su salvación. Afirmar que Dios lo hace todo anula la responsabilidad individual. La gracia necesita del concurso de la virtud para contrarrestar la inclinación al pecado; estar encerrado en la nada, esperando que Dios obre prodigios, no es suficiente. Molinos subvierte aspectos básicos del catolicismo, como advirtió Marcelino Menéndez Pelayo. Aunque los inquisidores argumentaran con torpeza, la condena, solemnemente ratificada por la bula papal «Pastor ille caelestis», no constituyó una arbitrariedad, sino una consecuencia lógica del espíritu de la Contrarreforma.

Urs von Balthasar escribe: «La mística de san Juan de la Cruz es directamente cristocéntrica y solo mediante Cristo es teocéntrica, pero no es una mística filosófica, sino teológica, fundada en la imitación de Jesucristo». En la Subida al monte Carmelo el carmelita descalzo afirma: «Cristo es el camino». Cristo es luz, ejemplo, verdad, vida. El alma busca desposarse con Él. En el Cántico el corazón humano se adentra en la Trinidad guiada por el Hijo de Dios: «Allí me mostrarías / aquello que mi alma pretendía, / y luego me darías / allí tú, vida mía, / aquello que me diste el otro día». La unión con Dios se consuma en la fe, no en el desapego y el vacío. El Dios incognoscible de Juan de la Cruz es el Dios de la fe. En su «Carta Apostólica Maestro en la Fe con ocasión del IV Centenario de la muerte de san Juan de la Cruz», Juan Pablo II afirma: «Desde los primeros años de mi formación sacerdotal encontré en él un guía seguro en los senderos de la fe». Juan de la Cruz no fue un místico ensimismado: «Supo iniciar a las personas en el trato familiar con Dios, enseñándoles a descubrir su presencia y su amor en las circunstancias favorables o desfavorables, en los momentos de fervor y en los períodos de aparente abandono». Lo consiguió porque «trataba familiarmente con él y hablaba constantemente de él —prosigue Wojtyła—. Lo llevaba en el corazón y en los labios, porque constituía su verdadero tesoro, su mundo más real». Su experiencia de la noche oscura nos ayuda a afrontar el «misterio insondable del dolor humano», en particular, en una época en la que murieron en holocausto tantos seres inocentes. La experiencia de la noche oscura, «aplicada a la realidad misma de la vida y no solo a una fase del camino espiritual», ha imprimido al dolor de las víctimas «un carácter de experiencia colectiva». Juan de la Cruz afirma que Dios sabe «sacar de los males bienes». Las víctimas inocentes reviven —según Juan Pablo II— «el misterio de la muerte y resurrección en Cristo con toda verdad». Juan de la Cruz concibe la noche oscura como «una amorosa pedagogía de Dios. […] Incluso en la experiencia de su ausencia puede comunicar fe, amor y esperanza a quien se abre a él con humildad y esperanza». Juan de la Cruz cita los Salmos: «Por las palabras de tus labios, yo guardaré caminos duros». El silencio de Dios no es arbitrario. Ya se ha manifestado. El Cristo crucificado es su palabra, el signo de su entrega amorosa. Juan de la Cruz pide vivir con fe y esperanza, «aunque sea a oscuras —señala Wojtyła—, que en esas tinieblas ampara Dios al alma».

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